MI DIEGO
ALEJANDRO DUCHINI
CRÓNICA SENTIMENTAL DE UNA GAMBETA QUE DESAFIÓ AL MUNDO
© Alejandro Duchini
© del prólogo: Ariel Scher
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08009 Barcelona
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ISBN: 978-84-18546-13-6
Depósito legal: B-10059-2021
Primera edición: julio de 2021
Maquetación: Joan Edo
Diseño de cubierta: Ezequiel Cafaro
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A Male, Santi y Ludmi
A Marian, siempre: la Maradona de mi vida
A mis amigos. Y a los que no pueden
ganar la batalla, pero igual la pelean
Diego Maradona le envió pases perfectos a los zapatos de grandes futbolistas, y le entregó a la antropología social una oportunidad altísima de indagar sobre qué cosa es un ídolo, y le concedió a los filósofos la perspectiva de considerar que hay ciertas identidades que son eternas, y le encendió a los pibitos y a las pibitas del mundo —de un mundo superpoblado de abismos— la certeza de que hay ciertas existencias que son un sueño, y le reveló a los físicos que todo lo que investiguen es esencial, pero también que hay cosas que pasan entre un cuerpo y el aire que ni siquiera discierne la física, y le avisó a los oftalmólogos que hay individuos —al menos uno, él, Maradona— que logran ver con las partes de los ojos que en teoría no sirven para ver, y le recordó a los orfebres del poder que el afecto popular es una forma de poder que se labra con mucho más que orfebrería, y le gritó a los olvidados de la Tierra y a los desposeídos de las posesiones emblemáticas del capitalismo y a los millones de seres que tienen garganta, pero no consiguen hacer oír su voz, que había alguien que hablaba por ellos —con los pies y con los labios— y que en ese alguien podían creer.
A Alejandro Duchini quizás Maradona no le dio nada de eso. O sí. Tal vez Maradona le esparció a Duchini pizcas mayores o menores de todo eso. No hay modo de dilucidarlo y tampoco hace falta. Otra cuestión es más transparente. Maradona le permitió a Duchini ejercer algo sin lo que difícilmente la humanidad sería humana: unir la palabra a la ternura.
Y de la unión de la palabra con la ternura resulta este libro.
Porque es verdad que este es un libro sobre Maradona, y es un libro sobre Diego, y es un libro sobre Dieguito, y es un libro sobre el itinerario del anonimato de tantos a la notoriedad de uno solo, y es un libro sobre las singularidades de cada vida y en especial de una vida más singular que la mayoría de las vidas, y es un libro sobre una imaginación sin fronteras que voló arriba del pasto, y es un libro sobre lo que la industria del espectáculo hace y deshace con la gente famosa, y es un libro sobre las pasiones de los pueblos, y es un libro sobre un muchacho fuera de orden, y es un libro sobre lo que el fútbol es, y es un libro sobre lo que el fútbol ya casi no es, y es un libro sobre lo que acaso sea el fútbol más adelante, y es un libro sobre los que respiraron cerca del Maradona desconocido, y es un libro sobre los que palpitaron pegados al Maradona indisimulable, y es un libro sobre el tiempo en el que Maradona gambeteó a todo, y es un libro sobre un tiempo en el que hasta el tiempo pareció llamarse o, directamente, se llamó Maradona.
Pero tan verdad como esas verdades es que el eje de cada oración, de cada dato, de cada entrevista, de cada archivo, de cada objetivación y de cada introspección de Duchini reside en articular las palabras para que fluya una ternura que lo cubre todo. Todo: las páginas, las ideas, los semisecretos y lo hiperpúblico de un futbolista tan estremecedor como para estremecer al fútbol entero y a mucho de lo que no es fútbol. Todo: desde los pasos inaugurales en el Estrella Roja, en los Cebollitas o en Argentinos Juniors hasta el zigzag más hermoso del pasado y del futuro en un suelo de México labrado para desparramar ingleses, o desde las declaraciones captadas por escasos testigos hasta los sonidos que se estamparon en los oídos del universo, o desde las esperanzas de ser campeón del mundo hasta la veneración general en sus últimos ratos como entrenador. Todo: desde la cuna hasta la muerte.
Con su ejercicio experto de periodista y con su oficio creciente de narrador, Duchini elige hacer un libro de ternuras porque está seguro de que no hay otra manera de referir a Maradona. O porque reconoce que Maradona cabe en los ojos de su hija, en la desolación de sus conocidas y de sus desconocidos cuando Maradona chocó contra paredes feas o fue objeto de trampas malditas, en las calles anegadas de alegría durante las diez mil veces en las que la alegría y Maradona fueron lo mismo, en el relato emocionado de sus entrenadores, de sus amistades de la infancia, de cronistas de diversas etapas, de compañeros de césped que hicieron maravillas, pero asumen que no gozaron de mayor maravilla que enfocarlo de cerca, de rivales orgullosísimos de haberlo enfrentado, de espectadores que laten con ritmos clásicos, pero aceleran y desaceleran pulsaciones al evocar el día en el que Maradona les justificó tener párpados y corazón con una jugada o con lo que fuera.
La palabra y la ternura tienen que ver con la risa y con la lágrima, con la reflexión y con la profundidad, con el encuentro y con la pérdida, con las victorias de las sombras y con las revanchas del sol, con las esquinas donde hay derrotas y con las veredas de las goleadas, con los abrazos permitidos y con los abrazos consagrados, con un chico o una chica que navegan sobre una pelota y con las señoras y los señores de décadas que rememoran una tarde de redes infladas o un amanecer con amor. Ahí está, evidente, resonante: eso, todo eso, eso que cimenta la ruta de Duchini en este libro, es la palabra hecha ternura o la ternura hecha palabra. O es, sin vueltas, Maradona.
«Al final lo quise más. Lo quiero y lo querré siempre. Diego Maradona estuvo desde siempre en mi vida», confiesa, en alguna parte, Duchini; ahí es Duchini, pero además es todas y todos quienes se expresan en esta obra, y todos y todas quienes leen y leerán esta obra, y todos y todas quienes paladearon el agua con la que, en definitiva, Duchini riega esta obra: la vida y las vidas hubieran sido otras sin Maradona o, al revés, son las que fueron y son las que serán porque Maradona estuvo en ellas y con ellas.
«Lo quiero y lo querré siempre» es muchísima palabra y es muchísima ternura. Como todo lo que escribe Duchini. Como todo este hermoso libro.
Faltan cinco minutos para las diez de la noche del 25 de noviembre de 2020. Esta mañana murió Diego Maradona. O tal vez murió hace mucho. O posiblemente no muera nunca. Hace diez horas que no dejo de pensarlo. Salgo a la calle y hay humedad y hay soledad y se percibe tristeza. A esta hora hay gente que aplaude desde balcones o desde las veredas a manera de homenaje. Los conductores se suman a través de las bocinas. Alguien, en bicicleta, pega un grito tribunero: «Dieeegooo». Somos muchos los que aplaudimos. Somos los argentinos, los napolitanos, los sirios, los mexicanos, los pobres, los ricos, los futboleros, los no futboleros. Los grandes, los chicos. Hombres. Mujeres. Nadie puede lograr algo así, salvo Maradona.
Aplaudimos porque desde que este mediodía se informó sobre su muerte no se habla de otra cosa y se popularizó la idea de recordarlo así a las diez de la noche. A las 10. Al 10.
En un país acostumbrado a las grietas Maradona fue un artista que dividió aguas, pero que esta noche pandémica las unió en un único río de sentimientos. Jugador de fútbol. Dios. Semidios. Diablo. Humano. Sobrehumano. Demasiado humano. Drogón. Tramposo. Bocón. Argentino hasta la médula. Héroe. Villano. Siempre popular. Odiado. Alabado. Negrito de la villa. Villero. Negrito que se la da de rico. Maradona. ¿Quién te creés que sos, vos, que saliste de una villa? ¿Hasta dónde te creés que podés llegar? Volvete a Fiorito, volvete.
¿Cuándo empezó a morir Maradona? «A mí me asombra que haya vivido tanto», me dice unos días después Fernando Signorini, el preparador físico que más lo conoció y mejor lo entrenó. «Risueño, divertido, tierno. Insoportable», lo define. Signorini fue el creador de una frase icónica en el mundo maradoniano: «Con Diego iba a todos lados; con Maradona, a ninguno».
Soy argentino. Y soy maradoniano. Tengo cuarenta y nueve años y desde mis nueve escucho hablar de Diego Maradona. Como casi todos, a veces lo quise; a veces se me hizo infumable. Pero jamás me resultó indiferente. En momentos difíciles de mi vida él estaba ahí. Incluso a veces me dio enseñanzas que ni un maestro. Lo quise porque era diferente en un mundo que no suele tolerar a los diferentes. «Hay algo enfermo en esta sociedad que persigue a quien la rechaza, que rechaza a quien la acepta», leo a la escritora española Bárbara Blasco a través de su libro Dicen los síntomas. De niño, por suerte, me enseñaron que ser diferentes no es mejor ni peor. Es.
Lo quise porque se caía y se levantaba. Siempre en la suya. Aprendí que su vida privada era de él, por más que los dedos acusadores lo señalaban. Que los hijos, que las mujeres, que las drogas, que las malas compañías. Debe ser imposible vivir sabiendo que tu vida privada no es privada.
También lo quise porque fue mi tema de conversación con mi mamá después de su operación de cáncer. Y porque me dio la posibilidad de abrazarme para siempre con mi padre en aquel México 86, cuando mamá se despedía en silencio desde la cama de un hospital mientras Diego le hacía dos goles históricos a los ingleses. Lo amé porque fue la excusa para cumplir mi sueño de ir a la cancha con un hijo. Fue en marzo de 2009 en River, cuando debutaba oficialmente como entrenador de la selección argentina ante Venezuela. Cuatro a cero. El Mundial de Sudáfrica parecía a la vuelta de la esquina. Fácil. Pero entramos por la ventana con un gol de Martín Palermo sobre la hora una noche que la lluvia volvió épica. Era en el Monumental con el césped inundado sobre el que Diego descargó su angustia tirándose como si fuese una pileta. Terminó siendo, para los argentinos, uno de esos momentos en los que cada uno recuerda qué estaba haciendo.
Al final lo quise más. Lo quiero y lo querré siempre. Diego Maradona estuvo desde siempre en mi vida.
El miércoles que murió Maradona había comenzado con lluvia en Buenos Aires. Al mediodía, en cambio, había humedad y hacía calor. Un amigo periodista mandó al grupo de WhatsApp la foto de un canal de televisión que anunciaba que estaba grave. Descompensado, se leía. Prendí la tele y vi el titular. Parecía más de lo mismo. ¿Cuántas veces murió y resucitó Diego? ¿Cómo puede morirse alguien que es eterno? Pero esta vez, sabré unos minutos después, era diferente. Todo rápido. La vida era eso que resbalaba en segundos.
Me acompañaba mi hija, Malena. Con ella pasamos juntos la cuarentena. No entendía por qué me quedé duro frente al televisor. Otra persona me escribió para decirme que sí, que murió. Que esta vez era cierto, que no habría resurrección.
Ahora, mientras escribo estas líneas, vuelvo a leer los WhatsApp.
«Parece que está jodido.» «Hablan de un paro cardíaco.» «Ya lo dan por muerto, carajo.» «Parece que esta vez sí, la puta madre.» «Falleció.» «Mierda.» «Dicen que sí, que murió.» «Tremendo.» «Murió, sí.» «Mierda, estoy en el auto y no lo puedo creer.» «Nunca pensé que me iba a sentir así.» «Yo tampoco. Me corre frío y un dolor enorme.» «La última foto que se sacó en la clínica me dio la sensación de que no le quedaba mucho…» «No caigo.» «Puse la tele y cuando vi que pintaba mal me quedé duro.» «Es tremendo. No hay palabras.» «Sí… siento lo mismo, y que se murió un pedazo de Argentina.»
Más tarde: «Es increíble el silencio que hay en la calle». «Como el día del “me cortaron las piernas”.» «Y agrégale lo feo que está el día.»
«Murió Maradona», dispara la televisión. Male me pregunta por qué lloro y no sé qué decirle. Lloro porque siento que todo se detiene y la infancia, que viene arrasando en su vorágine, me lleva puesto. De pronto me quedo un poco más solo entre los demás. Es como que a un tren cargado con demasiados recuerdos se le quiera frenar de golpe: es imposible que se detenga. La inercia hará que la carga siga y se lleve puesto lo que hay delante. Yo mismo, en este caso.
Cualquier recuerdo de mi vida se escribió en paralelo a Maradona. Cuando era chico ya sabía de él. Me veo de madrugada en la cama de mis viejos frente al único televisor de la casa. Las imágenes muestran a Diego y diez más, todos pibes, rompiéndola en el Mundial Juvenil de Japón. Era 1979. Aún jugaba en Argentinos Juniors. Dos años después pasaría a Boca, con el que sería campeón de un equipo inolvidable. La Selección, Barcelona, Napoli, la Selección, Sevilla, Newell's, la Selección, Boca. Más tarde director técnico. Conductor de tele. Hincha. Escandaloso. Enfermo. Lo que quieran. Todo lo que quieran.
A media tarde salgo a la calle a caminar, a ver qué caras encuentro en quienes me espejan. Aquel y aquel y el otro soy yo. Somos. Todos tristes, grandes y chicos desamparados. Hoy sí todos somos Maradona. Vuelvo a casa y me pongo a escribir sobre la soledad, la fama, el dinero, los amigos, las mujeres. Sobre Maradona.
Jugador (jugadorazo) y persona (personaje)
«Yo digo que quiero que gane el Barça porque estoy jugando en el Barça. Ahora, yo estaría mintiendo si digo que soy hincha fanático del Barcelona.» 1982. Pelo largo, rulos, barba al ras. Sincericida a los veintidós años. Diego Maradona da una entrevista a la televisión española. Le habla a una periodista, pero también a los televidentes. La diplomacia nunca fue su sello. Las declaraciones no cayeron bien en un ambiente futbolero todavía poco acostumbrado a la rebeldía maradoniana. Diego no solo es distinto en la cancha. También lo es en público.
El mundo del fútbol está conmovido ante su llegada al Barcelona. Por primera vez aparece un posible sucesor de Pelé. Para sus contemporáneos es mejor. Para los testigos anteriores, quizá. Recién empieza. Lo concreto es que hasta el estallido maradoniano ningún futbolista había llegado tan lejos como Pelé. Ahora sí había un jodido trono para dos.
El fútbol ya es el deporte más importante del mundo, pero todavía no maneja el dinero que se manejará desde los noventa. De todos modos, Diego mueve los mercados. Aparecen las figuritas y sus álbumes. Se muestra con la ropa Puma. Lo invitan a los programas de televisión cada vez que viene a la Argentina. Si lo ven en la calle, le piden autógrafos que todavía devuelve con una sonrisa auténtica; tal vez hasta sorprendida. Se mete dentro de tapados de piel. Es glamoroso. En España, lo mismo. A sus veintidós años, a Diego ya le preguntaron qué opinaba de la guerra de Malvinas. Ya contó de su Villa Fiorito natal y ya se peleó con el que le tiraba de la lengua. Fue campeón con Boca, le hizo goles a Fillol y a River, estuvo encerrado en una concentración amenazado por barrabravas y pasó de la pobreza a ser la figura de las discotecas de moda. Y también lo despreciaban con el triste calificativo de «un negrito de la villa».
Vuelvo a Puma. Los hermanos Dassler, que se pelearon tras hacer fortunas en tiempos de nazismo, lo tienen en el ojo marquetinero. Adidas se lo quiere llevar, pero se lo lleva Puma, que desde los años sesenta pisaba fuerte en el ambiente del fútbol. Su jugador referente era el portgués Eusebio, figura del Mundial de Inglaterra 66. Le pagan diez mil marcos anuales para que use unos botines que se harían clásicos: los Puma King. Con el tiempo habrá nuevas ediciones de los mismos botines. Pelé también los llevaba. Y Diego, que no tenía ni para ojotas cuando era chico, tiene los suyos. Tal vez la imagen ilustre el cambio en la vida de un pibe que de los suburbios pasó a los rascacielos.
Había debutado en plena dictadura militar con la camiseta de Argentinos Juniors. Los dirigentes lo iban a buscar a la casa de Fiorito para que no cambie de club. Lo quería River. Tenía quince años el 20 de octubre del 76, cuando debutó en la cancha de Argentinos en el barrio de La Paternal. Talleres ganó uno a cero y Diego entró por Rubén Giacobetti. Quienes lo vieron lo recuerdan veloz y fibroso para su edad. También petiso: nadie imaginaba que desde su metro sesenta y cinco pudiera llegar a tanto.
Dos años después la rompía, pero la dictadura militar metió presión para que no quedara en la lista definitiva del Mundial que se iba a jugar en Argentina. El vicealmirante Carlos Lacoste, quien manejaba el fútbol, quería a otro en su lugar. A Norberto Alonso, el ídolo de River. Diego acusó el golpe, pero la siguió rompiendo en Argentinos. Y al año, en septiembre del 79, la iba a destrozar en el Mundial Juvenil de Japón. De ahí viene mi primer recuerdo concreto de Diego. Sin YouTube ni VHS, lo veo en mi memoria. En blanco y negro. Pero no solo son sus jugadas y sus goles. Es también su significancia. Archivos guardados en el disco rígido de la infancia. Diego era más que el juego. Se convirtió, como les pasó a cientos de miles de argentinos, en momentos. Los madrugones para ver los partidos a las siete de la mañana. Me daban permiso para faltar al colegio y seguir durmiendo una vez terminados los partidos. Diego nos daba el espacio para arañar la alegría en un país gris, sumido en la tristeza de la dictadura. Los desaparecidos. La ESMA y los otros centros clandestinos de detención en su apogeo. La censura. Los asesinatos organizados. El miedo y el terror. El silencio. La muerte a cada metro. Diego nos sacaba de esa realidad, aunque fuera un ratito. Por eso también nos marcó. Y por eso somos muchos quienes lo quisimos desde siempre más allá de los colores de sus camisetas.
De todo eso y más nos protegían los madrugones con la excusa de ver fútbol. Sobre todo ver a Diego. Y justo un año antes se sellaría, sin saberlo, mi vínculo con aquel equipo. La cosa es más o menos así. Aquel seleccionado dirigido por César Luis Menotti contaba con el aval de Ernesto Duchini, gloria silenciosa de nuestro fútbol. Dupla formidable, la de Menotti-Duchini. El tema es que Duchini no tenía nada que ver con mi familia, pero la sola mención de su apellido me cruzaría.
La sombra de Ernesto Duchini acompañó mi vida y la de mi papá desde que tengo uso de razón. Cada vez que nos presentábamos, nos preguntaban si teníamos algo que ver con «el Duchini director técnico». Y siempre decíamos que no. Sabíamos que no pasaría mucho hasta volver a escuchar la pregunta. Y acertábamos: «¿tienen algo que ver con Duchini, el director técnico?», escuchábamos de nuevo.
Así que en los noventa llamé al famoso Ernesto Duchini a su oficina de la AFA. Nos juntamos y hablamos de fútbol y de la vida. Buscamos en el pasado, pero no encontramos nada. Un poco porque yo no conocía mucho más allá de mis abuelos paternos y otro tanto porque no eran tiempos de Google.
Ernesto Duchini murió el 19 de marzo de 2006. Recuerdo la fecha porque unas horas antes había nacido Santiago, mi hijo. Yo iba manejando cuando escuché la noticia en la radio. «Un Duchini por otro Duchini», pensé. Desde entonces no estoy tan seguro si entre Ernesto Duchini y yo no hay nada en común.
Volvamos a Maradona. Después de ese título del Mundial Juvenil, Diego volvió al país como un héroe y siguió jugando en Argentinos Juniors, aunque con la idea de irse. Hubo un par de ofertas de clubes extranjeros. Pero se había establecido la prohibición de vender jugadores para no desarmar a la Selección. Lo que Maradona generaba apuraba otro paso ascendente más y entonces los dos grandes de nuestro fútbol se lo querían llevar. River por un lado y Boca por el otro. Las operaciones de prensa no cesaron y terminó arreglando con Boca. Así quedaba sellado su destino de tipo popular. Con Boca se forjó una relación única. Boca fue campeón con él y luego, cuando se fue al Barcelona, el club entró en una crisis económica larga y sin precedentes. Así resultó la época post-Maradona. A Diego no le fue tan bien en Barcelona. O al menos en los parámetros que se esperaban. La selección argentina que debía defender el título del 78 en el Mundial de España, en 1982, lo incorporó como un símbolo que se agregaba a un equipo sin recambio. Ningún jugador estaba igual que cuatro años antes y los nuevos no aportaron aire fresco. Un Brasil increíble y una Italia campeona nos dejaron afuera y Diego pasó por España sin pena ni gloria y dijo adiós tras ver una tarjeta roja.
Cuando pasó al Napoli, el fútbol italiano se perfilaba como el mejor. Equipos poderosos, pasión, dinero, estrellas. La Europa futbolera al palo. Algo así como lo que sería décadas después el fútbol español o el inglés. El detalle era que el equipo elegido pertenecía a una ciudad relegada como Nápoles, víctima del ultra racismo del resto del país. «Cloacas.» «Cólera.» «Mierdas.» Así calificaban, banderas mediante, los hinchas rivales a los napolitanos. Con Boca pasaba algo similar en Argentina, históricamente acusados de «bosteros». Se los cargaba con que su cancha era una cloaca y que el olor a podrido que emanaba de su cemento resultaba insoportable. Recién la llegada a la presidencia del club del acomodado hijo del poder y posterior presidente argentino Mauricio Macri cambió esa imagen a costa de hacer un Boca selectivo, alejado de lo popular. Aunque lo popular servía como márquetin, sobre todo para que Macri ascendiera en su carrera política.
En el Napoli Maradona la descosió, pero fue su aura lo que eclipsó a los hinchas y al mundo. Lo amaron y lo odiaron. Napoli dejó de pelear el descenso para pelearle el campeonato a los grandes, como Juventus y Milan. Y les ganó. Diego ascendía al Olimpo con gambetas e increíbles goles de cabeza, de tiro libre o cómo fuese, mientras a la vez descendía a su propio infierno íntimo.
Salir a la calle era un suplicio, pero a la vez una necesidad. Él mismo no concebía la vida sin la fama ni los flashes. Desde sus quince años empezó a ser acosado para firmar autógrafos o dar abrazos y besos en la calle o en cualquier otro lugar. Se acostumbró a salir en las revistas y hasta a subir a escenarios. Lo hizo con Queen, cuando en su mejor momento la banda británica se presentó en Vélez y Diego no paró de sacarse fotos con ellos. El mismo que estaba abrazado con Freddie Mercury, poco antes vivía en la pobreza de Villa Fiorito y no sabía ni qué iba a comer en su próxima cena. Si comía. De la fama al Barcelona y de Barcelona al Napoli, sin escalas. La vida a mil. El acelerador a fondo y con la música de los hinchas coreando su nombre, elevándolo al rango de Dios.
Estaba de novio con Claudia Villafañe, su novia del barrio de Villa del Parque, pero las mujeres se le regalaban desde las noches de Buenos Aires. Lo mismo en España y no tenía por qué ser diferente en Italia. Los napolitanos lo esperaban en la puerta de su casa. Lo seguían. Lo encaraban en los restaurantes. Lo recibían y lo despedían a montones en los entrenamientos. Sus amigos del Napoli recuerdan que ir a un restaurante a cenar a horarios normales era imposible. Había que ir a la madrugada, antes de que los locales cerraran o cuando abrían especialmente para él. Diego recordó que era Claudia quien le compraba la ropa porque él no podía ir de tanto alboroto a su alrededor.
La mafia lo protegió, pero las mafias, se sabe, no protegen. Chupan. Diego quedó encerrado en su propia estrella. Perdió libertad y hasta su sonrisa, ya más forzada. El Napoli siguió creciendo y Diego tocó el cielo con las manos en México, cuando la selección de Carlos Bilardo ganó el Mundial con él como figura excluyente.
Era un héroe que había vengado simbólicamente, aunque no tenga comparación, las muertes de soldados argentinos en la guerra de Malvinas. Cuando le hizo los dos goles a los ingleses —uno, con «la mano de Dios» y otro, el mejor de los mundiales— quizá se vació de todo. ¿Qué más se puede dar después de semejante tarde? ¿Qué queda por hacer si uno se transforma en leyenda en noventa minutos? ¿Cómo se alimenta así mismo una leyenda o un mito? ¿Cómo superarte cuando desde abajo, desde el infierno de una paz falsa, te tiran de las piernas para que no puedas volar?
Diego tocaba el cielo de México con su selección campeona del mundo, llegaba a Ezeiza rodeado de hinchas desconocidos que solo querían tocarlo como si fuese la estatua caminante de un santo y salía al balcón de la Casa Rosada con la Copa en la mano, pero no reía. Arengaba, cantaba, pero no reía.
A su regreso al Napoli lo esperaban más responsabilidades, pero también hacerse cargo de su humanidad. Lo esperaría Diego Junior, el hijo no reconocido hasta mucho, mucho después. El Napoli volvió a salir campeón, pero Diego trascendía el fútbol. Se quería ir y no lo dejaban. Juntaba dinero y problemas. La mafia lo había cercado. Drogas. Mujeres. Volvía a su casa a la madrugada, después de una noche de fiesta, y se encerraba en el baño, contaba, por vergüenza a que lo viera su familia. Tal era su estado. A mitad de semana empezaba «a limpiar» ese cuerpo maltratado para llegar lo menos mal posible al partido del domingo. Tenía razón cuando preguntaba: «¿Se imaginan qué jugador hubiese sido si no me drogaba?». Diego jamás tuvo ventaja en las drogas: fue estrella a pesar de ellas. Llegó el Mundial 90, en la misma Italia que ahora lo aborrecía, y llevó a la Argentina a la final siendo una sombra futbolística del que había sido en México.
El equipo de Bilardo dejó en el camino a Brasil y a Italia. Los italianos no pararon de insultarlo. Tampoco en la final. Diego no dudó en putearlos ante las cámaras y se fue llorando bajito cuando los alemanes se consagraron campeones.
Le costó mantener el mito. Estaba en la rueda giratoria de un círculo vicioso del que no podía salir. De pronto lo largaron a los leones y aparecieron las escuchas que lo implicaban con drogas y mujeres. Era el más odiado de Italia. Un doping positivo le impedía volver a jugar hasta mediados del 92. Fue arrestado en un departamento de Buenos Aires. Ese es otro hecho del que cualquiera podría recordar qué hacía aquella vez en que lo sacaban, perdido, noqueado, ante periodistas avisados de antemano. Amagaba con sonreír, amagaba con cerrar los ojos. Era una marioneta de los policías que lo introducían en un coche para llevarlo hacia el calvario del que no volvería. Apenas asomaría la cabeza a la vereda de la alegría, pero al final ni eso.
Gordo y con pelo largo buscó encaminarse en la dupla mágica con Carlos Bilardo, el técnico que lo dirigió en los mundiales del 86 y del 90. En la primavera del 92 nos colgamos de la tele para verlo volver con la camiseta del Sevilla. Tenía treinta y dos años y se notaba que el tiempo había pasado. Ni él quería resignarse al dolor de ya no ser ni nosotros, los futboleros, a perderlo. Seguíamos viendo al fenómeno del 86. Un photoshop. Arreglábamos las imperfecciones de la imagen para engañarnos. Para ver lo que queríamos y no lo que era. Argentina tampoco era la misma y nos dolía que se hubiese esfumado la inmediata esperanza de un país mejor tras la euforia del regreso de la democracia. Raúl Alfonsín se había ido del Gobierno acosado por la hiperinflación y Carlos Menem prometía el paraíso mientras el país se caía a pedazos. Estaba todo privatizado menos Diego. «Estoy vencida porque el mundo me hizo así», cantaba en esos tiempos Fabiana Cantilo. Era la canción elegida por Maradona para entrar a la cancha a su regreso en España. La canción de la resurrección.
En Sevilla le fue horrible, se peleó con Bilardo y no tuvo ni un minuto de felicidad. Le pasó lo mismo cuando pegó la vuelta para jugar en Newell’s. Fue salvador para la selección de Alfio Basile cacheteada por los colombianos en la cancha de River. Una tarde de septiembre de 1993, y con Diego en la tribuna, Colombia ganaba cinco a cero con baile y la gente pedía «Maradooo... Maradooo».
Otra vez el salvador de la patria futbolera. El héroe amado y odiado pero necesario. Se entrenó por su cuenta para un repechaje contra Australia y Argentina clasificó al Mundial de Estados Unidos. El equipo andaba, pero a Diego lo llevaron de la mano a otro control antidoping. «Me cortaron las piernas», dijo entre lágrimas cuando quedó afuera porque otra vez el resultado del doping era positivo.
Pocas veces las calles de Argentina habían estado tan tristes como aquel día de invierno. De hecho, la segunda vez que pasó algo así es recién ahora y otra vez con él. ¿Cómo negar, entonces, que nos duela Maradona? ¿Cómo no entenderlo? ¿Hace falta entenderlo?
Fueron los tiempos de la quinta de Moreno, en la provincia de Buenos Aires, con disparos a periodistas que le hacían guardia en la puerta. Puro show mediático. Se alejó de su representante Marcos Franchi y se amigó con Guillermo Coppola. Se hizo técnico de Deportivo Mandiyú y de Racing. No le fue bien. Jugó para la televisión y para divertirse. Quiso formar un sindicato internacional de jugadores. Expuso sus razones y dejó en off side a los capos de la dirigencia de la FIFA. Se burló de ellos y ellos, desde sus cómodos sillones, se habrán frotado las manos porque le ganaron. A Diego no le alcanzó con la compañía de, entre otros, Éric Cantona, George Weah, Gianluca Vialli y Ciro Ferrara.
Y volvió a jugar para Boca. Fue y vino. Jugó y faltó. Apareció y desapareció. Tras un cuatro a dos ante Argentinos Juniors en agosto del 97 le dio positivo otro antidoping. Entre idas y vueltas pudo seguir. Acosado por lesiones, en mal estado físico y alejado de la gloria que lo llevó a nuestro olimpo, el 25 de octubre de 1997 jugó, sin saberlo, su último partido. Boca le ganó a River dos a uno en el Monumental. Su reemplazante fue Juan Román Riquelme.
Quiso volver y no volvió. Quiso dejar las drogas y no pudo. Se metió en escándalos. La farándula lo buscó y lo encontró. Vivió de ser Diego Maradona. Intentó rehabilitarse en Cuba y casi se muere en Punta del Este, primero, y en Buenos Aires, después. «La pelota no se mancha», soltó en 2001. «Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha.» La Bombonera estaba hasta las manos de hinchas para su partido despedida. Pocas frases como esa quedaron tan impregnadas en el imaginario popular argentino.
Siguió peleándole a su adicción y se separó de Claudia y de Coppola, su compañero de aventuras las veinticuatro horas. Los demandó. Su entorno, eterna sombra negra, se renovaba, pero era cada vez más negro. Engordó y adelgazó. Lloró en la tele, se peleó con periodistas. Aparecieron más hijos. A algunos los reconocería. A otros los dejaría en el limbo. Condujo su programa, La noche del 10, donde se reunió con Pelé, con Tyson y hasta se entrevistó a sí mismo.
Sus ideas políticas discurrieron por lo popular. No renegó de tener dinero ni de que sus hijas iban a comer caviar toda su vida, como dijo alguna vez, pero jamás se despegó de su origen. Fue amigo de Fidel Castro y de Hugo Chávez. Bancó al peronismo y sobre todo a las Madres de Plaza de Mayo y a las Abuelas de Plaza de Mayo. Los excesos no le impidieron ser técnico del seleccionado que jugó y se volvió antes de tiempo del Mundial de Sudáfrica, en 2010.
Cuando se suele decir que Diego vivió veinte vidas o más en una sola, es cierto. Fue mánager de su querido Boca y director técnico en Emiratos Árabes y en México y dirigente en Bielorrusia.
Llegamos a estos tiempos. Diego generaba tanto que ya no importaban sus condiciones sino su imagen: varios clubes argentinos lo quisieron de técnico, pero finalmente arregló con Gimnasia y Esgrima La Plata. Asumió recién operado de rodillas. Le costaba caminar y hasta hablar. Con el correr de los partidos, cada rival le hacía un homenaje. Se sentó en un trono junto a su querido Ricardo Bochini en la cancha de Independiente, del que era hincha, y fue testigo del campeonato logrado por Boca en La Bombonera, ante su Gimnasia, el que él dirigía. Sin embargo, decía que era de Boca, aunque un sector de la hinchada lo ninguneó por su pelea con Juan Román Riquelme. Seguramente eso quedó saldado.
El 30 de octubre, cuando cumplió sesenta años, asomó a la cancha de Gimnasia para un homenaje. Apenas caminaba, casi no podía sostenerse. No habló y se fue enseguida. No se quedó a ver a sus dirigidos.
Veinticinco días después, y con su muerte consumada, uno se permite especular cuánto le habrá costado caminar esos últimos metros de exposición pública tras una vida digna de Gran Hermano. No era el fibroso y rápido de quince o dieciséis años, sino el gordo y lento de sesenta. En noviembre solo trascendía que andaba mal, pero esas noticias eran más de lo mismo. Lo creíamos eterno. Se había salvado de tantas que nos acostumbramos a que se salvara de más. Se hablaba de su entorno y de su familia y de las peleas. Él soltaba algunas frases propias de un Diego que se había olvidado de reír.