UNIVERSALES
LAS PAREDES HABLAN
Tuve un sueño. Apoyado contra el respaldo de un sillón tan cómodo, tan mullido, que costaba trabajo salir de él, miraba la pared de enfrente, que se movía sonoramente. Un muro amplio y blanco de mi salita, por el que en el largo espacio de un minuto sin conciencia pasaba el mundo. Lo vi todo. Fragmentos escogidos de la historia de la infidelidad humana, vidas de ejemplo y tiranías célebres, escenas de la vida de bohemia y grandes preguntas musicales sobre el sentido de los astros, una extraña danza en torno a un objeto volante, un pequeño holocausto nuclear, y solo el hongo de ese bang definitivo y chillón acallaba mi pared. Me desperté con un calambre: se me habían dormido las dos piernas de estar mal sentado ante el receptor.
La televisión es un sueño, más allá de las fantasías que una vista calenturienta puede pergeñar. Representa, como ya sabe todo el mundo, incluso los que la realizan, el anhelo de totalizar la existencia de imágenes, en una doble dirección refleja y a gente que aclara rotundamente el concepto de feed-back.
Las escurridizas y perfectas máquinas captadoras son y serán cada vez más capaces de captar todo lo que hagamos, lo que no nos atrevamos a hacer en público, lo que miramos de reojo, nuestros vuelos (incluidos los de la fantasía), nuestras ensoñaciones, y una vez fijados esos instantes, nos sentamos, nos sentaremos todos más a menudo a verlos reflejados en nuestra propia casa, en un aparato comprado sobre el que tenemos dominio casi completo. Los expertos anuncian que no ha de tardar mucho el día en que podamos incluso programar las distintas secuencias de nuestra vida, pasar a cámara lenta los ratos de éxtasis, acelerar las horas de relleno, fijar primeros planos de la amada o correr una cortinilla sobre lo que nos salió mal. La televisión y su secuela de gadgets videoacústicos es el definitivo instrumento de memorialización y rectificación de la existencia, el deseo hecho cátodo, el rayo luminoso que no cesa.
Es de ese convencimiento o arraigada intuición de donde nace nuestra impotencia de espectadores de TVE, o de BBC, o de RAI, o de NBS y las restantes siglas que llenan el hueco que el arquitecto dejó aposta en la pared de nuestros apartamentos. El filósofo Bloch, en su intento de determinar la experiencia estética como patria soñada del hombre, animaba a mirar a través de las ventanas de las obras artísticas para ver, al otro lado de su marco, los paisajes utópicos de la inspiración ajena. Si no está desnaturalizada o no renuncia, la televisión es, sin duda, la ventana más próxima y barata para tener acceso a ese sueño de trascendencia casera.
Por eso lo que vemos en la pequeña pantalla siempre nos parece poco o nos deja con la sospecha de que hay otras ventanas más indiscretas en la finca de al lado. ¿Causaré un gran shock afirmando que a los ingleses cultos no les parecen tan buenos sus canales, al menos hasta la arriesgada experiencia reciente del Canal 4? Y por la misma ecuación, tampoco debiera castigárseme si declaro que TVE no es tan intrínsecamente perversa. Ninguna televisión puede ser mala, como ninguna fotografía lo es, puesto que la que no es artística ni documental posee siempre un alto valor sentimental.
En la actual serie-estrella de nuestro organismo, Goya, vemos, sin asomo de asombro, que actores y actrices de gran fama no tienen reparo en aparecer en intervenciones de un solo plano –de rey o de zíngara– que esos mismos intérpretes desdeñarían en el cine. ¿Qué político renuncia a un solo minuto de opinión televisiva? ¿O qué escritor, con la excepción de los únicos puros que quedan en el mundo, Canetti y Ferlosio, se resiste a salir en la pantalla, aunque sea para resucitar el papel de bufones que tenían antaño los intelectuales? ¿Se trata solo de una cuestión publicitaria? No lo diría yo. Cualquier cara, cualquier idea o cualquier serie adquiere en la pequeña pantalla el carácter de lo normal extraordinario, de cotidianidad convertida en monumento audiovisual. Por eso ve uno televisión, por verse.
TEORÍA DE LO BELLO TELEVISIVO
La tarde quema mucho. Quiero decir la tarde, esa entidad televisiva para la hora de la siesta que ahora, bajo el vigorizante nombre de Viva la tarde, pretende sacudir nuestra modorra con canciones y risas en la primera cadena.
La siguiente pregunta está en el aire: ¿es el programa en sí, en sus distintas nomenclaturas, lo que quema, o es la sobremesa, esa hora española de ver la tele la que devora golosamente a sus presentadores?
No se puede exigir mucho a tales horas. Pero Televisión Española, en permanente vela por nuestros intereses estéticos, al menos se ocupa de que rostros hermosos y cuerpos espigados amenicen la tarde.
Y algo más; en un gesto indiscutiblemente concordatorio, han colocado un cura, mosén José Casero, de factor masculino del programa. Siempre lo sospeché: la tele es como un púlpito, y las altas cadencias de la oratoria sacra se avienen muy bien con el bajo placer de una buena mesa.
De este padre ha causado impresión su buena planta, su rostro agraciado (que se añade a la otra gracia intrínseca, infinita, incorpórea). Y aquí viene la segunda pregunta, que está, esta, en la calle: ¿hay que ser guapo para ser locutor televisivo?
Al padre Casero, bien es cierto, le ayudan María Teresa Campos, la mujer de experiencia, y María Casanova, la belleza casera y mojigata, pero no cabe duda de que, frente a la mortecina fase anterior en que la Campos era única conductora del programa, las más altas instancias han juzgado necesaria la invitación de lo bello sagrado a lo profano que supone la presencia en los platos del reverendo con sus elegantísimas camisas de lino abiertas por el tercer botón.
Lo que eso insinúa da mucho que pensar. ¿Habrá obtenido, así, Felipe Mellizo su recinte premio periodístico no por bueno sino por feo, en un medio donde lo que se da es lo bello?
A este respecto, la influencia dejada en Prado del Rey por el exiliado (voluntario) Pepe Navarro es indiscutible, y más profunda de lo que parecía. En La tarde, tras los paréntesis sesudos y pizpiretos de Paco Montesdeoca y Nuria Gispert, se vuelve, como hemos visto, a los cánones clásicos de belleza, pero es que se está contagiando a todos los programas esta oleada de hermosura y elegancia.
Fernando G. Tola, Pablo Lizcano y José Miguel Ullán, a quienes se ha visto en la vida real un cierto desaliño indumentario, aparecen en sus programas respectivos impecablemente trajeados y hasta con alfileres de corbata; Olvido Alaska, que no es exactamente hermosa, ha llegado a salir muy favorecida por ganchos y peinetas en sus presentaciones infantiles de La bola de cristal.
Y ¿qué decir de los deportes, disciplinas viriles y austeras en las que uno podría imaginar que estas frivolidades no interesan?
Pues ahí están las noticias de baloncesto y tenis, de fútbol y alpinismo, presentadas por Elena Sánchez, monísima, y por Frederic Porta, monísimo.
Solo digo una cosa. Tras esta apoteosis de belleza, nuestros ojos, regalados como los de los tratadistas de estética del neoclasicismo, no van a contentarse. Tenemos lo grotesco (aquí no digo nombres), lo feo y lo hermoso; ¿cuándo va a llegar a nuestros receptores lo sublime? Todo es esperar.
REPRESENTANTES
Hay estilos genuinos de presentación en TVE. El locutor de continuidad, por lo común mujer y con collares, párpado empastado de colorete verde y blusas estampadas, taladra al telespectador con ojos acerados y anuncia como una sibila lo que nos espera. Es la línea esfinge.
Otro estilo es el que llamaremos de cables cruzados, propio este de hombres y mujeres y extendido en los Telediarios. El locutor nos lee la noticia de un seísmo en Turquía o un parricidio en Cuenca y su rostro es alegre, su sonrisa cordial, quizá para aliviarnos del son de la tragedia. Un pleno de catorce, un triunfo futbolístico en campo enemigo, un descenso del dólar, y la cara parlante, sujeta a un incontrolable código de rictus, muestra tristeza y luto. Siempre me acuerdo en esos casos de la maravillosa escena de Cantando bajo la lluvia en que la heroína cómica, víctima de la sincronía imperfecta de los primeros films sonoros, bajaba la cabeza cuando oíamos no y negaba los síes.
Dos hombres conocidos, Victoria Prego y Joaquín Arozamena, introdujeron hace algún tiempo en su informativo el estilo tú y yo. ¡Qué efluvios persuasivos, qué tête-à-tête más tierno, qué arrullos tan aterciopelados en la simple mención de una huelga minera o una minicrisis en la Junta de Andalucía! La noticia se convertía así en representación, en un favor de amigo; la información deja de ser servicio y es una confidencia para mesa camilla.
Dejo sin estudiar, por lo corriente, la línea vacilante, en la que el espectador se dispara con pena, duda, avanza a trompicones, se desdice, y nunca, eso no, pierde de vista su papela.
Frente a esas deformaciones del sano y natural talante informativo, destacan como perlas en el estercolero las actitudes discretas y austeras. Por citar dos ejemplos de los escasos que hay: el aplomo y la elegancia de una veterana, Rosa María Mateo, recuperada ahora en el recién iniciado Fila 7, y el descubrimiento, en un programa híbrido titulado El dominical informativo, de un rostro nuevo, el de María Vela Zanetti, que con serenidad, buena dicción y eficacia presenta, lee, habla, sin temblor de pulseras.
SEGUNDA CADENA Y TERCER SEXO
Las cadenas televisivas deberían tener una filosofía o un sexo definido. En España hay, hoy por hoy, dos cadenas canónicas y otras, las autonómicas, extramatrimoniales (hablo del matrimonio hasta ahora monógamo entre el Estado y las ondas electrónicas), y TVE-1, como suele ser natural en la legítima, resulta un cuerpo amplio y fofo, con una línea perdida, multiuso. Por eso la libido del telespectador adulterino se lanza a la segunda en busca de aventura. Lo que encuentra es un concubinato casi igual de casero, insinuante a veces pero a la postre casto. La segunda cadena acaba siendo un híbrido, un raro machihembrado entre el primer canal cuyas sobras y segundas vueltas recibe con demasiada frecuencia y unas pocas iniciativas que deberían constituir su imagen de marca y no pasan de ser brillos insólitos.
Echemos un vistazo, para justificar nuestras palabras, a la actual programación. Desde el punto de vista cultural, que debería, claro está, ser una de las bazas fuertes de un canal de alternativa, lo que TVE-2 ofrece es desolador. Con la excepción del veterano (¿o ya pura y simplemente viejo?) La clave, faltan en ese canal los grandes espacios de debate sobre cuestiones actuales y originales, ya que raramente cumplen tal función las discusiones, por lo general artificiosas y de oficio, que siguen a los videoclips o telefilmes seleccionados por La ventana electrónica. Mejor cubierto está el flanco de la información cultural, pues cuenta con un programa de la variedad y la soltura de Fila 7, con el adecuado espacio teatral Candilejas y con el desigual pero necesario Metrópolis, que trata de cumplir el difícil papel de mensajero de la postmodernidad. Se trata, sin embargo, de espacios limitados por su formato y su estricta misión de servir datos y nutrirse de lo que hay. ¿Dónde están los grandes reportajes monográficos, las series que informen de la fauna y la flora de las artes, las investigaciones filmadas sobre empresas culturales producidas fuera de nuestras estrechas fronteras, el fichaje de un mayor número de programas foráneos semejantes al que ahora vemos en la madrugada del jueves, Seis clases de luz, dedicado con inteligencia a explicar el trabajo de otros tantos maestros de la fotografía cinematográfica?
No es mejor el balance en el terreno de los programas de creación y experimentación. Tatuaje, la caja de sorpresas que José Miguel Ullán viene presentando desde hace varias semanas los miércoles, cumple ese papel en algunos capítulos, y también el equipo de Tablón de anuncios, en una vena más juvenil y hasta scoutista, se permite locuras saludables. Pero en ese apartado yo echo de menos más sorpresa, más riesgo, más programa sin moraleja o finalidad aparente, sin justificación ni afán educativo. Más programas, en suma, como el nuevo e irresistible Suspiros de España, dirigido por Gonzalo Sebastián de Erice, que contó en su debú, hace tres meses, con el raro honor de tener al director de la cadena, Enrique Nicanor, de presentador, en una intervención tan sibilinamente prudente que a mí me sonó, más que a espaldarazo, a disculpa ante el temor de protesta o escándalo.
Y, sin embargo, Suspiros de España no puede ser más sencillo, más inocuo. Cada semana una furgoneta abre sus portezuelas en distintos puntos de España a todo el que –en un minuto– quiera contar su vida, cantar por alegrías, hacer el sinvergüenza (ha habido muchos de estos), protestar por el paro y otras plagas modernas, prometer a la novia de un próximo regreso, asegurar al novio fidelidad eterna, quejarse –esto, los niños– de las muchas tareas y los cates que el profesor impone. El pie forzado del tiempo y el fondo neutro (de fotomatón), unido a la apabullante variedad de voces, fisionomías y caletres, configura un programa que ni por un momento deja indiferente, y en muchos conmueve por la vía patética o la vía humorística.
También sería deseable una mayor envergadura y ambición en los espacios musicales, sobre todo de música clásica, confinada casi exclusivamente al previsible concierto de los sábados y a las espaciadas transmisiones operísticas. De ello resulta que el repertorio clásico que se ve incluye muy poca música nueva y atrevida, y que TV-2, como su hermana mayor, renuncia a intervenir (por ejemplo, al modo de Inglaterra, comisionando óperas para televisión). ¿Y qué decir de la programación cinematográfica? Para mí, pura y simplemente, toda película extranjera que se ve doblada en esta única cadena estatal no mayoritaria y supuestamente cultural es una afrenta, una muestra acentuada de la cobardía propia de los responsables cinematográficos de TVE, que no hacen nada para cambiar los perniciosos hábitos heredados del franquismo. Y así, tras el prometedor esfuerzo del homenaje a Rossellini, los clásicos franceses actuales, el largometraje dominical y hasta los más rebuscados ciclos de Cine club se nos sirven con la flagrante desvirtuación del doblaje.
Espero con ansiedad el inicio del próximo trimestre, con lo que supone de nuevo curso y, presumiblemente, nueva programación. Y hay un enigma pendiente. Si hacemos caso a lo que dijo José María Iñigo en su pataleta de despedida y a lo que insinuó Tola al final de la segunda etapa de Si yo fuera presidente, Enrique Nicanor tiene unas directrices que pretende marcar en su cadena. ¿Habrá por fin telediarios diferenciados de los de la primera, más agresivos, más inventivos, con más fondo? ¿Serán esas directrices simples normas de urbanidad telegénica o calarán más hondo, hasta constituir un cuerpo doctrinal, una auténtica filosofía de lo audiovisual? Ojalá esas y otras preguntas posibles tengan respuestas rotundas que marquen al fin la diferencia entre los géneros. Mientras tanto, pasemos el verano contemplando el andrógino.
SERIES EN SERIO
Shogun, Westgate y los restantes seriales que distraen el ocio del telespectador han tenido que competir esta semana pasada con una miniserie de original formato y nuevos cauces narrativos. Inspirada en la realidad más palpitante, con actores sacados de la calle y solo con lo puesto, muchos de ellos sin el gasto superfluo del maquillaje, rodada íntegramente en interiores, esta serie no solo constituye una vía de importante renovación semántica, sino que señala directrices llenas de futuro para el abaratamiento de los programas dramáticos de producción propia.
La serie, en tres capítulos de duración variable, emitidos por la segunda cadena, contó, además, con otro rasgo inédito en las pequeñas pantallas mundiales. Antes de su emisión completa, la primera cadena y la segunda difundieron, a modo de extenso trayler, los puntos condensados del capítulo correspondiente al día, y me consta que, pese a destripar de esa manera el suspense del drama que a continuación se iba a dar por completo, muchos televidentes (y entre ellos yo) siguieron conectados al aparato con la misma pasión.
La serie en cuestión, pese a contar con el excesivamente largo y poco llamativo título de Debate sobre el estado de la nación, me ha producido muchas más emociones y sonrisas que las exóticas andanzas de un aventurero inglés y sus amigos jesuitas por tierras japonesas, y que el cosmopolita universo de amores y odios desatados en esa ciudad del Cabo americanizada que se ve en Westgate. Y es que cuando la realidad se impone con perfiles de drama, sin retoques, la ficción no tiene nada que hacer a su lado.
¿Qué actores hay en estos momentos no ya solo en España, sino en el propio Hollywood, con el arrullador acento regional de Felipe González, con el dominio de los recursos irónicos, tan nórdicos, de Bandrés? ¿Qué actor secundario con más peso o más celo que don Gregorio Peces Barba? ¿Dónde un galán maduro con un pasado tan turbulento como el de Suárez? ¿Dónde un malo tan atropellado y pendenciero como Fraga Iribarne?
Tanta abundancia había de intérpretes de primera fila, que ni siquiera hizo falta recurrir a las dotes histriónicas de Alfonso Guerra, limitado en su asiento a lanzar miraditas, cargadas, eso sí, de vitriolo.
Yo lo pasé muy bien, sobre todo el miércoles, en que las cuatro horas de nudo, tras la más bien grisácea presentación de situación del martes, depararon momentos de inusual zozobra, como el levantamiento de Herrero de Miñón –tan solo de su escaño, no hay por qué asustarse– para leer un telex de respuesta, que Peces-Barba acalló con energía, o ese enfrentamiento sibilino entre el portavor centrista Luis Ortiz, al que algunos han apodado el azote del hemiciclo, y nuestro presidente, que ahí estuvo como un Maquiavelo.
El desenlace del jueves no estuvo a la altura de lo esperado. Ni con el correoso característico que es Santiago Carrillo llegó la sangre al río, y por no llegar no se llegaron ni a sacar conclusiones. Ese día, el plató del Congreso, ahora limpio de humos por la sana iniciativa del presidente de la cámara, ofrecía una imagen algo sosa, ese mismo plató donde hace tres años, en febrero, con un reparto parecido y otras estrellas invitadas, se rodó la película sin duda más movida en su historia. Un western o quizá una de gánsters;
Quisiera terminar esta reseña insistiendo en un rasgo que me parece esencial en dicha serie: su españolidad. Para nadie es un secreto que estamos colonizados por los seriales yanquis o ingleses (¡ahora incluso por un sudafricano que imita a otro anterior americano!). Shogun, por ejemplo, mantiene esa odiosa estructura en minisecuencias punteadas por un acorde de la música, que corresponden a las constantes interrupciones publicitarias de la televisión estadounidense.
Frente a esa incursión de ritos bárbaros o pasiones ajenas en nuestra cotidianidad, dedicar doce horas de saga, castiza y tradicional donde las haya, me parece una manera eficaz y barata de hacer patria.
HABLAR SIN ACENTO
Para mí una de las mejores noticias televisivas de los últimos tiempos ha sido el que a los granadinos no les gustase el serial Proceso a Marianita Pineda, entre otras razones, por el falseamiento de la forma de hablar. Es decir, por la falta de acento, porque tanto Marianita como los liberales, sus verdugos y el pueblo llano de Granada se expresasen en esa jerga átona, uniforme, que llamamos castellano como lugar común de una realidad que todo lo es menos común.
¿Recoge la televisión española la variedad idiomática de los pueblos de España? Por supuesto, existen los canales autonómicos, que emiten en las lenguas vernáculas, pero no me refiero a ellos. Pienso en las diferencias y matices que enriquecen, lejos de desvirtuar, a una lengua, que dan color a una provincia y zona, y que en un conjunto tan heterogéneo como España componen un mosaico de voces saludablemente discordantes.
A muchos les parece una cuestión baladí, tanto cuando surge en el cine como, ahora, en la televisión. A mí, por el contrario, me parece crucial. Y cuando se considera que el gran despertar de las cinematografías nacionales europeas a partir de los años cincuenta se basó en parte en la autenticidad de los modos autóctonos de hablar (respetados igualmente por Hollywood, que si produce un film situado en Tejas, por ejemplo, tiene todo el plantel de actores hablando en tejano, por peculiar o incomprensible que resulte), cuando se considera, digo, todo eso, la comparación con nuestro cine produce desmayos.
Aquí, excepto como burla o anécdota menor, todo el mundo ha hablado de la misma y aséptica manera, estuviese la cinta ambientada en Gerona o en Guadalajara. Aún recuerdo el impacto de una película como Pascual Duarte, de Ricardo Franco, por el hecho de que, aparte de su calidad dramática, los actores, y en especial el protagonista José Luis Gómez, ensayaban con éxito el habla extremeña.
Si Pepa Flores y los demás intérpretes de Proceso a Mariana Pineda hablaban a su aire en un marco tan genuinamente andaluz como el de la historia de la heroína granadina, otro tanto podría decirse de El balcón abierto, el homenaje de Jaime Camino a la figura de García Lorca, coproducido por TVE.
Aquí, por un lado, el Amargo y otros personajes menores sí sacaban acento, pero justamente ese detalle de autenticidad chocaba con la manera en que Amparo Muñoz y otros actores se expresaban; la voz del poeta, recitada por José Luis Gómez de forma maravillosamente expresiva, se mantenía –siendo el actor de Huelva– en un término medio cálido y sinuoso, que renunciaba a las ricas inflexiones que Lorca tenía al hablar.
La veracidad lingüística surge en la pequeña pantalla por otros cauces. Aparece cuando la calle y su ruido y su olor entran en Prado del Rey: en alguno de los magníficos reportajes de investigación que se hacen en la casa, o en programas como Si yo fuera presidente, que el pasado martes tuvo otro de sus aciertos, entrando –sin paliativos– en el mundo de los huérfanos e internos. Esos adolescentes le contaban a Tola sus problemas entrecortadamente, con frases muy largas o muy cortas, enrevesadas algunas, otras hermosamente dichas; pero qué gran alivio oír voces sin filtro y sin freno.
Acostumbrados al run-run monocorde de los doblajes cinematográficos y televisivos y a la pobreza vocal de muchos dramáticos, cuando se escucha a un catalán o a un gallego hablar por la pantalla a su manera la lengua española, muchos españoles llegan a sorprenderse. El pasado desprecio sistemático, fomentado por el franquismo, no sólo a las lenguas periféricas, sino a las modalidades regionales de pronunciar el castellano, es una de las razones fundamentales del babel autonómico de hoy.
CARA AL SOL Y OTRAS CARAS
Al igual que el almirante Carrero ardió en las alturas y el general Franco se consumió en su lecho, ahora ya no sabemos si por el fuego interno de su enfermedad o por los flashes de sus enfermeros, los rostros de la televisión franquista se quemaron. O eso se ha dicho siempre. El locutor que tuvo que anunciar una grave noticia en aquel señalado 20 de noviembre, y los que la glosaron en los días siguientes, no podían dar otras en tiempos diferentes, porque a unos espectadores les parecería que venían a aguarles la fiesta del presente, y a otros a burlarse con noticias vulgares de su misión sublime del pasado. Habían sido mensajeros no de una muerte, sino de un tiempo muerto. Sus rasgos eran ya, en el libro sin páginas de la historia visual, la ilustración de una manera tendenciosa de informar.
Y en efecto, poco a poco, casi todos los antiguos rostros de los Telediarios –que son los más conspicuos y los más recordados– han ido desapareciendo. Hoy hay otros. ¿Son nuevos? ¿Se ha logrado una iconografía facial de la otra España? ¿Una galería fisonómica acorde con el cambio? Yo diría que no, con una notable excepción.
Da gusto –es la excepción– oír el castellano de Luis Carandell (con ese ligerísimo acento catalán tan trabajado que parece, más bien, acento de polaco) y son magníficas sus crónicas parlamentarias, no exentas de humor, ponderadas, escuetas. Quizá algún directivo perverso de TVE, si es que Prado del Rey alberga tales cosas, pensó al contratarle que el autor de Celtiberia show y otras tantas exequias a la España eterna nos daría a diario una crónica negra, llena de cuchufletas, de los usos tribales de nuestros tribunos. Un Hemiciclo show, unas Cortes de mangas. Carandell, por el contrario, se muestra muy respetuoso, pero posee, sin duda, otro modo, otro estilo, incluso otra cara. Hubiera sido impensable durante el franquismo ver a un señor así, con ojillos de burla y perilla satánica, hablar de alta política.
Si examinamos hoy a los conductores principales de los tres grandes Telediarios, veremos que sus caras dicen mucho. Hubo algún optimista que creyó sentir los aires de una revolución cuando llamaron a un guapo oficial para leer noticias de encuentros en la cumbre, conversiones papales y reconversiones navales. La guapeza de Pepe Navarro –se decía– era más agresiva que la del otro guapo que hizo Telediarios en el pasado, Matías Prats jr. Pero quiso Navarro prosperar. Le pareció poca cosa leer lo que escribían otros para él, y pasó, en mala hora, a presentar: perdió él los papeles, y nosotros perdimos a alguien que daba buena cara a las malas noticias.
Tras esa convulsión, las aguas se han calmado. El rostro principal de los tres noticieros diarios es masculino, lo cual pretende dar, me imagino, un sesgo duro, bronco, a la femineidad genérica de la noticia. Confundiendo quizá fisonomía con autonomía, a las autoridades televisivas les debió parecer una medida audaz el que un canario, Paco Montesdeoca, nos arrullara suavemente a la hora de comer. Conozco yo personas que se indignan aún por esa entonación, por ese castellano templado y tropical, habituados, ellos, a tantísimos años de acentos marciales de la vieja Castilla. Yo, la verdad, puesto a oír canarios, me quedaba con los dulces vocalismos de Cristina García Ramos, que ocultaba menos su pasado insular y encima es guapísima.
Pero, en cualquier caso, tanto Montesdeoca como Campo Vidal, responsable del Telediario de las 8.30, responden a prototipos trillados de lo que debe ser un newscaster: correctos, bien planchados con traje o uniforme ejecutivo, y un poco relamidos. Lo cual convierte el acto de verles en un ejercicio previsible y pasivo, desprovisto de sorpresas. Ahora bien, ¿qué pasa con los innovadores? Porque haberlos, haylos. Aún tengo grabados en la mente los guiños fraternales y ese espíritu de artificial camaradería que impuso Arozamena. O la noticia hecha susurro, para ser escuchada a la luz de la lumbre y con el gato, que propició Victoria Prego.
Ese mismo estilo lo cultivó en sus primeras apariciones de madrugada Felipe Mellizo, quien no daba jamás una noticia, sino que la contaba, como si fuera un chiste o una leyenda. Ante el clamor de ultraje que se alzó, Mellizo fue cambiando. Su Telediario es ahora, qué duda cabe, el mejor de los tres, el menos convencional, y en gran parte se debe al aspecto un poco estrafalario del presentador, a su ropa cambiante y refrescante, y a ciertas complicidades que Mellizo sabe establecer con el espectador. Su acento cultural es muy de agradecer (aunque no hay un criterio en la elección: tanto se habla de un libro o una música interesante como se nos ofrece la pintura del pompier más paleto) y tiene cierta gracia dar el cupón de los ciegos. Es una gracia cosy, y estoy seguro de que un anglófilo como Mellizo conoce bien el significado de esa palabra (acogedor), pues es el tono que trata de infundir a su espacio.