Primera edición:
Septiembre de 2020
© de los textos:
Martín Caparrós y Agus Morales
© de las ilustraciones:
Cinta Fosch
© de la presente edición:
Colectivo 5W, S.L.
www.revista5w.com
Edición:
Maribel Izcue
Diseño gráfico: Laura Fabregat
Impresión: Nova Era
Corrección: Arturo Muñoz
Libro impreso con
papel 100 % reciclado
NAUTILUS® Classic
ISBN: 978-84-09-23521-6
eISBN: 978-84-12-36234-3
Depósito legal: B 18408-2020
Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright: Martín Caparrós, Agus Morales, Cinta Fosch y Colectivo 5W. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito a la propiedad intelectual, aquí y en todo el planeta.
Voces 5W
Conversación entre Martín Caparrós y Agus Morales
Ilustraciones de Cinta Fosch
«Muchos años de mi vida me gané la vida haciendo periodismo para poder escribir libros; ahora parece que me gano la vida escribiendo libros para poder hacer periodismo.»
Martín Caparrós
«La poesía tiene una ventaja frente a la ficción: como el periodismo, también busca eso que llamamos verdad.»
Agus Morales
El llamado nuevo periodismo cosechó un éxito ruidoso que llega hasta nuestros días. Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) y Agus Morales (El Prat de Llobregat, 1983) prefieren algo menos pomposo. En este diálogo de larga distancia, discuten sobre el trabajo que hay detrás del reporteo y la escritura. El viejo periodismo.
Voces 5W es una colección de diálogos intergeneracionales, interculturales o interdisciplinares sobre el mundo. Cada obra recoge una conversación que da la vuelta al planeta. 5W edita esta colección.
Como siempre, lo contamos todo con las 5W
1.
Who.
Los autores. Agus Morales presenta a Martín Caparrós y Martín Caparrós presenta a Agus Morales.
2.
What.
Cháchara y periodismo. La cobertura de la pandemia. El valor del trabajo. La era del miedo y la pérdida de libertades.
3.
When.
Los autores hablan sobre sus inicios. Viajan a Argentina, a la India, a Pakistán. Critican la exotización de África. Y se interrogan sobre la función de la ayuda humanitaria.
4.
Where.
Ideas a favor y en contra del Estado. Libertad y opresión, en China y en Occidente. Los caminos de la escritura, los libros escritos y los no escritos.
5.
Why.
El arte de escuchar y desaparecer. La crónica toma partido. El principio y el clima de la crónica. La crónica-ensayo. La pornografía de la miseria.
Uno escribió el libro Larga distancia; otro creó un medio con el lema «Crónicas de larga distancia», aunque asegura que no lo copió. Agus Morales presenta a Martín Caparrós y Martín Caparrós presenta a Agus Morales.
Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) es un periodista y escritor…
No, Caparrós, no voy a escribir eso, no voy a llamarte periodista y escritor —¿los periodistas no saben escribir?—, tampoco voy a citar todos los libros que has escrito, porque entonces no tendría espacio para escribir nada más sobre ti. No voy a usar segundas palabras. En otra situación lo haría —siempre lo hago—, pero esta vez no voy a llamar a «dos o tres fuentes» para que corroboren o nieguen lo que pienso de ti. ¿O ya lo hice? ¿Eso sería lo que llamas «Periodismo Gillette»? Mejor lo discutimos después.
Publiqué mi primer libro, No somos refugiados, en 2017. El prólogo era de Martín Caparrós. Me hizo mucha ilusión: mi primer libro, el prólogo del maestro Caparrós. Qué bonito, ¿verdad? No, no es tan bonito. Quiero advertir a los escribidores contra esta práctica perniciosa. No invitéis a la persona que admiráis a que os prologue un libro, porque corréis el riesgo de que os eclipse. Semanas después del lanzamiento, en redes sociales empezaron a aparecer fragmentos —pocos— del libro. El más repetido: «No queremos saber. Queremos, a lo sumo, informarnos —que con frecuencia es lo contrario». ¿Palabras de Morales? ¡No, de Caparrós! ¡Pero si el libro es mío! ¿Para qué escribo tan largo? La respuesta: tres páginas suyas valen más que trescientas mías. De eso ya estaba informado, supongo, pero en aquel momento lo supe.
Me estoy pasando un poco: es una advertencia excesiva. Porque lo más fácil sería no llegar a ese punto: que la persona que admiramos —y da igual el ámbito al que nos refiramos— nos ignore. Si al final se anima, su implicación será ínfima, porque está muy ocupado, porque es alguien importante. Pero si Caparrós cree en algo, va hasta el fondo, escribe hasta el fondo. Dejemos para otro momento cómo se originó esa fe: en el caso que nos ocupa es un proceso misterioso, cuya única explicación es que yo eligiera «crónicas de larga distancia» como lema de la revista que dirijo, 5W, y que él viera ahí un guiño ineludible que no fue tal. Lo importante ahora —lo que hay que saber— es que Caparrós no vive encerrado en sí mismo, como tantos escritores víctimas de su fama, sino que está atento a todo lo que pasa, a todo lo que se escribe, a todo lo que se cuenta. Alguien diría que es una muestra de generosidad, porque implica estar abierto al mundo, a proyectos de amigos y desconocidos, a libros de escritores jóvenes. Yo diría que, quizá, es eso y también una forma de egoísmo, porque lo contrario sería empobrecer su vida intelectual.
¿Decir que Caparrós es el maestro de la crónica sería hacer Periodismo Gillette? ¿O simplemente caer en un lugar común? Cuidado con eso, y ahí va mi segunda advertencia. Está la historia de la literatura llena de parricidios, de quema de maestros en la pira del ego de los escribidores. Hay que matar al maestro para afirmar la propia identidad. Mejor: hay que golpearlo humillarlo rajar de él en redes sociales decir que está pasado de moda negar que sea un pionero o que haya sido un pionero pisotearlo escribir contra él y aprovecharse de ese enfrentamiento —y, quizá, algún día reconocer que no era tan malo. No recomiendo esa operación masacre contra Caparrós, porque sería imposible masacrarlo. Revisión y riesgo: Caparrós tiene un sentido crítico exagerado y una valentía poco común para llevarlo a las últimas consecuencias. Si alguien quiere derribar la crónica como género anquilosado, con la idea de que Caparrós es uno de sus próceres, hallará en él un aliado para derribarla. Y habrá desconcierto. Está, a la vez, dentro y fuera del canon. Toma nuevos rumbos, propone fórmulas que, con los años, no se sabe cómo, acaban consolidándose. Va siempre un paso por delante. Bueno, en realidad, dos o tres libros por delante, que a Caparrós no hay quien lo siga.
Y ahora vamos a la tercera advertencia —nos está saliendo esto muy moralista—: habrá quien piense que Caparrós es Caparrós por ese concepto volador no identificado llamado talento, pero el centro de todo esto es el trabajo. No hay que ser muy avispado para darse cuenta de ello: una cuarentena de libros no se escriben sin mucho trabajo. Frente a las odas contemporáneas —y románticas— al talento y a la sangre, al duende y a la genética, reivindiquemos la literatura y el periodismo como una carrera de fondo, como el fruto del esfuerzo. Ahí está Caparrós, y por eso lo admiro. Porque es un trabajador.
Más obreros y menos obras es lo que necesitamos.
Ahora solo espero que, de aquí a unos años, mi primer libro se reedite porque el prólogo lo escribió un premio Nobel de Literatura llamado Martín Caparrós. El galardonado querrá protestar porque verá su frase marginal en una horrible faja roja de un libro que todo el mundo había olvidado, pero luego me preguntará si me ha servido de algo, si he vendido algún libro más, si he logrado engañar a algún lector —y no pondrá ningún problema.
Espero que Caparrós no presione para eliminar el anterior párrafo: en mi pueblo eso se llamaría censura. Como diría Caparrós, esta es mi opinión —o, mejor dicho, mi pronóstico: que ganará el Nobel porque lo merece—, y si él tiene otra, que la exprese con esa libertad que siempre ejerció, contra todos y contra él mismo.
«Por sus obras los conoceréis», dijo uno de los mejores propagandistas de la historia, uno que tenía que convencer a su nicho de que le compraran la historia de un hombre que pretendía haber dejado, ya muerto, el suyo —y que antes, según el mismo folleto, había nacido de una virgen y un dios, multiplicado panes, caminado sobre aguas, resucitado gente. Sus obras eran tan inverosímiles que Mateo el Publi las colocó en el centro de la escena. Era la forma de convencernos: exagerar, doblar la apuesta, proclamar que por ellas debemos conocer a las personas. El gran embaucador nos enseñaba a distinguir verdades — de la manera más precisa. Así fue como conocí a Agus Morales: por sus obras. No sabía lo que me esperaba.
Pero fue así: antes de saber de él supe de una obra suya. Y de otros, claro: un día, hace años, rondando por la red, me topé con una dizque revista que acababa de salir y decía que se iba a dedicar a contar bien esas historias que en España, en general, no se contaban ni siquiera mal. En un raro rapto —yo no hago esas cosas— me aboné.
Corría 2015; yo leía las notas de 5W y reconocía, entre otras, la firma de Morales. Hasta que, aquel septiembre, recibí un mail de alguien que decía que se llamaba así y me proponía que escribiera algo para esa revista. Aquella vez hablamos —no hablamos, él estaba afónico—, nos pusimos de acuerdo, pensamos en hacer. Teníamos, es cierto, un terreno común: Médicos Sin Fronteras, donde los dos, de algún modo, colaboramos o colaborábamos: es casi una definición.
Lo primero que me pidió —sin habernos visto todavía, Morales es un pedidor despiadado— fue un prólogo para el primer número de papel de 5W: Después de la guerra. Lo escribí. Zalamero —sincero— definía ese espacio como «algunas de las páginas mejor usadas del periodismo español contemporáneo…» y terminaba diciendo que «el periodismo heroico quiere mostrar esas guerras y mostrar que ha estado en esas guerras. Yo respeto mucho a los colegas que lo hacen; personalmente me interesan más los que buscan la guerra donde no se ve, donde no aflora eso que las escuelas nos enseñaron a rotular como noticia. Digo: esos que intentan contar lo que sucede todo el tiempo, esa guerra que mata más o menos que la otra, pero que nos acostumbramos a pensar como normalidad: como la vida.
«Y a veces me pregunto si detenerse en los horrores de lo extraordinario —en los horrores de la guerra, por ejemplo— no es una forma de subrayar la supuesta calma de lo ordinario: de llevarnos a aceptar que lo ordinario no está mal, que no es una guerra donde algunos triunfan amplia, largamente».
Creía que quizá, si tenía suerte, Morales se enojaría; una vez más me equivoqué. El que casi se enoja, en cambio, fui yo, meses después, cuando vi, en el número impreso, que definían su trabajo como «crónicas de larga distancia». En realidad, al principio me agarró un ataque de vanidad inconfesable: me emocionaba el homenaje. Yo había publicado, en 1992 y en Argentina, un libro que se llamaba Larga distancia y retomaba una serie de crónicas distantes en tiempos en que, en Latinoamérica, el género prácticamente no corría. Pensé que esa definición lo recordaba y reconocía; enseguida descubrí que no. Que era peor aún: que me lo habían mangado sin saberlo. Así que los odié durante algunos días, y después me olvidé, que suele ser lo mío. O, peor: esa idea de la larga distancia nos reunió, por fin, en algún momento de la corta.
Nos conocimos, averigüé algunas cosas. Las visibles: que Morales era un señor liviano y eléctrico y frondoso, al borde del hirsuto, sus pelos y sus gafas y la sonrisa siempre ahí. Las menos: que llevaba la mayor parte de sus años de periodista trabajando lejos; que había estado viviendo en la India y Pakistán, que había andado por África más de lo normal, que era un apasionado, que buscaba y buscaba y buscaba, que le importaba mucho lo que hacía, que hacía muy bien lo que hacía, que era justo una generación menos que yo y me ayudaba a entenderla, que sabía contar lo que importa.
La revista 5W siguió su camino, yo la seguí siguiendo, veía cómo hablaban más y más de la larga distancia. De vez en cuando nos veíamos, charlábamos, yo intentaba sofrenar mi sereno rencor. Pero no pude más cuando, un año más tarde, Morales me pidió que prologara un libro suyo: el tema me inquietó, pensé que sería un engorro, tenía ganas de hacerlo, lo acepté. El engorro devino odio inverecundo cuando me lo mandó y descubrí que había hecho el libro que yo había querido hacer muy poco antes —y que no había podido o sabido o encontrado la forma. No somos refugiados trata con solvencia, sensibilidad, inteligencia, uno de los dos o tres grandes temas —intratables— de estos tiempos: las migraciones, sus historias, sus razones y sinrazones y desastres, sus hallazgos.
Ya perdido, lo dije: «Hace un par de años pensé mucho en intentar escribir algo así, un libro sobre los nuevos muros; desde entonces, cada tanto, volvía a preguntarme por qué no lo hacía. Ahora puedo contestarme sin más dudas: porque Agus Morales ya lo hizo. Por eso es un orgullo y una satisfacción y un trago amargo presentar este libro —que, más bien, querría haber escrito».
Por segunda vez, siempre tan involuntario, con su cara tan de yo no fui, Morales me había despojado. Algún día voy a decirle que está claro que se equivoca mucho: que le convendría tanto más robar a otro. A uno que rente más, que dé más juego.
Mientras, lo veo avanzar irrefrenable. Ya no tendré que explicarle cómo es: le irán robando más y más, lo dejarán en bolas y gritando. Ya vas a ver, Morales: no hay mayor gusto que descubrir que te roba, queriendo o sin querer, un tipo inteligente.
Cháchara y periodismo. La cobertura de la pandemia. El valor del trabajo. La era del miedo y la pérdida de libertades.
M.: Quería empezar de otra manera, Caparrós, pero estás de actualidad. Hoy mismo, 9 de julio, has lanzado tu propio espacio en internet. Lo llamas cháchara.
C.: Sí. Hace tiempo que tenía ganas de tener un espacio propio, un espacio donde nadie pudiera decirme qué, cómo, cuándo publicar.
M.: Que el editor de 5W no te pudiera decir nada, ¿no?
C.: Ni ningún otro [ríe]. Últimamente tenía problemas con The New York Times y su idea de que hay un señor que tiene derecho a decirte qué tienes que escribir y cómo tienes que hacerlo. Sobre el cómo tienes que hacerlo, se podría discutir si tiene o no algún derecho. Sobre qué escribir y qué no, me parece difícil discutirlo en una sección de opinión: o es mi opinión o no es mi opinión. Si no lo es, no tengo por qué firmarla. Y si lo es, tiene que ser lo que yo opine, no lo que ellos crean que yo tengo que opinar. Cuando dicen: «Este párrafo no va, porque esto que estás diciendo me parece que no hay que decirlo»; cuando eso se repite y se pone en modo: «O se publica como yo digo o no se publica», entonces decido terminar con The New York Times y empezar con este espacio, cháchara. Durante mucho tiempo los medios fueron indispensables para aquellos que querían decir algo por escrito. Ya no.
M.: Algunos dicen que el periodismo está en crisis, pero lo que está en crisis es sobre todo la industria. Hay periodistas que, por la cantidad de lectores que tienen, pueden embarcarse en una aventura como la de cháchara. Otras veces se alían varios periodistas, crean grupos, colectivos; y construyen medios. Me parece que esa es la tendencia natural del periodismo. Yo prefiero estar en una canoa con varias personas y poder cambiarla de dirección que en un gran transatlántico con mucha gente, que es muy difícil de girar.
C.: Con el gran transatlántico, con toda lógica, el rumbo no va a ser el que tú quieras. Va a haber otros factores que lo van a determinar: va a haber un capitán, un segundo, un contramaestre, 400 marineros… y sobre todo un armador, un dueño. Demasiadas maneras de marcar ese rumbo. En cambio, en la canoa, solo o con otros pocos, el rumbo lo vas a poder definir mucho más directamente. Yo pensé también en hacer cháchara con otra gente, y lo sigo pensando porque me parece interesante.
M.: Algo que huya de lo que llamas Periodismo Gillette. Ese periodismo bien afeitadito.
C.: Cada vez me jode más la influencia que alcanzó en nuestros países ese periodismo atildado, pasteurizado, tan seguro, tan satisfecho de sí mismo, tan bien afeitado que podríamos llamarlo Periodismo Gillette. Que viene con ínfulas de superioridad moral porque les preguntan las cosas a dos o tres personas y dice que hay que tener dos fuentes, tres fuentes, y escriben como si se aburrieran. Es esta influencia del periodismo a la americana, que está tan en boga y que a mí me parece particularmente triste. Más allá de esto, es bastante triste que crean que lo que importa es siempre —o casi siempre— contar el poder, los entresijos y los pequeños errores y excesos del poder, para cuidarlo, para limpiarlo, para que pueda seguir funcionando despojado de esas pequeñas malformaciones, de esos quistes que serían los funcionarios corruptos, incorrectos y demás. Es como el sistema de la monarquía española: se creen que lo que hay que hacer es cambiar al señor porque está viejo y parece que caza demasiado y cobra demasiado y se lo gasta en amigas rubias, en lugar de pensar que el problema es que hay una institución según la cual hay un señor que tiene todos los privilegios simplemente porque es el hijo de otro señor que tenía todos esos privilegios. Es lo menos democrático que uno pueda imaginar. El Periodismo Gillette hace lo mismo: lo que intenta es mejorar un poquito los errores y excesos del sistema para que el sistema pueda seguir funcionando. Y por eso se dedica tanto a las instancias del poder, cuando a mí lo que me interesa es contar otras cosas.
M.: También criticas el periodismo de investigación.
C.: Bueno, por lo menos a ese que en lugar de pensar un poco las cosas se dedica a tratar de hacer un trabajo básicamente policial que deberían hacer las instituciones policiales. Y si no lo hacen, lo que hay que hacer es conseguir una sociedad en la que las instituciones policiales lo hagan, no hacerlo en su lugar y creerse un gran comisario. Yo detesto a la policía en cualquiera de sus formas. No quiero ser un buen policía, como parece ser el caso de ciertos periodistas. Además, quizás el público debería saber que, casi siempre, el «periodismo de investigación» consiste en que algún exsocio o compañero dejado de lado o ninguneado o lo que sea pasa información sobre maniobras en las que solía participar o, por lo menos, tolerar. Si no te lo cuenta alguien de adentro, casi nunca te enteras. Y el que te lo cuenta tiene su agenda, lo hace con un fin, en el que el periodista es su instrumento.
M.: El periodismo anglosajón siempre tuvo mucha influencia en mi forma de pensar. Desde muy joven. Supongo que eso se debe, en parte, a que trabajé mucho tiempo en Efe, que es una agencia de noticias. Es una escuela extraordinaria. Te enseña humildad, te recuerda cada día cuál es la esencia de lo que hacemos. Pero con el tiempo y a causa de mis inclinaciones literarias —y creo que sin contradicciones—, he matizado algunas cosas.
C.: ¿Por qué?
M.: Porque a mí me gusta que me lleven al límite, que me obliguen a verificar el material del que dispongo. Me lo hago a mí mismo. Ya no es solo que no se fíen de mí, sino que yo no me fío de mí mismo.
C.: Sobre este tema del fuck-checking