A todos los adolescentes
que han pasado por mi vida:
los de la parroquia, los del barrio,
los de la familia y los de la escuela.
Ellos han sido, sin duda,
mis mejores maestros.
Bien creo he de saber decir poco más que lo que he dicho en otras cosas que me han mandado escribir, antes temo que han de ser casi todas las mismas, porque, así como los pájaros que enseñan a hablar no saben lo que les muestran u oyen y esto repiten muchas veces, soy yo al pie de la letra. Si el Señor quisiera diga algo nuevo, Su Majestad lo dará, o será servido traerme a la memoria lo que otras veces he dicho; que aun con esto me contentaría, por tenerla tan mala que me holgaría atinar a algunas cosas que decían estaban bien dichas, por si se hubieren perdido. Si tampoco me diere el Señor esto, con cansarme y acrecentar el mal de cabeza por obediencia quedaré con ganancia, aunque de lo que dijera no se saque provecho.
TERESA DE JESÚS, Las Moradas
Humildemente, me sumo a la humildad de la santa.
Educar es lo mismo
que poner un motor a una barca…
Hay que medir, pensar, equilibrar…
y poner todo en marcha.
Pero, para eso,
uno tiene que llevar en el alma
un poco de marino…
un poco de pirata…
un poco de poeta…
y un kilo y medio de paciencia concentrada.
(GABRIEL CELAYA)
Agradezco a Raúl que haya pensado en mí para abrir a los lectores la ventana de su libro, pero sobre todo le agradezco los años compartidos en la tarea educativa –¡a punto de ser veinte años!– desarrollada en el colegio Luz Casanova, de Usera (Madrid).
Fue toda una casualidad encontrarme con él. ¡Bendita y graciosa casualidad!
Y ha sido para mí –y creo que para las titularidades, equipo educativo, familias e innumerables alumnos y colaboradores del centro– un regalo a lo largo de estos años, porque se ha atrevido, con sus fortalezas y debilidades, a educar desde la «barca» del colegio Luz Casanova en el mar de Usera, entendiendo esta tarea en la sugerente orientación poética de Gabriel Celaya.
Ha procurado educar midiendo, pesando, equilibrando, poniendo en marcha el motor... desde las distintas tareas desarrolladas: profesor, tutor, coordinador, director, responsable de comunicación, etc.
Y puedo decir, apoyándome en el poeta, que en su alma esperanzada ha llevado y lleva un poco de marino, un poco de pirata, un poco de poeta y un poco de muchísimas cosas más. ¡También «kilo y medio de paciencia concentrada»!
Sigue ilusionado en la actualidad, con las desazones normales de quien trabaja en el mar de la educación, y sigue bregando en el aula como si fuera el primer día. No se ha acomodado y no ha dejado que nos acomodemos. En su interior anidan fuertes convicciones cristianas, fortalecidas con vivencias comprometidas, que le plantean un montón de preguntas respecto a casi todo, pero de un modo especial respecto a la educación. No las elude. Todo lo contrario: se toma su tiempo y busca respuesta pensando, leyendo, soñando, actuando…
Las preguntas surgen a borbotones en sus palabras, en sus sueños, en sus desánimos, en sus alegrías y tristezas. Y siempre, siempre, se convierten en propuestas compartidas de acción, en las que no elude mancharse las manos intentando hacerlas realidad.
Y algo de todo eso es lo que se puede encontrar el lector latiendo bajo estas páginas, ofrecidas por el autor con cierto rubor. Le he oído exteriorizar: «¿A quién le pueden interesar estas cosas? ¿Pueden ser enriquecedoras para alguien?».
Pueden interesar –lo digo de corazón– a toda aquella persona que navega en las innumerables barcas de la flota de la escuela concertada católica (también a los preocupados por la escuela en general), porque, ante el vaivén del oleaje de sus críticas, dudas, preguntas, sueños y propuestas podemos atrevernos a pilotar con más honradez las diferentes barcas, tomando más en serio los valores teóricos que deseamos proponer, pero, sobre todo, las formas concretas en las que se plasman dichos valores: organización, relaciones, dinamismos pastorales, metodologías, etc.
No creo desviarme del autor si adelanto, como conclusión apetitosa, que la escuela católica concertada, si quiere ser fiel a Jesús y su mensaje, como es su intención, no puede perder su sabor a Evangelio. Y el sabor a Evangelio solo será percibido y saboreado adecuadamente si está bien diluido en la vivencia cotidiana de la escuela. ¡Sabemos de quién nos hemos fiado!
MIGUEL ÁNGEL DEL BARRIO
Tenía alrededor de veinte años y pasaba una quincena de mi verano en un campo de trabajo. Estaba cavando una zanja para asentar los cimientos de una futura casa de oración. Alguien pasea con una Biblia debajo del brazo, se acerca a mí y me pregunta: «¿Qué tiene que ver lo que estás haciendo con el reino de Dios?».
La pregunta se ha convertido en recurrente en mi vida: ¿qué tiene que ver mi día a día con el reino de Dios? Y, en concreto, ¿qué tiene que ver mi día a día, en la escuela católica, con el reino de Dios?
Sin duda, hay respuesta. La naturaleza de nuestras escuelas brinda un marco de posibilidades para hacer Reino: el trabajo con y por otros, espacios que permiten generar estilos de convivencia, la realidad comunitaria de la escuela, las propuestas de transmisión de la fe en Jesús, la apertura a las realidades del mundo y al conocimiento, la concepción de la persona desde la antropología cristiana, el acceso a la formación en valores, la posibilidad de transformación del entorno…
No creo que falte ninguno de estos aspectos en los centros escolares católicos. Tampoco creo que falten la mayoría de ellos en institutos o colegios aconfesionales. En la vieja Europa, inevitablemente, todo lo que hay tiene un baño de tradición cristiana. Por tanto, no me pregunto sobre lo que nuestra tarea tiene que ver con la construcción del Reino, sino si la construcción del Reino –y de su justicia– es la base de nuestra oración, discernimiento y acción; me pregunto si diseñamos nuestra actividad educativa y pedagógica desde la pretensión de hacer de la escuela un espacio de transformación personal y social inspirado en la propuesta del Evangelio de Jesús. Creo que la respuesta es que no siempre.
Nuestros idearios y caracteres propios están impregnados de pretensiones por hacer de la escuela lugares donde se vivencie la buena nueva del Evangelio, pero me temo que, en lo práctico, no es siempre este el leitmotiv de nuestro día a día. Me hago las siguientes preguntas: ¿cruzamos cada mañana el umbral de nuestro colegio con el ánimo de entregarnos a encuentros con compañeros, familias y alumnos que hagan de lo que somos signo de Reino? ¿Leemos todo lo que acontece y se proyecta en nuestros centros desde la luz del Evangelio? No sé si somos conscientes de que nuestro apellido católico hace que nuestro trabajo sea parte de la imagen que nuestra sociedad recibe de Dios. No sé si somos conscientes de este valor sacramental en nuestra tarea.
Vivir es leer e interpretar. En lo efímero puede leer lo permanente; en lo temporal, lo eterno; en el mundo, a Dios. Y entonces lo efímero se transfigura en señal de la presencia de lo permanente; lo temporal, en símbolo de la realidad de lo eterno; el mundo, en el gran sacramento de Dios. Cuando las cosas comienzan a hablar y el hombre a escuchar sus voces, entonces emerge el edificio sacramental. En su frontispicio está escrito: «Todo lo real no es sino una señal». ¿Señal de qué? De otra realidad, realidad fundante de todas las cosas, de Dios (L. Boff, Los sacramentos de la vida).
Aquella pregunta que alguien me lanzó mientras cavaba a pleno sol aún resuena en mí. Podría haber respondido. Podría haber encontrado una correlación entre esa agotadora tarea y la construcción de Reino. Sin embargo, comenzar a cavar aquella mañana no fue el resultado de un momento de silencio tras el que concluí que construir los cimientos de aquella casa era la tarea que me llevaba a hacer Reino aquel día.
No sé muy bien a quién va dirigido esto que escribo. No sé si estas reflexiones pueden conectar con algún otro trabajador o directivo de la escuela. No sé si existen personas que comparten mi sospecha de que la respuesta que la escuela católica está dando a los interrogantes y demandas que nuestra sociedad plantea no siempre está en consonancia con las demandas del Evangelio. No sé si hay una mayoría significativa de trabajadores de centros escolares católicos que viven el trabajo desde su compromiso como laicos insertados en una obra de Iglesia. La verdad es que no sé si todo lo que cuento a continuación son solo cosas mías.
1
Cuenta san Lucas que Marta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile que me ayude». Le respondió el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada» (Lc 10,38-42).
Sin ánimo de sentar cátedra, pero sí de poner en juego ideas que habitualmente no escucho en los foros públicos de debate, me propuse hacer un esbozo de parte del paisaje que he observado en mis años de trabajo en la escuela concertada católica. Tampoco he pretendido hacer una descripción global de la vida escolar, sino que he puesto mi foco de atención en aspectos que –considero– precisan de una relectura, dejando a un lado otros muchos que suponen una riqueza para nuestros colegios, nuestros alumnos y nuestra sociedad.
Tampoco me he preocupado de la escuela en general, sino de la escuela católica. Saberme parte de la Iglesia me ha hecho cuestionarme y cuestionar muchas de las vivencias tenidas en el entorno de las entidades que han asumido el apellido «católico» en su denominación. Somos imagen pública de nuestra Iglesia y estamos llamados a hacer reino de Dios en la tierra. Por tanto, no puede valer todo y, al margen de los ineludibles quehaceres diarios, deberíamos aprender a mantener una actitud serena, atenta, contemplativa, que nos permita tomar distancia de los trajines cotidianos, algunos ineludibles, otros necesarios y muchos prescindibles. Deberíamos asumir una actitud que nos permita mantener la lámpara encendida para vislumbrar cuáles son los cuándo y los cómo a los que Dios nos invita, y abra nuestra tarea a horizontes que apunten a nuevos marcos de actuación. Vino nuevo en odres nuevos, nuevos marcos de actuación que se vean acompañados de nuevas estructuras organizativas, nuevos programas de trabajo, nuevas propuestas metodológicas en el aula y nuevos estilos de relación.
Nuevos marcos de actuación que apuesten por las necesarias transformaciones personales, sociales y planetarias que nos está reclamando con urgencia el murmullo de un Padre que nos mira con ternura. Transformaciones personales que eduquen nuestra mirada hacia el estar atentos a la necesidad del otro y hacia el regalo de la belleza en nuestras vidas, y que nos llene de la dignidad que conlleva ser hijos de un mismo Dios. Transformaciones sociales que nos hagan corresponsables a los unos de los otros, que apunten hacia la equidad en las relaciones y en la toma de decisiones, que sitúen el bien común en la raíz de los procesos. Transformaciones planetarias desde la toma de conciencia de la humanidad como un todo del que somos parte influyente, y de la Tierra como Madre acogedora a la que debemos amar.
Sin embargo, vivimos los cursos escolares con cierta vorágine, sujetos a ritmos que no dejan espacios para el diálogo, la reflexión y la calma. Vivimos los cursos escolares sumergidos en un quehacer frenético, derivado de una concepción productivista de nuestro trabajo, y aparcamos nuestra capacidad para la contemplación; y en muchas ocasiones permanecemos sordos a signos que están reclamando nuestra atención.
Sin darnos cuenta nos atrapa la actitud de Marta. Cierto que alguien tiene que recoger la casa y hacer la comida, pero no podemos defender esa parte como la importante, la que debe imponerse sobre las demás. El exigente ritmo de actividad al que nos somete la escuela hace que le quitemos valor a los espacios de calma y quietud y que nos olvidemos de elegir la parte buena.
Estas son las razones que me dispusieron a compilar estas reflexiones. En primer lugar, para buscar espacios de quietud para mi propia persona, por la necesidad personal de revisar a la luz del Evangelio la realidad laboral en la que estoy inmerso. En segundo lugar, para ofrecer el resultado de mis intuiciones, por si pueden iluminar rincones a los que no siempre llega nuestra mirada.
Escribo, pues, con la intención de que sea la esperanza la que ilumine lo que escribo: no siempre me resulta fácil que así sea. He desarrollado la mayor parte de mi labor como docente en la escuela católica y he pasado por períodos de ilusión, euforia, decepción, rencor, desasosiego, serenidad… Quiero mirarla ahora con esperanza, en desacuerdo con algunas de sus propuestas a la vez que convencido de lo mucho que aporta y puede aportar a nuestra sociedad, y sintiéndome Iglesia en ella y convencido de la importancia de añadir a los discursos oficiales –y oficiosos– líneas de reflexión que no suelen escucharse en los grandes foros, pero que sí resuenan en pasillos y pequeños corros entre muchos de los que sostenemos los proyectos educativos con nuestro esfuerzo cotidiano en las aulas. Ni que decir tiene que todo lo que se propone aquí ya es realidad en muchos de nuestros colegios, y pido disculpas de antemano si mi aportación parece una enmienda a la totalidad. Nada más lejos de mi intención: es mucha la vida que se está poniendo en juego para que el mensaje del Evangelio impregne nuestras escuelas y adquiera el potencial transformador que encierra. Pero creo que es el momento de cuestionar aquellas formas de funcionar que no todos los que formamos parte de la escuela católica compartimos y aportar nuevos referentes, aunque no siempre sea tarea grata, pues, en el fondo, cimbrean nuestra manera de pensar y de hacer.
Poco más; quizá me «obsesiona» trasladar a la escuela un modelo social que sea reflejo de todo aquello que entiendo que Jesús de Nazaret vino a vivir entre nosotros. En cualquier caso, solo pretendo ordenar ideas que no suelo escuchar muy a menudo en el devenir diario del trabajo escolar y ofrecerlas al diálogo esperanzado.
2
Nací en 1972 y fui bautizado a las pocas semanas de vida. Desde muy pequeño fui chico de parroquia. Viví mi juventud deslumbrado en los noventa por los coletazos tardíos de la teología de la liberación y la experiencia en parroquias de barrios periféricos de Madrid. Ahora estoy casado, con dos hijos y soy profesor de Secundaria en un colegio católico desde hace más de diecinueve años. Me he dedicado a tareas de gestión y dirección durante más de diez cursos. A lo largo de este tiempo he convivido con cinco papas en Roma y cinco leyes educativas en España.
A estas alturas me resulta ineludible la pregunta sobre el sentido de la presencia de un laico en la realidad confesional en la que desarrollo mi actividad profesional. ¿Cómo afronta un laico posconciliar ser empleado de una institución católica dedicada a la docencia?
Son muchas las líneas de reflexión que se me abren: la realidad del laico en la Iglesia, la relación con las instituciones católicas que sostienen los centros, la relación con la Administración y sus normativas, la convivencia con alumnado y familias dentro de la escuela, el sentido real de transformación de nuestra tarea, nuestra relación con la sociedad, el nivel de hondura espiritual desde el que desarrollamos nuestra tarea, el vínculo entre compañeros de trabajo o las propuestas pastorales por las que estamos apostando.
Cabe, pues, pararme a dar algunas pinceladas breves sobre lo que entiendo que debería ser la vida laical en la Iglesia de hoy.
Aún resuena en el lenguaje eclesial la idea de laico como «seglar», como «siervo», como «miembro de un rebaño guiado por pastores». Pero no solo en el lenguaje: muchos de los fieles aceptamos la actitud «cómoda» de dejarnos llevar por el clero, que, a su vez, manifiesta cierta dificultad para desprenderse de tareas y estadios de poder que no tienen por qué ser exclusivamente suyos. Seguimos auspiciados por las palabras de Graciano en el siglo XII, «tenemos dos clases de cristianos», los que se dedican al oficio divino, a la contemplación y la oración, y los laicos. Pero no tenemos que alejarnos tanto: León XIII, a finales del siglo XIX, seguía distinguiendo «entre pastores y rebaño, entre los jefes y el pueblo» (Sapientiae christianae). Pío XII insiste, mediado el siglo XX, en que «el [sacramento del] orden distingue a los sacerdotes de todos los demás cristianos no consagrados» (Mystici Corporis Christi).
Atrás debería haber quedado esta concepción de la vida laical, pues el Vaticano II afirma que «cuanto se ha dicho del pueblo de Dios se dirige por igual a los laicos, religiosos y clérigos» y que «se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y la acción común de todos los fieles». O cuando en Lumen gentium se afirma que «los laicos, incorporados por Cristo en el bautismo, participan de la triple función de Cristo, es decir, son sacerdotes, profetas y reyes». Aún más, el mismo san Pablo, en su primera epístola a los Corintios, afirma que «en un solo Espíritu hemos sido bautizados, y todos hemos bebido de un solo Espíritu»; o san Juan, cuando certifica en el Apocalipsis que Cristo «ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre».
Creo, por tanto, en el valor del laico dentro de la Iglesia y en su compromiso con la sociedad desde su sencilla pretensión de ser un buen cristiano, seguidor de Jesús, vinculado al Padre, inspirado por el Espíritu. Sin embargo, aunque el Código de derecho canónico afirma que «se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción» (can. 208), en Christifideles laici, Juan Pablo II da un paso atrás proponiendo que la vida de los laicos «se expresa particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas». No niego la importancia de dicha inserción, es más, la afirmo, pero parece como si los laicos estuviéramos excluidos de otro tipo de pretensiones reservadas a la clase sacerdotal, reafirmando así la dinámica de pastores y rebaño. Esta propuesta me retrotrae de nuevo a Graciano, en el siglo XII, cuando afirmaba que a los laicos «se les permite tener cosas temporales […] les está permitido casarse, cultivar la tierra, juzgar entre los hombres, colocar las oblaciones sobre el altar, pagar tasas, y así podrán salvarse y, haciendo el bien, evitar vicios».
Comenta José Antonio Pagola en su reflexión La hora de los laicos: «Una buena parte de estos laicos, aun sin participar en organizaciones de ningún tipo, se preocupan de verdad por la comunidad cristiana, van tomando conciencia de su responsabilidad, tratan de vivir su vida familiar, profesional, social, con madurez y coherencia cristiana». Esto no es poco, y se parece bastante a la imagen que, como hombre «no sacerdotal», nos dejó Jesús de Nazaret. Pero, además, somos muchos los laicos que concebimos nuestra vida desde el compromiso con los cambios necesarios que está reclamando nuestro mundo. Insertos en la cotidianidad de la vida familiar y laboral, sentimos que el Evangelio nos invita a una transformación personal que haga de nosotros mismos un elemento transformador. Nos sentimos, pues, protagonistas de la vida de la Iglesia. No solo por el sentimiento de comunión con el resto de miembros, sino por compartir la misión de hacer presente en el mundo la mirada tierna de Dios Padre desde una realidad encarnada, inserta en la realidad cotidiana de nuestras sociedades. Por tanto, creo que los laicos dentro de la Iglesia estamos en el punto de poder exigir unos niveles de participación y corresponsabilidad de los que no disponemos. En mi experiencia concreta de laico comprometido con un colegio católico, sigo percibiendo en muchos casos estructuras piramidales organizadas desde el clero y sus representantes, donde estos nos siguen percibiendo como beneficiarios de su labor y pueblo al que hay que marcar directrices. A lo más, se nos percibe como colaboradores de un proyecto que ellos gobiernan. A la vez que gran parte de los trabajadores de estas organizaciones asumimos la comodidad de dejarnos llevar por las directrices marcadas, huyendo de protagonismos que nos comprometan.
Si la escuela católica es un contexto de Iglesia, es una apuesta de Iglesia y, por tanto, imagen visible de Dios en el mundo (máxime en nuestro país, donde la escuela católica ha tenido un papel muy relevante en la realidad social durante los dos últimos siglos), deberemos buscar formas de ordenar la realidad laical en nuestros centros.
Las escuelas católicas fueron impulsadas por Órdenes, congregaciones y diócesis, pero actualmente están mantenidas por un cuerpo de trabajadores –hombres y mujeres– «no consagrados» que desarrollan y siguen desarrollando su actividad sujetos a condicionantes, generalmente no propios, sino marcados por las entidades titulares.
El mundo y la realidad en la que estamos insertos no nos deberían resultar indiferentes. Ya nos lanzó Pablo VI su invitación al decir que la tarea primera e inmediata de los laicos es «poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas en las cosas del mundo». Y ahondaba el Concilio en esta línea cuando afirmaba que «los seglares han de procurar, en la medida de sus fuerzas, sanear las estructuras y los ambientes del mundo».
En este contexto, ¿qué relectura sobre la realidad del laicado conviene hacer? ¿Qué pueden aportar los laicos que trabajan en la escuela católica? ¿Qué espacios han de abrirse en una realidad de Iglesia dirigida por sacerdotes, religiosos y religiosas? ¿Qué tensiones cabe resolver en la relación de un trabajador de un colegio católico con la realidad social, la Administración, las entidades titulares de los centros, los propios compañeros, las familias y los alumnos?
A los que trabajamos en ella, la escuela católica no nos debería resultar indiferente. Deberíamos preocuparnos por la calidad del «saber» que aporta y del «sabor» que deja en la vida de todos los que en ella vivimos y convivimos a diario durante un período significativo de tiempo…
3
Un domingo tras otro se repite la plegaria en la eucaristía: «Por el papa, por nuestro obispo, por los sacerdotes, por los religiosos y religiosas y por todos los que forman parte del pueblo de Dios».
Algo hay en el lenguaje eclesial que sigue manteniendo a los laicos en la base de una estructura piramidal. Esta disposición jerárquica se traslada a la escuela católica. Así, los trabajadores de los centros –utilizo el término «trabajador» para incluir en la reflexión a profesorado y PAS y para dejar constancia del vínculo objetivable que nos une a la escuela– sostenemos una estructura en la que la gestión, las directrices y la toma de decisiones corresponden a una minoría constituida por religiosos –hombres o mujeres– o personal de los centros elegidos por estos y, por tanto, afines a las instituciones que ostentan la titularidad de los centros.
No recorremos los pasillos de las escuelas con tocas, ni llevamos cruces colgadas al pecho, ni celebramos misa; la gran mayoría ni tan siquiera damos clase de Religión. No hemos estudiado teología ni rezamos Laudes en comunidad cada mañana. No tenemos tandas de ejercicios en verano ni votos que nos liguen al compromiso diario. No gozamos de la autoridad implícita que da pertenecer a la congregación titular de nuestro centro. No participamos en tomas de decisiones estratégicas. Somos laicos. Sostenemos el día a día de nuestros colegios. Vivimos diluidos. Anónimos de puertas afuera de nuestras aulas y pasillos. Coloreamos, endulzamos, damos aroma y sabor a nuestros proyectos educativos. Somos laicos. Discípulos de Jesús de Nazaret, un laico.
Somos sal de la tierra. Presencia constante, disuelta, imperceptible en la distancia o el desapego, esencial y rotunda cuando dejo que la realidad penetre en mí, no por la vista, ni siquiera por el tacto, sino por la boca. Cuando permito que la realidad penetre en mi misma realidad orgánica es cuando la sal cobra protagonismo.
Esa es la sal que estamos llamados a ser.
Diluidos en la realidad social en la que nos movemos. Como un ingrediente más, un aderezo, sin necesidad de ser presencia llamativa e impactante, con el reto de no faltar nunca en el plato y conscientes del valor de la pluralidad para hacer un guiso lleno de matices.
Ser sal, ahondar en la esencia de ser sal, conectar desde la hondura con el mundo que se nos regala, con la humanidad con la que compartimos camino, con la propuesta esperanzada del Evangelio de Jesús, con el abismo íntimo del Dios que nos acompaña.
Ser sal en la escuela es una invitación a llevar sabor a todos los rincones. Viviendo la fe como una realidad integradora, capaz de dar respuesta a todo lo que somos y no como un discurso al servicio de nuestra tarea. Una fe respetuosa con la diferencia y convencida de la riqueza de la diversidad. Una fe con vocación de llegar a los límites para acompañar al alumnado y a las familias que sufren el efecto centrifugador de nuestras estructuras sociales y económicas.
Ser sal en la escuela es una invitación al punto justo, a la moderación, a saber diluir nuestro ego, nuestras ganas de significarnos, en pos de un proyecto colectivo compartido con las personas con las que convivimos. A evitar actitudes proselitistas y apostar por el acompañamiento. A no querer convencer a nadie de nada. A potenciar la libertad de pensamiento, de opción, de estilo de vida. A sabernos al servicio de las familias, verdaderas responsables y educadoras de nuestros alumnos.
Ser sal, en ocasiones, también es aparecer de manera rotunda, como un terrón duro e inesperado, a veces molesto, que tenemos que ronchar entre los dientes y proclama un sabor distinto que realza el sabor del resto.
Ser sal en la escuela es una invitación a realzar virtudes y no a cambiar naturalezas. A ver la riqueza de compañeros y alumnos, saberla valorar, saberla disfrutar. Entender la diferencia como una oportunidad y no como una amenaza.
Ser sal en la escuela es una invitación a dejar hacer a Dios. Al Dios de la vida que fluye, que sopla, al Dios que nos soñó como cristales de sal llenos de sabor. Sin obsesionarnos por tenerlo todo atado. Sin obsesionarnos por influir en todo, por condicionarlo todo. Para dejar a Dios que haga. Abiertos a su creatividad. Viviendo en la esperanza más allá de nuestras voluntades e intenciones.
Vivir disueltos, invisibles, potenciando el sabor, llegando hasta los límites.
4
Me pregunto, ¿cuántos de nosotros, seglares comprometidos con la tarea en la escuela, nos levantaríamos de lunes a viernes a las seis y media de la mañana si no nos pagaran? ¿Cuántos de nosotros, docentes convencidos de la necesidad de ofrecer una formación valiosa a los que serán ciudadanos del mañana, pasaríamos ocho horas diarias en el colegio si no nos pagaran? ¿Cuántos de nosotros, formadores que apostamos firmemente por transmitir la fe en Jesús de Nazaret y sus valores a los chicos y chicas que han puesto en nuestras manos, nos quitaríamos tiempos de disfrute personal para programar, corregir y mil etcéteras si no nos pagaran? ¿Cuántos de nosotros que afirmamos que nuestra experiencia en la escuela es una parte esencial de nuestro proyecto de vida no cambiaríamos de trabajo si nos mejorasen las condiciones de sueldo, horario y vacaciones? Disculpen la demagogia, pero creo que estas preguntas son iluminadoras.
Sin duda, este punto de partida está plagado de preguntas capciosas, y de sobra sé que somos muchos los que vivimos nuestra tarea desde un compromiso más que profundo, desde una vocación real. De sobra sé que, en muchos casos, la sintonía con nuestras entidades titulares es muy alta, que muchos hemos renunciado a posibilidades laborales atractivas por estar en la escuela, y por estar en la escuela católica.
Pero, para llevar a cabo un análisis de la situación de los laicos en la escuela católica, creo que conviene tomar como punto de partida esta premisa: los laicos en la escuela católica somos trabajadores asalariados, contratados por las entidades titulares de los centros, pagados por la Administración pública y sujetos a un convenio colectivo.
A partir de esta evidencia, no pretendo restar importancia a otros aspectos que conforman vínculos reales entre laicos y escuela, pero que, en cualquier caso, son poco medibles y, me atrevo a afirmar, que siempre son consecuencia de lo primero.
La propia Iglesia es jerárquica. Las diócesis, las congregaciones, funcionan de manera jerárquica. La Administración pública es jerárquica. Nuestra cultura empresarial es jerárquica. Es difícil salir de este modelo organizativo. Lo vivenciamos como una situación ineludible, casi natural.
alienación
Cuando las instituciones religiosas reflexionan sobre su relación con los laicos –de nuevo ellas son las que reflexionan– hablan de misión compartida y de las escuelas como comunidades educativas, pero ¿hasta dónde se profundiza a nivel práctico en el significado de estos dos paradigmas?