Antonio Agredano (Córdoba, 1980) es escritor. Publicó En lo mudable (Libros del KO, 2014), una trayectoria vital a través del Córdoba C.F., en los Hooligans Ilustrados, y los poemarios El incendio cerise (Plurabelle, 2008) y Teta (Ediciones en Huida, 2017). Es cronista de fútbol en El Mundo y columnista en Diario Córdoba.
Ha sido director del festival Cosmopoética y miembro del grupo musical Deneuve. Tiene los meniscos rotos y varias fracturas en las manos por culpa de las pachangas de los lunes, a las que asiste puntual disfrazado de portero.
Primera edición: Junio de 2021
© Prórroga, 2021
© Antonio Agredano
© Ilustración de portada: Diego Mallo
Diseño y maquetación: Anna Blanco
© Grupo Editorial Belgrado 76, S.L.
C/Grassot 89, bajos
08025 Barcelona
www.panenka.org
ISBN: 978-84-120735-8-4
Producción del ePub: booqlab
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“A Fidel y Mauro,
mis tiernas y desordenadas Ítacas”
«Me encantaba jugar al fútbol,
pero no me gustaba ser futbolista»,
Ezio Vendrame
«Ya se sabe
que quien pone la red
no tiene red»,
Joan Margarit
«Que la flor recta hable de los propósitos
de su rectitud—buscar la luz.
Que la flor retorcida hable de los propósitos de
su retorcimiento—buscar la luz»,
Allen Ginsberg
Existen dos tipos de dolor: el afilado, que es como un relámpago en la carne, y el líquido, que sobrevive oscuro y calmo como un charco bajo la piel. Con el primero damos un salto hacia atrás, gritamos, nos frotamos la herida y buscamos consuelo en el estruendo. Con el segundo, convivimos. A veces, nos giramos en la cama, o respiramos profundo, pero se mantiene ahí, silencioso, arrastrándose por las entrañas de un lugar a otro, como una fierecilla incómoda buscando el calor de nuestro lamento. La punzada nos mantiene vivos. El animal nos quiere ver muertos. A los afilados me acostumbré. Son los huesos rotos y el escozor en las rodillas. A los otros, los líquidos, esos humores negros vertidos hacia dentro, uno nunca termina de habituarse. Suceden a las derrotas, a las despedidas. Borbotean en las cafeterías del tanatorio. Arrastran, como olas siniestras e inesperadas, las sombrillas, las chanclas y la esperanza.
De nada sé, excepto de las resacas. Las he sufrido abombadas y sarmentosas. Amarillentas y azules. Lujosas y cochambrosas. Holgadas y concisas. A todas sobreviví, en todas me dejé algo. La de hoy aún se está escribiendo. Pongo a cargar el teléfono. Me aseguro de que traje conmigo la cartera. Abro la persiana un poco, dejo que entre una luz tímida y blanca, que se ilumine la cama maltratada por la agitación de las roquitas que aún se deshacen en mi cuerpo. A los adultos se les exige hondura, yo camino sobre las aguas. No me gusta esto, pero no me disgustó lo de anoche. Salir del Nemo, pisar otros bares, dejarse invitar, las idas y venidas a la cabina del pinchadiscos. Mirarse la cara en el espejo del baño. Arañarse las pupilas. Bucear dentro de la rosa oscura, alumbrados por la fiesta; flor de niebla, flor al fin y al cabo. Un nosotros que no para, que se mezcla, se retuerce. Somos la zarza ardiente, somos este barullo incómodo. Sonrío a las desconocidas, me confieso a los amigos, río a carcajadas un par de veces, nos echan de allí, no hay plan B, vuelvo a casa. Y todo está bien así, púrpura y solo. Cruzándome con los que están peor que yo, cruzándome con los que están mejor que yo pero no lo saben. Silencio en el taxi. La bruja de la mañana con su fulgor desencajado. Atinar con las llaves. Desnudarse. Intentar vomitar. Agarrarse los huevos para dormir.
Pago 450 euros por este piso de una habitación. El sueño del gotelé produce monstruos. La puerta cruje por las noches, el termo eléctrico murmura su padrenuestro de vapor, los grifos están cambiados de dirección, Samuel llama a mi puerta, cada día, a las 09:55 de la mañana.
—Buenos días, Samu —le digo.
—Buenos días, Julián. Espero que hoy tengas un día precioso —me dice.
Sonrío. Le cierro con suavidad, no quiero que note que me ha despertado, que me acosté hace un par de horas, que un enano juega a squash dentro de mi cerebro. Oigo como el chico se aleja, oigo como suena el timbre de al lado. Cada cierto tiempo cambia de frase. A veces recita poemas de memoria. Otras, nos da el parte meteorológico. «Hoy lloverá, Julián. Espero que tengas un paraguas en casa». Aunque su especialidad es desearnos un buen día. A veces con grandilocuencia, otras con un gris funcionarial. A la vieja de enfrente le contó un chiste verde el día que enterró a su marido, pero él no sabía lo que había ocurrido. No ha vuelto al humor desde entonces. La idea de oír un chiste picarón cada mañana me seducía más que la autoayuda. Más que Samuel, al que estoy resignado, me molesta su madre diciendo que lo entendamos. Ella siempre nos habla en un tono lastimoso e inquietante. Con ese aire de señora desgraciada y teatral que recuerdo también de mi barrio. Nos pide comprensión, pero sospecho que, por dentro, disfruta del incordio que su hijo supone para todo el bloque. «El médico le dijo que era bueno para él», se excusa, «es una forma de relacionarse con su entorno». Todos le decimos que está bien así, que no es molestia, pero nos molesta. Claro que nos molesta. «Yo tengo un sobrino que también está malito y no se dedica a dar por culo todas las mañanas», le dijo un vecino una vez, y por poco le queman el piso. Nadie se quiere quedar corto cuando se puede montar un numerito por dignidad.
Mi casera y la madre de Samuel se criaron juntas, tienen la misma edad, jugaban a las casitas en el patio. Mi casera se casó con un médico y se fue a Los Bermejales. Vivía con su madre en esta zahúrda. Cuando murió, quiso vender el piso. Nadie le pagó lo que pedía y decidió alquilarlo. Primero a una familia de paraguayos y luego a mí. Visité el piso cuando los paraguayos aún vivían aquí. «Chilavert, porterazo», le dije al padre, por decir algo. «Sí», me dijo, sin entusiasmo. Nadie me habló entonces de Samuel. No tiene más de treinta años. Sé que tiene discapacidad porque su madre me lo dice cada vez que me cruzo con ella en la escalera. «Es especial». Y tanto, pienso. Esa puntualidad y esa disciplina ya no se estilan. A veces viene con la camiseta del Betis y otras con la del Sevilla. Ahí ya le noté que muy bien no estaba. «¿Hoy quien quieres que gane?», le pregunté en día de derbi. «Ojalá que empaten», me contestó. Bien visto.
Samuel sigue su ruta de puerta en puerta, planta por planta. Yo vuelvo a la cama, rebusco en la mesita de noche, doy con un blíster de ibuprofeno. Me tomo una pastilla, bebo agua hasta acabar con la botella. Cierro los ojos con fuerza. Veo luciérnagas. Intento dormir algo, esta tarde tengo una cita del Tinder.
Todas las historias merecen ser contadas.
—Tengo anécdotas como para escribir un libro —dice Claudia, pero luego no me cuenta ninguna.
Es peluquera canina. Nació en Castilleja de la Cuesta. Allí vive, trabaja, sale. Nunca he pisado el Aljarafe, esa loma llena de pueblos hormonados donde ahora se muda todo dios. Odio conducir. Odio los autobuses. Adoro las ciudades, sus palomas atropelladas, la lluvia que idiotiza. Estar lejos del Ikea. Los edificios altos y feos, el pulcro sentimiento de no pertenecer a ningún lado. Claudia está gorda, pero no tanto como yo. El match fue instantáneo. Yo le doy sí a todas. Ella, sólo a los que le gustan. En la foto 50 todos somos guapos. Tiene una mirada dulzona, el pelo rubio, a trasquilones, un pendiente con un brillante en la nariz, los dedos llenos de anillos, algunos exigidos. Su risa es contagiosa. Me mira a los ojos. Me pregunta por mi vida, mi trabajo, mis mascotas.
—Me encantan los perros, pero por mi trabajo no puedo tener ahora —miento.
Cuántos polvos se construyen con los adoquines de las verdades a medias.
—Cuando entra un caniche por la puerta es como: ¡oh, mi sueño! Se dejan hacer de todo. Los gatos no me gusta pelarlos... A ver, me gustan los gatos, pero es diferente. Los perros como que saben que los estás dejando más bonitos. El gato no, el gato está incómodo, le da igual. Yo le digo a mis clientes: ‘dejadlos así a los gatos’. Están bonitos con su pelo al natural. Que si se entera mi jefa de que digo eso, me pone de patitas en la calle, claro. Pero a los perros como que se crea complicidad. Yo creo que los perros, de alguna manera, cuando hacen así con la cola y me miran, me están diciendo lo que quieren que les haga —dice.
Apura el té. Hace mucho que yo terminé mi café. El camarero golpea el cazo de la cafetera contra la máquina, la tragaperras entona una canción pirata, en la tablet del niño de la mesa de al lado suenan disparos, una alarma, cristales rotos y palabras que no distingo.
—Yo trabajo en la noche, pero me estoy preparando unas oposiciones a Correos —se me ocurre decirle.
Abro la galletita que viene con el café. La tarde no se acelera. Para el sexo, tiene que haber vértigo. Las conversaciones se empantanan, el puerto se aleja. El Tinder no es El Corte Inglés, aquí no se viene a mirar. Si la bengala no arde, hay que cambiar de bengala. Claudia va despacio. Yo tengo una urgencia caníbal. Voy al baño. Busco en la aplicación algún postrero milagro. Las citas sin alcohol son ajedrez, yo quiero tener el nervio etílico de la oca. Aún me dura el dolor de cabeza, el ron de anoche, el escozor en la nariz. Amar requiere esfuerzo, mis músculos no están preparados. De todas las ideas de amor, me quedo con la de Elisa Naithen: «Es pequeño el deseo, inmensa la barbarie». Ella cantaba sobre convivencias rotas, maletas sobre la cama. El deseo es un hermano pequeño que no nos deja concentrarnos en nada.
Tintineo las llaves de la memoria. Quiero abrir una puerta a lo que fui. Tiro de la cisterna, me lavo las manos, vuelvo a la mesa. Claudia mira el móvil.
—Voy a pagar, ¿vale? —le digo.
Me sonríe como en un sí. Me acerco a la barra. El camarero está buscando algo entre las neveras. Tamborileo sobre la vitrina. Media fuente de ensaladilla ambarina, un mar de cebolla donde palidece algo de atún, albóndigas asomando la nariz mientras se hunden en tomate.
—¿Qué te debo? —le pregunto.
—Dos cuarenta.
Le dejo tres. Claudia sigue con el móvil en la mesa. Me despido del camarero muy bajito. Salgo del bar sin mirar atrás. No soy un hijo de puta, hace falta mucho valor para serlo, mucha constancia, una inteligencia que no poseo. Soy un mierda, uno más. Un criminal de lo intrascendente. Hay mierdas en cada esquina. El ejército de las tinieblas. Cientos de miles de personas obligadas a seguir aquí, luchando con blandura. Camisas hawaianas, cocacolas, Rock FM, cupones de descuento en el DIA. Haciendo cosas que no queremos hacer. La esencia de nuestros tiempos: la acción por inapetencia. Eligiendo series en catálogos interminables. Dando los buenos días en Twitter.
Enfilo Luis Montoto, bloqueo a Claudia en Tinder y en WhatsApp. No soy el hombre que debo ser, pero este tampoco es el mundo que imaginé para mí. Reconforta el sol, da cobijo a la culpa, no me molesto ya ni en buscar excusas.
Hay ciudades que se expanden, que invaden el sembrado, que se derraman en asfalto y dormitorio, que devoran el trigo, que interrumpen el vuelo de las torcaces. Una belleza de espejos, edificios altísimos, cielos dorados. Y luego hay ciudades que crecen hacia dentro. Como un terremoto íntimo, una arquitectura adiposa y rutinaria. Que niegan las afueras. Que abrazan con desgana los polígonos. Ciudades con corazones herrumbrosos, retorcidos y extraños. No elegimos la ciudad en la que nacemos. Nos amoldamos a sus calles como el agua. Con fiereza o docilidad, con imprecisión o sabiduría. Pero ocupamos los espacios, está en nosotros; diligentes, incansables ciudadanos de ciudades con nombres ampulosos. En un ahora interminable. Ahora tengo lo que siempre tuve: la mitad.
No elegimos el escenario y pocas veces tenemos la sensación de poder elegir qué personaje nos toca interpretar. Muchos mueren sin saber por qué recorren esas y no otras calles. Por qué reciben la bronca de esos y no de otros jefes. Por qué follan con esas y no otras personas. Por qué frecuentan esos y no otros bares. Por qué aman a esos y no a otros hijos. Posibilidades invisibles, lanzadas a uno mismo, como una red entre las olas de plata. Eludimos contestar a nuestras propias dudas. Nos vamos por las ramas, como un niño que excusa sus travesuras. A veces yo también fantaseo con otras familias, con otros trabajos, con otras casas. Pasadas. Futuras. ¿Y si hubiera funcionado lo mío con Carla, y ahora viviera en un piso de Fidiana, con su madre cerca, con una hija llamada Teresa, el nombre que pactamos en aquellos días felices? O con Estefanía, y ahora fuera vecino de Arroyo de la Miel, en la casita que a ella le gustaba, sin hijos, pero con perros; como su bóxer, que se dormía sentado y se vencía a un lado hasta que el vértigo le despertaba. O con Marisa, en Madrid, en un piso pequeño y carísimo, ganándonos la vida, desayunando en sitios bonitos. O con Belén, aquel amor fugaz y trascendente. El ser humano es una novela tediosa que abandonamos a la mitad.
Es el prodigio del viaje. Un paseo infinito a través de ciudades que no elegimos, pero que nos cayeron en la cuna. Aunque vivamos lejos de ellas, late en nosotros el corazón de su arquitectura. Córdoba es la mía. A ella debo mucho de lo que soy. Ella nada me debe. Ni mis pasos, ni mis palabras, ni mis meadas de madrugada, ni este amor que siento por sus negrísimos paisajes de carne. Esparcirán mis cenizas en la calle Gondomar o, en su defecto, con disimulo, en cada baño de cada bar en los que bebí y fui feliz y besé. Si están cerrados, que arrojen un puñado de mí contra sus persianas metálicas. Si cerraron y ahora son otro negocio, que atenten contra sus escaparates, que llenen de mi polvo gris cada cartel de Se Traspasa, cada Calzedonia y cada Primor.
Un Media Distancia me lleva a Córdoba. Hay quien vuelve para reencontrarse con sus familias y amigos. Yo vuelvo a casa, también, para hacer las paces conmigo mismo. Los retornos están preñados de nuevos comienzos. Anoche sonó el teléfono de madrugada.
—Papá se ha ido. —Era Marga. Su voz era un muladar.
—¿A estas horas? ¿A dónde?
Las estaciones de tren son colmenas de adioses. Será el verano de los asfódelos. Hay flores en el infierno. Me costó entender que allí abajo los muertos caminan descalzos y van pisando pétalos blancos. Un viento tímido se cuela entre las puertas automáticas. He borrado la cara de mi padre como una madre que se moja el dedo y limpia los churretes de su hijo. Así, pegajoso y protector, lento y firme, sin hacer preguntas, sin reprocharme los errores, sin desear un camino alternativo, sin pasión, sin matices, sin manías, sin peros, mi cerebro ha limpiado sus rasgos y sus huesos.
Entro en la tienda de chucherías. Lleno una bolsa con Lacasitos y otra con gominolas al azar: dentaduras, dedos, fresones, calaveras gomosas. Cojo un taxi en la parada. El hombre quiere ser dicharachero, hasta que le doy la dirección. Me acompaña en el trayecto con un silencio ceremonioso. Tengo la tentación de desdramatizar el viaje, pero aprovecho para mirar el Tinder. Fantaseo con encontrarme con alguna compañera del colegio, alguna conocida de los años sucios. No hay nada más entretenido que ver envejecerse a los demás. Llego al tanatorio, avenida Azabache. Hay piedras funestas, hay coronas de flores para sus altezas; las despedidas son, por naturaleza, exageradas. El hola tímido, el adiós desorbitado. Podría ser al revés, pero no somos bárbaros. Hay que vestir los finales como a lagarteranas. Mi tío Emilio fuma fuera. Se acerca a mí y me da un largo abrazo. Pasa su mano por mi nuca. La frota. Gimotea. Dice algo tan bajo que no puedo entenderle. Digo «sí». Digo «gracias». Pregunto «¿cómo estás?», sin respuesta. «Voy dentro». Me lo despego con todo el cariño que puedo.
Busco los apellidos de mi padre en una pantalla. Me acerco a la sala 5. Hay gente, no mucha. Se giran, esperan a ver qué hago para levantarse a darme el pésame. Planeo sobre los rostros. Un vuelo poco ornamental, un vuelo de vencejo. Estoy buscando a mi madre. Está sentada frente a unos paneles de cristal. Una luz azulada le recorre el rostro. Parece que va a despegar con todos dentro. Parece Han Solo en la cabina del Halcón Milenario. Al otro lado de la vitrina no hay cazas del Imperio, sólo mi padre. Minúsculo y elegante. Plácido, gris, ligeramente inclinado. No es como una siesta. Siento su rigidez y su liviandad. Lleva un traje oscuro, azul quizá. Los colores se distorsionan al otro lado de la nave, en el espacio exterior, donde los soles son apenas puntos blancos, como diamantes desparramados sobre un trapo de terciopelo. Beso a mi madre en la coronilla. Es el primer sitio que me encuentro, abordándola por detrás, despertándola del duelo. Se gira. Hunde su cabeza en mi pecho. Mis brazos se quedan pequeños para su dolor. Tiene las mejillas amarillas y los ojos apuñalados en violeta. El llanto la protege de un mal mayor. La salva de un pozo enorme, profundo e inevitable. Llorar, de alguna manera, es asumir que estamos aquí por algo. Las lágrimas la atan a la vida, las lágrimas son lianas con las que se descuelga de árbol en árbol. Hace cinco años que no nos vemos. Está más pequeña, más delgada; vulnerable. No le pega. Me molesta verla así, tan a merced del mundo. Dice: «Hijo mío, hijo mío, hijo mío». Se oxidan los cimientos, tiembla la anatomía del hierro. Ella sigue: «Hijo mío, hijo mío». Se acerca mi hermana, que deja atrás a su marido. Me acaricia la mejilla. No interrumpe el nudo de mamá. Marga se encoge, se abraza a sí misma, se frota los hombros con las manos cruzadas. No llora. Sólo me mira. Tiene los párpados astillados. Leo en sus ojos una suave culpa. Alargo mi mano y le devuelvo la caricia. Papá esperándonos en la puerta del colegio. Papá con la camisa desabrochada hasta el esternón, la cadena con las placas con nuestros nombres y nuestros grupos sanguíneos. Papá en el Seat Málaga buscando aparcamiento en la feria. Papá jugando a las cosquillas. Papá en la jaula de sus miedos. Papá cambiando de cartera. Papá y mamá tomando una caña en el Bar Pacífico, dejándonos jugar 15 minutos más. El verano de Camy, las estampas de la Liga, el olor de la hierba recién cortada. Papá sentado en la barandilla con sus amigos de toda la vida, la uña del meñique más larga que el resto. Papá devolviendo el balón en la plaza.
Hay flores alrededor del ataúd. Una naturaleza domesticada para rondar la muerte. Los asfódelos blancos, ligeramente violetas, serían mucho mejor que esos ramos siniestros y coloridos que absorben la solemnidad cadavérica de mi padre. Hay flores en el infierno, pero nadie escribió sobre flores en el cielo. El cielo es luz y la luz amarillea las hojas y agosta las coronas. Una vez regalé un ramo de rosas rojas. Son cosas que se hacen cuando ya no hay nada que hacer.
Se improvisa una fila apesadumbrada hasta mí. Mi madre se abandona a la oscuridad intergaláctica. Me coge la mano con fuerza, mira a mi padre desde su puesto de mando. Mi madre, toda ella, la Alianza Rebelde. Leia de todos los santos. Recibo las palabras de algunos familiares, de unos pocos amigos, de muchos desconocidos. Es un tierno jabeo. Encajo los que van a las mejillas, me doblo cuando van al hígado, esquivo si me apuntan al mentón. Los hay que van con todo, los hay pornográficamente fríos, descuidados, trabados e inentendibles. Hay muchas maneras de aliviar el dolor de la muerte, ninguna me encuentro en esta sala. Cuando termina la comitiva, me pongo en cuclillas y agarro a mi madre de la cintura.
—¿Cómo estás?
—Bien, hijo. Ya mejor con la niña y tú aquí. —Marga también se agacha hasta nosotros. Somos un loto oscuro bajo la luz de un quirófano.
—Te quiero —le digo. Mi voz es un chicle pegado a la suela.
—Yo también te quiero, Julián. Y tu padre te quería con locura, pero no todo el mundo puede sacar lo que lleva dentro. Las palabras sirven para algunas cosas, pero no para todo —dice mamá. Hay un horizonte agrio en el fondo de sus ojos. Camino lento hacia el sol de su mirada, como en la intro de Kung Fu. La huella de una serpiente.
—Yo he heredado esa torpeza. —Tengo la boca áspera. Los labios agrietados.
—Bebe —dice. Y me acerca una botella pequeña de Lanjarón. Chupo. Sabe a tabaco. El agua está caliente. Le pongo el tapón. Me humedezco los labios.
—Voy al bar, mami. ¿Te traigo algo?
—Más agua y un paquetillo de patatas.
Le doy un beso en la frente. Marga se queda engurruñida a su lado. Evito mirar a papá, a su innecesario lecho de flores. Digo adiós con la mandíbula a quien se me queda mirando. Necesito salir de allí, beberme una cerveza, hacer de plumas esta bola pesada en el estómago. La última vez que vi a mi padre me levantó el puño. No como un padre, no como un amigo. Fue como en una pelea de bar, como dos desconocidos que se encaran, se gritan y, vencidos por la noche, deciden liarse a hostias. Fue en el salón de casa. Mi madre gritó. Mi padre dijo que estaba cansado de mí. De mi vida, de mis excesos, de mis fracasos, de mis novias. Le dije que por ahí no. Por ahí sí, gritó. Nos encaramos. Mi madre se levantó, se puso en medio, la senté de nuevo de un empujón. No me dio tiempo de arrepentirme. Mi padre se lanzó hacia mí con el puño cerrado. Rosa de piel sobre mi mejilla. Los nudillos blancos. Las manos que me salvaron de caer en el columpio. Las manos que me sujetaron el biberón. Las manos que fueron sobre mis manos tejado y abrigo. Las manos que me lanzaban el balón desde la ventana a la salida del colegio. Salí de casa con el pómulo hinchado. Berreando. Se asomó una vecina, que se asustó y se volvió a meter adentro. Cerré el portal con tanta fuerza que estalló el cristal. Eché a andar. Dejé allí el coche, mis llaves, la maleta que había llevado para pasar unos días con mis padres. Para encontrarnos. Para retomar un camino preñado de fantasmas. Ojos de búho. Ramas confundidas con garras. Había llevado vino, queso, salchichón de COVAP. Un libro para mamá. Quise hacerlo bien. No sé hacerlo bien. Deseaba aquella tregua. Era el verano de 2013. Por la ventana se escuchaba la fiesta de fin de curso del colegio Mediterráneo. Todo iba a salir bien, era un comienzo, un intento por sonreír de nuevo, ser una familia. Pero un borrón de sangre se deslizaba por mi cara, y me palpitaba el cráneo entero, y yo cruzaba sobre las vías con rabia y miedo y una tristeza que entrechocaba sus púas, como un puercoespín. Ahora papá ya no está y las conversaciones que no tuvimos bailan en las esquinas como telas de araña. No es el perdón, ni la comprensión, lo que necesitamos. Sólo pido cerrar las cajas que quedaron abiertas. No mirar dentro, no sacar lo que quede ahí. Sólo cerrarlas y seguir. No aspiro a volcarlas, a entender por qué se abrieron, a comprender por qué siguen ahí. Sólo quiero cerrar las cajas. Y seguir. Verbo tirano: seguir. Seguir hacia delante. Cerrar las cajas. Abrazarme a los días como a la espalda sudorosa de un boxeador que me está inflando a hostias. No somos lo que tenemos, somos lo que perdimos. Qué hermosa cuesta abajo.
Pido una tapa de ensaladilla y cerveza en la cafetería. Mi primo Pedro se ha empeñado en acompañarme. Me pregunta por Belén.
—Se quedó en Sevilla —le miento. Él pide un Aquarius de Naranja. El camarero del bar del tanatorio es Caronte. Su barra, la barcaza. Le pongo las monedas en la mano.
—¿Pero todo bien?
—Sí, claro. Todo bien con ella. Está muy liada y preferí venir solo —le vuelvo a mentir.
La última vez que vi a Belén fue en una terraza de la Alameda. Nos hicimos los despistados. Ella leía sola. Yo buscaba al Paquete entre las mesas del bar de al lado. El amor se acaba de repente pero las relaciones se mantienen unidas al hueso, gelatinosas y duras. Hay que roerlas o abandonarlas en la orilla del plato. No hay nada peor que una pareja que no termina de romperse. Ella salió de casa un día, con los libros que me había prestado metidos en una bolsa del Mercadona y un puñado de frascos de especias en el bolso. Dejó allí unas bragas, el bote de las lentillas y los micrófonos de la Play; pero cogió el curry y el azafrán de la despensa como quien arranca del joyero las perlas de su madre. Me gustaba verla cocinar, con la mano en la cadera, meneando las verduras, haciendo pausas en la conversación para darle un sorbo a la lata de Cruzcampo. Yo me sentaba en un taburete de enea, comía almendras fritas, miraba sus tobillos. La felicidad es doméstica, alicatada y lleva laurel.
La mujer de mi primo Pedro perdió a su bebé en el paritorio hace menos de un año. Aún están pleiteando. «Creía que esas cosas ya no pasaban», le dije a Marga cuando me llamó para contármelo.
—¿Puedo preguntarte por lo tuyo?
—Bueno. Ya mejor. Aunque esto ya es para toda la vida. Llevamos más de 6.000 euros en abogados —me dice—, pero tenemos razón y vamos a ir a por todos ellos. A por todos.
Asiento con la cabeza mientras rebaño el plato. La ensaladilla es un orfidal fresquito.
—¿Vais a intentarlo de nuevo? —le pregunto. Pero Pedro no me responde. Se encoge en el asiento. Resopla.
—Tu madre te ha echado mucho de menos —me reprocha de repente. Lo dice con cariño, me siento cuidado por su tono.
—Lo sé. Han sido años de mierda —le digo.
A mi primo, que perdió a su hijo hace meses. Que tenía las toquillas bordadas y me mandaba fotos de las ecografías, que compartía cada latido de ese pequeño que se fue antes de que la luz diera la bienvenida a sus manos apretadas y a sus pies y al tesoro de su piel y de su nombre nuevo. Que se apagó dentro de su madre, asfixiado y desatendido. Un niño que ya no es más que dolor y una carpeta color vainilla en la mesa de un juez. Un juez que pasa su índice amarilleado por el tabaco por los escritos de la defensa, que se quita las gafas, se aprieta los lagrimales, descansa la vista mirando al techo, suspirando, loco por llegar a casa, ponerse al Madrid, meter un puñado de nachos con queso en el microondas mientras suena el himno de la Champions.
Celebro que el dolor sea anatómico, que se adapte así de bien a cada uno de nosotros, que se esparza con tanta precisión sobre nuestras heridas. Iban a llamarlo Manuel.
—¿Qué me dices del Córdoba? —me pregunta para espantar sus propios recuerdos.
—Un desastre, ¿no? —titubeo—. Sabes que veo poco fútbol.
—Nos vamos al hoyo, primo. Otra vez. ¿No has visto al porterito que hemos fichado?
—Ni idea. ¿Es malo?
—¿Malo? No coge el balón ni aunque le pongan asas… ¿Y tú, no tienes gusanillo ni por echar una pachanga? Yo juego los domingos con unos colegas en el Polígono Guadalquivir. Vente un día.
—Yo ya no estoy para eso —le contesto. Uso mi barriga de tambor.