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El último viaje



V.1: junio, 2021


Título original: Morgawr

© Terry Brooks, 2002

© de la traducción, Cristina Riera Carro, 2021

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2021

Todos los derechos reservados.


Traducción publicada mediante acuerdo con Del Rey, sello de Random House, una división de Random House LLC.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imágenes de cubierta: MoVille | Shutterstock - Ironika | Shutterstock


Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, nº 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-17525-56-9

THEMA: FM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

El último viaje

Terry Brooks

LIBRO XI DE SHANNARA


Traducción de Cristina Riera
Colección Oz Nébula


1




Para Owen Lock,

por el consejo del editor, su amistad y las palabras tranquilizadoras cuando más necesarias eran.





Sobre el autor

2

Terry Brooks es un célebre y prolífico autor de literatura fantástica, con más de veinticinco best sellers en las listas de más vendidos del New York Times. Solo las novelas de la serie Shannara cuentan con más de treinta volúmenes, aunque también ha escrito otras sagas, como las de Landover o de Word & Void. También ha realizado adaptaciones del cine de las películas Star Wars Episodio I: La Amenaza Fantasma y Hook. Ilse la Hechicera es el primer título de la trilogía El viaje de Jerle Shannara.

El último viaje

Las fuerzas del bien y del mal se enfrentan en una épica batalla final


La lucha contra Ilse la Hechicera ha pasado factura a los héroes de las Cuatro Tierras. Ahora, su adversario más oscuro les pisa los talones: con una flota de aeronaves tripuladas por muertos vivientes, el poderoso hechicero Morgawr persigue a la Jerle Shannara para hacerse con los legendarios libros de magia y destruir a la discípula que lo traicionó, Ilse. La hechicera, prisionera de su propia mente, recurrirá al enorme poder de la espada de Shannara, pero las cosas no saldrán como había previsto, y el destino de las Cuatro Tierras se decidirá en una épica batalla entre las fuerzas del bien y del mal.  


Regresa la saga del aclamado novelista Terry Brooks 



«No sé cuántos libros de Terry Brooks he leído (y releído) en mi vida. Su obra fue importantísima en mi juventud.»

Patrick Rothfuss


«Un gran narrador, Terry Brooks crea epopeyas ricas llenas de misterio, magia y personajes memorables.»

Christopher Paolini


«Confirma el lugar de Terry Brooks a la cabeza del mundo de la fantasía.»

Philip Pullman


«Un viaje de fantasía maravilloso.»

Frank Herbert


«Shannara fue uno de mis mundos favoritos de la literatura cuando era joven.»

Karen Russell


«Si Tolkien es el abuelo de la fantasía moderna, Terry Brooks es su tío favorito.»

Peter V. Brett

Contenido

Página de créditos

Sinopsis de este libro

Dedicatoria


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33


Sobre el autor

33


Poco más de cinco meses después, el hombre que tenía la suerte de su parte y todos aquellos a quienes había jurado proteger habían vuelto a casa sanos y salvos. Redden Alt Mer estaba de pie ante la borda de la Jerle Shannara y contemplaba el crepúsculo neblinoso tras los Dientes del Dragón mientras pensaba, por primera vez desde hacía semanas, en su huida angustiosa de la hecatombe de la flota del Morgawr; se lo había recordado un ave rapaz que se acercaba hacia ellos describiendo espirales entre la neblina que procedía de las montañas. Tan solo le dedicó unos segundos. Que hubiera encontrado un modo de salir del humo y los restos que todavía estallaban le parecía alucinante y no soportaba pensarlo con detenimiento. La vida era un regalo que uno aceptaba sin cuestionarse la generosidad o la razón del obsequio.

Con todo, no quería volver a tentar a la suerte de ese modo. Cuando regresara a la costa de Bruma del Confín, seguiría pilotando aeronaves, pero lo haría en lugares más seguros.

—¿De qué crees que estarán hablando? —le preguntó Rue mientras se inclinaba para que nadie más la oyera.

A cierta distancia en la penumbra, Bek Ohmsford estaba de pie junto a su hermana, dos figuras solitarias enzarzadas en una discusión tensa y vehemente. Su riña, simple y llanamente, transcendía la separación que estaba ocurriendo. Aquellos que los observaban desde la aeronave, los pocos que aún quedaban (Ahren Elessedil, Quentin Leah, Spanner Frew, Kelson Riat y Britt Rill) aguardaban con paciencia para ver cómo se resolvía.

—Hablan de la decisión que ha tomado —le respondió él en voz baja—. Una decisión que Bek no es capaz de aceptar.

Habían llegado el día anterior desde la costa, donde se habían separado de los jinetes alados Hunter Predd y Po Kelles, quienes regresaban a su hogar, Ala Desplegada, tras haber completado su misión y haber cumplido con su cometido de explorar y encontrar agua y alimentos para la expedición. Su ayuda había sido inestimable. Era doloroso verlos partir de forma definitiva, costaba saber que ya custodiarían la nave. Había cosas a las que se había acostumbrado tanto que ahora no se imaginaba su vida sin ellas. Y eso era lo que le ocurría a Redden Alt Mer con los jinetes alados.

A pesar de todo, los volvería a ver. En algún punto de la costa, sobre el Confín Azul, en días más tranquilos y en circunstancias más propicias.

Habrían devuelto Ahren Elessedil y las piedras élficas azules a Arborlon y a los elfos, habrían llevado al príncipe de los elfos a que se enfrentara con su hermano, pero debido a la insistencia de Grianne Ohmsford, se habían dirigido primero a los Dientes del Dragón, al Valle de Esquisto y el Cuerno de Hades. No estaba dispuesta a escuchar reproches. Tenía una deuda con Walker, les había dicho. Tenía que ir donde se podía invocar a los muertos y hablar con ellos, donde el espectro del druida le contaría el resto de lo que la joven debía saber.

Cuando les había explicado la razón, todos se habían quedado petrificados, en silencio. Ni siquiera Bek se lo había creído. Ni entonces, ni, por lo que parecía, ahora.

—Puede que se equivoque —continuó Rue, obstinada—. Quizá está asumiendo más de lo que se esperaba de ella.

Alt Mer asintió.

—Quizá. Pero nadie lo cree, ni siquiera Bek. La salvaron para esto, recuperó su entereza gracias a la espada de Shannara y al amor de su hermano. —Esbozó una sonrisa—. Qué poético me ha quedado.

Su hermana sonrió.

—Bueno.

Siguieron observando en silencio. Bek gesticulaba con furia, pero Grianne no se inmutaba, capeaba el temporal que levantaba su rabia, su postura y su falta de movimiento evidenciaba su determinación tranquila. Estaba decidida, supo Alt Mer, y no era alguien que se dejara persuadir para cambiar de parecer con facilidad. Iba más allá de la testarudez, claro. Poseía la certeza que ella tenía de su destino, de lo que se necesitaba de ella, de lo que se esperaba. Así era como concebía lo que tenía que hacer para conseguir la redención por todo el daño que había provocado en tantas vidas y en tantos lugares durante los años que había sido Ilse la Hechicera.

«Cuando todo esto acabe —pensó el capitán—, nada será lo mismo para ninguno de nosotros; nuestras vidas habrán cambiado para siempre. Quizá la vida de todo el que habita las Cuatro Tierras también cambiará para siempre».

Lo que deparaban los días venideros era así de cabal: una nueva orden, un nuevo comienzo, una vuelta al pasado para encontrar esperanzas para el futuro. Todo esto acontecería a raíz de lo que ocurriría aquí, esta misma noche, en las montañas de los Dientes del Dragón, en el Valle de Esquisto, en la orilla del Cuerno de Hades, cuando Grianne Ohmsford invocara al espectro de Walker.

Eso les había prometido ella.

Y al capitán le parecía complicado contradecir a alguien que creía que debía convertirse en la sucesora de Walker Boh y en la siguiente druidesa que habría de servir a las Cuatro Tierras.


* * *


Bek no quería ni oírlo. Había sufrido demasiado para traer a su hermana sana y salva a casa como para ahora dejar que vagara por las Cuatro Tierras y se pusiera en peligro de nuevo, quizá un mayor riesgo que nunca.

—¡Asumes que estás destinada a conseguir algo que ni siquiera Walker logró! —espetó, con la voluntad de hacerla retraerse ante su ira—. No pudo volver para conseguirlo, no pudo salvarse para hacer revivir a la orden de los druidas. ¿Por qué crees que tu caso va a ser diferente? ¡Al menos a él no lo detestaba todo el mundo!

Escupió las últimas palabras desesperado y se arrepintió en cuanto las pronunció. Sin embargo, Grianne no parecía afectada y alargó la mano para acariciarle la mejilla.

—No te enfades tanto, Bek. De todos modos, tu vida no está ligada a la mía. Está ligada a la suya.

Dirigió una mirada elocuente a la Jerle Shannara y a Rue Meridian. Rechazó lo que sabía que era cierto, testarudo, y Bek se negó a hacer lo propio.

—Mi vida no es lo que estamos discutiendo —insistió—. La tuya es la que se va a ir por el garete si sigues adelante con este despropósito. ¿Por qué no puedes venir a casa conmigo, encontrar un poco de paz y de comodidad por una vez en tu vida, en vez de irte por ahí y tratar de conseguir lo imposible?

—Todavía no sé exactamente lo que se supone que debo hacer —le respondió su hermana, tranquila—. Tan solo sé lo que se me reveló de mano de la espada de Shannara: que me convertiré en la próxima druidesa y, al aceptar este legado, expiaré todas las atrocidades que he cometido. Si gracias a mis esfuerzos se forma un Consejo Druida, como Walker pretendía, entonces los druidas recuperaran su fuerte presencia en las Cuatro Tierras. Para eso me salvaste, Bek. Para eso dio su vida Walker, para que yo pudiera lograr los objetivos que se había marcado pero sabía que no viviría lo suficiente para ver cumplidos.

Dio un paso hacia su hermano y le posó las manos sobre los hombros.

—No lo hago porque me haya creado unas expectativas disparatadas o por necesidad egoísta. Lo hago porque tengo la obligación de hacer algo de provecho de una vida desperdiciada. Mírame, Bek. Mira lo que he hecho. No puedo pasar por alto quién soy. No puedo rechazar la oportunidad de redimirme. Walker contaba con ello. Me conocía lo suficiente como para comprender cómo me sentiría una vez se me revelara la verdad. Confiaba en que haría lo que fuera necesario para expiar todo el daño que infligí en otros. Ahora estaría muy mal que lo traicionara.

—¡No lo traicionas si te conviertes en la persona que habrías sido desde un principio si nada de esto hubiera pasado!

Su hermana sonrió con pesar.

—Pero sí que pasó. Ocurrió y ya no podemos hacer nada para cambiarlo. Tenemos que vivir con ello. Yo tengo que vivir con ello.

Lo rodeó con los brazos y lo estrechó. Bek se quedó rígido en su abrazo unos segundos y luego, poco a poco, la tensión y la rabia se aplacaron hasta que le devolvió el abrazo.

—Te quiero, Bek —le dijo—. Hermanito. Te quiero y gracias por todo lo que has hecho por mí, por creer en mí cuando nadie más lo hizo, por ver en quién me podía convertir si me liberaba del Morgawr y de sus mentiras. Eso nunca cambiará, incluso si todo lo demás lo hace.

—No quiero que te marches. —Su voz poseía un deje amargo, estaba teñida de decepción—. No es justo.

Su hermana suspiró, y fue como si le susurrara al oído:

—En ningún momento estuvo previsto que volviera a casa contigo, Bek. Esa no es mi vida, no es la vida que tengo que llevar. No sería feliz, no después de lo que he sufrido. Coran y Liria son tus padres, no los míos. Su casa es la tuya. La mía está en otra parte. Tienes que aceptarlo. Si tengo que encontrar la paz, tengo que compensar el daño que he hecho y todo el dolor que he provocado. Lo conseguiré si cumplo con el destino para el que Walker me encarriló. Un druida puede marcar la diferencia en la vida de mucha gente. Quizá convertirme en una marcará la diferencia en la mía también.

Bek la estrechó con más fuerza. Percibió la inevitabilidad de todo lo que le decía su hermana, la certeza de que no importaba cuántos argumentos en contra le presentara, cuántos obstáculos nombrara, su hermana no cambiaría de opinión. No soportaba lo que comportaba: la pérdida de cualquier posibilidad real de tener una vida como hermanos, como familia. Sin embargo, comprendía que había perdido gran parte de todo aquello hacía muchos años y no podía recuperarlo, ni como era, ni como hubiera sido. La vida no permite estas cosas.

—Es que no quiero perderte de nuevo —le dijo.

Su hermana lo soltó y dio un paso atrás, sus ojos azules tan peculiares casi reflejaban alegría.

—No lo harás, hermanito. No lo permitiré. Haga lo que haga, salga lo que salga esta noche, nunca estaré lejos de ti.

Asintió. De pronto se sentía como si volviera a ser un niño pequeño a cargo de su hermana.

—Ve, pues. Haz lo que tengas que hacer. —Le ofreció una leve sonrisa—. Ya no sé qué más decirte. Estoy agotado. —Clavó la mirada en el sol poniente y se aguantó las lágrimas—. Voy a volver a casa. Tengo que regresar. Necesito acabar con esto ya.

Su hermana se le acercó de nuevo, tan pequeña y frágil que parecía imposible que poseyera el tipo de fuerza que una druidesa necesitaría.

—Pues ve, Bek. Pero que sepas que una parte de mí te acompaña. No me olvidaré de ti ni de la promesa que te he hecho: nunca estaré lejos de ti.

Le dio un beso.

—¿No me deseas suerte?

—Que tengas suerte —musitó él.

Su hermana sonrió.

—No estés triste, Bek. Alégrate por mí. Esto es lo que quiero hacer.

Se colocó bien los ropajes negros y se volvió.

—¡Espera! —soltó Bek, movido por un impulso. Se descolgó la espada de Shannara, que llevaba a la espalda, y se la entregó—. Tú sabrás mejor qué hacer con ella que yo.

Parecía insegura.

—Te la dio a ti. Te pertenece.

Bek sacudió la cabeza.

—Pertenece a los druidas. Devuélvesela.

Su hermana aceptó el talismán y lo acunó en los brazos como si fuera un bebé dormido.

—Adiós, Bek.

Al cabo de unos segundos, empezó a subir por las montañas. Bek la miró hasta que dejó de verla, incapaz de sobreponerse a la sensación de que la perdía de nuevo.


* * *


Rue Meridian observó cómo regresaba a la aeronave por las llanuras yermas llenas de guijarros donde habían aterrizado, llevaba la cabeza gacha en las sombras y los puños apretados. Era evidente que estaba disgustado por cómo habían salido las cosas con su hermana. Irradiaba ira y decepción. Rue sabía lo que le había pedido a Grianne y del mismo modo sabía que la otra se lo había negado. La nómada era consciente de ello, pero supuso que Bek tenía que descubrirlo por sí mismo. Él no era más que un firme creyente de imposibles.

—Parece un perrito apaleado —musitó Rojote.

Su hermana asintió.

—Al menos ahora podemos volver a casa —continuó el capitán—. Aquí hemos terminado.

Rue observó unos segundos más cómo se acercaba Bek y luego se alejó del lado de su hermano, bajó por la escalera de cuerda y atravesó la llanura. No creía que él la hubiera visto hasta que se interpuso en su camino y este alzó la vista y se la encontró.

—He estado pensando —dijo ella—, sobre tu casa, donde naciste. No estaba demasiado lejos de aquí, ¿verdad?

Bek la miró de hito en hito.

—¿Crees que podemos encontrarla si la buscamos?

Su desconcierto era evidente.

—No lo sé.

—¿Quieres que lo intentemos?

—Solo son ruinas.

—Pero es tu pasado. Necesitas visitarlas.

Bek miró la aeronave con aire receloso.

—No —respondió ella—. Sin ellos. No tienen tiempo para algo así. Solo seríamos tú y yo. A pie. —Dejó que se lo pensara un poco—. Plantéatelo como una aventura, una pequeñita, solo para nosotros. Después de que la encontremos, seguiremos caminando hacia el sur, por las Tierras Fronterizas y recorreremos el Lago Arcoíris hasta el río de Plata y luego a casa, a las Tierras Altas. Rojote puede llevar a Quentin Leah con la Jerle Shannara y luego, a Ahren a Arborlon.

Dio un paso hacia Bek, le rodeó el cuello con los brazos y enterró la cara junto a la suya.

—No sé tú, pero he tenido bastantes aeronaves para una temporada. Quiero caminar.

Bek parecía atónito, como si se le hubiera entregado un obsequio que no esperaba y que no merecía.

—¿Vendrás conmigo? ¿A las Tierras Altas?

Rue sonrió y le plantó un suave beso en los labios.

—Bek —le susurró—, no iría a ningún otro sitio.


* * *


Grianne Ohmsford se pasó la mayor parte de la noche subiendo por las estribaciones que precedían a los Dientes del Dragón, tratando de llegar al Valle de Esquisto antes del amanecer. Podría haberle pedido a Alt Mer que la llevara con la aeronave, pero quería pasar un tiempo sola antes de invocar el espectro de Walker. Además, era más fácil despedirse ahora que más adelante, sobre todo de Bek. Sabía que sería difícil comunicarle que no lo acompañaría y así había sido. Las expectativas que él albergaba respecto a ella siempre habían sido cosa suya, sin preguntarle, y le costaba renunciar a ellas. Llegaría a comprenderlo con el paso del tiempo.

La oscuridad se le antojaba familiar y reconfortante, era una vieja conocida después de todos esos años. Envuelta en su manto protector, con la paz que comportaba su soledad imperturbada, podía pensar en lo que hacía y adónde iba; podía cavilar sobre los sucesos que la habían conducido hasta este momento y lugar. La destrucción del Morgawr no le había brindado la satisfacción que esperaba. Necesitaría más que la venganza para sanar. Su vida como druida le proporcionaría eso, aunque era consciente de que no sanaría de la forma habitual. No comportaría calma y consuelo. No borraría su pasado ni le permitiría olvidar que había sido Ilse la Hechicera. Ni siquiera sabía si conseguiría el sueño reparador de una buena noche de descanso. Pero sí que tendría la oportunidad de equilibrar la balanza. Tendría la posibilidad de redimirse de lo que, de otro modo, sería un pasado insoportable. Se le brindaría una razón para seguir viviendo.

No sabía si con eso sería suficiente para salvar su psique destrozada, su alma herida, pero merecía la pena intentarlo.

Alrededor de la medianoche, se acercaba a su destino. Nunca había estado allí y no conocía el camino, pero sus instintos le decían adónde tenía que ir. O quizá era Walker quien la guiaba, que la ayudaba desde el más allá. Fuera quien fuera, siguió adelante sin aminorar el paso y en el simple acto de moverse encontró una suerte de paz. Debería haber tenido miedo de lo que le esperaba, sabía que el temor que no comprendía la iba a embargar, que se haría evidente. Sin embargo, ahora tan solo sentía una determinación y un compromiso inmensos, había encontrado su lugar en el mundo y estaba a punto de emprender un nuevo comienzo.

Cuando llegó al borde del Valle de Esquisto, con el que se topó de repente tras un cúmulo de rocas enormes, se detuvo y contempló la hondonada. El valle estaba lleno de guijarros de roca negra brillante, su superficie reflejaba la luz de la luna como si fueran ojos de animales. En el centro, el Cuerno de Hades era un espejo plano y liso, con las aguas tranquilas. Era un lugar inquietante, sumido en un silencio penetrante, vacío, desprovisto de cualquier ser vivo, excepto ella. Le pareció el lugar perfecto para encontrarse con un espectro.

Se sentó para esperar.

«Todo el mundo te detesta», le había dicho Bek. Se lo había escupido con la intención de hacerla cambiar de opinión, pero también para herirla. No habían logrado su primer objetivo, pero sí el segundo. Todavía le dolía.

Aún quedaba una hora para el amanecer, así que descendió por el valle y llegó a la orilla del lago. De acuerdo con lo que le había mostrado la magia de la espada de Shannara, comprendía lo que le había ocurrido a Walker en este lugar y lo que le sucedería ahora a ella. La presencia de la muerte poseía un poder que le parecía desconcertante. Los espectros trascendían a los vivos y, sin embargo, poseían cierto influjo sobre ellos gracias a lo que sabían.

El futuro. Sus posibilidades. Su destino, con todas sus variantes complejas.

Walker vería lo que ella no podía. Sabría qué elecciones la aguardaban, pero no sería capaz de explicar su significado. A los vivos se les prohibía conocer el futuro porque siempre debían elegir en qué consistiría. Lo mejor que podían hacer los muertos era compartir con ellos destellos de sus posibilidades y dejar que los vivos hicieran con ellos lo que desearan.

Grianne Ohmsford clavó los ojos en la lejanía y pensó que a ella no le importaba el futuro, en cualquier caso. Había ido para descubrir si lo que la magia le había mostrado era verdad: si estaba destinada a convertirse en druidesa, en la sucesora de Walker y continuar con sus cometidos. Les había dicho a Bek y a los demás que era la sucesora de Walker, pero no podía estar segura de ello hasta que lo oyera de los labios del espectro del druida. Quería que fuera cierto, quería que se le diera la oportunidad de hacer algo que importara de una forma positiva, que ayudara a asegurar el trabajo que Walker había comenzado. Deseaba devolverle algo para compensar el dolor que le había provocado. Sobre todo, quería creer que volvía a ser útil, que encontraría un objetivo en la vida, que no todo empezaba y terminaba con su época como Ilse la Hechicera.

Observó las aguas del Cuerno de Hades. «Veneno», le había susurrado la magia de la espada de Shannara. Pero ella también lo era. Se inclinó guiada por un impulso para meter la mano en el espejo oscuro de la luz de la luna y las estrellas, pero la retiró enseguida cuando las aguas se removieron. En el centro del lago, la corriente siseaba como el aliento de un dragón. Había llegado la hora. Walker ya venía.

Se irguió bajo los pliegues negros de la capa y aguardó.


* * *


—No creía que volvería a verte, hermanito —reconoció Kylen Elessedil cuando entró en la estancia con su acostumbrada brusquedad, sin detenerse en formalidades o saludos y sin perder tiempo innecesario.

—Yo estoy igual de sorprendido —le concedió Ahren—. Pero bueno, aquí estoy.

Habían pasado dos días desde que se había despedido de Quentin Leah en las Tierras Altas y tres días desde que Grianne Ohmsford se había adentrado en los Dientes del Dragón. Después, Ahren había volado hacia el oeste con los nómadas a bordo de la Jerle Shannara hasta Arborlon, travesía durante la que había pensado en lo que diría cuando llegara ese momento. Sabía lo que se esperaba de él, no solo de mano de aquellos con quienes había viajado, sino también por su parte. La suya era, posiblemente, la tarea más importante de todas. Sin duda, la más peliaguda, dados los sentimientos que su hermano albergaba hacia él. El muchacho que había sido cuando había partido para seguir el mapa de Kael Elessedil no habría sido capaz de afrontarlo. Quedaba por descubrir si el hombre en quien se había convertido sí que lo era.

Su hermano todavía lo consideraba, ante todo, un incordio, como atestiguaba el hecho de que lo hubiera recibido la Guardia Real élfica y lo hubieran conducido hasta una salita en la parte trasera del palacio, en silencio y sin fanfarrias. Kylen toleraba su regreso lo suficiente como para determinar si había que hacer algo más. La reaparición de Ahren no era motivo de celebración a no ser que hubiera recuperado las piedras élficas.

—¿Dónde está el druida? —le preguntó su hermano, directo al grano. Se encaminó hasta la ventana cubierta por una cortina en un rincón de la habitación y miró entre las dobleces—. ¿Se ha quedado a bordo de la nave?

—Se ha ido a los Dientes del Dragón —respondió Ahren. No era exactamente mentira, tan solo una omisión de la verdad. Kylen no tenía por qué saberlo todo de momento. En concreto, no necesitaba saber cómo habían quedado las cosas respecto a los druidas.

—¿Lograste tus objetivos en la expedición, hermano?

—Se podría decir que sí.

Kylen levantó una ceja.

—Me han dicho que habéis regresado con menos de un cuarto de los que partisteis.

—Más. Algunos ya han regresado a sus hogares. No había necesidad de que vinieran aquí. Pero sí, perdimos a muchos, entre ellos a Ard Patrinell y a sus elfos cazadores.

—Así que, de todos los elfos que partieron, ¿solo has sobrevivido tú?

Ahren asintió. Había percibido la acusación en las palabras del otro, pero no era digna de respuesta. No necesitaba justificarse ante nadie y menos aún ante su hermano, cuya única decepción era que hubiera sobrevivido un elfo.

Kylen Elessedil se alejó de la ventana y se acercó para quedar de pie ante su hermano.

—Cuéntame, pues. ¿Has encontrado las piedras élficas? ¿Las tienes?

No podía disimular el entusiasmo de su voz ni el rubor que le iluminaba la piel pálida. Kylen se imaginaba empoderado con las piedras élficas. No comprendía lo que estas exigían al portador. Quizá ni sabía que eran inútiles en la mayor parte de situaciones en las que pretendía usarlas. Lo atraía el poder de las piedras y le nublaba el juicio.

Con todo, no era un problema que preocupara a Ahren.

—Las tengo. Te las daré en cuanto esté seguro de que se cumplen los términos del acuerdo al que llegó padre con Walker.

La rabia inundó los rasgos de su hermano.

—¡No eres quién para recordarme mis obligaciones! ¡Ya sé lo que prometió mi padre! Si el druida ha cumplido con su parte del trato, si tienes las piedras élficas y la parte de la magia élfica que tienes que darme, se hará como padre lo quiso.

Su hermano no trató de disimular el hecho de que creía que todo era para él en vez de para el pueblo élfico. Kylen era un hombre valiente y un luchador fuerte, pero era muy ambicioso por su propio bien y no demasiado buen político. Ya estaría causando problemas al Consejo Supremo de los elfos. Seguro que había hecho enfadar a cierto segmento de la población.

—Las piedras élficas serán tuyas cuando me vaya —le dijo Ahren—. La magia que Walker buscaba precisa de una traducción y una interpretación para comprender su origen y su valor. Los elfos que se conviertan en druidas y participen en la formación del nuevo consejo colaborarán en esa tarea. Dos docenas sería un buen número para empezar.

—Con una será suficiente —respondió su hermano—. Puedes escogerlos tú mismo.

Ahren sacudió la cabeza.

—Se necesitan dos docenas.

—Pones a prueba mi paciencia, Ahren. —Kylen lo fulminó con la mirada y luego asintió—. De acuerdo, dos docenas.

—Todo el importe de la suma que se prometió a los hombres y mujeres que emprendieron la expedición se debe pagar a los supervivientes o a las familias de los difuntos.

Su hermano asintió de mala gana. Miraba a Ahren con algo que se asemejaba al respeto, era evidente que estaba impresionado, sino satisfecho, con el aplomo y la determinación de su hermano.

—¿Algo más? Supongo que querrás quedarte la aeronave.

Ahren no se molestó en responder, sino que se llevó la mano al bolsillo, sacó la bolsita que contenía las piedras élficas y se las entregó a su hermano. Kylen dedicó solo un segundo en abrir los cordones y tirarse las piedras en la mano. Contempló, mudo, la profundidad de sus caras azules con un hambre inconfundible en la mirada.

—¿Necesitas que te explique cómo funciona la magia? —preguntó Ahren con cautela.

Su hermano lo miró de reojo.

—Sé más sobre ellas de lo que te crees, hermanito. Me he preocupado de descubrirlo.

Ahren asintió, sin terminar de entenderlo, sin estar seguro de si quería.

—Pues me iré, entonces —anunció—. Después de que haya reunido provisiones y haya hablado con quienes creo que podrían venir a Paranor. —Esperó a que Kylen respondiera y, cuando no lo hizo, añadió—: Adiós, Kylen.

Kylen ya se dirigía a la puerta con las piedras élficas en el puño. Se detuvo para abrirla y miró por encima del hombro.

—Toma lo que necesites, hermanito. Ve donde quieras. Pero, Ahren… —Una amplia sonrisa se adueñó de su rostro—. No vuelvas nunca.

Salió por la puerta y la cerró con cuidado tras él.


* * *


El alba despuntaba en la costa del Confín Azul y Hunter Predd patrullaba a bordo de Obsidiano. Había dormido casi sin parar durante varios días después de su regreso, pero como era inquieto por naturaleza, no necesitaba más que eso para recuperarse de las penurias de la travesía y, así, había alzado el vuelo de nuevo. No se sentía en casa en ningún otro sitio, ni siquiera en Ala Alzada, siempre tenía ganas de estar en el aire, siempre estaba impaciente por volar.

Hacía un día soleado y despejado e inspiró profundamente la brisa marina; el sabor y el olor eran familiares y agradables. La travesía de la Jerle Shannara parecía haber sucedido hacía mucho tiempo y sus recuerdos de los lugares y las personas empezaban a difuminarse. A Hunter Predd no le gustaba vivir en el pasado y por lo tanto desechó esa línea de pensamiento de inmediato. El presente era lo que importaba, el aquí y el ahora de su vida como jinete alado, sus horas en el aire. Suponía que era la naturaleza de su trabajo. Si uno dejaba que la mente vagara, no haría lo que tenía que hacer.

Escudriñó el horizonte en busca de aeronaves, pues pensó que, quizá, divisaría alguna en la distancia, en algún punto de la costa, tal vez una capitaneada por Redden Alt Mer. Pensó que, de todos aquellos con quienes había viajado, el nómada era el más extraordinario. Carecía de magia o de conocimiento o siquiera de habilidades particulares, pero era el más resistente, el único al que parecía que nada lo tocaba. El hombre que tenía la suerte de su parte. Hunter Predd todavía lo evocaba, ileso de milagro salió volando del humo del naufragio de la flota del Morgawr a bordo de su uniala. Pensó que, cuando nada más te podía salvar en este mundo, la suerte, sí.

Se cruzó con gaviotas, dardos de alas blancas recortados sobre las aguas azules. Obsidiano profirió un grito de aviso y viró a la izquierda. Había visto algo que flotaba en el agua, algo que el jinete no había divisado. Hunter Predd centró de golpe toda su atención en eso. Ahora sí que lo veía, cabeceando en las olas, una explosión de colores vivos.

Tal vez era un trozo de ropa.

Tal vez era un cuerpo.

Notó que se le hacía un nudo en la garganta al recordar ese día que, de pronto, no le parecía tan lejano, al fin y al cabo.

Empleó las manos y las rodillas para guiar al roc y descendieron para echar un vistazo más de cerca.

1


La figura emergió de las tinieblas que se arremolinaban en el rincón con tanta rapidez que Sen Dunsidan casi se tropieza con ella antes de darse cuenta de que había aparecido. El corredor que conducía a su dormitorio estaba a oscuras y atestado de las sombras que trae consigo el anochecer: las lámparas de la pared tan solo proyectaban halos de luz diseminados de un resplandor borroso. La iluminación no lo ayudó en este momento, y el ministro de Defensa quedó atado de pies y manos: no pudo huir ni defenderse./p>

—Querría hablar con vos, si podéis, ministro.

El intruso iba cubierto con una capa y una capucha y aunque Sen Dunsidan evocó al instante a Ilse la Hechicera, sabía, sin lugar a duda, que no era ella. Se trataba de un hombre, no de una mujer (demasiado grande y fornido para ser otra cosa y la voz era áspera y masculina). No tenía la figura esbelta y pequeña de la bruja, así como tampoco poseía su voz fría y suave. Esta se había presentado ante él hacía tan solo una semana, antes de partir a bordo de la Fluvia Negra para perseguir al druida Walker y a su compañía rumbo a un destino desconocido. Ahora, este intruso, que iba encapuchado y cubierto como solía ir la jurguina, se le había aparecido del mismo modo: por la noche y sin anunciarse. Enseguida se preguntó qué relación habría entre ellos.

Disimulando la sorpresa y el ápice de miedo que le atenazó el pecho, Sen Dunsidan asintió.

—¿Y dónde querríais hacerlo?

—Vuestros aposentos servirán.

Hombre corpulento y robusto donde los hubiera y todavía en la flor de la vida, con todo, el ministro de Defensa se sentía empequeñecido en la presencia del otro. Iba más allá de una mera cuestión de envergadura, era una cuestión de presencia. El intruso exudaba una fuerza y una confianza que no solían hallarse en un hombre normal y corriente. Sen Dunsidan no le preguntó cómo había conseguido adentrarse en el complejo amurallado y sumamente vigilado. Tampoco le pidió cómo había logrado llegar hasta la planta superior de sus dependencias sin que ningún guardia diera la alarma. No tenía sentido interrogarlo. Se limitó a aceptar que el intruso era capaz de eso y de mucho más, así que hizo lo que le pedía. Se adelantó a él y le dedicó un asentimiento en señal de deferencia, abrió la puerta de su dormitorio y con un gesto, le indicó al otro que entrara.

Las luces de la estancia también estaban encendidas, aunque no proyectaban una luz más potente que las del pasillo y el intruso se metió en las sombras nada más entrar.

—Sentaos, ministro, os diré lo que quiero.

Sen Dunsidan se acomodó en una silla de respaldo alto y se cruzó de piernas. La sorpresa y el miedo se habían esfumado. Si el otro quisiera hacerle daño, no se habría molestado en anunciarse. Quería algo que el ministro de Defensa del Consejo de la Coalición de la Federación le podía ofrecer, así que no había motivo evidente de preocupación. Al menos, no de momento. La situación podía revertirse si no era capaz de proporcionar las respuestas que el intruso buscaba. Sin embargo, Sen Dunsidan era todo un experto en decir lo que los demás querían oír.

—¿Un poco de cerveza fría? —ofreció.

—Echaos un poco vos, ministro.

Sen Dunsidan titubeó, sorprendido por la insistencia que había detectado en el tono de voz del otro. Entonces, se levantó y se dirigió a la mesa que tenía junto a la cama, donde se encontraba la cubitera que contenía la jarra de cerveza y varios vasos. Se quedó de pie y miró la cerveza mientras se la servía. La larga melena de pelo plateado le caía por detrás de los hombros excepto por la trenza que llevaba encima de las orejas, como dictaba la moda del momento. No le gustaba la sensación que lo embargaba ahora: la incertidumbre había reemplazado su confianza. Sería mejor que fuera cauto con este hombre, que se anduviera con cuidado.

Regresó a su silla y volvió a repantigarse mientras tomaba sorbos de cerveza. Sus facciones marcadas se volvieron hacia la figura, una presencia apenas visible entre la penumbra.

—Debo pediros algo —dijo el intruso con suavidad.

Sen Dunsidan asintió e hizo un gesto amplio con una mano.

El intruso cambió ligeramente de posición.

—Tened cuidado, ministro. No tratéis de apaciguarme con promesas que no pensáis cumplir. No he venido a perder el tiempo con cretinos que pretenden despacharme con palabras vacías. Si percibo que me engañáis, os mataré y se acabó. ¿Lo entendéis?

Sen Dunsidan inspiró hondo para tranquilizarse.

—Lo entiendo.

El otro no añadió nada más durante unos segundos y luego emergió de la oscuridad hasta detenerse en el filo de la luz.

—Me llaman el Morgawr. Soy el mentor de Ilse la Hechicera.

—Ah. —El ministro de Defensa asintió. No se equivocaba con las similitudes que había detectado en su aspecto.

La figura encapuchada se acercó un poco más.

—Vos y yo estamos a punto de iniciar una colaboración, ministro. Una nueva asociación que sustituirá la que teníais con mi pupila. Ella ya no os necesita. No volverá a visitaros. Pero yo sí. Y a menudo.

—¿Lo sabe ella? —preguntó Dunsidan con un hilo de voz.

—No sabe ni la mitad de lo que se piensa. —El tono del otro era severo y bajo—. Ha optado por traicionarme y será castigada por su deslealtad. Yo mismo le administraré el castigo la próxima vez que la vea. Pero esto no debe importaros, excepto por la parte en la que debéis saber que no volveréis a verla. Durante todos estos años, yo he sido la fuerza que la impulsaba. Yo he sido quien le ha brindado el poder para forjar alianzas como la que había entablado con vos. Pero ha roto mi confianza y, por tanto, ya no tendrá mi protección. La bruja ya no me sirve de nada.

Sen Dunsidan tomó un trago largo de cerveza y dejó el vaso a un lado.

—Me perdonaréis, señor, si expreso un poco de escepticismo. A vos no os conozco, pero a ella sí. Sé de lo que es capaz. Sé qué les ocurre a los que la traicionan y no tengo ninguna intención de convertirme en uno de ellos.

—Tal vez sería mejor que me tuvierais miedo a mí. Yo soy quien está ahora ante vos.

—Tal vez. Pero la Dama Negra suele presentarse cuando menos se la espera. Traedme su cabeza y estaré más que dispuesto a negociar un nuevo acuerdo.

La figura encapuchada se rio levemente.

—Bien dicho, ministro. Ofrecéis la respuesta de un político a una exigencia elevada. Aun así, creo que debéis reconsiderarlo. Miradme.

Se llevó las manos a la capucha y la retiró para dejar su rostro al descubierto. Era el rostro de Ilse la Hechicera, joven, delicado y cargado de peligro. Sen Dunsidan se sobresaltó sin poderse contener. Entonces, el rostro de la joven transmutó, casi como si de un espejismo se tratara, y se convirtió en el de Sen Dunsidan: con los rasgos muy marcados, esos ojos azules penetrantes, el pelo largo y plateado y la media sonrisa que parecía estar dispuesta a prometer cualquier cosa.

—Somos muy parecidos, ministro.

El rostro volvió a mudar. Otro ocupó su lugar, el semblante de un hombre joven, pero no era el de alguien que Sen Dunsidan conociera. No tenía nada notable, era tan anodino que era fácil de olvidar, desprovisto de cualquier rasgo interesante o memorable.

—¿Soy así de verdad, ministro? ¿Es este mi verdadero rostro? —Hizo una pausa—. ¿O en realidad soy así?

El rostro titiló y se convirtió en algo monstruoso, un semblante reptiliano con un morro romo y hendiduras en lugar de ojos. Unas escamas rugosas y grises cubrían ese rostro curtido y una boca ancha y dentada se abrió para dejar al descubierto unos dientes muy afilados. La mirada penetrante, cargada de odio y veneno, refulgió con un ardor verdoso.

El intruso volvió a cubrirse con la capucha y su semblante desapareció entre la oscuridad. Sen Dunsidan se quedó inmóvil en la silla. Era plenamente consciente de lo que se le había revelado: este hombre dominaba una magia muy poderosa. Como mínimo, era capaz de cambiar de forma y era muy probable que pudiera hacer mucho más. Era un hombre que disfrutaba de los excesos del poder tanto como el ministro de Defensa y que lo usaría voluntad para conseguir lo que quería.

—Os he dicho que somos parecidos, ministro —susurró el intruso—. Ambos parecemos una cosa cuando en realidad somos otra. Sé cómo sois. Os conozco tanto como me conozco a mí mismo. Haríais cualquier cosa para amasar más poder dentro de la jerarquía de la Federación. Os dais el gusto de cosas que están prohibidas para otros hombres. Ansiáis lo que no podéis tener y conspiráis para apoderaros de ello. Sonreís y fingís amistad cuando, en realidad, sois la serpiente que vuestros enemigos temen.

Sen Dunsidan no alteró su sonrisa de político. ¿Qué demonios quería esa criatura de él?

—No os lo digo para haceros enfadar, ministro, sino para asegurarme de que no confundís mis intenciones. He venido a ayudaros a satisfacer vuestras ambiciones a cambio de la ayuda que me podéis prestar. Quiero perseguir a la bruja. Quiero estar presente cuando se enfrente al druida, como sé que ocurrirá. Quiero atraparla con la magia que está buscando, porque pretendo arrebatársela y luego quitarle la vida. Sin embargo, para conseguirlo, necesitaré una flota de aeronaves y su correspondiente tripulación.

Sen Dunsidan lo miró de hito en hito: no se lo podía creer.

—Lo que me pedís es imposible.

—Nada es imposible, ministro. —Los ropajes negros se agitaron con un suave frufrú cuando el intruso cruzó la estancia—. ¿Acaso lo que pido es más imposible que lo que queréis?

El ministro de Defensa vaciló.

—¿Y qué es lo que quiero?

—Convertiros en primer ministro. Tomar el control del Consejo de la Coalición de una vez por todas. Gobernar la Federación y, al hacerlo, regir las Cuatro Tierras.

Los pensamientos se agolparon en la cabeza de Sen Dunsidan, pero, al final, solo predominó uno. El intruso tenía razón. Sen Dunsidan haría cualquier cosa para convertirse en primer ministro y controlar el Consejo de la Coalición. Ilse la Hechicera incluso conocía esa ambición, aunque nunca la había verbalizado de ese modo, de una forma que sugería que podía llegar a hacerse realidad.

—Ambas me parecen imposibles —respondió con cautela.

—No estáis viendo lo que trato de deciros —empezó el intruso—. Os estoy explicando por qué yo sería un mejor aliado que la brujita. ¿Qué se interpone entre vos y vuestro objetivo? ¿El primer ministro, que es fuerte y tiene una salud de hierro? Cumplirá un mandato que durará años antes de dimitir. ¿El sucesor que ha elegido, el ministro de Hacienda, Jaren Arken? Es un hombre más joven que vos e igual de poderoso y despiadado. Aspira a convertirse en ministro de Defensa, ¿verdad? Trata de arrebataros vuestra posición en el Consejo.

Un acceso de furia poseyó a Sen Dunsidan al oírlo. Sí, todo era cierto. Arken era su peor enemigo, un hombre tan poco fiable y esquivo como una serpiente, de sangre fría y reptiliano de pies a cabeza. Lo quería muerto, pero todavía no había atinado con el modo de hacerlo. Le había pedido ayuda a Ilse la Hechicera, pero por muchos tipos distintos de favores que ella estuviera dispuesta a intercambiar, siempre se había negado a matar para él.

—¿Cuál es vuestra oferta, Morgawr? —le pidió sin rodeos, cansado de ese juego.

—La siguiente: mañana por la noche, los hombres que se interponen en vuestro camino desaparecerán. No os veréis implicados en ninguna culpa ni sospecha. La posición que tanto ansiáis quedará libre para que os apoderéis de ella. Nadie se enfrentará a vos. Nadie cuestionará vuestro derecho a gobernar. Esto es lo que puedo ofreceros. A cambio, debéis hacer lo que os pido: darme naves y los hombres para tripularlas. Un ministro de Defensa puede hacerlo, y más si va a convertirse en primer ministro.

La voz del otro se volvió un susurro:

—Aceptad la colaboración que os ofrezco, de modo que no solo podamos cooperar ahora, sino que podamos ayudarnos el uno al otro cuando sea necesario.

Sen Dunsidan dedicó unos minutos a plantearse lo que le pedía. Ansiaba con todas sus fuerzas convertirse en primer ministro. Haría cualquier cosa para lograrlo. No obstante, no se fiaba de esta criatura, este tal Morgawr, un ser no del todo humano, poseedor de una magia que podía matar a un hombre antes de que este se diera cuenta de lo que ocurría. Todavía no estaba convencido de la conveniencia de hacer lo que este le pedía. Tenía miedo de Ilse la Hechicera; aunque no lo admitiría ante nadie. Si conspiraba contra ella y esta se enteraba, era hombre muerto: lo perseguiría y aniquilaría. Por otro lado, si el Morgawr iba a acabar con ella como decía, entonces Sen Dunsidan hacía bien en replanteárselo.

Todo el mundo sabía que era mejor pájaro en mano que ciento volando. Si tenía vía libre hasta obtener el cargo de primer ministro del Consejo de la Coalición, valía la pena correr casi cualquier riesgo.

—¿Qué tipo de aeronaves necesitáis? —preguntó, tranquilo—. ¿Cuántas?

—¿Hemos pactado una colaboración, ministro? Sí o no. No uséis subterfugios. No le pongáis condiciones. O sí o no.

Sen Dunsidan todavía no estaba seguro, pero no podía dejar escapar la oportunidad de prosperar. Con todo, cuando pronunció la palabra que selló su sino, le pareció como si respirara fuego:

—Sí.

El Morgawr se movió como si fuera noche líquida y se deslizó por el dormitorio sin separarse del filo de las sombras.

—Que así sea. Volveré tras el ocaso de mañana para haceros saber la parte del trato que debéis cumplir.

Acto seguido, atravesó el umbral y desapareció.


* * *


Sen Dunsidan durmió mal esa noche, acosado por pesadillas y desvelos, abrumado por el conocimiento de haberse vendido por un precio que todavía había que descubrir y que podía resultar ser demasiado elevado. No obstante, mientras yacía despierto entre periodos de sueño inquieto, reflexionaba sobre la enormidad de lo que iba a ocurrir y no podía evitar entusiasmarse. Sin duda, no había precio demasiado alto si con ello conseguía convertirse en primer ministro. Tan solo un puñado de aeronaves y su respectiva dotación de hombres: cosas que no le preocupaban en demasía; para él no eran nada. En realidad, para controlar la Federación, habría ofrecido mucho más. La verdad es que habría pagado cualquier precio.

Sin embargo, aún podía quedar en nada. Tal vez se demostraría que tan solo se trataba de una fantasía que ponía a prueba su disposición de abandonar su alianza con la bruja.

No obstante, después de levantarse, mientras se vestía para presentarse en las salas del Consejo, le informaron de que el primer ministro había muerto. El hombre se había acostado y nunca había vuelto a despertar, el corazón se le había parado mientras dormía. Era extraño, puesto que gozaba de buena salud y todavía era relativamente joven, pero la vida estaba llena de sorpresas.

Una ola de regocijo y expectativas asaltó a Sen Dunsidan ante tales noticias. Se permitió creer que lo impensable podía llegar a ocurrir, que la promesa que le había hecho el Morgawr sería mejor de lo que se había permitido esperar. «Primer ministro Dunsidan» susurró para sí en lo más profundo de su ser, donde guardaba sus secretos más oscuros.

Llegó a las salas del Consejo de la Coalición antes de enterarse de que Jaren Arken también había muerto. El ministro de Hacienda, al saber que el primer ministro había fallecido de forma repentina, había salido corriendo de su casa, sin duda con la posibilidad de llenar el vacío que se había producido en el liderazgo en mente, había caído en los escalones que llevaban a la calle. Se había dado un golpe en la cabeza con la piedra tallada del rellano. Para cuando los sirvientes llegaron a él, ya había exhalado el último suspiro.

Sen Dunsidan se tomó esta noticia con calma, ya no le sorprendía, sino que estaba complacido y entusiasmado. Adoptó una expresión doliente y ofreció respuestas de político a cualquiera que se le acercara, y ahora muchos lo hacían, puesto que era el miembro del Consejo a quien empezaban a recurrir todos. Se pasó el día disponiendo funerales y homenajes, hablando con unos y otros sobre la pena y la desilusión que sentía, a la vez que consolidaba su poder. Dos líderes tan importantes y eficaces muertos de golpe; debía encontrarse un hombre fuerte que pudiera llenar el espacio que habían dejado sus respectivas defunciones. Se ofreció a sí mismo y prometió hacerlo lo mejor que pudiera en nombre de aquellos que lo apoyaran.

Al anochecer, ya no se hablaba sobre los fallecidos; la comidilla era él.