La Universidad y el poder político en la sociedad liberal

Este es un ensayo sobre la relación entre la universidad y el poder político y más específicamente, entre la universidad y esa forma de poder político que denominamos liberalismo político. Conspicuamente ausente de esta presentación está el tema del poder o de los poderes económicos que también se relacionan con la universidad, tema que tiende a acaparar la atención del debate sobre universidad y poder en estos días. Estoy consciente que algunos piensan que no es posible separar liberalismo político de liberalismo económico y que en consecuencia, habría que tratar ambos temas conjuntamente, pero estoy en buena compañía intelectual entre los que piensan que eso es factible.1 Por lo demás, quien mucho abarca, poco aprieta. Vaya esto como explicación de lo que aquí se omite.

Desde sus inicios, el imaginario intelectual de occidente se ha nutrido del conflicto entre el poder político y la academia. Ya los académicos griegos pensaban que los filósofos debían gobernar la ciudad; pero los hombres de acción de la época no pensaron lo mismo. En este conflicto entre el poder de la academia y el poder de los políticos, estos últimos siempre han tenido las de ganar. Al parecer, el juicio de Sócrates sentó un precedente casi aburrido que se prolonga en una historia repetida hasta nuestros días.

Nuestra historia reciente nos proporciona ejemplos dolorosos de lo que puede ser esa relación entre universidad y poder político. No están tan lejanos los tiempos de la universidad vigilada o sometida al poder político dictatorial ni tampoco tanto más lejanos los momentos en que el trabajo universitario se veía amenazado por la ideología y la praxis del marxismo.

Lo que hoy tenemos es una relación diferente: la relación entre la universidad y lo que podríamos caracterizar como una sociedad liberal, en el sentido más amplio posible de la palabra, como participación de los ciudadanos en la generación y actividad del poder político y, en lo que a nosotros interesa especialmente, como la libre expresión de las opiniones individuales en la academia o fuera de ella. Y en este ensayo nos preocupamos principalmente de esta que entendemos es la situación actual.

En el análisis que sigue haremos primero algunas referencias a la historia reciente en cuanto continúa marcando de alguna manera lo que podemos pensar hoy día sobre la universidad y el poder, porque no todas las cosas las podemos pensar. En segundo lugar, nos hacemos cargo de algunos cambios que experimenta la universidad con el proceso de su masificación pero principalmente abordamos ciertos aspectos de filosofía universitaria relacionados con el proceso científico de búsqueda de la verdad y el rol de la universidad en la conservación y trasmisión de la cultura y de los valores. Esto para tratar de dilucidar cuál es la naturaleza del poder de la universidad y si es que esta expresión tiene realmente cabida en lo universitario. En tercer lugar, necesitamos caracterizar de alguna manera los mecanismos del poder político que están en juego en la sociedad liberal, caracterización que de suyo requeriría mucho más de lo que un ensayo puede cubrir. Simplificamos entonces las cosas utilizando dos modelos teóricos de contenidos opuestos, cuyos méritos no analizamos, pero que usamos para ilustrar las tensiones e inestabilidades del poder político en el estado liberal desde perspectivas alternativas. Finalmente y a modo de conclusión, describimos las posibilidades de relación entre la universidad y el poder político del estado liberal que se desprenden de sus respectivas caracterizaciones, destacando aquella que nos parece más conveniente para el Chile de hoy.

No deja de ser inquietante, al modo como es inquietante la obra de Dorfman “La Muerte y la Doncella”, la relación entre la universidad y los totalitarismos. De alguna manera, vigilada, intervenida, protegida, apremiada, asediada por la dictadura o por la ideología, la universidad se las arregla para seguir funcionando. En estricto heroísmo, ese seguir funcionando no debió ocurrir: la universidad, nosotros, debimos detenernos; pero no nos detuvimos, seguimos funcionando, animados de una especie de conato spinoziano, que es inquietante por un lado, falta de heroísmo, pero tranquilizador por el otro, ya que constatamos que la universidad subsiste aún sometida a los peores excesos de los poderes dictatoriales o ideológicos. 

Error, se nos dirá: lo que sobrevive no es la universidad auténtica, es una mera fachada de universidad (al decir fachada, no puedo dejar de pensar en esa inmutable fachada de la Alameda, testigo impasible de todas las tropelías). Y esto nos obliga a pensar que existe una esencia de lo que sería la universidad auténtica. Es decir, nuestra historia reciente nos determina a pensar la universidad más allá de una mera relación funcional con el poder político. O también, nuestro pensamiento sobre ella debe contener una cierta dosis del heroísmo de las luchas pasadas. No es cuestión de hablar así simplemente de universidad: el tono tiene que ser “Ahh…la Universidad”. 

Si observamos superficialmente nuestro debate universitario actual, efectivamente ese es el tono: abundan expresiones como “alma de la República”, “cuna del pensamiento” y otras similares. La a veces encendida retórica que la rodea me recuerda a ratos esas primeras clases de la universidad, en que algunos bien intencionados profesores se sentían obligados a conmover al juvenil y sensible auditorio, exaltando los contenidos de un ramo o de una profesión hasta que el alumnado irrumpía en aplausos cuyo estruendo variaba poco de generación en generación y se extinguía rápidamente en la rutina y el esfuerzo del estudio y la investigación.

Otro es el tono cuando hablamos del poder. Hasta hace poco, el tono pudo ser “Shiiiit…el Poder”, sino sonara demasiado temeroso. “Shiiiit…” en su doble acepción de silencio y de grosería anglosajona. Hoy día no tengo claro cuál sería el tono adecuado para hablar del poder. ¿Cuál es el tono adecuado para la indiferencia?

En todo caso, nuestro punto no es como la universidad funcionaba durante el totalitarismo ideológico o cuáles son las siniestras características de un poder político dictatorial. Es simplemente advertir que una historia reciente como esa sino determina al menos influye decisivamente en el tono de nuestro pensar las relaciones entre poder político y universidad; y quizás no está del todo mal que esto ocurra. Sin embargo, así como la frescura de la inocencia,  adorno de la niñez, puede tornarse irritante en la adultez, así andar con el tono heroico a cuestas para todos lados resulta inadecuado y cansador.

Una manera más directa de expresar lo mismo: el tono de la relación de la universidad con el poder en el totalitarismo es, en su raíz, monocorde, pese a los matices inquietantes que advertíamos. Se trata de resistir, de oponerse, de cambiar una situación no deseada. Y la universidad, y nosotros, corremos el riesgo de quedarnos pegados en esa actitud monocorde cuando las circunstancias han cambiado y se requiere de otra actitud más sinfónica, si se quiere. Lo que está mal, y por aquí va la advertencia, es que la universidad o el poder político caigan en las mismas actitudes por una especie de automatismo institucional provocado por los traumas del pasado. Esto impediría una relación funcional más abierta no solo entre estos poderes sino con los demás poderes que proliferan en el ámbito de una sociedad liberal.

Habrá quienes sostengan que las circunstancias profundas no han cambiado, que estamos frente a una misma realidad y que es necesario persistir en la misma actitud de instrumentalización o resistencia, de vigilancia o de cambio, que se tenía en el totalitarismo. Lo que creo es equivalente a decir que esto de la relación entre poder político y universidad es una verdadera tragedia griega en donde la fuerza del destino no se puede cambiar.

“Aaah…la universidad”

Si el poder de la universidad tuviera que ver con sus edificios y campus, con sus jerarquías, diplomas y birretes, con su actividad profesionalizante que transforma personas cualesquiera en médicos, ingenieros, filósofos, abogados y demases, o incluso con la producción de investigaciones, entonces tendríamos que concluir que el poder universitario ha crecido mucho. 

¡Cuántos docentes! ¡Cuántos alumnos! ¡Cuántos doctores! ¡Cuántos rectores!

No es extraño que por una pura cuestión de número, la administración de este enorme complejo universitario, quien entra, quien enseña, que se enseña, cuánto cuesta, quien paga, quien manda, etc. se torne algo muy complicado, al punto de copar casi toda la agenda de la conversación universitaria local. Sin embargo, la universidad siempre ha resentido esta mirada profesionalizante o burocratizante de su actividad. El poder de la universidad, para la universidad, no reside allí, aunque tenga que reconocer que buena parte de su atractivo y prestigio social proviene de esta especie de industrial alquimia transformadora de un número cada vez mayor de personas. 

Tradicionalmente, el poder de la universidad se relaciona con las ideas de verdad, de cultura, de los valores, y vamos a tener que decir algo sobre estos grandes temas, con el riesgo de caer en la retórica que estamos denunciando.

La sabiduría popular mira con cierta desconfianza la idea de verdad: existe mi verdad, tu verdad y la verdad del otro, y no solo una Verdad. Una suerte de escepticismo vital que no alcanza ni le preocupa alcanzar las alturas reflexivas del anarquismo o de ciertas formas del liberalismo, pero en todo caso bastante contrario a la noción de una verdad científica objetiva, válida intersubjetivamente, que es de la que se ocupa la universidad. 

Pero la universidad tiene bastantes líos con su propia noción de verdad, que no es tan clara como podría parecer. Toda una rama de la filosofía, la filosofía de las ciencias, además de la lógica y de la epistemología, se preocupan de problemas relacionados con la noción de verdad científica de maneras que no podemos abordar aquí sino muy de pasada.

Platón había situado a la Verdad, sinónimo también de lo bello, en un plano trascendente, que solo se atisba en momentos especiales, místicos o amorosos, pero que está alejado de una existencia cotidiana de pedestres contactos con las cosas. Con Aristóteles aterrizamos, nos sentimos más a gusto en esos contactos necesariamente imperfectos y parciales, y emprendemos su exploración: “la verdad no está más allá de la naturaleza humana y los hombres pueden, en gran parte, lograrla”.  

La tarea fundamental no es otra que “demostrar la ocurrencia o no-ocurrencia en el pasado o en el presente de los eventos”  y “la carne y la sangre de la demostración” son los entimemas.

 Para efectos de este texto, vamos a entender por entimema un silogismo en que la premisa tiene una base factual que lo distingue de un silogismo puramente lógico. Hay en el entimema algún tipo de contacto con una realidad externa que determina sus conclusiones.  Si se quiere, el entimema tendría algo de connotativo y de per formativo a la vez, en la terminología moderna que veremos un poco más adelante.

Junto a esta tarea fundamental, probar la ocurrencia o no-ocurrencia de ciertos eventos usando buenos entimemas, hay otras tareas importantes en la búsqueda de la verdad. Además de probar, hay que persuadir. Y no deja de ser inquietante que la mayor parte del texto del Arte de la Retórica de Aristóteles, el más aterrizado de nuestros dos griegos, esté dedicado a las distintas formas del persuadir. No sea cosa que luego de hacer “lip service” a los entimemas en la introducción, Aristóteles nos esté diciendo que la verdad está en la capacidad de persuadir. Al poner a Verdad y Retórica en un mismo plano, el texto tensiona desde su inicio esta relación y la tensiona al punto que ambas llegan a confundirse de manera que no se sabe dónde termina una y comienza la otra. El resultado es un cuestionar de la noción de “verdad verdadera”, la que queda enredada en las trampas del proceso cognoscitivo,  del lenguaje y de la intencionalidad.

Un historiador prestigiado como Carlo Ginzburg, considerando perdida la batalla con la moda de reducir la historia a la retórica, busca elevar el status de esta última, de arte de la persuasión, al arte de la prueba, sosteniendo que esto último, las pruebas, son el argumento central de El Arte de la Retórica.  Es decir, aceptemos que la historia  es indiscutiblemente retórica, pero sostengamos, aferrándonos con dientes y uñas a la introducción del texto aristotélico, que la retórica es en definitiva prueba de la ocurrencia o no-ocurrencia de eventos, prueba de verdad o mentira, y la historia también, por añadidura. De esta manera, Ginzburg llega a establecer la verdad de la ciencia histórica por la vía de la retórica (de la buena retórica, se entiende, la de los entimemas).

 Pero el daño ya está hecho. Afirmar que la verdad pasa por la retórica abre una caja de pandora y se nos viene encima una avalancha de teorías que nos muestran las inevitables dificultades del camino escogido. Esencialmente, el problema es que nos enfrentamos a un mundo textual, del lenguaje, autosuficiente, cuya relación con la realidad extra textual no puede ser objeto de un examen riguroso. La inspiración fundamental de este enfoque,  viene de Nietzsche, al que nos referimos más adelante.

En la variante que Ronald Barthes da a este problema, se trata de desenmascarar el carácter ideológico que tiene el lenguaje de masas y en general, el discurso. Quizás con más ingenio que rigor metódico, Barthes demuestra hasta la saciedad como estos están impregnados de la representación que la burguesía se hace y nos hace del mundo. Inventa la profesión de mitólogo, personaje encargado de desarmar estos entuertos de componentes ideológicos en los temas más diversos, desde el Citroën, al strip stease, pasando por el catch, pero también en la historia de Michelet o en la novela de Flaubert. El resultado, según el mismo Barthes, nos lleva a una elección “entre dos métodos igualmente excesivos: o bien postular un real enteramente permeable a la historia, e ideologizar; o bien, a la inversa, postular un real finalmente impenetrable, irreductible, y, en ese caso, poetizar”. Queda claro que queda pendiente una reconciliación entre lo real y el discurso y por ende, queda pendiente la posibilidad de verdad, entendida ésta como alguna forma de contacto con la realidad distinta de la ideología o del arte. Es casi anecdótico hoy día anotar que Barthes señala que esta reconciliación del discurso con la empiria sería posible  (y no está claro si al hacerlo poetiza o ideologiza, probablemente esto último) en los refranes populares  y en el lenguaje del hombre productor . 

Pero nos interesa rescatar aquí de las Mitologías esta capacidad de tomar lo insignificante, lo fragmentario y  extraer de allí algo que a primera vista no estaba y que  podría llegar a ser una cierta forma de realidad distinta del objeto en sí, pero ligada también a éste. Esto sería también una cierta forma de verdad.

También interesa para este trabajo la opinión de Barthes sobre el lenguaje matemático: “en sí, es un lenguaje indeformable, que ha tomado todas las precauciones posibles contra la interpretación: ninguna significación parásita puede insinuarse en él”. Interesa porque plantea al menos la posibilidad de un lenguaje aséptico (lenguaje objeto lo llama Barthes), instrumento más que contenido. Claro que para Barthes este lenguaje también está corrompido por la ideología, no en su casuística empírica, pero sí en su totalidad, como un bloque, en la noción de matematicidad. Aquí extraemos, quizás deformando algo su pensamiento, una cierta capacidad del lenguaje matemático para lidiar sin retórica con la realidad, algo que también reconocen otros autores para campos de estudio que van más allá de la matemática, como la física o la química, y que logran construir un sistema terminológico formal para describir sus objetos. Es lo que veremos más cuando hagamos la distinción entre ciencias exactas y humanidades.

Hablemos también de lo insignificante, lo particular. Ginzburg, en otro de sus textos, habla de los detalles menos trascendentes, de minuciosidades, de datos marginales, de vestigios. A través de ellos, citando los casos de Freud, Morelli y Conan Doyle, es posible “captar una realidad más profunda, de otro modo inaferrable”. La realidad impenetrable sobre la cual se lamentaba Barthes que solo cabía poetizar, puede ser descifrada por este paradigma indicial que revela la existencia de un nexo profundo entre los fenómenos superficiales, una verdad, un conocimiento, que ni la ciencia galileana ni los distintos irracionalismos son capaces de captar. 

Pero claro, este saber indicial no es riguroso, y aunque radicado en los sentidos y difundido por todo el mundo, “es patrimonio de los bengalíes…; de los cazadores; de los marinos; de las mujeres”  con lo cual si no estamos poetizando o mistificando, estamos bien cerca. Es posible establecer un paralelo de estas ideas con el Barthes anecdótico de la sabiduría de los refranes  populares y del hombre productor que citamos más arriba. Y de ambas con la pretensión platónica de situar la verdad fuera del alcance de los mortales comunes.

Tiempo de ir a quien Ginzburg considera el gran inspirador de la verdad vista como retórica, Nietzsche y a la lectura que hace Paul de Man de su pensamiento. “Con las palabras no se llega jamás a la verdad”  porque el lenguaje es retórico por naturaleza, incapaz de representar algo relativo a un referente extralingüístico. De Man cita a Nietzsche: “…lo que se llama ‘retórico…está presente como un dispositivo de arte inconsciente en el  lenguaje…No existe algo como un lenguaje no-retórico,´natural´ ”…el Lenguaje es retórico porque solo intenta transmitir una doxa (opinión), no una episteme (verdad)”. 

Establecido lo anterior, la pregunta es: ¿si sabemos que el lenguaje es retórico, podemos deshacer la metonimia y situarnos en el lugar apropiado (el de la verdad)? ¿Un texto como Verdad y Mentira en Sentido Extra Moral, que expresamente denuncia las ilusiones de las metáforas, es un texto que establece una verdad?

Respuesta de de Man: no, el texto citado de construye al ser real, empírico, pero construye otro ser, el ser lingüístico. Se cambió el modo retórico, pero no hemos escapado de la retórica. Dice de Man: “un texto como Verdad y Mentira, a pesar de presentarse legítimamente como una desmitificación de la retórica literaria permanece el mismo completamente literario, retórico y engañador”. 

Como si todo esto fuera poco, además la naturaleza ha tirado la llave, su esencia no se manifiesta en el mundo empírico, y la infalibilidad de sus leyes reside únicamente “en el rigor matemático y en la inviolabilidad de las representaciones del tiempo y del espacio…propiedades que nosotros aportamos a las cosas”. 

De esta manera, la verdad pura, la cosa en sí, es totalmente inaprehensible, y lo que llamamos y usamos como verdad no es otra cosa que “un ejército móvil de metáforas, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente…” .

En definitiva, y si bien en la lectura de de Man hay algún optimismo frente a las conclusiones aporísticas del pensamiento nietzscheano, la filosofía como pretensiFón de verdad sucumbe a la literatura.  Es solamente a través del arte, del juego imaginativo del artista, que algo logramos escapar del columbarium de conceptos construido por el intelecto,  necrópolis de las intuiciones. La ciencia cavará eternamente en ellos, y establecerá todo tipo de relaciones que en su esencia son incomprensibles por completo para nosotros.

Este escape de la verdad hacia el arte y este desaliento con la ciencia, puede decirse que es parte importante del pensamiento de la modernidad. 

Es interesante contrastar este tipo de reflexiones con el pensamiento de Jorge Millas, un defensor de la vocación racional de la filosofía. 

En un libro de 1962  ya había señalado la urgencia de “tomar nueva conciencia de la racionalidad y restaurar la formación intelectual del hombre entre los fines primordiales de la educación…superando la falsa idea de un intelecto formal y vacío, apto para construir sistemas simbólicos e incapaz de penetrar en lo real”.  La tarea propia de la inteligencia es la intelección de lo real. Contra la corriente en boga después de la segunda guerra mundial, afirma que la filosofía puede comprender esa realidad y que comprender algo “significa verlo en función de las totalidades mayores que lo contienen”. 

Su libro Idea de la Filosofía, de 1969,   es un análisis del conocimiento, con conclusiones más alentadoras que las del modernismo respecto de sus posibilidades de aprehender lo real y sus capítulos finales una defensa de la noción de verdad como expresión de eso real que se aprehende.

Una noción de verdad que está cerca pero no se identifica con la noción pragmática de verdad. “Cuando el pragmatismo apunta a las consecuencias del conocimiento como noción y medida de su verdad no anda…por completo descaminado”.  Porque la verdad es la capacidad que tiene el conocimiento para generar expectativas concordantes – consecuencias útiles dirá el pragmatismo- capaces de dirigir “el paso de la experiencia ya vivida a la experiencia sobreviniente”: capacidad predictiva de nuestra experiencia perceptiva o intelectual. “Por la vía de la expectativa adecuada el juicio verdadero conduce a la acción eficaz…la verdad tiene una faceta operatoria que no puede faltar en su concepto”.  

Si el conocimiento y su verdad, expresado en sus juicios predictivos, corresponde al estado de cosas en el mundo no le preocupa demasiado: dice algo kantianamente “que la realidad corresponda a tales representaciones evocativas y expectantes sólo significa, sin mayores misterios ni tiquismiquis lógico-metafísicos que aquéllas…pueden reemplazarla”.  Haciéndose cargo de la crítica moderna de los conceptos señala que “comprender por conceptos es ver limitativamente. De eso se trata”. No le parece un camino apropiado insistir en preguntarse en que se parecen las palabras y las cosas, la proposición y la realidad, ya que la instrumentalidad lingüística y lógica lo que asegura es la comunicabilidad, sin que por ello la proposición pierda “el contexto vivencial que le da sentido como experiencia cognoscitiva”.  Rechaza “la falacia ontologista”, que convierte “el anhelo de conocer la realidad  en la aspiración a confundirnos con ella”. No es lo mismo verdad y ser, parece decirle a Heidegger.

Tampoco hay que caer en hipóstasis platónicas y hablar de la Verdad con mayúsculas como “un ente escurridizo y oculto…que nos hiciera evasivos guiños desde remotas mansiones metafísicas” y a la que se llegue por la intuición o el irracionalismo. Para reconocer que existen vastos residuos irracionales en el mundo y  limitaciones de la razón “no es preciso practicar el culto barbarizador del irracionalismo”. 

La filosofía tampoco sucumbe a lo estético como forma de acceso a la totalidad. Rechaza Millas la pretendida unidad de esencia y sentido entre Poesía y Filosofía que “procura lindo tema a los deliquios esteticistas que siempre brotan en el terreno de los problemas oscuros”.  Considera un lugar común para deleite de poetas la afirmación – de Novalis- que poesía es lo absoluta y verdaderamente real y defiende para la filosofía un rol irreductible en la emisión de juicios cuyo valor se mide por su verdad, “es decir por su sujeción a normas estrictas de verificación-ya empírica, ya ideal”,  distinto esto del quehacer poético centrado en las “resonancias afectivas de las cosas en la conciencia”. Es cierto que la filosofía existencialista reflexiona sobre la faz emocional de la existencia pero esto no significa que la filosofía se haya vuelto emocional. Sería, dice Millas, “tomar el rábano por las hojas”. La filosofía objetiva en función de categorías intelectuales incluso a la vivencia emocional. Lo vivido o sentido, en el poeta, y lo pensado o comprendido, en el filósofo, son etapas o partes de la experiencia, que cada uno privilegia en el ejercicio de su actividad propia, sin que estas se confundan.

Establecida la posibilidad de una verdad hay que ver de qué forma ésta se difunde en una sociedad de masas, dominada por la técnica. Como muchos otros pensadores, cree que “cada vez nos es más difícil sustraernos al influjo hipnótico de una sociedad mercantil que se vale de los medios de comunicación de masas…para envilecernos, para entorpecernos, para automatizarnos, sea en lo político, sea en lo comercial, sea en lo educacional, sea en lo cultural”. Pero hay que salir “al paso al ejercicio irresponsable del poder colectivo”. La universidad, asediada por izquierdas y derechas, es la llamada a salvar los valores del conocimiento y la individualidad en la sociedad de masas.  

Tratando de aterrizar estos líos filosóficos en torno a la noción de verdad, hay una distinción que nos parece imprescindible y que es la distinción entre la verdad científica de las llamadas ciencias exactas y la verdad científica de las llamadas ciencias sociales o de las humanidades, ya que, afirmamos, es distinto el poder que se deriva de unas y otras. Por cierto, no nos referimos con esto a las consecuencias prácticas que puedan seguirse del descubrimiento o afirmación de una verdad en cualquiera de estos campos, las que son en gran medida impredecibles, sino al estatus epistémico/ sociológico de estas verdades al interior de la universidad y fuera de ella.

En las llamadas ciencias exactas, pensemos en las ciencias físicas, por ejemplo, por muy elevados que sean los desarrollos matemáticos en la explicitación de las teorías, la constatación experimental juega un rol decisivo en la validación de las mismas. El desarrollo de las ecuaciones tiene que ser siempre correcto para la racionalidad matemática que se está empleando, pero se requiere algo más que eso. Hay una suerte de cable a tierra de la teoría con una “realidad” que la confirma o la desmiente y esto con independencia de cuál sea la naturaleza de esa realidad. Por ejemplo, cuando la física cuántica descubre que la materia no es en realidad materia sino una onda que a veces se comporta como un corpúsculo, pese a esta extraña naturaleza de esta “realidad”, ésta sigue siendo el cable a tierra con la cual la teoría se tiene que medir. Lo mismo cuando las comprobaciones experimentales se expresan en términos probabilísticos y no exactos. Todo esto no altera el carácter decisivo de la comprobación empírica en las ciencias exactas.2 A partir de estas comprobaciones, las ciencias exactas afirman ciertas relaciones causales entre fenómenos que se consideran una verdad de esa ciencia en el estado actual de su desarrollo y que se utilizan técnicamente para lograr objetivos prácticos. Esta solidez de sus predicciones y la variedad de sus aplicaciones técnicas constituyen buena parte del poder que tienen las ciencias exactas y las universidades e institutos tecnológicos que las desarrollan.

Junto con esta característica experimental, y quizás más importante para la distinción que nos interesa hacer con la noción de verdad en las humanidades, hay que destacar el carácter extremadamente racional de la investigación en ciencias exactas, que se manifiesta en el uso intensivo del instrumental matemático. Se podría hablar aquí con más propiedad que en las humanidades de un dogmatismo racionalista, sino fuera porque esta racionalidad matemática y lógica experimenta cambios sustanciales (dogma que se modifica no es tan dogma que digamos): no es la misma la racionalidad del a geometría de Euclides que la de Hilbert; o las matemáticas de Russell y las de Cantor ; o la lógica de Aristóteles que la de Frege. En las ciencias exactas, con matices, la frontera de las investigaciones sigue siendo racionales. Tomando de nuevo un ejemplo de las ciencias físicas, una ecuación de física cuántica, aunque tenga que incluir variables que no puedan representarse bien matemáticamente (las llamadas variables ocultas) sigue siendo racional en el sentido que le dan a la racionalidad los especialistas de esa ciencia: tiene una connotación racionalmente inequívoca para quienes manejan el instrumental matemático utilizado, aunque puedan discrepar de las conclusiones teóricas que de ella se derivan mientras el modelo no explicite todas las variables observadas en la experimentación. Consecuencia si se quiere sociológica de lo anterior es un grado mayor de consenso científico en torno a los paradigmas científicos de las distintas especialidades. Hay diferencias digamos entre un Einstein y un Bohr, pero son diferencias acotadas y que tienden a resolverse con el progreso del conocimiento.

No ocurre lo mismo en las humanidades. Es cierto que el grueso de la investigación humanista sigue siendo fundamentalmente racional pero hay mucha más atención a las limitaciones que tiene el aparato lógico para abordar ciertos temas de estas investigaciones. Si tomamos la famosa clasificación de los actos de lenguaje en palabras o frases que constatan hechos (“constative”, en inglés) y en palabras o frase “per formativas”(“performatives, en inglés), aquellas que constituyen una acción en sí mismas o buscan producir un determinado efecto en el auditor o lector, clasificación que un filósofo como Derrida llega a calificar como la más importante del siglo pasado, nos encontramos que para muchos de los contenidos de las humanidades, simplemente la idea de verdad o falsedad no tiene sentido. No es necesario adoptar a pie juntillas estas u otras proposiciones filosóficas de similar tenor (las de Nietzsche, por ejemplo) para entender hasta que punto la noción de verdad y de racionalidad resultan problemáticas para las humanidades. Si hacemos sociología de este proceso de investigación humanista, nos encontramos con que las diferencias, digamos entre un Rousseau y un De Maistre (y sus seguidores), tienden a ser diferencias radicales, que no se superan y se mantienen como visiones alternativas de mundo pese al desarrollo de las ciencias sociales.

El poder de la universidad tiene entonces dos caras. Conviven en ella el espíritu racional y geométrico de las ciencias exactas con el espíritu también racional, pero a veces más lúdico, contradictorio y fino de las humanidades.  Que ambas caras se necesitan y complementan lo demuestran los departamentos de estudios humanísticos que se forman al alero de los institutos más técnicos de las universidades. Un tiempo se pensó que las humanidades corrían peligro de desaparecer con el sesgo profesionalizante de las universidades. Pero eso no parece estar ocurriendo, como lo muestra la proliferación de investigaciones y doctorados en el área. Lo mismo puede ocurrir en investigaciones de ciencias exactas, solo que las aplicaciones técnicas parecen estar allí más al alcance de la mano. Hay otros peligros de esta convivencia, como cuando los humanistas se sienten llamados a proporcionar interpretaciones comprehensivas (vamos a volver después sobre esto de ideas comprehensivas) de una realidad que las ciencias exactas solo logran captar en los a veces estrechos confines de sus especialidades. También se exceden los investigadores de las ciencias exactas si pretenden extraer consecuencias filosóficas de resultados experimentales que no prueban otra cosa que  un determinado comportamiento de ciertas variables en las condiciones en que el experimento se diseñó.

Con la exposición sucinta de algunos de estos líos y problemas en torno al tema de la verdad no quiero desmerecer el admirable trabajo de investigación y docencia que realizan las universidades pero si advertir sobre sus límites. La universidad no tiene el poder de un oráculo al que podamos acudir para saber lo que somos o lo que va a ocurrir. Algunas de sus respuestas van a ser precisas y adecuadas, pero otras no tanto. Y no nos será fácil distinguirlas. Su poder de verdad es considerable (vale el juego de palabras) pero quizás consiste precisamente en reconocer este carácter multifacético de la verdad que hemos descrito más arriba. 

Siguiendo con nuestro plan, corresponde hablar ahora del poder de la universidad como lugar privilegiado para la transmisión de la cultura y los valores de la sociedad. Los comentarios son más breves porque de nuevo, pese a tratarse de grandes temas, los enfocamos a partir de la idea del poder que esta tarea confiere a la universidad. 

Aquí el fenómeno más novedoso es el de la multiculturalidad. ¿Cómo afecta la multiculturalidad el poder de la universidad? La idea de múltiples culturas tiene una especie de sabor etnográfico, una cierta neutralidad como de gabinete de curiosidades en que se apilan en distintas repisas los objetos más diversos. Si esto fuera así, la tarea de la universidad, su dominio sobre los distintos objetos que le correspondería exhibir ganaría en extensión, pero carecería de un sentido unificador.

Con la multiplicidad de valores ocurre algo parecido a lo que ocurre con la verdad, pero el asunto es más complicado. Aquí la noción de jerarquía, de un orden establecido de los valores, tiene otro carácter, quizás más imperativo, al menos si se piensa que existe algo así como una concepción objetiva de los valores, científica o trascendente, a la que podamos tener acceso. Porque si los valores son solamente relativos a las opiniones predominantes en una cultura determinada, entonces la transmisión de valores se parece mucho a la transmisión de la multiculturalidad que recién se mencionaba, aunque no se asimila a ella. Aparte de exponer el gabinete de curiosidades de las distintas culturas, el valor que se estaría transmitiendo, el poder que la universidad estaría ejerciendo sería un poder débil, el de la defensa de la multiculturalidad como tal, una especie de liberalismo valórico si podemos llamarlo así. Una concepción objetiva de los valores, en cambio, conlleva otras responsabilidades para la universidad. Si tal concepción existe y puede ser enseñada y transmitida, entonces la universidad sería vehículo de transmisión de esa escala de valores. Pero no solo vehículo de transmisión de esos valores: como a mi juicio correctamente se ha advertido, esta concepción objetiva de los valores conlleva un imperativo de ponerlos en práctica, lo que convierte a la universidad en una agente del cambio social en el sentido que esos valores le indican. Hay una coherencia entre una universidad que cree en la objetividad de los valores y una universidad activista y comprometida que ejerce un poder ya no débil sino fuerte para promover su vigencia en la sociedad. A contrario sensu, una postura más escéptica respecto de la objetividad de los valores, reduce el poder que la propia universidad cree tener en estos ámbitos y la vuelca hacia sus otras tareas de investigación o de docencia.

Pasemos ahora a la tercera etapa del trabajo en que debemos abordar los mecanismos del poder que están en juego en la sociedad liberal. Como ya lo anunciamos, lo haremos utilizando dos modelos teóricos con visiones opuestas sobre el liberalismo político. Esos dos modelos son los de Carl Schmitt y John Rawls. Por cierto, es una elección arbitraria dentro de una variedad casi infinita de posibilidades teóricas y estoy consciente que en alguna medida condiciona las conclusiones a que más adelante llegaremos. Pero al menos se ha tenido la precaución de presentar dos visiones radicalmente opuestas de la sociedad liberal, una fuertemente crítica, la de Carl Schmitt, y otra, la de Rawls, que constituye una de sus defensas más articuladas y prestigiosas. Ambas han sido objeto de nutridos análisis académicos a los cuales referimos al lector interesado. Aquí nos limitamos a una exposición somera de sus principales alcances para los efectos de caracterizar el tipo de poder político con el cuál la universidad tiene que vérselas.

La intelectualidad alemana y europea nunca se recuperó del trauma que significó que una sociedad regida por una constitución política liberal haya permitido el surgimiento de una barbarie como el nazismo. Algo tiene que estar mal con un régimen político que no logró impedirlo. Toda una corriente de pensamiento anti liberal europeo se nutre del pensamiento que el liberalismo político contiene fatalmente los gérmenes que llevan al totalitarismo.

La crítica de Carl Schmitt al régimen político de Weimar es en realidad anterior al advenimiento del nacional socialismo y muchos piensan que esas críticas contribuyeron a la destrucción del estado de derecho de Weimar tras la llegada de Hitler al poder. Schmitt siempre alegó que sus críticas eran en realidad una advertencia que buscaba impedir que ello ocurriera, pero no es esto algo de lo que debamos ocuparnos aquí, salvo en cuanto esto explique cierta reticencia de la academia alemana para abordar las doctrinas de Schmitt, reticencia que no se observa, por ejemplo, en el mundo anglosajón. Y si esto es efectivo, habría algo de lo que mencionamos más arriba al pasar, de que no todo se puede pensar. Casi un siglo después de haber experimentado  la sociedad  alemana los peores excesos del totalitarismo, su academia aborda todavía con pudor una teoría que pudo facilitar su advenimiento. No parece ser el caso por estas latitudes, donde no se escatiman las críticas a la sociedad liberal, pero no nos adelantemos.

Cuando los determinismos históricos materialistas del marxismo han pasado de moda, lo novedoso del fatalismo totalitario del liberalismo político en Schmitt es que éste se funda no en las contradicciones de las relaciones de producción sino en la metafísica. En este sentido, es un determinismo espiritual, a la Hegel, que como éste proporciona una visión comprehensiva (de nuevo esta expresión, ya estamos por llegar a la explicación de Rawls sobre este concepto) de la sociedad y de la evolución del poder político. Si la entiendo bien, su teología política establece una relación entre el pensamiento metafísico predominante en una época y el régimen político que lo interpreta. Así, la creencia predominante en un dios providente, que interviene en los asuntos humanos a través de milagros, de acciones que alteran el curso normal de los acontecimientos humanos y naturales, es concordante metafísicamente, en este caso más bien teológicamente, con la monarquía como régimen político. Con la Ilustración, esta concepción cambia a la de un dios ausente, que no realiza milagros, y a un mundo regido por leyes inalterables que regulan mecánicamente lo que tiene que ocurrir. Esta concepción metafísica es la que da sustento al estado de derecho liberal. Cuando la concepción mecanicista del mundo de la Ilustración deja de ser la concepción metafísica predominante, entonces fatalmente el estado de derecho liberal pierde su sustento. Queda al descubierto, pero por razones distintas de que las que daba Marx (aunque el resultado sea el mismo) que el estado de derecho liberal no es expresión de un orden razonable sino de una violencia original. Y esta visión metafísica del paraíso perdido, del homo homine lupus, es la que sustenta las distintas formas del autoritarismo hacia las cuales el liberalismo político fatalmente se encamina.

Schmitt, jurista de profesión, se preocupa de complementar sus argumentos críticos metafísicos con argumentos tomados de la misma legalidad del estado de derecho liberal. Así, observará que en la Constitución de Weimar el poder político no tiene capacidad de decisión puesto que la autoridad presidencial está entrabada por la del parlamento que, entre otras cosas, debe aprobar la declaración del estado de excepción, piedra de toque para Schmitt de la soberanía. Por otra parte, la legislación constitucional alemana no contenía, a su juicio, mecanismos efectivos para impedir que, al amparo de las disposiciones liberales que garantizan la libertad de expresión y la libertad de asociación, se desarrollaran movimientos políticos cuya finalidad explícita fuera precisamente poner término al estado de derecho liberal, como era el caso en su época de los partidos nacional socialista y comunista. Estos partidos, si llegaban al poder por la vía democrática que la constitución liberal les franqueaba, utilizarían los resquicios legales (¿no suena alguna campana?) para alterar los equilibrios constitucionales entre los distintos poderes; y también para abusar de la ventaja que concede el ejercicio del poder en la constitución liberal para evitar que se tengan elecciones verdaderamente abiertas, en que la oposición  tenga una oportunidad real de ganar.

Hasta aquí esta primera visión crítica y pesimista del poder político del estado liberal que como vimos desemboca fatalmente en alguna forma de autoritarismo. Ustedes tienen todo el derecho a preguntarse que tiene que ver lo que escribió un señor alemán en los años treinta (aunque siguió escribiendo cosas parecidas bastantes años después) con nuestra situación actual. Si de actualidad se trata, creo que debemos mirar a lo que está ocurriendo en nuestro vecindario. En países como Venezuela, Bolivia o Ecuador, quizás en algún grado en Argentina, no es difícil reconocer elementos del crudo diagnóstico de Schmitt sobre las tendencias autoritarias que se desarrollan en el seno de sociedades en las que inicialmente imperó alguna forma de liberalismo político. No se trata  de postular con ello una especie de comprobación empírica de la teoría de Schmitt, sobre cuyos méritos, lo dijimos, no queremos pronunciarnos. Es solamente una referencia a esta posible actualidad. 

Pasemos ahora a una visión teórica que defiende la viabilidad del liberalismo político, la de John Rawls3. Ya veíamos que en la concepción de Schmitt un sistema político tiene que sustentarse en una metafísica compartida que le da sustento. Rawls, en cambio, parte de la base que esa visión compartida no existe en la multiculturalidad: coexisten distintas metafísicas, distintas visiones comprehensivas, en la terminología de Rawls y el problema es cómo lograr la estabilidad del sistema político respetando la diversidad de concepciones. La clave es su concepto de consenso entrecruzado.

John Rawls desarrolla la idea del consenso entrecruzado en su libro Liberalismo Político, que se divide en nueve conferencias que abordan los elementos básicos del liberalismo político, sus ideas fundamentales y su estructura institucional. 

El objetivo de Rawls es establecer las bases de una sociedad justa y estable. Lo primero, la concepción política de lo justo, es materia de las tres primeras conferencias, que desarrollan la idea de justicia como equidad. La cuarta conferencia se ocupa del problema de la estabilidad e introduce el concepto del consenso entrecruzado de doctrinas comprehensivas razonables como una idea principal de la concepción política liberal y es el concepto que nos ocupa aquí.

Por sociedad estable entiende Rawls aquella en que sus principios de justicia son suficientemente robustos como para contrarrestar las tendencias a la injusticia.  Esta estabilidad comienza por su concepto de justicia con equidad, un concepto que no vamos a analizar aquí. Sin justicia con equidad, no hay estabilidad posible, es decir, justicia con equidad es una condición necesaria de la estabilidad. Sin embargo, en Liberalismo Político Rawls va a afirmar que en la sociedad multicultural no es posible lograr que el contenido valórico de su teoría de la justicia sea reconocido y aceptado por la sociedad, precisamente por el “fact” del multiculturalismo. Desprovista de esta aceptación y reconocimiento, su teoría de la justicia se vuelve inestable. Propone entonces, por una parte, que su teoría de la justicia se entienda ahora como una teoría política de la justicia y no como una teoría comprehensiva.  Con esta limitación de las aspiraciones morales de su teoría inicial, el consenso sería posible. Por otra parte, va a proponer  otros elementos adicionales para lograr la estabilidad.

Lo primero es que la gente que crece bajo instituciones justas desarrolle una psicología moral tal que le permita obedecer normalmente a esas instituciones. Rawls entiende que no estamos aislados sino que nacimos inmersos en un contexto institucional dado  y subraya la importancia de las costumbres gradualmente establecidas y de una buena educación cívica .Sin embargo, siendo también estos elementos condiciones necesarias, no constituyen condición suficiente para la estabilidad de la sociedad justa. 

Es aquí donde se introduce como segundo elemento de la estabilidad la idea de que la concepción política de la justicia pueda ser el foco de un consenso entrecruzado entre las distintas doctrinas comprehensivas razonables que tienen probabilidades de mantenerse y ganar adherentes dentro de una estructura básica justa. Los conceptos claves aquí son los de razonabilidad y lo que deba entenderse por estructura básica justa. Esta última no es definida por Rawls, pero si se mencionan diversos elementos que la conforman: constitución política, poder judicial independiente, reconocimiento legal de alguna forma de propiedad, alguna estructura de la economía, alguna forma de familia, etc. El concepto de razonabilidad forma parte de las ideas centrales del sistema de cooperación social expuesto en su teoría de la justicia y es una cualidad que se exige de los ciudadanos. Hay que distinguir  en las personas lo razonable de lo racional, una distinción que en opinión de Rawls se remonta a Kant y a su distinción entre imperativo categórico e imperativo hipotético, entre razón pura práctica y razón pura empírica. Rawls asocia lo razonable a una especie de imperativo categórico restringido a objetivos políticos que consiste en la voluntad de las personas de proponer y respetar términos equitativos de cooperación como también de asumir las responsabilidades del intercambio social y acatar sus resultados.  En cambio, lo racional es simplemente el actuar inteligente hacia un fin cualquiera. En este sentido, una persona egoísta es racional pero no es razonable porque no toma en consideración el efecto de sus acciones sobre los demás. No queda del todo claro que sea este mismo concepto de razonabilidad de las personas, con todo su contenido moral, el que está pensando Rawls cuando habla de doctrinas comprehensivas razonables para los efectos del consenso entrecruzado. Pareciera que es así cuando afirma que las doctrinas comprehensivas razonables son “las doctrinas que ciudadanos razonables sostienen” y que “no son simplemente el resultado de intereses personales y de clases”.  Pero más adelante  afirmará que son doctrinas comprehensivas razonables aquellas que resultan históricamente de los poderes de la razón humana en un marco durable de instituciones libres , un criterio bastante más fluido y en palabras del propio autor, “deliberadamente suelto” precisamente para evitar excluir doctrinas no razonables a menos que existan poderosas razones. Hay que distinguir entonces entre el pluralismo como tal, “una condición desafortunada de la vida humana” porque da cabida a doctrinas irracionales, y el pluralismo razonable que las excluye.  Pese a que, como hemos sostenido, no hay un criterio explícito para diferenciar unas de otras, está claro que el concepto de consenso entrecruzado solo se logra en situaciones de pluralismo razonable. 

Rawls menciona varias objeciones a su concepto de consenso entrecruzado, y entre ellas,  que se trata de un mero modus vivendi y que se trata de un concepto utópico.