Prólogo
Hacer antologías es una labor a menudo bochornosa; siempre ha de favorecerse la aparición de tal o cual autor, tradición o época. Los títulos de las compilaciones son insaciables: Tiene que haber olvido (UNAM, 1980), Lo decisivo es ser fiel (Tierra Adentro, 1981), Lo fugitivo permanece (Cal y Arena, 1989), Grandes hits Vol. 1 (Almadía, 2008), Los pelos en la mano (Lectorum, 2017), A golpe de linterna (Atrasalante, 2020). El nombre es lo de menos, lo importante es la imposibilidad de reunir en un solo volumen la producción literaria de un siglo, un país, una generación. Esta antología —si así pudiera llamarse— es sucinta y el número de textos que la conforman no podía ser mayor. Así lo planeó la poeta Leonor Enciso hace casi cuarenta años y, como todas las demás responsables, soñó una audacia.
Recién llegada de Uruguay a la Ciudad de México, Enciso inició un taller literario y se convirtió en la tutora de un grupo de escritoras cuyo mérito sería la creación a varias manos de un mundo mítico a la manera de Balzac, Faulkner y Onetti, a partir de cuentos situados en el universo ficticio de Las Bonitas1. Llama la atención que no consideraran el aporte de una autora como Ursula K. Le Guin, quien en 1966 había dado existencia, en su novela El mundo de Rocannon, a una geografía llamada Ekumen, federación galáctica de diferentes planetas habitados por la civilización hainita. A su parecer, la configuración de universos imaginarios hasta ese momento en la literatura había estado a cargo de los escritores varones en el género de la novela. El reto consistía ahora en lograr la cohesión lógica de un corpus narrativo en conjunto, con diez autoras, cada cual con su propio estilo.
La literatura mexicana en aquel tiempo, principios de los años ochenta, bogaba en distintas direcciones. Dice la investigadora Rocío Olivares Zorrilla en el artículo «Los años ochenta», publicado en la revista Estudios Literarios: «El hilo conductor que, desde la experiencia del 68, había llevado a la novela de los años setenta por vericuetos contestatarios halló un saldo literario que rompía la continuidad con una militancia política inclinada al dogmatismo o con un manoteo inocuo de lozanías fresas».
Proliferaba la novela con fines de denuncia. El mejor ejemplo en esta línea desde el ámbito urbano es La vida no vale nada (1982), de Agustín Ramos, muestrario de los abusos y la corrupción institucionalizada en una colonia proletaria de una ciudad. En el ámbito rural, Mal de piedra, de Carlos Montemayor, recrea la injusticia y el abuso de poder sobre las clases mineras de Chihuahua, donde impera la muerte y la desesperación. La narrativa escrita por mujeres en este género, que tuvo su efervescencia a partir de los años cincuenta con autoras como Guadalupe Dueñas, Julieta Campos e Inés Arredondo en la exploración de lo fantástico y lo insólito en lo real cotidiano, vive una especial ebullición en temas existenciales y de gran complejidad psicológica de la mano de María Luisa Puga, Tita Valencia y Esther Seligson, por mencionar algunas. De acuerdo con datos de la investigadora Liliana Pedroza, las escritoras publicaban entre siete y once libros al año. No existía ninguna antología exclusivamente femenina, y habían visto la luz, durante el periodo productivo de este peculiar colectivo de chicas, solamente cuatro mixtas de cuento. El escritor Gustavo Sainz era un antologador popular en esos días, al coordinar tres compilaciones en menos de dos años: Corazón de palabras y Jaula de palabras (Grijalbo, 1981) y Los mejores cuentos mexicanos (Océano, 1982).
Este grupo de jóvenes inéditas se sumó al proyecto de Enciso. A diferencia de la mayoría de los escritores, que toman con pudor el hecho de que se les circunscriba a una célula, ellas querían ser únicas, publicar un libro y debutar con un proyecto colosal como el que su tutora les proponía. Les pareció una buena manera de trascender en el tiempo, de dejar huella. Aunque poseían rasgos y gustos similares, aún no contaban con una identidad creativa más allá del gusto por escribir. Eran Roberta Marentes, Susana Miranda, Aurora Montesinos, Fidelia Astorga, Alí Boites, Tania Hinojosa, Nora Centeno, Wendy Tienda, Lola Herrera y Julia Méndez. Compartían el origen (excepto por Astorga y Tienda, que habían nacido en Centroamérica y después obtuvieron la nacionalidad mexicana); tenían sobrepeso2 o eran obesas; además se confesaban esclavas de la ropa de diseñador. Se nombraron «Las Elegantes»3.
Mientras los escritores de entonces rebasaban el medio siglo de edad y publicaban novelas de corte político y social, Las Elegantes estaban en sus veintes y se reunían en la casa de Enciso, ubicada en Tlatelolco, en la Ciudad de México, para acordar la topografía de Las Bonitas4, poblado del sureste mexicano de clima lluvioso, paisajes anodinos y calles con nombres de cuerpos geométricos, habitado por perros y adultos de costumbres insospechadas. Como todo lugar, tenía sus locos y sus enfermos. Los espacios, además de casas, serían lugares propicios para alimentar el espíritu y el cuerpo5.
Las Elegantes tenían la consigna de hacer tabula rasa con el pasado para tratar temas contemporáneos. Con ese espíritu, cada una se puso a escribir por su cuenta, aunque hay datos, sin confirmar a cabalidad por falta de representatividad, que sugieren la posibilidad de que algunas de ellas llevaran aún más lejos sus ánimos de escribir en equipo, reuniéndose en varias ocasiones para tener sesiones de escritura frenética a la par. De comprobarse esto, serían las pioneras en México del derribo de viejos mitos acerca de la creación en soledad. Enciso dedicó un año, de 1984 a 1985, a la corrección de los textos de sus pupilas. La revisión era personalizada; se reunía un día a la semana con la candidata de su elección6.
El 19 de septiembre de 1985, cuando el proyecto estaba casi concluido y la primera edición del libro, cuyo título sería precisamente Las Bonitas, estaba próxima a imprimirse, un terremoto sacudió a la Ciudad de México. Enciso perdió la vida en su casa y Nora Centeno también, en el edificio donde vivía con sus padres, en la colonia Roma. Las Elegantes no se volvieron a congregar y la antología quedó inédita. Entre la Generación del Medio Siglo y el Crack, Las Elegantes fue un movimiento literario al que habría valido la pena seguirle la pista, pero su trabajo en conjunto nunca se difundió. Los textos que escribieron para el propósito original se publicaron por separado, a lo largo del tiempo, en fanzines hechos a mano en otros países o en ediciones artesanales de autor.
En 2009 encontré el primer rastro de este grupo en una revista panameña de literatura emergente llamada El cisne abrumado: el cuento «Buenas noches», de Wendy Tienda, engalanando una sección dedicada a los escritores locales de renombre mundial. El texto iba acompañado de una pequeña nota del editor en la que se mencionaba la pertenencia de la autora a «una célula literaria mexicana» llamada Las Elegantes, desde la cual había concebido el relato. Fue una sorpresa. Antes del hallazgo, sólo identificaba a Wendy Tienda como una de las escritoras más chic, junto con Valeria Luiselli y Margo Glantz, según la revista Caras en su edición navideña de 2008.
Acudí a las herramientas de búsqueda más cercanas, pero Las Elegantes no existían en la bibliografía impresa ni en internet. Diez años después del inicio de esta indagación sigue sin haber ningún rastro de su producción. Si quería saber sobre ellas, debía acudir a la fuente original. Establecí contacto con Tienda por correo electrónico. Ella acogió con entusiasmo mi propuesta de platicar sobre Las Elegantes y fue así como tuve acceso al Manifiesto Elegante, a las fotos, diapositivas, carteles y cartas (que, con suerte, se editarán en un libro posterior, en éste solo se incluye un facsimil de la declaración de principios). Había que documentar su existencia, la de un grupo literario que desapareció cuando apenas iniciaba. Con su ayuda, rastreé los demás textos del proyecto y encontré casi todos, incluso uno traducido al catalán.
Cada día era un nuevo descubrimiento. Alí Boites, actualmente una de las mejores escritoras mexicanas del género policiaco, creadora de la famosa detective Isolina del Toro, y Roberta Marentes, multipremiada narradora de cuentos fantásticos, también habían formado parte de Las Elegantes en su juventud. Tania Hinojosa, por desgracia, murió7. La leyenda que se cernía sobre Fidelia Astorga aseguraba que era posible encontrarla en un coche abandonado en la avenida Río Churubusco, cerca de las instalaciones de la Alberca Olímpica u hospedada en el Hotel Oslo8. En 2009 falleció Julia Méndez, desaparecida desde 1996, en una operación policíaca para rescatar a los socios mayoritarios de una importante cadena de bebidas refrescantes9. Pertenecía a la banda de los secuestradores y su apodo era Lucía Berlín10. En la nota periodística sobre su defunción se incluye una breve mención biográfica en la que curiosamente se alude a su pertenencia al grupo literario.
Este libro reúne, por primera vez, los cuentos de Las Elegantes en el orden original convenido11. Una progresión nada azarosa en la mente de Leonor Enciso, quien hoy, a treinta y seis años de haberla concebido a partir de los textos de un grupo de escritoras que confiaron en su audacia, bien podría erigirse como la autora intelectual de una novela perpetrada por varias autoras materiales, lo cual, a su vez, podría conducirnos a otra discusión —cuyo foro no será éste— acerca de la figura autoral contemporánea. Los relatos siguen una línea dramática sucesiva similar a la de una novela, en el sentido de que el primero —«Buenas noches», de Wendy Tienda— anuncia el inicio de todo al referir a un grupo de escritores, quienes asisten a un taller literario coordinado por un profesor que no sabe cómo reaccionar ante la llegada de un alumno ciego a la clase, mientras que el último de los textos —«Domicilio conocido», de Nora Centeno— ocurre en un escenario postapocalíptico y sugiere, de algún modo, el final, y este cuento, a su vez, está precedido por «Escriba su nombre completo», de Alí Boites, donde una poeta es asesinada durante una presentación editorial en una feria del libro.
La publicación de una obra así en estos momentos, casi cuatro décadas después de su concepción, produce asombro debido, en primer lugar, a la pertinencia en el rescate del trabajo de un grupo literario conformado exclusivamente por mujeres que se propusieron crear un universo propio a través de palabras y se reunieron a lo largo de unos años para escribirlo juntas; y, en segundo lugar, a la vigencia de la estrategia técnica bajo la cual fue creado el libro, que podría ubicarse cómodamente en la actualidad entre las nuevas narrativas fragmentarias, tan de moda en el presente. Se ha añadido a cada uno de los «capítulos» la ficha biográfica de la autora y notas breves sobre la gestión del texto, ninguna de las cuales formaron parte del manuscrito original, pero que en esta edición contribuyen a un mejor entendimiento del fenómeno.
Hacer antologías es una labor a menudo bochornosa; a veces, no. Aquí no hay negligencia, porque esta compilación bien podría considerarse ahora, a la luz del tiempo, una novela a varias manos femeninas, híbrida y polifónica.
DIDÍ GUTIÉRREZ
Ciudad de México, 14 de febrero de 2021
Wendy Tienda
(Panamá, 1962)
Escritora y publicista. Creadora de la novela diabética con Azúcar (1998). Coordinadora de la campaña de lectura Leer es tu hit. Dos de sus libros —De casimir en motocicleta (1994) y Los días de Marucho Pickering (1997)— fueron incluidos entre los mejores de los años noventa por la revista Arbitrario. Tiene la nacionalidad mexicana.
La primera vez que vi a Wendy fue en una boutique de uno de los barrios residenciales de la Ciudad de México. Me citó ahí con el pretexto de que le ayudara a elegir su atuendo para un funeral. Hizo caso omiso a mis sugerencias en tonos oscuros, y al final me dijo, brusca: «Ninguna Elegante se viste de luto». Al salir de la tienda me entregó en formato digital el cuento que aquí se publica y se despidió. En el texto, la autora manifiesta su interés por las telas al hacer especial énfasis en la vestimenta de cada uno de los personajes. Es, junto con el de Alí Boites, el único que hace referencia a Las Elegantes, sin mencionar el nombre del grupo. Inspirado en hechos reales, cuenta la historia de Nicolás, quien según Tienda pudo haber sido el undécimo Elegante de no ser porque era hombre.
Buenas noches
Nicolás era el primero en llegar. Nunca supe quién lo llevaba, cómo subía las escaleras hacia el salón, si caminaba o descendía de un taxi. De lo que sí me enteré casi al instante fue que era ciego. El primer día de clases, él platicaba con Marisa, que siempre traía camisetas de los Beatles, y yo caminaba de un lado a otro del centro cultural porque los sillones de la sala eran bajos y mi falda muy corta como para sentarme en ellos. Pude escuchar que Nicolás hacía un análisis de la literatura española contemporánea pues estaba casi gritando. Sus gesticulaciones y movimientos algo exagerados llamaron mi atención. Movía la cabeza de un lado a otro al hablar, como esos muñequitos que tienen un resorte por cuello, y señalaba a Marisa con el índice a la menor provocación. Pensé: «Estos extranjeros».
—Deberían matar a los que siguen escribiendo del franquismo —decía casi molesto.
—Aquí se necesita algo como eso —Marisa aprobó el comentario, convencida de que la revuelta era necesaria.
—En mi país, por lo menos, eso se lo han cogido para escribir gilipolleces —argumentaba Nicolás.
—Una guerra civil, una revolución. Eso es lo que nosotros necesitamos aquí.
Nicolás había nacido en Cataluña y tenía algunos años en México. Cuando un tema de conversación le atraía, la piel de su rostro adquiría una coloración rosada y remarcaba sus diminutas facciones, como de pájaro, en una inmensa cabeza. Marisa cursaba los primeros semestres de la carrera de sociología y junto con su grupo de amigos de pantalones entubados había formado un colectivo ecologista. Sus comentarios en clase siempre tenían un enfoque progresista a favor de la libre interpretación.
El español mencionó a algunos escritores como Quim Monzó y el apellido de un tal Atxaga como ejemplos de una generación de narradores nuevos en el panorama hispanoamericano. Remató la plática con un elogio a la literatura mexicana de la Revolución, informando sobre el trágico desenlace de sus mentores a Marisa, quien, a juzgar por sus ojos como coladeras abiertas por las que se había filtrado lo que aprendió en la primaria, parecía desconocer la historia de su propio país.
Nuestro compañero extranjero tenía unos cuarenta años. Era bajo y su cabello abundante, rojizo y rizado se movía de un lado a otro, a la par de su cabeza, al hablar. Se vestía igual todas las veces: pantalones con bolsas a los costados, una playera con el escudo de alguna congregación y botines de punta chata. El maestro era Menéndez, un cuentista de la vieja guardia: pensaba lento, oía poco y en las noches daba talleres de cuento como en el que nos encontrábamos. Siempre hallaba el momento adecuado para recordar aquella ocasión cuando lo invitaron a firmar libros en una feria de Italia: «Nos pusieron a unos mariachis atrás y los condenados, que apenas hablaban español, se pusieron a cantar el “Cielito lindo”». Este hecho le molestaba y cada vez que lo contaba se volvía a llenar de esa misma energía de su juventud, cuando le ocurrió, pues estaba convencido de que la cultura mexicana era más que dos charritos tocando una canción tradicional en una embajada. El primer día de clases, Menéndez se sentó a la cabeza, los demás nos acomodamos salteados. Entonces Nicolás le pidió a Marisa que le conectara el cable de su grabadora al enchufe y en ese momento nos dimos cuenta todos, o casi todos, de su condición.
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