David García Cames
(Barcelona, 1980) es periodista y profesor de literatura. Ha trabajado en diferentes medios de comunicación y, en 2018, publicó el ensayo La jugada de todos los tiempos. Fútbol, mito y literatura. Ahora confía en que este nuevo libro le ayude a superar el trauma de no haber completado el álbum de cromos del Mundial de México de 1986.
Miguel Ángel Ortiz Olivera
(Ciudad del Cabo, 1982) es escritor y librero. Ha publicado las novelas Fuera de juego y La inmensa minoría, galardonada con el premio Mandarache 2017. Además, en 2020 colaboró en el recopilatorio de cuentos Granollers. Setze històries d’una ciutat. En esto del fútbol y la literatura, se inició con el libro Poesía y patadas; el gol que abrió la lata.
Marcel Beltran Bernabeu
(Barcelona, 1993) es periodista de Panenka desde antes de salir de la facultad y actualmente ejerce como responsable digital de la editorial. Está especializado en periodismo literario y ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales. Este es su primer partido como escritor: si falla un par de pases, no se lo tengan en cuenta, que el chaval está empezando.
Primera edición: Noviembre de 2020
© Kafka en Maracaná, 2020
© Textos: David García Cames, Miguel Ángel Ortiz y Marcel Beltran
© Prólogo: Juan Tallón
© Ilustración de portada: Celsius Pictor
Diseño y maquetación: Anna Blanco
© Grupo Editorial Belgrado 76, S.L.
C/Grassot 89, bajos
08025 Barcelona
www.panenka.org
ISBN: 978-84-120735-6-0
Producción del ePub: booqlab
Todos los derechos reservados.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento sin el permiso expreso de los titulares del copyright.
“Mira, para mí, los que se meten los libros abajo
del brazo y me hacen quedar como un ignorante,
son unos hijos de puta, ¿entendés?”
Diego Armando Maradona
PRÓLOGO
NOTA DE LOS AUTORES
1. HINCHAS DE PALABRA
El partido más doloroso de la ‘Tricolor’ (Horacio Quiroga)
Una locura razonable (Nick Hornby)
La jirafa que juró volver al estadio (Gabriel García Márquez)
Un hincha enamorado (Miguel Delibes)
Del tipo que escribió en Kiev se hablará siempre (David Gistau)
Amunike no estaba en fuera de juego (Chimamanda Ngozi Adichie)
La lectora de cartas (Franz Kafka)
Ya nadie canta en Leverkusen (Enric González)
Un pelanas entre los álamos cantores (Peter Handke)
2. GRANDES CLÁSICOS
Mis más sinceras disculpas (William Shakespeare)
No despiertes a los dioses todavía (Popol Vuh)
Un silencio muy preciado (Séneca)
El pañuelo blanco (Nikolái Stárostin)
La pelota y el crisantemo (Murasaki Shikibu)
Los bombachos de las ladies’ footballers (Lady Correspondent)
Los 28 del Endurance (Ernest Shackleton)
Noi siamo Firenze, Carolo! (Miguel Ángel)
El balón que reconcilió a Caín y Abel (Pedro Luis de Gálvez)
3. RONDO LITERARIO
Tres penaltis (Roberto Bolaño)
Seis balas y un autogol (Ricardo Silva Romero)
Si lo hubiesen nombrado capitán del Colo-Colo (Nicanor Parra)
El esqueleto de la ballena (Clarice Lispector)
Un dédalo de temibles jugadores (James Joyce)
La autoexpulsión de Horacio Elizondo (Enrique Vila-Matas)
4. POLÍTICA DE CLUB
Ahmed Mokhtar y Khalil Hosni someten a la bestia (Naguib Mahfuz)
La tenue frontera (Ryszard Kapuscinski)
Soldados del fuego (Svetlana Aleksiévich)
La patria es un tendón de Gago (Martín Caparrós)
Copos de nieve ardiendo (Antonio Skármeta)
Uno de los nuestros (Manuel Vázquez Montalbán)
Nadie llama al Führer desde la Patagonia (Osvaldo Soriano)
El poeta trotskista de Racing (Roberto Jorge Santoro)
El ángel caído (Hans-Jörgen Nielsen)
5. ÍDOLOS Y LETRAHERIDOS
Maradona no puede ser contado (Juan Villoro)
El peso de la maleta del rey (Gonzalo Suárez)
La anunciación (Roberto Fontanarrosa)
Corazón tan Cantona (Javier Marías)
El maldito Brian Clough (David Peace)
Un ángel azul en el barro del Comunale (Marguerite Duras)
¿Dónde estás, Liu Ying? (Gay Talese)
La magia de la Venta de Vargas (Montero Glez)
Hasta los ciegos vieron jugar a José Águas (António Lobo Antunes)
6. RONDO MUSICAL
Freestyle (BNET)
Rockstar (Liam Gallagher)
Bossa nova (Vinicius de Moraes)
¡Olé! (Lola Flores)
Ziggy (Bob Marley)
Letanía (Víctor Jara)
7. LA FAMILIA NO SE MANCHA
Un marrón de narices (Lucía Taboada)
Los Esterházy (Péter Esterházy)
El honorable punterón del Nobel (Camilo José Cela)
Nunca gana el mejor (Ricardo Piglia)
Un remate a la orilla del Bósforo (Orhan Pamuk)
¡Ay, cómo lloran los lagartos viejos! (Almudena Grandes)
El tiempo es un perro (Hernán Casciari)
Claudio Ranieri es mi padre (Julian Barnes)
Minuto de silencio (Eduardo Galeano)
8. PLUMILLAS Y JUGONES
La ciencia de la trayectoria del balón (Arthur Conan Doyle)
Usted no lo sabe, pero ese de ahí es... (Fede Bilbao)
El cuervo que retrasó la salida del Duilio (John Langenus)
El derbi de los directores (Pier Paolo Pasolini)
El ‘Buitre’ leyendo a Stendhal (Miguel Pardeza)
No es de nena (Cristina Peri Rossi)
Dos pieds-noirs en la carretera (Albert Camus)
Encargo para un escritor de éxito (Juan Pablo Villalobos)
Un enamorado enjaulado (Henry de Montherlant)
9. RONDO ICÓNICO
Las cuatro paradas (Che Guevara)
El aleteo de un colibrí (Marilyn Monroe)
Principios filosóficos (Monty Python)
Kempes y Rensenbrink (Yoichi Takahashi)
El mayordomo (Pablo Picasso)
Nuestra voz (Michael Robinson)
10. LOS ANTIFÚTBOL
Un insumiso del Zaragoza (Félix Romeo)
Derbi en la capital (Josefina Carabias)
La carta del tío Miguel (Miguel de Unamuno)
Un intelectual entre los vándalos (Bill Buford)
Un día más en Siberia (George Orwell)
El masover tampoco vio volar a Cruyff (Josep Pla)
Too many fútbol (Jorge Luis Borges)
Vacaciones de verano (Quim Monzó)
El chivo (Juan Carlos Onetti)
11. POETAS CON BOTAS
Dos prórrogas para una final eterna (Anna Amélia de Queiroz)
Gloria perdida (Luis Sepúlveda)
Anhelando una derrota completa (B. S. Johnson)
El vuelo (Vladimir Nabokov)
Un monstruo de dos cabezas (Günter Grass)
Los ojos del ‘Barbacha’ (Miguel Hernández)
Yo soy Samitier (Federico García Lorca)
No se lo van a creer (Anna Maria Martínez Sagi)
El último polirritmo (Juan Parra del Riego)
Todos tenemos una obsesión, cuando no varias. En cierto sentido, las obsesiones te ayudan a levantarte cada día de la cama. A veces incluso te ayudan a hacerla. Por supuesto, hay mañanas que piensas que mejor sería no tener obsesiones para no saber qué es lo que más te apetece realmente en la vida. Pesarías menos, la existencia sería más liviana, a lo mejor las cosas importantes se atendrían a cierta ligereza. Pero, en el fondo, son las obsesiones las que te tienen a ti. Careces de margen de maniobra. ¿Qué crees que podrías hacer contra ellas? ¿Sustituirlas por otras, como si fuesen camisas, libros, móviles? Eso no valdría de nada. No hay defensa posible contra tus obsesiones. Si matas una obsesión, y la sepultas a varios metros bajo tierra con una pala, al rato está fuera, pavoneándose ante ti, tal vez reprochándote que ni matar sabes, y, en última instancia, obsesionándote con más insistencia que antes. Por eso mucha gente prefiere cultivarlas, arroparlas, y sentirse así más concernido por la vida que si todo le diese más o menos lo mismo.
David García Cames, Marcel Beltran y Miguel Ángel Ortiz se obsesionaron un día con el fútbol. Cuando te gusta mucho, te sometes a él sin condiciones. Quizá un disgusto puntual te haga dudar y desees alejarte. Pero enseguida vuelves a las andadas. No tienes salida. Quién te iba a decir que interesarte por un equipo, como quien pregunta solo la hora, acabaría así, en incurable obsesión. Te pasó como con aquellos relojes regalados contra los que alertaba Julio Cortázar. El día que la familia o una amistad le regalaban a alguien un reloj, en el fondo le entregaban la obsesión por atender la hora exacta, el miedo a que se cayese, a compararlo con otro, de modo que, a la hora de la verdad, no le regalaban un reloj, sino que uno era el regalado, lo ofrecían para el cumpleaños del reloj.
Pero qué pasa cuando te obsesiona el fútbol y al mismo tiempo lo hace también la literatura. Porque puede pasar. De hecho, es lo que les pasa –qué casualidad– a David, Marcel y Miguel Ángel. Acechados por estas dos obsesiones, hicieron lo más audaz: acercarlas. Genialidad táctica. No siempre es posible, pero cuando encajan, y se escucha algo parecido a un clic, la persona obsesionada alucina, seguramente hasta el punto de creer que si la vida le arrebatase cuanto le gusta, menos el fútbol y la literatura, se sentiría la persona más afortunada del mundo por tenerlo todo.
Literatura y fútbol parecen dos obsesiones en paralelo, armónicas, hasta que a uno se le ocurre la genial y arriesgada idea de escribir sobre fútbol. En ese locuaz instante, dos obsesiones se convirtieron en una sola, más grande, más poderosa, más kamikaze. Y todo porque te pareció que el fútbol, a la postre, es para contar. Nadie se conforma con asistir a él. Al acabar se transforma en relato. No se conforma con ser un deporte. Es una forma de belleza, y como tal, se escribe, para que perdure.
Pero las obsesiones no serían nada si no se complicasen la vida. Es su naturaleza. Se mueven como una bola de nieve. Viven, en cierto sentido, en pendiente. Por eso duran. Y de ahí que los autores de este libro diesen un paso más allá hasta convertir a varios autores de referencia en los personajes protagonistas de estos 90 relatos sobre el fútbol, o con el fútbol, o en el fútbol, o para el fútbol, o entre el fútbol o —como si fuese una cuestión de preposiciones— durante el fútbol, que van a hacer muy felices a quienes compartimos sus obsesiones y creemos que si hay fútbol y libros todo lo demás sobra.
Si algo nos propusimos en este libro fue ser sinceros. Que el título no te lleve a engaño, apreciado lector: Kafka nunca estuvo en Maracaná.
Kafka es el apellido del escritor que encarna como ningún otro el tuétano de la literatura. Maracaná es un campo de fútbol pero también un pájaro y el símbolo de todos los estadios. Nuestro libro se resume en la fusión de lo que representan esos dos nombres.
Kafka en Maracaná es fruto de la obsesión de tres tipos que, a través del fútbol, nos animamos a explorar los límites entre la realidad y la ficción. La extraña necesidad de unir la pelota y la literatura propició nuestro encuentro en la palabra. No preguntes las razones, tal vez ni nosotros sepamos responderte. Este libro comenzó antes de que el planeta y el fútbol hicieran un alto en el camino por un maldito virus. Ahora, echando la vista atrás, nos damos cuenta de que al menos el balón nunca dejó de rodar en sus páginas.
Kafka en Maracaná son 90 partidos que sabemos que algún día se jugaron. Hemos investigado, hurgado en los archivos y naufragado en la red. No queríamos desaprovechar las historias que nos brindaba la realidad. Han sido horas de búsqueda, de escribir cartas a los familiares de un poeta desaparecido, de verificar en árabe los resultados de un torneo egipcio de los años 20 o de preguntar en Dinamarca, como un Hamlet a la deriva, por un choque que nadie recuerda. Nosotros solo hemos creado un personaje, una voz o una situación ficticia para contarte esos partidos.
Kafka en Maracaná son 90 autores cuyas vidas, en mayor o menor medida, quedaron marcadas por un partido de fútbol. Hemos viajado por diferentes épocas y lugares para convocar a esta selección que pretende ser lo más amplia y heterogénea posible. Aquí encontrarás a escritores a los que es fácil vincular con el fútbol, como Galeano, Fontanarrosa o Hornby; pero también a muchos otros que nunca te vendrían a la mente al pensar en un gol, como Onetti, Talese o Aleksiévich. Con algunos te sentarás en las gradas del estadio, otros te esperarán en el salón de su casa frente al televisor, no faltará el que comparta contigo sus vivencias; sea como sea, son 90 autores que vieron, sufrieron o quizá soñaron un partido.
Kafka en Maracaná son 90 relatos que se hallan a medio camino entre la crónica y el cuento. Nos gusta pensar que el nuestro es un ejercicio de ‘ficción honesta’. Este libro crece a partir de esa realidad más plena, compleja, que esconde la literatura. Tal vez Kafka nunca estuvo en Maracaná, pero te aseguramos que hemos visto a Clarice Lispector caminar con él por las entrañas de un estadio vacío.
Con todo esto, puedes imaginarte que este libro no es más que un juego: 90 relatos divididos en once capítulos. Entre ellos, tres ‘Rondos’ que están pensados para que tomes un poco de aire; no en vano, los escribimos sentados sobre una pelota, como Cruyff en los entrenos. Allí encontrarás textos más cortos y con mayores licencias en los que, además de escritores, también hemos abierto un espacio a músicos, dibujantes o narradores que han influido en nuestra manera de entender el fútbol.
Te damos la bienvenida, curioso lector, a este laberinto del fútbol y la literatura. Ojalá que un día, en estas o en otras páginas, tengas la suerte de encontrarte con Kafka y dar unos toques en Maracaná como si fueras un artista del trapecio.
La pelota tiene que quedar perfecta, piensa Prudencio Miguel Reyes, mientras tensa la correílla. Con la mano libre, agarra la bombilla —blanca, azul y roja— y da una amarga chupada. El mate le gusta así, sin un grano de azúcar. “Hoy tenés que lucir lindísima, ¿me oís?”, le dice a la pelota. No le importa que le tomen por un tarado. Cosas peores le habían dicho cuando se desgañitaba animando a la ‘Tricolor’, antes de que el doctor Ricardo Forastiero Fernández le dedicase un poema: “Sí, sí, sí acá en el Parque Central,/ nació el primer hincha,/ de todo el fútbol mundial”.
Hincha el trozo de cuero a pulmón. Le insufla vida con su aliento. Con cada bocanada, se le enrojece la cara. Se le ensanchan las venas del cuello. Se le crispa el bigote. “Lista”, le dice a la pelota. “Ahora me toca a mí arreglarme”. Apura el mate, y descuelga la chaqueta negra de la silla. Cuando se dispone a salir, lo recuerda. “No sé dónde tenés la cabeza, viejo”. Agarra la foto de la mesa. Aparece él, con el mismo traje que lleva hoy, junto a la mejor plantilla de Nacional, cuatro años atrás. Aquella temporada habían salido campeones, igual que saldrían este. Pero este no tendría el mismo sabor. “No te hacés la idea de lo rejodido que nos dejaste acá el partido, Indio”, dice.
Guarda la foto en el bolsillo interior de la chaqueta, y sale. ‘Lomillería y Talabartería Española’, reza el cartel que corona el local. Allí labura con encurtidos durante la semana; los domingos, los dedica a reparar las pelotas de Nacional Football Club. Aquel 11 de marzo de 1918, había dedicado toda la mañana a la que ahora carga bajo el brazo. Con ella se disputará el partido más doloroso de la ‘Tricolor’: la despedida de Abdón Porte, el ‘Indio’, que se había quitado la vida en el Gran Parque Central apenas cinco días atrás.
En las proximidades del estadio, la marea de hinchas crece como un río que amenaza con desbordarse. No solo de Nacional y Montevideo Wanderers, el rival aquella tarde; ese domingo no hay colores: hinchas de Peñarol, Charley o Central peregrinan al Parque Central para honrarle. No en vano, Abdón Porte había ganado siete títulos con la ‘Celeste’: era patrimonio del ‘Paisito’, de todos los uruguayos.
—¡Gordo Reyes!
El periodista Luis Alfredo Sciutto —Diego Lucero a este lado del Río de la Plata y ‘Wing’, al otro— se abre paso entre sombreros y boinas.
—Recibí mis condolencias —le estrecha la mano—. Hoy será difícil mirar el centro del campo, allá lo habíamos visto tantas veces, ¿verdad, Gordo? Y allá se ha dormido, allá...
—Allá lo encontró él —dice Prudencio Miguel Reyes señalando a un hombre que atraviesa la puerta del estadio como un fantasma—. Tengo que entrar, ¿venís?
—Dale —dice Diego Lucero—, pero contame, Gordo, contame cómo fue lo de Severiano. Los periodistas vivimos de los detalles.
Mientras se internan en el estadio, Prudencio Miguel Reyes le relata lo que contó el canchero Severiano Castillo la mañana que descubrió el cuerpo de Porte sin vida. Los insistentes ladridos de sus chuchos. El disparo en el corazón. El revólver enredado en los dedos. La sangre. El sombrero. Las dos cartas que encontró la policía. Una, para el presidente del club: que cuidase de su mujer como él había hecho con su equipo. Y el famoso poema.
—“Nacional aunque en polvo convertido” —recita Diego Lucero—, “y en polvo siempre amante…”
—Y poco más sé, viejo, que pidió que lo enterrasen con Bolívar y Carlitos, y ya viste la peregrinación al cementerio de la Teja, qué sé yo...
—¿Es verdad que estaba por casarse? ¿Que había una carta para la doña?
Prudencio Miguel Reyes asiente al tiempo que saluda a dos hombres que le reclaman desde la puerta del vestuario local: el poeta José María Delgado, presidente del club, y un morocho espigado de facciones afiladas, ojeroso y con un bigote puntiagudo, al que no consigue poner nombre.
—Tengo que dejarte, Dieguito. Escribí algo lindo sobre el Indio, haceme el favor.
—Descuidá, hinchapelotas.
Prudencio Miguel Reyes estrecha la mano a Delgado.
—Aquí la traigo —le enseña la pelota, reluciente, lustrada.
—Metela en el cuartucho, dale, pero antes dejame que te presente aquí a mi querido amigo, el escritor Horacio Quiroga.
—Un placer. José María me habló mucho de vos, el primer hincha.
—Los poetas exageran mucho... Disculpen. —Señala la pelota—. Sin esta no empieza el partido.
Prudencio Miguel Reyes entra en el cuartucho del material. Una montaña de coronas de flores le corta el paso. En una esquina, el canchero Severiano Castillo recoloca un saco de cal junto a los rastrillos y las palas. Una capa de polvo le espolvorea de blanco la chaqueta del traje.
—Las mandaron los clubes —dice Severiano—. Ya no cabían en ningún lado. Y todos esos ramos los han traído las doñas y los pibes...
—La dejo aquí. —Prudencio Miguel Reyes deja la pelota—. Cuidámela.
—Eso decíselo a los tuercebotas de Wanderers.
—Nos vemos en el medio tiempo, viejo.
Prudencio Miguel Reyes sale.
—Los nombres más pronunciados son los de los cracks —dice Delgado— y, en su inmensa mayoría, no vienen de las altas esferas sino de las humildes, donde el pan es difícil y duro.
Quiroga retuerce la punta del bigote.
—El muchacho sentía que valía más que cualquier catedrático, y eso lo atrapó en un paraíso demasiado artificial para su joven corazón.
—Acercate, Gordo, hoy te venís a la tribuna.
Los tres avanzan por un pasillo desierto. Suben unas escaleras de madera. Y se asoman: más de 15.000 almas convierten las tribunas en un mar de boinas, sombreros, gorros de paja y algún recogido. Prudencio Miguel Reyes no está acostumbrado a ver a los futbolistas desde allá arriba. Le viene el impulso de gritar: “¡Vamo, Nacional!”; pero el silencio es tan abrumador que se escucha cómo los botines tronchan las briznas de hierba. Mientras los futbolistas se colocan en la cancha, el Gordo palpa la foto acartonada en el bolsillo interior de su chaqueta. “Por tu sangre, Abdón”, susurra. “Por tu sangre”.
Y la pelota echa a rodar.
Nick Hornby entró como pudo en el coche y cerró de un portazo. Todavía era pronto para temerse lo peor, pero los nervios ya comenzaban a borbotearle por dentro. Su compañero de piso arrancó el automóvil. Circuló suavemente, como si llevara 50 cartuchos de dinamita en el maletero. En un semáforo, quiso decirle algo a Hornby, pero al mirar por el retrovisor, lo vio con los ojos cerrados en el asiento trasero. No dormía; tenía los ojos cerrados porque no se atrevía a mirarse el pie. En una medida desesperada que ya había puesto en práctica en el pasado, Hornby trataba de repasar mentalmente todos los goles que había marcado Alan Smith con la camiseta del Arsenal. En momentos así, solo eso mitigaba su fiebre.
No recordaba con nitidez cómo había ocurrido. Quizás, en un gesto torpe por su parte, había pisado mal el balón y había apoyado todo el peso de su cuerpo en un tobillo, haciéndolo papilla. Tuvo que retirarse cojeando de la pista de fútbol sala. Pero lo peor no era eso, sino que había obligado a sus amigos a dar por acabado el encuentro. Solo se juntaban para jugar una vez a la semana, así que era fácil imaginar cómo les jodía aquello.
Cuando por fin se detuvieron delante del departamento, Hornby se dio cuenta de la gravedad de la situación. Con un dedo tiró del calcetín: un bulto del tamaño de una pelota de tenis se había tragado su tobillo. Consultó el reloj. Era la una menos cuarto. No podía caminar y tenía que estar sin falta en Highbury a las tres en punto.
En casa, se quedó sentado con una bolsa de guisantes congelados en el pie. El frío calmaría su esguince casi tanto como su nerviosismo. Sabía que, en las horas previas al partido, era cuando su condición de hincha tomaba peor aspecto. El profesor de literatura licenciado en Cambridge que era de lunes a viernes se dejaba engullir por un ser ridículo e irracional. No había nada que hacer al respecto.
Su novia lo vio muy dolorido, y le propuso sin demasiado énfasis que no se marchara.
—Podemos escuchar el partido por la radio, Nick.
Era un plan estupendo, solo que imposible. En realidad, él ya sabía que iría sí o sí al estadio.
—No digas tonterías, cariño.
—Pero mira cómo tienes eso… ¡Estás loco!
—Tengo mis razones para estarlo —replicó Hornby, pensando que solo le faltaba encontrar la forma de llegar hasta allí.
Nadie mejor que él sabía que, en toda Inglaterra, no había otro lugar como Highbury para sentirte como en el centro del cosmos. No importaba a qué discoteca fueras, a qué cine, a qué restaurante. La vida, en esos lugares, seguía rodando a tus espaldas, como casi siempre ocurría. Pero en Highbury, no. En sus gradas, podías percibir cómo el mundo se paralizaba por completo.
—Nos largamos.
Cogieron el metro hasta Arsenal en lugar de Finsbury Park, para tener que andar menos. Y decidieron ver el partido en las localidades de pie, alejados de la zona del Fondo Norte a la que acostumbraba a ir Hornby. Allí pudo apoyarse contra una barandilla. En esa posición, pensó, quedaría a salvo de las bajadas en masa de los aficionados si los ‘Gunners’ anotaban un tanto.
Aquella tarde se enfrentaban al Wimbledon FC. No era un rival cualquiera. En aquella época, la plantilla de ese modesto club del suroeste de Londres recibía el apodo de ‘Crazy Gang’ por la dureza con la que sus jugadores se aplicaban en el campo. Competían, pero no había estética en sus formas, solo sed de venganza. Gary Lineker, en una ocasión, había dicho que la mejor manera de ver a ese Wimbledon era a través del teletexto. Lo cierto es que daba miedo solo contemplar cómo se subían las medias. Dave Beasant, John Fashanu, Brian Gayle, Dennis Wise, Vinnie Jones, que por suerte ese día era baja. Al que no le faltaba un diente, lucía un tatuaje espantoso en el antebrazo o se estaba quedando calvo. Todos esos tipos irreverentes e inclasificables, más que dedicarse a un deporte profesional, tenían pinta de haberse fugado de Alcatraz.
Mientras su pareja compraba algo de comer para el inicio del partido, Hornby recordó a Vaughan, un hincha al que conocía desde hacía años y que la temporada anterior había ido a ver un duelo entre los reservas del Wimbledon y los del Luton. Era una tarde helada de enero. Una tarde de perros. Su amigo le confesó que había ido a ver ese choque irrelevante sencillamente porque le interesaba mucho. Por supuesto, Vaughan había tenido que desmentir, en muchas ocasiones y con mucha insistencia, que fuese un excéntrico. Ahora que se encontraba con un pie hecho polvo en la grada de Highbury, y no en el sofá de su salón o en la camilla de un hospital, Hornby podía entender muy bien a aquellos que, como él o el propio Vaughan, se veían obligados a defender su locura como algo razonable.
En contra de lo que cabía esperar, la contienda en el campo fue plácida para el Arsenal. Ni rastro de los colmillos afilados de la ‘Crazy Gang’, que durante muchos minutos no fue más que un cojín desplumado en manos de los hombres de George Graham. Andy Thorn (en propia puerta), Michael Thomas y, cómo no, Alan Smith sellaron la victoria para los locales. Cuando resonaron los tres silbatazos del árbitro, a Hornby le dolía todo el cuerpo. Pero no le pareció que, esa tarde, hubiese pagado un precio excesivo. Lo había hecho a gusto. Y lo más reconfortante: volvía a casa con un nuevo triunfo en el bolsillo.
Por la noche durmió como un tronco. A la mañana siguiente, no obstante, un pinchazo en el tobillo lo despertó de golpe, casi escupiéndolo de la cama. Miró a su novia, tendida a su lado, y se cubrió la cara con las manos. “Eres un idiota”, se dijo. “Un perfecto idiota”. A sus 30 años, atrapado entre el dolor y el arrepentimiento, experimentó una emoción angustiante: de repente, sus obsesiones se habían quedado desprovistas de argumentos. “Ya no puedo utilizar la edad, o la juventud, para explicarme cómo soy”, pensó. “A medida que envejezco, la tiranía que ejerce el fútbol en mi vida, y en la vida de las personas que me rodean, empieza a ser menos razonable, menos atrayente”.
Y, sin embargo, después de todo, ¿qué otro camino mejor podría haber escogido? Hornby cerró los ojos y comenzó a repasar todos los goles que había marcado Alan Smith con la camiseta de los ‘Gunners’. Hasta que volvió a quedarse profundamente dormido.
Un día después, mientras hojeaba el periódico, el joven cronista Gabriel García Márquez habría de encontrarse con la intolerable presencia de seis adverbios terminados en “mente” dentro de su columna. El futuro escritor hubiera rasgado de inmediato el diario, pero el periodista de poco más de 20 años, escondido bajo el pseudónimo de ‘Septimus’, todavía tenía mucho que aprender. Se había dejado caer en el estadio por obra y gracia de sus tres amigos del grupo de Barranquilla, empeñados en que el muchacho escribiera algo sobre fútbol. Gabito, sin embargo, apenas volteaba hacia el terreno de juego. De bigote perfilado y lapicero siempre a punto, era imposible detener su cháchara embaucadora, ese sonsonete que cualquiera diría arrastrado, en cada adjetivo y cada verbo, por el ritmo de un vallenato de Escalona.
—¡Eche, no joda, vite tú la planta de ese man!
Los graderíos art déco del Municipal Romelio Martínez acogían la última fecha de la primera vuelta del campeonato de 1950. El Junior de Barranquilla recibía nada más y nada menos que a Millonarios de Bogotá, esa retahíla de figuras de fama mundial encabezada por los argentinos Adolfo Pedernera y Alfredo Di Stéfano. Aquella tarde de junio, el insufrible calor del trópico hacía que las iguanas se arrimaran con pereza a la sombra de las ceibas. El equipo del Junior jugaba liderado por Heleno de Freitas, el brasileño y fichaje estrella de aquel año, llegado apenas tres meses antes y al que ya todos conocían en Barranquilla por su fama de borracho, putero, galán, tragaldabas, drogadicto, intelectual, políglota y tremendísimo delantero centro.
—Gabito, ¿qué va a escribí tú de fúbol? Yerrrda, ni que el arquero se llamara Faulkner.
El joven periodista empezó a tomar notas para su crónica en El Heraldo. Allí tenía reservado un espacio que llevaba por título La jirafa, libérrima columna donde el muchacho se entregaba a la sátira y el derroche verbal. A sus tres colegas —Alfonso, Álvaro y Germán— les encantaba burlarse de él con el mote de ‘Viejo’; se lo gozaban de lo lindo por su falta de interés en los deportes y su obsesión enfermiza con la lectura. Gabo no lo podía negar, había llegado a la ciudad desde su moridero de la Ciénaga Grande para seguir abriéndose paso como periodista después de rondar unos años por los burdeles de Cartagena y el frío destemplado de Bogotá. Si algo tenía claro era que quería escribir, escribir hasta la extenuación, escribirlo todo —la sonrisa del amante que se refugia en la grada, el llanto del pesimista por los goles imposibles—, incluso escribir, de paso, la crónica de aquel partido de fútbol que había sacado a Barranquilla de su habitual modorra.
—Ajá, vale mierda ese pela’o.
El Junior fue haciéndose poco a poco con el control del partido. La planta de Heleno se hacía sentir en todos los rincones de la cancha, moderando, gomina y raya al medio inmaculada, cada uno de los pases de sus compañeros. Altivo el brasileño, despótico en el esfuerzo ajeno, comandaba los arreones de su equipo con la melancolía de las noches interminables y el efluvio mareante de una loción inglesa con la que se rociaba antes de saltar al césped. El joven cronista, mientras se atusaba el bigote, no podía evitar sentirse embelesado por el centre-forward. Amante del jazz, del síncope y la pausa, del sosiego y la mala vida, el juego de Heleno de Freitas habría de recordarle a Gabito el estilo desmañado de un escritor de novelas policiacas. “Su sentido del cálculo, sus reposados movimientos de investigador y, finalmente, sus desenlaces rápidos y sorpresivos le otorgan suficientes méritos”, escribió en su crónica.
—¡Ay, ome, ete partido sí lo ganamos, carajo!
A los jugadores de Millonarios, regados como almas en pena por la cancha, solo les importaba sobrevivir como fuera a ese malparido calor costeño. Los 10.000 espectadores del Romelio Martínez —algunos de guayabera, otros sin perder la compostura del saco, unos pocos de sombrero vueltiao— se regocijaban en el sudor que hacía naufragar a los cracks argentinos. El ‘Ballet Azul’ se meneaba más desacompasado que un cachaco en rumbeadero de playa. Pedernera jadeaba, el retórico Di Stéfano se refugiaba en la banda, Rossi dejaba pasar caballeroso a los rivales. Volcado el campo hacia la portería de Millos, el partido transcurría con una lentitud exasperante mientras, al otro lado de la calle, los vendedores de fruta escampaban por doquier su letanía.
—¡Biiiiiiche, llegó el mango biiiiche!
Los goles fueron cayendo casi por descuido. El público celebró los tantos del Junior con sombreros al viento, cigarros y algún que otro traguito de ron. Heleno de Freitas enamoraba, desesperaba, conjuraba a un mismo tiempo el silbido con el asombro. A Gabo le dio por evocar el soberano balonazo que tiempo atrás, en un pedregal de su pueblo, uno de sus mejores amigos le había mandado a la boca del estómago. Heleno, sin una carrera de más, improvisaba como un juglar en una riña de gallos. Nueve años después de aquel partido, en algún rincón de Brasil, moriría demente, escuálido y en la miseria a causa de una neurosífilis.
—¡Eto rolo no valen verga!
El partido terminó 2-1 a favor del Junior. El joven periodista habría de proclamar en la crónica del día después, titulada El juramento, su ingreso en la “santa hermandad de los hinchas”. Había empezado los 90 minutos con desinterés, casi desubicado en el estadio, pero poco a poco el fervor del público lo había ido arrastrando de forma irremediable. Le interesaba cada detalle del partido, pero incluso más el gesto con el que un comerciante de bananos se encomendaba a la Virgen de Chiquinquirá tras el gol de Millos. Gabito no paró de anotar, tachar, saltar, brincar y celebrar los goles sin saber muy bien por qué lo hacía ni tampoco cómo terminó el partido descamisado y perdido por completo el sentido del ridículo.
—Ajá, mira tú al Viejo cómo canta lo gole, ome.
El muchacho que las noches en vela solía detenerse a mirar la cumbre de la Sierra Nevada de Santa Marta mantendría la fidelidad a los colores del Junior el resto de su vida. Gabriel García Márquez, con el pseudónimo de ‘Septimus’, siguió publicando sus jirafas en El Heraldo. Aquel tórrido día de junio su crónica se dejó embriagar por el sentimiento inesperado de sentirse hincha de fútbol. Alfonso, Álvaro y Germán, sus tres amigos del grupo de Barranquilla, habrían de celebrar la fe del converso. Él les seguiría hablando de Faulkner, de Virginia Woolf; pero también del brasileño Haroldo Carijó o el uruguayo Berascochea. El joven cronista, después de su juramento, regresaría al Municipal de Barranquilla convertido en una vehemente jirafa que, de vez en cuando, asomaba su cogote tras los graderíos art déco.
Yo sabía que Miguel Delibes, el maestro, aquella tarde quería, y a la vez no quería, estar allí conmigo, camino del Viejo Zorrilla, lo conocía como a un hermano, y aquella tarde, la de los enamorados, podría jugarme una mano a que Miguel Delibes, el maestro, rumiaba el reproche de Ángeles, su mujer, cuando se disponía a coger el carné de socio y ella le habría preguntado: ¿no pensarás ir hoy al fútbol?, a mí, la mía, mi mujer, me lo había dicho más clarito: ¡como se te ocurra irte hoy al dichoso fútbol pido el divorcio!, amenaza que también me había perseguido hasta la puerta, donde Miguel Delibes, el maestro, dijo: todos los estadios deberían cerrarse el día de San Valentín por el bien de los matrimonios, pero allí estábamos, en medio de una marea blanquivioleta de santos inocentes a los que el fútbol había acompañado, como a nosotros, durante toda su vida como el amor más fiel, ¿sí o no?
Miguel Delibes, el maestro, seguía al Real Valladolid desde el mismo año que yo, 1929, en el Campo de la Sociedad Taurina, en Tercera, cuando el carné de socio valía una peseta y media que nos costeamos renunciando a la paga semanal: todos los enamorados sobreviven a base de sacrificios, ¿es o no es verdad?, pero también a base de lealtad, por eso desde entonces no hemos faltado a una sola cita en casa y, aquella tarde, la de los enamorados, tampoco podíamos faltar
¡este año sí, Miguel!, le dije al entrar, ¡este año volvemos con los más grandes!
todavía hay que cazar al oso, contestó, y la Real venderá caro su pelaje
¡a los guipuchis nos los comemos como si fueran pinchos!, dijo alguien a nuestra espalda echándonos el humo del puro a la cara
Miguel Delibes, el maestro, era un hombre prudente y no se dejaba contagiar por el optimismo que flotaba en el Viejo Zorrilla desde que el equipo llegase a semifinales de la Copa del Generalísimo, eliminando al Atlético Aviación en el Metropolitano con un golazo de Ildefonso Fernando Sañudo, una volea que rompió el empate a tres y que Miguel Delibes, el maestro, vivió en directo porque aquel partido le había pillado en Madrid sacándose el carné de periodista, y celebró aquel gol como un crío aunque ya no lo era como le reprochaba Ángeles, su mujer, ese mismo año había publicado sus primeras columnas en El Norte de Castilla, además de sus habituales Monos futbolísticos, dibujos a plumilla de los jugadores destacados de la jornada que firmaba como MAX: la M, su inicial; la A, la de su mujer; y la X, la incertidumbre del futuro juntos, un poco más incierto, debía pensar Miguel Delibes, el maestro, si continuaba anteponiendo el Real Valladolid a su matrimonio
no sufras, Miguelón, le dijo un parroquiano ofreciéndole un cigarrillo liado, hoy ha llegado a tiempo
más nos vale, hoy necesitamos sus goles
Ildefonso Sañudo, nuestro delantero centro, ya tenía sus añitos, la carrera de un futbolista, en aquel entonces, era como una carretera bacheada y Sañudo, nuestro goleador, recorría sus últimos kilómetros, pero sin sus goles aquella temporada no hubiésemos llegado a disputar la promoción a Primera División, y había que elogiarlo no solo por sus tantos, también que conducía todos los domingos desde Torrelavega, donde vivía, hasta el Viejo Zorrilla, 300 kilómetros de carreteras infernales que sacaban de quicio a Esteban Platko, nuestro entrenador, hasta que lo veía en el túnel de vestuarios minutos antes del inicio, le arrebataba la camiseta con el nueve a quien fuera y se la entregaba al veterano pistolero
aquella tarde, la de los enamorados, Sañudo, nuestra estrella, no estuvo fino de cara al gol y por mucho que Miguel Delibes, el maestro, y yo, un servidor, rezamos para que cazase al menos un córner, los centros sobrevolaron tibios el corazón del área defendida por el portero ‘txuri-urdin’, Eduardo Chillida, que los despejaba todos a zarpazos
por algo lo llaman el ‘Gato’, dijo alguien, menudos reflejos
en el descanso ya intuíamos que nuestros rezos no obtendrían respuesta y así nos lo confirmaron los tres pitidos del árbitro: perdimos por 1-3
al final se nos han atragantado los pinchos, se despidió el hincha con el puro consumido entre los dientes
de vuelta a casa, Miguel Delibes, el maestro, rumiaba lo mismo que yo: cómo compensar a nuestras respectivas por aquellos 90 minutos de amor que les había robado el fútbol, y él lo hizo mucho mejor porque la X de su firma terminó despejándola el futuro: estuvieron juntos hasta el último aliento y, cuando la enfermedad se llevó a Ángeles, su mujer, prematuramente, Miguel Delibes, el maestro, descargó todo el amor que le quedaba por darle en uno de sus mejores libros: Mujer de rojo sobre fondo gris
yo tuve que conformarme con el amor incondicional del club, la cosa con mi mujer terminó como el rosario de la aurora aquella misma temporada, que, por cierto, ascendió la Real Sociedad de Chillida, aunque el prometedor arquero no pudo debutar en Primera porque, en uno de los córners lanzados en el Viejo Zorrilla, había chocado con Sañudo, un golpe que en directo pareció inofensivo pero que días después se convirtió en una lesión de rodilla que obligó al ‘Gato’ a colgar los guantes para siempre
Miguel Delibes, el maestro, acudió conmigo al estadio hasta 1978 cuando el club puso las vallas que nos separaban del césped, entonces él también me abandonó y cambió su localidad por el mullido sofá del salón: “el par de veces que me he acercado a un estadio”, me confesó una tarde que nos cruzamos por el centro, “no me he enterado de nada”, el fútbol había cambiado tanto, o más, que aquellos dos chiquillos que habían renunciado a la paga dominical para conseguir el carné de socios, ¿sí o no?
me quedé definitivamente solo el 12 de marzo de 2010, cuando la megafonía del Nuevo Zorrilla anunció: “antes de comenzar el partido se guardará un minuto de silencio en memoria del maestro, Miguel Delibes”, y se me escaparon unas lágrimas mientras los jugadores se colocaban alrededor del círculo central, los del Real Madrid, los visitantes, de negro, como rindiendo homenaje de riguroso luto, “yo fui hincha antes que aficionado”, retumbó la megafonía, “anteponía al espectáculo el triunfo de mi equipo, el Real Valladolid…”, cuando la voz de Miguel Delibes, el maestro, mi gran amigo, se apagó, Mejuto González, el árbitro, ayudó a uno de sus nietos a liberar una paloma blanca mientras todo Zorrilla se fundía en una ovación que terminó de romperme el corazón.
60 segundos. Eso fue lo que tardé yo, un triste intento de escritor, un pobre capullo, en alegrarme por haber conocido a David Gistau en el bar de la universidad. No lo conocí en persona, claro, sino leyéndolo. Pero esa es la forma en la que los jóvenes aspirantes conocen a sus referentes: a través de sus textos. Y muchas veces, la relación que acabas estableciendo con ellos es tan sólida que, aunque tu existencia no llegue a ser ni una sospecha para el autor, estás a dos adjetivos más de pedirle matrimonio.
De ese sueño imposible me acordé ayer, tumbado en el sofá, mientras fumaba un pitillo y el Bernabéu guardaba un minuto de silencio en memoria de Gistau, fallecido dos días antes. El comentarista de la tele dijo algo así como que ese era el mejor homenaje que le podían hacer, porque el difunto pocas veces fue más feliz en su vida que cuando jugaba el Real Madrid. Y, con esas palabras, mi cabeza volvió a salir disparada hacia otra parte.
Vi el Olímpico de Kiev engalanado para la gran cita. Siempre pasa con los estadios: cuando se van a jugar finales en ellos, parecen más guapos de lo que en realidad son, como cuando te arreglas para una cena importante y lo último que quieres es parecerte a ti mismo. Y vi a Gistau en la grada. Su cuerpo de estibador, sus ojos recogidos hacia dentro, su barba entre cortés y salvaje. Yo estaba a su lado. Y él me pedía que prestase atención a los aficionados del Liverpool, que en ese momento entonaban el You’ll Never Walk Alone como si con aquel himno quisieran acabar con la miseria en el mundo. “Cuando escuchas cantar a este gente, te dan ganas de pilotar un Spitfire y ponerte a saludar desde arriba”, me confesó.
El equipo de Klopp, contagiado por los cánticos, salió al campo a ganarle la Champions al Real Madrid, jugando desde el inicio con coraje y alegría. Hasta que Ramos placó a Salah y el jugador egipcio tuvo que retirarse lesionado. Los blancos, entonces, dieron un paso al frente. Gistau manejaba la teoría de que ningún otro conjunto en Europa olía la sangre como el suyo, como si ese fuera el título del que había que estar más orgulloso. “Somos insensibles a la lírica”, me espetó. “Y eso nos convierte en unos escualos despiadados”.
Conversamos durante un buen rato, mientras los de Zidane rondaban a su rival como tiburones hambrientos. Yo, básicamente, le escuchaba y trataba de retener la mayoría de las cosas que me decía. Gistau me hablaba de los pases tensos que solo saben dar los buenos mediocentros, de los boxeadores de antes, de los gánsteres venidos a menos, del oficio de reportero, del rock argentino, de Balzac, de Umbral y de Pla, de los whiskys de su amigo José Luis Garci. Sacudía cada palabra con entusiasmo y las hacía estallar en el aire. Hasta que, al llegar al descanso, todavía con empate a cero en el marcador, se disculpó y abandonó su asiento. Entonces me acordé de aquello que contaba Manuel Jabois sobre él: cuando Gistau se levantaba un segundo de cualquier parte y decía “Ahora vuelvo”, dejaba un vacío absurdo, como si en lugar de al baño se hubiese ido al espacio.
Por suerte, esta vez volvió al mismo tiempo que los jugadores saltaban al campo. A los pocos minutos, Benzema no desaprovechó el regalo de Karius, que le lanzó el balón a la bota en lugar de entregárselo a un compañero, y marcó el primero. Solo entonces Gistau empezó a aporrear la tablet. “Ya ves, escribo porque ahora está mal visto matar búfalos”, dijo entre risas, justificando la torpeza con la que sus dedos se abalanzaban sobre la pantalla. Viéndole trabajar, tuve la sensación de estar asistiendo a un ritual mágico. Parecía un milagro que de esas manazas pudiesen florecer frases tan breves y concisas. Pinceladas sutiles que iban conformando, una tras otra, el gran golpe del texto. Como resumió en una ocasión Karina Sainz Borgo, Gistau fue el espejo ante el que aprendimos a pegar toda una generación de periodistas.
Un trastazo de Mané, precisamente, permitió a los ingleses reengancharse al duelo. Pero aquel empate sería, a la postre, un espejismo. “Esta Champions la ganaremos a nuestra manera, mecánicamente, como cumpliendo un contrato de asesinato”, me anticipó Gistau. Sabía lo que decía. Un hincha blanco conoce cómo se encamina su equipo a la victoria. El Madrid no pregunta, simplemente se presenta a la hora y el lugar acordados, apaga el cigarro, levanta el arma y te mete una bala en la frente.
Bale, frustrado por su suplencia, entró por Isco, y a la que vio una oportunidad, despegó desde el suelo y mandó el cuero a la red con una chilena imposible. Todos nos pusimos de pie al instante. Acabábamos de presenciar un gol antológico. Gistau, pletórico, se dio la vuelta con los brazos abiertos y anunció a los cuatro vientos que aquel remate lo rememorarían los ‘merengues’ del futuro, alrededor de la hoguera, después de pintarlo en las paredes de la caverna. Estoy seguro, sí, se me quedó grabado, eso fue lo que dijo, minutos antes de que el propio galés matara el partido valiéndose de otra cantada del arquero del Liverpool. La 13ª ya era una realidad. El madridismo añadía un nuevo capítulo dorado a una leyenda que seguía avanzando inclemente, sin una sola gota de lírica, sin más poética que la del propio triunfo.
La despedida fue breve. A Gistau le esperaban sus camaradas Hughes y Javier Aznar a las puertas del estadio para celebrar el acontecimiento con unas cuantas copas. Pero antes de irse lanzó un último presagio: “De esto que pasó en Kiev se hablará siempre”.
De esto que pasó en Kiev se hablará siempre. Me repetía mentalmente esas nueve palabras, con los pies debajo de la manta, mientras el Bernabéu rompía el minuto de silencio con una emotiva ovación dedicada al escritor al que me hubiera gustado parecerme. Hay títulos atronadores. Que se te meten en el oído y no se marchan de ahí en mucho tiempo. Como ese que escogió Gistau para presentar su crónica de la final de Kiev. Nueve palabras para tenderle la mano al lector. Un puñado de párrafos para sentarlo junto a él en la grada. Un estilo propio para alimentar nuestra imaginación.
Muchas noches pensé en escribirle por Twitter para comentarle lo mucho que me gustaban sus columnas, lo bien que me lo pasaba viajando con ellas. Pero descartaba la idea rápidamente. ¡Qué vergüenza da solo recordarlo, por Dios! Yo aún no soy ni un pobre escritor. Y él ya era algo más que eso. Él era David Gistau, capullo. El tipo del que se hablará siempre.
Los seis hermanos de la familia Adichie, tres hombres y tres mujeres, se han reunido en su casa de Lagos antes de partir para la ciudad de Abba, donde pasarán la Navidad de 2019 con sus padres. Los hermanos han llegado a Nigeria desde diferentes lugares del mundo: Maryland, Suiza, Londres, Connecticut. En la sala de estar, cinco de ellos cotillean sobre Chimamanda, la célebre hermana escritora e icono feminista que está en su habitación, pegada al móvil, concediendo una entrevista por videollamada.
—¿Recordáis los nervios que tenía el día de la final de los Juegos Olímpicos? —pregunta Ijeoma.
—¡Como para olvidarlo! —exclama Chuks—. Estaba fuera de sí, desatada como una fanática cualquiera.
—¡Menudos insultos en igbo le soltaba al árbitro! Me acuerdo de que era un tipo calvo y que ella no dejaba de meterse con el pobre hombre —apunta Uche.
—Ese pobre hombre era el italiano Pierluigi Collina, ¿cómo no lo recordáis?, era súper famoso en aquella época —añade Okey.
—Ya está el futbolero con sus datos… —se ríe Kene.
—Famoso o no, ella estaba convencida de que el calvo nos estaba robando el partido —dice Uche.
—Y fijo que así estaba planeado. Se sacó un penalti de la nada. Imaginaos lo que suponía en aquella época que un equipo africano ganara un gran torneo —afirma Okey.
—Seguro, hermano, así ha sido siempre. Lo que sí te digo es que nunca había visto a Chimamanda, y nunca la he vuelto a ver, tan emocionada por un partido —insiste Chuks.
—Sí, ella no es muy futbolera, ya sabéis, pero en partidos importantes de la selección siempre se planta frente a la tele y es la primera en animar —recuerda Kene.
—Y aquel no era un partido cualquiera —señala Ijeoma.
—No lo era, hermana, desde luego que no…
—La medalla de oro de las ‘Súper Águilas’…
—Aquel verano solo importaba el fútbol, ¿recordáis?, ni cortes de luz, ni huelgas, ni robos, ni petróleo, nada. El fútbol lo era todo y éramos felices, al menos por unos días.
—Menudo equipo teníamos. Me apuesto algo a que Okey todavía puede repetir de memoria la alineación de la final.
—¿Acaso lo dudas?
—A ver, sabiondo…
—Un momento, mmm, espera… Listo... Dosu, Babayaro, West, Uche, Oparaku, Oliseh, Okocha, Babangida, Kanu, Ikpeba y Amokachi.
—¿Y Amunike? Te has olvidado de Amunike.
—Amunike salió de suplente.
—Menuda cabeza tienes, si la usaras más para otras cosas venderías más libros que nuestra hermana…
—Cada uno a lo suyo.
—Pero qué equipazo. Nunca hemos vuelto a tener un equipo así.
—Esos futbolistas sí que eran águilas y no los pichones que tenemos ahora en la selección…
—Mi preferido era Okocha. Hacía pura magia con el balón.
—¿Y qué me dices de Amokachi?
—Uy, sí, qué cuerpazo tenía Amokachi…
—Ya está la hermana mayor con sus intereses…
—Cada uno a lo suyo…
—Pero nadie como Kanu. Estaba en su mejor momento, aún no le habían detectado el problema en el corazón y los mejores equipos de Europa andaban locos por él.
—Lo de Kanu en aquellos Juegos fue una cosa de otro mundo.
—Con esa zancada que parecía que iba a salir volando.