LOS SENDEROS DEL MAR
UN VIAJE A PIE
ACANTILADO
BARCELONA 2021
CONTENIDO
Introducción. La costa vasca, un continente por descubrir
1. Un universo de roca y agua
2. Jaizkibel, la costa de las maravillas
3. La orilla del mar, el territorio de lo efímero
4. Los archivos de la Tierra
5. Antes de que suba la marea
6. Los senderos del mar
Epílogo
Agradecimientos
Lecturas recomendadas
Para Inés y Jokin, con amor.
Para Nines, Mauri y Miquel—«el Equipo Kane»—, por toda una vida de caminatas y aventuras.
Y para Macar, amiga generosa y amante de la orilla del mar.
El paisaje estaba aquí mucho antes de que nosotros ni siquiera lo soñáramos. Y presenció nuestra llegada.
ROBERT MACFARLANE,
Naturaleza virgen
Uno de los recuerdos más persistentes que guardo en la memoria es un olor. Lo percibí uno de los veranos que pasé en la costa vasco-francesa durante mi adolescencia. Si cierro los ojos puedo evocar el momento: fue en una sombreada calle de Biarritz; había humedad en el aire y soplaba una brisa fresca. Nada extraordinario. Pero si intento describir el olor, las palabras no acuden. Los aromas de los perfumes y del vino se suelen expresar mediante «notas» y «matices». El primer calificativo que puedo poner a aquel olor es intenso, y si me esfuerzo un poco más añadiré fresco o, incluso, salobre. Y, sin embargo, nada de ello da cuenta de lo que siento cuando cierro los ojos y lo convoco en mi mente. Es curioso que un olor se pueda «pensar» y «sentir», pero no poner en palabras. Los olores están ahí simplemente para ser olidos, y éste ha permanecido conmigo durante todos estos años. Intacto. La persistencia se fue transformando en llamada y ésta en deseo de volver a recorrer las calles de Biarritz, como si allí me estuviera aguardando algún secreto mensaje. Pero yo sabía que la experiencia nunca se repetiría. La persona que iba a recorrer aquellas calles había cambiado y quizá aquel olor fugazmente percibido no fuera más que la emanación sutilísima de las expectativas que componen esa etapa inaugural, antesala de la vida adulta, que es la adolescencia.
Mientras planeaba mi visita a Biarritz, un amigo me regaló un libro de Rachel Carson titulado The Edge of the Sea (‘La orilla del mar’). Conocida sobre todo como ambientalista por la enorme repercusión de su obra Primavera silenciosa, en la que denunciaba el declive de la vida en los bosques de Estados Unidos por el uso del DDT, lo que de verdad fascinaba a Carson era el océano y la vida que en él bullía. El escritor británico Robert Macfarlane y su pasión por los viejos caminos y la historia del paisaje fueron otro acicate para ponerme en marcha, además de una fuente de deleite e inspiración. El viaje sentimental a los paisajes de mi adolescencia mutó en un recorrido a pie por los viejos caminos de toda la costa vasca. Ello me permitió descubrir la belleza y el misterio del «mundo de la marea baja», como lo denomina Rachel Carson, y tener un encuentro íntimo y calmado con el océano.
Debo añadir que adoro viajar a pie. Prefiero recorrer andando algunos kilómetros de un país que verlo entero desde un automóvil u otro medio de transporte. En la Antigüedad los viajeros caminaban. La gente estaba habituada a medir los lugares y escalas espaciales con respecto a sus cuerpos y capacidades. De ahí la «milla», una medida romana de mil pasos. Caminando experimentamos el mundo en nuestros cuerpos, con todos los sentidos. Al andar aprehendemos el paisaje y permitimos que éste se apodere de nosotros. El escritor Bruce Chatwin, formidable caminante y obsesionado por la forma de vida nómada, estaba convencido de que el cuerpo humano está diseñado para recorrer a pie cierta distancia cada día y de que todos los males de nuestra civilización provienen de habernos hecho sedentarios. Ponerse una mochila a la espalda y calzarse unas botas para lanzarse al camino supone también un humilde acto de subversión, una manera de dar la espalda a una cultura que prima en exceso el beneficio inmediato, la eficiencia y la rapidez, y rehúye las supuestas incomodidades de la vida al aire libre. Explorar a pie los viejos caminos es abrir la puerta a lo imprevisto, al descubrimiento, a los encuentros inesperados con personas, animales, árboles, ríos, montañas, aves y nubes. Thoreau salía de viaje para visitar árboles que le agradaban y la escritora y montañera escocesa Nan Shepherd iba a la montaña no para conquistarla, sino como quien va a visitar a un amigo. Al recorrer tranquilamente a pie la costa vasca, deteniéndome donde me apetecía, he tenido encuentros inesperados, pero también he aprendido a percibir los variados tonos que puede adquirir el océano, sus estados de ánimo e incluso eso que tanto atraía al poeta Shelley, su latido.
Afortunadamente para los que amamos caminar, desde los años sesenta del siglo pasado se han habilitado y recuperado en Europa miles de redes de senderos por los que se puede transitar tranquilamente y llegar al anochecer a un lugar en el que guarecerse y reponer fuerzas. Es entonces cuando sobreviene la «alegría del viajero», término que empleó el escritor Patrick Leigh Fermor para describir esos momentos en los que, cansado, el caminante aguarda una bien merecida cerveza mientras toma las notas de la jornada al amor de un buen fuego. Otros momentos de felicidad diferentes sobrevienen durante la marcha prolongada, cuando respiración, músculos y mente se acompasan y funcionan al unísono. El caminante avanza alerta y tranquilo, sus sentidos se agudizan y el silencio se percibe como un elemento más del paisaje, apenas roto por el ruido de los pasos y el suave golpeteo de los bastones. Es en esos momentos cuando se siente realmente vivo.
Cuando uno se dispone a explorar los viejos caminos le salen al paso los fantasmas y las voces del pasado; voces que te cuentan historias y relatos que allí sucedieron y han quedado suspendidos en el aire y a los que el nuevo viajero, sin siquiera proponérselo, añade con sus pasos otras líneas argumentales, pasando, él también, a formar parte de su historia. Cuando llevas un tiempo andando, te fundes con el camino: ya no vas sobre él, sino dentro de él, y junto a los antepasados que lo recorrieron antes que tú. En la costa vasca los caminos me hablaban de balleneros y pescadores, de recolectores de algas, de peregrinos y piratas, y del espíritu aventurero de los vascos, de huidas apresuradas por mar y de rivalidades entre pueblos vecinos. También de fiestas y romances, de bailes y romerías, de deidades que protegían a quienes se aventuraban en el océano. De músicos, mercaderes y, ocasionalmente, de ejércitos. De amor y odio. Pero la orilla del mar también guarda otro tipo de historias fascinantes: las que hablan de las plantas y animales que en ella habitan. Y hay una historia omnipresente y antiquísima: la que se ha ido tejiendo por el incesante diálogo que mantienen la roca y el agua desde el inicio de los tiempos.
A menos que se sienta la tentación de detenerse en alguno de sus encantadores rincones o desviarse hacia un recóndito valle del interior, la costa vasca se puede recorrer a pie en menos de quince días. Para organizar las etapas utilicé la guía de Ander Izagirre, Trekking de la Costa Vasca, que me resultó muy útil y me sirvió para no perderme demasiado. Y, como sucede casi con cualquier paisaje, si se presta la debida atención y se aprende a «ver», la costa vasca puede revelársenos como un prodigioso continente, poblado de fenómenos y habitantes en los que antes no habíamos reparado. De eso trata este libro, de la relación entre el paisaje, las gentes y los seres que lo habitan y frecuentan. Y trata, sobre todo, de los sutiles cambios que el paisaje puede operar en nosotros a nada que nos esforcemos por comprenderlo y fundirnos con él. Quizá fuera éste el mensaje que las calles de Biarritz me tenían reservado.