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Silicona 5.0

Jorge Majfud

 

 

Baile del Sol

A ti te mataron allá del otro lado, vaya a saber cuándo, y ahora crees que persigues algo y, en realidad, huyes de tu propio cadáver. Eres un fugitivo que se cree el detective.

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del otro lado

Hasta que el otro dijo basta

Cuando el sábado 17 de marzo le dio el infarto, Facundo Walsh Ocampo se encontraba en el apartamento de la 1420 Atlantic Avenue de Daytona Beach, muy cerca de las diez de la noche, intentando abrir la puerta de entrada para que alguien lo viese tirado en el pasillo y llamase al 911. Para colmo de males, alguien escuchaba a una de las Selena cantando Bidi Bidi Bom Bom a todo volumen, por lo que supo que nadie lo oiría caer en el piso del pasillo, brillante como una piscina petrificada. Ni Silvanna, por supuesto, que en ese momento estaba en la cocina, en una caja, en posición fetal, inmóvil y con los ojos abiertos, como si fueran sus ojos, pero sin poder escuchar.

Todo había ocurrido como lo imaginó a los veintidós años cuando todavía era un estudiante solitario que caminaba por el puerto de Buenos Aires y se entretenía mirando o entresoñando las banderitas de países lejanos, flameando en un cielo extraño del extremo sur. Recordó una tarde de verano en una playa del otro lado, en Uruguay, cuando había escrito al margen del libro Historia del análisis económico, de Joseph Schumpeter: ... hoy una maestría en Oxford, mañana otra en Berkeley; hoy un millón, mañana dos, y si no, patatús en el corazón y al carajo tanta acumulación. No era un pensamiento muy profundo, pensó, casi cuarenta años después. Solo una verdad —simple, sin importancia, más bien decepcionante, como suelen ser las verdades cuando uno ha resuelto casi todos los problemas que lo mantuvieron ocupado por un largo tiempo, cuando uno ha quemado todas las grandes expectativas en la vida y no sabe cómo ser feliz porque se entrenó toda una vida para otra cosa.

Se había mudado el día anterior y, tal vez, el esfuerzo físico, el agotamiento emocional del divorcio, el descubrimiento o la sospecha de que le habían robado la identidad en México, habían contribuido a poner su salud al límite. Había estado un largo rato sentado en silencio, acompañado solo de un vaso de whisky sin hielo, mirando la profundidad oscura del océano, imaginando explicaciones para los colegas en la compañía, explicaciones sobre algo que no debía importarles. Había estado aún más tiempo tratando de explicarse a sí mismo por qué todo lo que había creído importante en la vida, en su vida de hombre productivo, de repente, había dejado de importarle. Durante casi treinta años había seguido en el Wall Street Journal, día a día, la evolución del Dow Jones, del Nasdaq (sufriendo, como un italiano, hincha de Boca Juniors para que las benditas bolsas no dejaran de subir mientras el Merval y el Ibovespa se derrumbaban, por pura y mezquina revancha contra cuatro o cinco individuos despreciables que conocía en Buenos Aires y en San Pablo) y, de repente, solo quería que el Dow Jones, el Nikkei y todas las demás se hundiesen, con todas sus propias inversiones y sus fantasías nacionales de vivir en la primera potencia económica del mundo, donde la gente sí sabe cómo hacer las cosas, donde estaban los ganadores.

Treinta años... se había dicho, como si pronunciase las palabras mágicas que le revelarían las respuestas a tanta confusión. Las respuestas nunca aparecieron. La oscuridad del mar permanecía frente a sus ojos, ya ni siquiera podía distinguir esa línea difusa que separa el cielo de las aguas. Aquella noche había apurado su segundo whisky, justo cuando comenzaba a sentir un dolor extraño en la mano izquierda. Se había quitado el reloj. Había intentado ignorar la incomodidad, pero el mismo miedo a caer en un abismo lo había hecho sentir aun peor. Se frotó la mano que no respondía, como cuando uno se despierta en la noche con un brazo muerto y le cuesta entender que la sangre no había estado circulando correctamente.

No era raro que la red se rompiese por el lado de las cuerdas más débiles, pensó un día después, en el hospital. Su padre también había terminado sus días con problemas de corazón. Los Walsh eran débiles del corazón. El Tata José, como lo llamaban sus sobrinas cuando apenas habían aprendido a balbucear algunas palabras, había muerto un año después de su primer infarto. Facundo calculó: su padre tenía 77 años. Dieciocho años más que él, aunque con 59 la diferencia es mucho menor de lo que uno quiere maginar. Tal vez la medicina había avanzado mucho desde entonces, pero su padre había llevado una vida con menos estrés. Su madre... Ahora que lo pensaba, no estaba seguro de qué se había muerto su madre. Había escuchado algo de insuficiencia respiratoria, algo de una pulmonía, pero nunca se había preguntado por qué su madre, aquel día, había estado caminando en la playa en pleno invierno, bajo la lluvia. ¿Había discutido con su padre? ¿Qué historia había detrás de aquel momento dramático que él, su hijo, no había cuestionado hasta ese mismo momento, cuando la muerte vino a visitarlo y ya no quedaban testigos vivos, aparte de fragmentos sueltos de una realidad que poco a poco seguía hundiéndose en la profundidad del pasado? Por entonces, la noticia de la muerte de su madre lo había dejado tan grogui que ni siquiera había llorado y cualquier explicación le hubiese parecido natural y suficiente, como un niño acepta que le digan que a los hermanos los traen las cigüeñas de París, que los ratones dejan dinero debajo de la almohada cada vez que uno pierde un diente, o cualquier otra de las tantas mentiras asquerosas a las que estamos acostumbrados y a las que no queremos renunciar a ningún precio hasta que la realidad se encarga, ella solita, por alguna decepción o por simple maduración involuntaria, de resignarnos a la verdad, a una nueva verdad o a la pérdida de las únicas que nos quedaban en pie.

Apenas recordaba a su madre de vuelta a la casa, casi obligada por su esposo, enojado, secándole la cabeza con una toalla (esa cabeza indefensa, ese rostro dolorido que él amaba tanto), cubriéndole con un acolchado azul en su lecho, llevándole un té caliente a la cama, y unos pocos días después la ambulancia transportándola al hospital de donde salió en una camilla cubierta por una sábana blanca rumbo a la sala velatoria. ¿Su madre sufría de depresión? ¿La desaparición de su hermano, unos meses antes, tenía algo que ver con aquella noche en la playa? ¿Había descubierto que su esposo había tenido un desliz con una joven actriz de teatro experimental? (¿De dónde le venía esta idea tan persistente, seguramente falsa?)

En 1977 el Tata José había intentado, sin suerte, volver a la actuación, su vocación de juventud, frustrada por las necesidades materiales, como las llamaba él con exagerada ironía. No resultó y probablemente todo terminó con las discusiones sobre la francesita. Pero ese mismo año había desaparecido el tío Roberto (¿cuándo exactamente?, ¿cómo?), así que Facundo no podía aclarar las verdaderas razones por las que su madre se perdió una tarde y una noche de invierno en la costanera Martínez, caminando o sentada sobre una piedra fría, bajo la llovizna. ¿Había ido al río como todos vamos al agua buscando nuestra propia alma? ¿Había intentado suicidarse, como dicen que había hecho Alfonsina? Nunca lo sabría. De cualquier forma, lo hizo como todos lo hacemos de una forma menos contundente, abandonándonos a ciertos hábitos irresponsables, como beber demasiado o caminar en invierno bajo la lluvia. Del hospital solo recordaba una sala donde la gente tomaba café y miraba un televisor en blanco y negro. Argentina jugaba contra Hungría. Nunca olvidó el resultado (5 a 1) y los festejos de la gente. Recordaba nombres como el de Leopoldo Jacinto Luque como si fuesen Maradona. El penal lento, lentísimo de Osvaldo Ardiles que ataja el arquero húngaro y un hombre de bigotes que grita ¡Pajero de mierda! Diego Maradona entrando a la cancha mientras una joven muy bonita pregunta quién es y un señor gordo levanta las manos al cielo, como si fingiese ofenderse por la pregunta. Los nervios de Facundo al comienzo del partido se habían cambiado por una cierta euforia que compartían los hombres que estaban en la sala. Terminado el partido, de repente, como quien despierta en la noche y recuerda una mala experiencia anterior, recordó que su madre agonizaba en una de las salas del cuarto piso. Murió esa misma noche, tal vez antes de que Argentina convirtiese el cuarto gol y Facundo se pusiera de pie para festejar con los brazos casi en alto.

De vuelta a su cuerpo, sacudió la cabeza como si espantase una mosca. Miró el monitor con los golpes de su corazón dibujados en verde. Estaba solo en la sala oscura del Memorial Medical Center. Con dificultad, estiró la mano y alcanzó su teléfono. Buscó en YouTube ese partido de Argentina contra Hungría. Encontró unos fragmentos. No reconoció ninguna de las imágenes, pero supo que todo había sido el 27 de febrero de 1977. Por alguna razón siempre había confundido esa fecha con el 29 de febrero, que en realidad era el cumpleaños de su madre. Pero ese año no hubo 29 de febrero. Ni hubo cumpleaños.

De vuelta al apartamento de Daytona

De regreso a la soledad del apartamento no se puso a investigar lo del robo de identidad. No sacó a Silvanna de su caja. Sabía que si lo hacía debería cortarle cada uno de sus miembros y repartirla una noche en distintos contenedores de basura de la ciudad.

No pudo evitar la depresión. El doctor Menéndez le había advertido que la tristeza era un efecto esperable durante el plazo de convalecencia. Esas cosas nunca cambian y se controlan con una pastilla. Al fin y al cabo, pensó, mientras se tiraba la primera en la boca, no dejamos de ser máquinas inteligentes.

Facundo no dejó de tomar la nitroglicerina ni otra pastilla amarilla, o rosada, pero eso que el doctor había llamado, tan poéticamente, tristeza, para él no era menos que una depresión. Si somos máquinas previsibles, su tristeza no se debía únicamente a la debilidad muscular de su corazón herido. La casi ausencia de Elena no lo había dejado dormir por varios días. Nadie mejor que una mujer para hacerte sentir culpable de algo, sea que tiraste las dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki o que te comiste el último pedacito de chocolate.

Al menos en los hechos, Elena ya no era su esposa, seguramente ya no lo quería (seguramente no; seguro), pero cualquiera hubiese visitado a un amigo más de una vez y por más de diez minutos. Tampoco los amigos habían concurrido desesperados, se dijo, irónico. El último día estuvo Henry Rodríguez, Jeff Al Ferro y Roxane, la secretaria de Robertson. Para cada uno, tal vez a excepción de Roxane, se había tratado de un trámite. Las sonrisas, las bromas optimistas, eran las mismas que Facundo conocía como vendedor de primera división. El que más tiempo había estado era Ernesto, el insoportable Ernesto, pero eso probablemente se debió a que su cuñado tenía un horario flexible en el college y a que disfrutaba más conversando gratis que en sus clases.

Alexa, la jovencita que Elena había adoptado como una mascota, sin papeles y sin otros compromisos, no fue a verlo. ¿Por qué habría de sorprenderle? Desde mucho antes, Facundo sospechaba que alguien le había dicho a la chica que nunca se quedase en la casa cuando no estaba Elena, como si todo hombre fuese un depravado en potencia. Si fue su madre, podía entenderlo. Si fue Elena... Alexa no le caía mal, pero evidentemente la chica le tenía terror y Facundo nunca se ocupó de aclarar el asunto. Nunca le importó, aunque tal vez fue demasiado inconsciente, porque, por su profesión, sabía que no pocas jovencitas como ella apenas fracasaban en sus intentos de tocar la gloria del modelaje, se agarraban de cualquier cosa que pudiese ser interpretado como abuso por un buen abogado. Material y viejos babosos no faltaban tampoco.

Elena sentía la falta de una hija mucho más que él (al menos él nunca tuvo tiempo de pensar en eso, hasta ese momento), y Alexa le había caído del cielo en un momento delicado. Era una niña en su primera juventud, traída por su madre de Venezuela a los siete años. Elena la había conocido en un casting para una publicidad de Publix, cadena de productos alimenticios de buena calidad donde eligen rubiecitas tipo Barbie para poner las compras en las bolsas y ofrecerse a acompañar a los clientes hasta el automóvil. Pero Alexa no había sido elegida para el anuncio por su inglés defectuoso. Para hablar mal inglés o inglés con acento español tenían a una modelito more latina, con cara de mexicana de Oaxaca. Unos meses después la volvió a encontrar en el concurso de Nuestra belleza Latina de Univisión, y no se clasificó por esos misterios que tienen los concursos de belleza y que solo los jueces o los organizadores saben. Por entonces tenía catorce años y Elena la adoptó como su protegida. A los diecisiete, la niña se encontraba en un momento de exploración de sus atractivos de mujer. Tal vez Elena la estaba preparando para ser modelo y, también por razones obvias, no quería recibir ninguna ayuda de Facundo. Alexa era una joven con un tipo que calzaba perfectamente en el canon de la industria de la belleza (alta, delgada, ojos claros, labios gruesos, cuerpo sensual, rostro inexpresivo), pero era indocumentada, por lo que Facundo no le veía a Elena ninguna posibilidad de explotar aquel diamante en bruto.

Volvió a hundirse en el sillón y en el whisky proscrito que ya comenzaba a perder todo gusto. Volvió a recordar aquel 27 de febrero de 1977 que lo había ido a visitar en el hospital. Luego derivó en el 25 de noviembre de 2005, otro momento de agonía familiar. Las fechas pertenecían a mundos totalmente diferentes. Imaginó la suya: 22 de abril de 2019. Bebió la última gota de whisky y se dio unos años más: 16 de agosto de 2021. Su tío Ernesto, el hermano de José, también había muerto de un infarto, aunque había sobrevivido casi tres años a una serie de cirugías, bypass, y varias internaciones en el CTI del Hospital Ramos Mejía. Así que, aparte de su vida de mierda, tan llena de éxitos, el problema le venía por un invisible espermatozoide de su padre.

Luego se acercó un poco más a sí mismo. Cuando empezó a sentirse mal, la pasada noche del 17 de marzo, escuchó como si la misma Elena estuviese allí diciéndole que Los hombres son muy guapos hasta que una los abandona y entonces lloran y agonizan como una está acostumbrada a llorar por años, sin que su hombre la entienda, porque los hombres dejan de entender a sus mujeres a los pocos años de casados. O por lo menos no se conmueven como antes, cuando estaban enamorados, cuando enamoraban a su mujer con solo conmoverse por sus problemas, tratando de escucharlas, como un hombre de verdad sabe escuchar.

Esa noche, nueve días después de su infarto, después de recuperar alguna fuerza y de permitirse el exceso de dos whiskies, abrió una de las cajas de cartón que se acumulaban en un rincón del apartamento, buscó el libro de economía de Schumpeter y, finalmente, dio con la página 271, donde todavía estaba aquella nota al margen, escrita un verano, probablemente el verano del 86, uno de esos veranos en donde no cabe tanta juventud y se parece tanto a la eternidad de los poetas.

Recordaba el momento exacto en que escribió esas palabras. En realidad, habían sido la expresión de un fuerte momento de escepticismo, aunque no de tristeza. Recordaba un velero con la bandera de Australia, con una nitidez exagerada, más considerando que no recordaba mucho más de esa tarde. Ni qué día ni qué año era, ni cómo había llegado hasta allí. Seguramente era una playa cercana a la casa del tío Alberto, cerca de la Rambla de los Argentinos, en Piriápolis.

Las lagunas en su memoria, había dicho el doctor Menéndez, eran la consecuencia de haber estado con su corazón detenido por un tiempo excesivo. La falta de oxígeno, inevitablemente, había causado cierto daño en su cerebro, muy probablemente reversible, ya que el cerebro, se sabía ahora, es un órgano muy plástico y se regenera. Claro que eso de la memoria es un misterio. Si bien las habilidades, como la de moverse, pensar, hablar o recordar pueden ser recuperadas gracias a nuevos enlaces, incluso por nuevas neuronas, sería imposible que se pueda recuperar alguna información de las neuronas que murieron. Un derrame cerebral borra años enteros, verdaderos trozos de vida, como un tsunami arrasa con una antigua ciudad en la costa. Pero también era posible que el olvido solo sea consecuencia de una desconexión. De otra forma, no se entendería cómo la gente normalmente recupera recuerdos después de muchas décadas, sobre todo cuando se están muriendo. Cuando Elena lo visitó en el hospital parecía apurada. Tal vez esa había sido la primera vez que Facundo había recordado el partido de Argentina contra Hungría, en 1977, después de cuarenta años de no visitar ese rincón tan importante de su existencia.

Lo cierto era que el primer signo de preocupación había llegado antes del infarto. Una tarde había vuelto a la casa de Ponte Vedra antes de lo habitual y no pudo recordar la clave de la alarma, aquellos cuatro simples números que apretaba cada día para ir al trabajo y de nuevo al volver: 0211. Lo había tipeado Elena, el día que el técnico de ADT había programado la alarma. ¿Por qué elegiste esos números?, le había preguntado Facundo una noche cuando llegaron a la casa. No sé, había dicho ella, se me ocurrieron cuatro números cualquiera, al azar. Pero Facundo sabía que las claves y los PIN rara vez son elegidos al azar. Mucho menos cuando un maldito técnico, siempre apurado, te urge a elegir uno. Siempre se refieren a algo que existe en el presente o persiste en el pasado. No era la fecha en que se conocieron, ni cuando tuvieron su primera relación, ni cuando se casaron. Podía ser alguna otra fecha de su intimidad no compartida con él, una de esas cosas que, sabía, nunca llegaría a saber y que, tal vez, tampoco tenía derecho a hacerlo. 11 de febrero, en español, o 2 de noviembre, en inglés. Imposible adivinar qué ocultaba ese numerito que debió aprenderse de memoria y que una tarde olvidó, de repente. Razón por la cual comenzó a sonar la alarma, primero, y el teléfono, después. Una agente de ADT le preguntó si había algún problema, a lo cual Facundo, todavía atónito por el olvido y el ruido insoportable de la alarma, dijo, dudando, que no había ningún problema. La mujer le preguntó por el PIN y Facundo no supo contestar. 0221, dijo. Luego se corrigió, mientras intentaba tipear con el dedo índice un tablero imaginario en el aire: No, disculpas: 0122... La mujer colgó y a los cinco minutos llegó el patrullero que comenzó a hacer preguntas incómodas. ¿Me puede decir su nombre? ¿Puede mostrarme su identificación? Tras ver su tarjeta de conductor, el policía parecía tener menos dudas que él. Le dijo que tuviese un buen descanso y se fue. Las cosas en este país sí que funcionan, se dijo Facundo. Sí que funcionan... Siempre y cuando se tenga el dinero para pagarlas.

El médico le restó importancia. No era Alzheimer ni nada parecido, sino estrés. Después del infarto, lo mismo. Le pareció que el doctor no recordaba el incidente anterior con la alarma de su casa y la policía, pese a que tenía todo guardado en su memoria digital que a cada minuto aumentaba desde su tablet con cada detalle irrelevante que le declaraba su paciente. Facundo no quiso recordarle lo de la alarma. Estaba cansado o, como todos, prefería simplificar las cosas, negar la realidad o evitarse el conocido vía crucis por distintos laboratorios médicos, más por precaución legal del médico ante la asistencia del paciente que por verdadera necesidad. Así que no dijo nada. Solo quería escuchar que estaba bien y largarse de allí lo antes posible.

No debía sorprenderse, le dijo el doctor, si no recordaba las cosas más elementales que cualquier persona debía recordar para tener una vida normal, como la dirección de su casa, el número de su teléfono y tantas otras cosas. El doctor Menéndez había atendido algunos casos de gente con la edad de Facundo que habían desarrollado el síndrome de Capgras, por el cual el individuo se convence de que sus seres queridos han sido reemplazados por impostores. Es tan terrible como el Alzheimer, si no más, había dicho el doctor Menéndez, maneando la cabeza, como dejando entrever que no había curado a ninguno.

Sin embargo, después de una semana de reposo y soledad, Facundo Walsh Ocampo parecía haberse reestablecido. Parecía ser el mismo de antes del infarto. Entonces, se impuso tres semanas de descanso, sin consultar y sin evaluar las responsabilidades que todavía tenía en la empresa.

Solo se ocupó de resolver el asunto del robo de identidad y de deshacerse de Silvanna lo antes posible.

Robo de identidad

La primera vez que leyó el nombre Patio del Virrey fue el domingo 14 de enero, casi dos meses antes del infarto. Lo recordaba porque el lunes siguiente era el feriado de Martin Luther King. La compra de 144 dólares, probablemente compra y retiro, había sido hecha con una de sus tarjetas alternativas, una semana antes, el 6 de enero. No recordaba por qué no le había dado importancia. Tal vez porque Tijuana y el supermercado le resultaron familiares, porque la cifra era poca cosa, porque por entonces estaba metido hasta el cogote con el nuevo proyecto de Jeff (darle prestigio a la industria del modelaje otorgando becas universitarias a las candidatas), o por cualquier otra razón que ahora se le escapaba.

Volvió a revisar los estados de cuenta de sus tarjetas. Por un momento se puso furioso. No por la cantidad sustraída sino por la sola idea del robo. Si había algo en este mundo que le hacía subir la presión era pensar que alguien se había aprovechado de él. No soportaba la menor idea ni la menor sospecha de haber sido engañado, manipulado, a pesar de que Ernesto siempre le decía que esas eran tonterías, porque todos somos sistemáticamente engañados y manipulados por fuerzas mayores, solo que lo llamamos engaño cuando alguien de abajo nos demuestra que somos unos tontos, no cuando cumplimos nuestra función de esclavos asalariados, porque lo hacemos con resignación, cuando no con orgullo.

Facundo se ventiló la cara con una mano para espantar la imagen de Ernesto en el Starbucks de Princeton. No soportaba cuando se ponía así de intelectualoide, hablando complicado. Aquella vez iba a preguntarle por qué no se iba a vivir a Cuba, pero esta pregunta ya se la había hecho años atrás y él ya le había contestado, así que prefirió la opción americana: dejarlo hablar, que las palabras se olvidan. Por lo menos aquellas que no nos gustan. Si lo toleraba era porque, aparte de ser su cuñado, el renegado de la familia y vergüenza de Elena, Facundo sabía, o pensaba, que Ernesto era un perdedor nato y su único consuelo era sentirse orgulloso de su condición de perdedor, mezcla imposible (decía él mismo) de Sócrates, Jesucristo y Che Guevara, tres criminales ejecutados por la justicia del poder del momento.

Al primero lo ejecutó una democracia (con esclavos) que era un imperio —había dicho Ernesto, con esa preferencia por encontrar patrones—, al segundo un imperio que estaba orgulloso de serlo, y al tercero otra democracia con esclavos que ha luchado toda la vida para que no lo llamen imperio.

Trató de recordar. Había estado en Tijuana el año pasado, pero que alguien hiciese una compra en enero de ese año era para preocuparse. ¿Había perdido allí mismo esa tarjeta? No podía ser simplemente eso, porque no se trataba de una tarjeta de crédito sino de una de débito, es decir, el ladrón debía tener su PIN para poder usarla. Pero ¿cuál era el PIN? No recordaba. El peor escenario era que fuese el mismo número que usaba para la mayoría de sus tarjetas. Por otra parte, también resultaba un misterio que la suma fuese tan modesta, y que en los siguientes dos meses el ladrón no hubiese realizado ningún otro retiro hasta el 16 de marzo.

Acabó con el resto del whisky y se dijo No, no soy tan estúpido. No iba a usar el mismo PIN justo para la tarjeta alternativa. Entonces ¿cuál era? Imposible recordarlo. Se esforzó, pero se dio cuenta de que estaba lejos. A la altura del segundo whisky nunca recordaba los nombres secundarios. Menos los códigos alternativos. Tal vez por la mañana, con la cabeza más clara. De cualquier forma, usaba alguna de esas tarjetas cuando andaba en países complicados porque tenían un límite de gasto mensual muy bajo, de supervivencia, apenas mil o dos mil dólares, si mal no recordaba, nada que se pudiese lamentar en caso de robo.

Pero el 26 de marzo volvió a detectar una nueva compra por 75,06 dólares debitada por el mismo supermercado Patio del Virrey. Buscó en internet. El comercio no tenía ni siquiera una página oficial. Después de una hora, encontró un teléfono. Minimercado Patio del Virrey. Llamó, les explicó el problema a tres personas diferentes antes de que lo dejasen esperando en línea un tiempo absurdo. Colgó, volvió a llamar varias veces. Finalmente, una joven le informó de que habían estado mirando su caso y no habían encontrado ninguna irregularidad. Cortó, maldijo a los mexicanos, corruptos desde Moctezuma hasta Peña Nieto, y arrojó el teléfono sobre una pila de correspondencia que lo esperaba sobre la mesa.

Miró la taza de café sin probar, probablemente frío a esa altura. El médico le había prohibido el café y cualquier ingesta de alcohol, sin siquiera saber que desde hacía algún tiempo Facundo mezclaba los dos, para relajarse y para no dormirse. En realidad, pensó, los médicos no pueden prohibir nada. Son demasiado inofensivos como para prohibir algo. En el mejor de los casos, son como los curas en sus tiempos de gloria, cuando todos los reverenciaban, pero tanto ellos como sus feligreses hacían otra cosa.

Tanía la mesa llena de cartas, muchas de las cuales, sabía, nunca abriría. La mayoría era publicidad intentando pasar por cartas personalizadas, algunas escritas a mano o que parecían haber sido escritas a mano. El esfuerzo de la tecnología por hacer algo imperfecto era admirable. No podía enojarse, porque sabía lo que era esa sutil agresión, esa desesperada estrategia de seducir a miles de desconocidos, y había sentido, desde siempre, una especie de solidaridad o empatía. Entre bueyes no hay cornadas, decía el tío Alberto. Que cada uno se rasque con las uñas que tiene, decía su suegro. Mejor dicho, su exsuegro, aunque todavía no lo sabía. Pero por un momento pensó, y solo por un momento, en el esfuerzo de todos aquellos que trabajaban en las agencias de publicidad, como si fuesen refinados violinistas tocando para un sordo, y hasta pensó en la cantidad de árboles, de papeleras, de impresoras, de camiones, de energía que se había invertido en ese despilfarro absurdo que había, finalmente, chocado con un muro indiferente llamado Facundo. Apenas un año atrás había argumentado, en un café, que gracias a todo eso la gente todavía hacía negocios y los pobres todavía tenían trabajo en los rincones más insospechados del mundo. Gracias a todo ese despilfarro en los países ricos, miles de pobres tenían algo para llevarse a la boca. Buen argumento. Nada más que hipócrita, como todo argumento de vendedor, de publicidad, de propaganda.

¿Qué había pasado desde entonces? Ernesto decía que no impostaba qué hechos ocurriesen alrededor de un creyente. El creyente nunca cambiaría ni su religión ni su ideología ni su equipo de fútbol por ningún hecho objetivo, por ningún indisputable resultado. No importaba si un barco se estaba hundiendo y con él su tripulación. Todos somos capitanes de nuestro propio barco y nos hundimos con él, sin aceptar jamás que nos equivocamos al dirigirlo derecho sobre las filosas rocas en medio de la noche. A menos que ocurra algún cambio antes, y los cambios, los verdaderos cambios en un individuo, provenían siempre de adentro. Un misterio más difícil de resolver que la naturaleza de la sagrada trinidad o el sexo de los ángeles, pero que, por lo normal, la gente no quiere enfrentar, como si en la resolución del enigma no hubiese salvación alguna.

—Yo encuentro menos conflicto entre Dios y un humanista radical —había dicho Ernesto— que entre Dios y los religiosos. ¿Has visto esos videos ridículos de sermones de autoproclamados pastores elegidos de Dios, exorcizando gente que se revuelca histérica en el suelo? Bueno, nunca, jamás aparecen en las noticias de los grandes medios, pero son los que van a definir las elecciones y la suerte de las sociedades en muchas partes el mundo en los años por venir. ¿Seguro que nunca lo has visto? ¿De verdad que no? Me cuesta creerlo. Bueno, debe ser que estás muy ocupado con negocios importantes y yo no tengo un trabajo normal. Un día que no tengas nada que hacer, como yo, puedes mirarlos en YouTube. Siempre aparece algún pastor denunciando el jazz o alguna música dodecafónica como instrumento del Diablo. Algunos, incluso, lo prueban con enredadas teorías pentagrámicas. Otros lo ven en el diseño alegórico del billete de un dólar. Iluminati y todas esas teorías para retardados. Insisten en que el Diablo está en un símbolo aquí, en otro allá. En el nombre de una cerveza o en la forma de un preservativo. En algún que otro símbolo insignificante, como el medio fundamental que emplea el Diablo para dominar el mundo.

—El Diablo está en la letra chica...

—Eso. Siempre se dice que el Diablo está en los detalles... Oh, no, no. El Diablo, si existe realmente, claro, si no se trata de un pobre diablo, está en las grandes cosas. El Diablo está en el odio de un correcto religioso porque su vecino o el periodista del canal X es gay o el activista Z es pobre. El Diablo está en una nación apoyando una invasión que produce la matanza de un millón de inocentes en nombre de la libertad, de la democracia y luego a nadie le importa, porque están ocupados en demonizar a los pobres que llegan aquí a trabajar de forma ilegal. Se llenan la boca con la Ley y son los primeros en violar las leyes más básicas. Y todo lo hacen con orgullo y fanatismo (eso que ellos llaman moderación) en nombre de Dios, porque si hay algo popular y repetitivo hasta el hastío en este mundo de mierda, desde hace unos pocos miles de años, es odiar y humillar, odiar y matar, en nombre de Dios.

—Cuñado —había dicho Facundo, algo irónico—. Debes buscar ayuda profesional. Estás perdiendo la proporción de las cosas...

—Claro, los críticos somos siempre los radicales, quienes no tenemos contacto con la realidad y todo eso. En el mundo de los grandes negocios no es así. Es el mundo donde reina el realismo, la mesura, la cordura, la moderación, el pragmatismo... Si matas a alguien de un tiro en la cabeza, eso es un crimen horrendo. Si matas a miles de personas, lentamente en un lapso de algunos años, eso es un gran negocio. ¿Supiste la última de Bayer? ¿Y la de Monsanto? Esos sí que saben cómo hacerlo. Nunca nadie va a recomendarles ayuda profesional. Ni la cárcel.

Aquella vez se despidió de Ernesto con una sonrisa. Tal vez, en silencio, para sus adentros (¿para sus adentros más superficiales?) lo llamó, como tantas otras veces, como solo se puede decir desde las alturas del éxito y es tan propio de esa cultura, pobre perdedor.

Ahora, más lejos en el tiempo y en la geografía, había algo que le incomodaba. No quería decir algo que le angustiaba, porque detestaba el dramatismo de Elena y de su hermano Ernesto. Seguía pensando igual, pero algo había cambiado. O el barco se había estrellado en las rocas o había resuelto un cambio de rumbo por razones que no tenía claras. Algo, que no podía determinar, se había agotado. Ningún misterio, si consideraba el momento que estaba atravesando. Miraba las cartas con promesas de grandes ofertas y soluciones a problemas inexistentes y sentía que eran como las semillas de cierta parábola bíblica, aquellas que habían caído sobre la piedra y se habían secado. O algo así. Facundo el escéptico (pensó, con voz de Ernesto), el otrora hombre de fe en todas esas mismas cosas.

¿Qué hacer con esa montaña de cartas y sobres, aparte de picarlas con cuidado para no echar sus datos personales a la basura, para que no terminen en manos de algún ladrón de identidad? ¿También debería hacerle un juicio a cada empresa que cada día le robaba varios minutos de su vida abriendo y leyendo publicidad que parecía incluir alguna notificación relevante sobre su casa, su crédito o sobre su última declaración de impuestos? Incluso en la más irrelevante publicidad venían incluidos sus datos personales: nombre completo, domicilio, fecha de nacimiento (Happy Birthday, Mr. Walsh!), y una serie insospechada sobre sus propios intereses y aficiones. La última vez que había estado mirando cruceros en internet, comenzó a recibir folletos con ofertas de cruceros en el Caribe. No sabía cómo ni quién recogía esos datos, pero funcionaba muy bien. Aparentemente... No, aparentemente no: sin duda, conocían sus debilidades (tal vez mejor que Elena) y, obviamente, sabían dónde vivía y a dónde solía viajar. A veces exageraban un poco, como cuando había estado leyendo un artículo de la universidad de North Carolina sobre los efectos del alcohol en la salud y a los dos días recibió una oferta del 30 por ciento de descuento para un tratamiento de desintoxicación, una invitación de Alcohólicos Anónimos junto con un voucher para recibir una muestra de 450cc de coñac con la compra de dos botellas de Ballantine’s. Las otras ofertas de zapatos, masajes y condones con aromas frutales podían deberse a antiguas búsquedas en la red de Elena. Cada día tenía que vaciar su buzón de esas interminables publicidades de dentistas, pizzas en la puerta de su casa, y ¡raspe el cupón para ver si ha sido beneficiado con una invitación a ver los nuevos autos de Toyota Dealer!

Por esas misteriosas conexiones algorítmicas (misteriosas solo para aquellos que no son ingenieros en Google, claro), había intentado buscar algo sobre publicidad, robo de datos y robo de identidad y, probablemente por una combinación con sus búsquedas anteriores sobre su problema de salud, terminó en un párrafo del amigo de Ernesto, otro de esos sujetos despreciables, un profesor que vive en Jacksonville: «Uno de mis personajes ha sufrido un infarto, por lo cual he estado buscando información en internet sobre síntomas y hospitales donde vive. Ahora recibo todo tipo de publicidad sobre seguros de salud y tratamientos. Espero que esto no me suba la cuota del seguro de salud y que a ninguno de los otros personajes se les ocurra cometer un crimen (algo muy probable en una novela) porque la cosa se me va a complicar».

—Ojalá te mueras antes— dijo Facundo, cerrando la laptop con fuerza, de forma que hizo un ruido como si se hubiese roto por alguna parte.

Con infinito cansancio, volvió a tomar el teléfono para hacer el reclamo en el banco. Solo pudo confirmar que, después de llenar el correspondiente formulario online, debía esperar unas semanas hasta que su caso fuese procesado y se emitiera una resolución, la que sería enviada por correo tradicional directamente a su domicilio. Generalmente, prefería perder el dinero que perder una sola hora enredado en estos reclamos típicos de las tarjetas de crédito y de las compañías aseguradoras. Ellos ganan siempre por cansancio y confían en que uno tiene un trabajo lo suficientemente interesante o asfixiante como para no dedicarle tanto tiempo a reclamos y peleas que siempre terminan con un sarcasmo o, directamente, con un insulto por parte del cliente frustrado y un no menos insultante Gracias-por-preferirnos-ha-sido-un-gusto-hacer-negocios-con-usted por parte del empleado-cíborg de la implacable maquinaria burocrática de las grandes empresas privadas.

Buscó el correo generado por H&R Block cuando hizo su última declaración de impuestos en febrero y pagó extra, como cada año, por un Peace of Mind. El tal servicio, pomposamente llamado... ¿cómo se diría en otras palabras que no sea ese Frankenstein de Paz de la Mente...? ¿Tranquilidad? ¿Seguro Psicológico? ¿Duerma tranquilo? ¿Alivio Existencial...? ¿Negocio del miedo? ¿La concha de la lora? Bueno, como sea, encontró en un email el tal Peace of Mind que le informaba de que antes de activar su Protección de Robo de Identidad debía abrir una cuenta y hacer un proceso de mierda que él suponía ya había hecho hacía años, pero que de cualquier forma, para que funcionase correctamente, debía actualizar cada año y, aun así, no le garantizaba que alguien, al final, no le robase la identidad; ítem que había reconocido al hacer clic en Aceptar Condiciones al pie de un contrato de 12.234 palabras pequeñitas que, obviamente, no había terminado de leer ni en el primer ni en el último párrafo.

Quince años atrás, cuando todavía era joven y no tenía tanto dinero, se había enfermado de estrés tratando de demostrarle a la aseguradora de salud Aetna, que estaba en perfecto estado, y si había solicitado un cambio de aseguradora era solo porque debía mudarse de estado, de Nueva York a Florida, y la nueva compañía no trabajaba con la aseguradora anterior, su competidora Blue Cross and Blue Shields. Recordó aquella noche, casi con indiferencia. ¡Las aseguradoras se llaman así, así, se llaman así, aseguradoras, seguros, porque siempre se aseguran de que no van a perder dinero, y para eso deben confirmar que el futuro cliente no los necesita!, había gritado esa noche, mientras las hijas de Ernesto, niñas todavía, jugaban en el piso y Elena le decía que no le diese un mal ejemplo a las sobrinas, que las niñas iban a absorber todo su estrés y mal humor y que, por eso, no iban a ser adultas felices. Pero él, solo él, o aquel que fue veinte años atrás, tenía razón, pensó. Como un banco cualquiera, esas malditas aseguradoras solo le prestan dinero a alguien que puede demostrar que no lo necesita. Al fin y al cabo, son negocios, y negocios son negocios, actividad sagrada e incuestionable, si las hay. Solo los malditos estados se dan el lujo de no pensar en los beneficios... Al final, su caso fue aceptado tres semanas después, después de un paquete entero de Tylenol, varias noches puteado sin poder dormir y cinco mil dólares para que un médico privado demostrase que nunca había sido operado de un testículo sino de un inofensivo ganglio en la mano, que a los efectos era lo mismo de inútil, el que reapareció como por arte de magia al mes de la cuidadosa y muy profesional cirugía del doctor Kaplan y que él mismo resolvió un mes después en su oficina, como en la Edad Media, reventándolo, no con una Biblia sino con dos ejemplares juntos de Rich Dad Poor Dad de Kiyosaki. Así solucionó, definitivamente, el problema del ganglio, por lo cual no constaba en ningún registro médico. Pero ¿a quién se le puede ocurrir semejante estupidez de reventar un ganglio de la mano, un quiste bíblico, como en tiempos de Almanzor y de Alfonso el Sabio, de un librazo, sin intervención de un profesional y sin un registro médico? La culpa era de él. Se había operado primero y reventado después un ganglio, no un testículo. Para cuando la nueva compañía aseguradora finalmente se aseguró de que era un ganglio, no un huevo, y aceptó su solicitud para poder comenzar a pagar mensualmente, él ya tenía los dos huevos hinchados y un principio de arritmia cardíaca del que nunca se recuperó, dijo, en una cena de camaradería en Miami, cuando se había retirado la última compañera mujer. Al menos eso es lo que pensó por mucho tiempo sin atreverse a ir al médico para descartar la posibilidad de la arritmia, para no dejar registro de alguna posible o real enfermedad que le dificultara las cosas más tarde. Sabía que lo iban a pasear por diferentes clínicas y por todo tipo de análisis (cuantos más mejor, porque eso lo pagaban las malditas aseguradoras) hasta que al final del proceso le recomendarían que se tomase unas vacaciones, en el mejor de los casos, o le prescribirían una droga (también pagada en mayor parte por las aseguradoras) que él, como de costumbre, no tomaría para no tener que volver al mismo médico como consecuencia de los efectos secundaros. La última vez, en un chequeo anual, no había contestado con un rotundo No a la pregunta de si a veces se sentía triste y, después de que la nurse abandonase la salita, apareció el famoso médico con la receta de algo llamado Happytilaunesterona que resolvería el problema. O casi. El único inconveniente eran los efectos secundarios que leyó luego de comprar el frasquito en la farmacia: posible aparición de casos de bipolaridad e intentos de suicidio.