Pertenezco a la generación que estudió gramática en la escuela. La asignatura no se llamaba entonces Lengua y no sabíamos nada de lexemas, morfemas o sintagmas, sino de sujeto, verbo y predicado. Aprendíamos a diferenciar la voz activa de la pasiva y estábamos familiarizados con las oraciones de relativo y con los participios: quien hacía la acción de caminar era un caminante; el que madrugaba, un madrugador, y el que disentía, un disidente. Y cuando el sujeto no realizaba la acción, sino que la padecía, acudíamos al participio pasivo: aquel a quien se hacían las preguntas se convertía en un interrogado y el que padecía la acción de rechazar, un rechazado.
De estos saberes tan modestos ha nacido este libro con el atrevimiento de adjudicar a Jesús 33 nombres nuevos, buscados más allá de sus grandes títulos cristológicos (Señor, Hijo, Siervo, Maestro...) y «hallados por ventura» al pasear tranquilamente por las páginas del Evangelio.
La atención ha estado puesta en las acciones que Jesús realizaba o padecía, expresadas en los verbos que eligieron Mateo, Marcos, Lucas y Juan para comunicar algo de lo que fue su caminar entre nosotros. Muchos nombres suyos estaban escondidos en esos campos como un tesoro, latiendo en el interior de esas palabras que lo guardaban y suspiraban por contarlos con la misma aplicación silenciosa con que la noche y el día susurran la gloria de Dios (Sal 19,2).
Me tranquilizaba saberme a la sombra de Efrén de Nísibe, un Padre sirio que, allá por el siglo IV, proclamaba bendito «al Grande hecho pequeño, al Centinela que se ha dormido, al Puro que fue bautizado, al Viviente que ha muerto, al Rey que se ha abajado para devolvernos el honor a todos».
A lo largo del recorrido por las palabras, poco atenta a la intención teológica de cada evangelista, he buscado más bien el aroma que podía respirar en cada nombre, el sabor que me dejaba, el roce que me hacía recordar que ya lo había tocado en otro lugar. Algo parecido a lo que expresa con tanta belleza el poema de J. A. González Iglesias:
He oído en una conferencia
que hay uno
que asume todo nuestro desconsuelo.
Y he leído, en un libro
de un poeta, que hay uno
que puede verlo todo sin odiar.
Tienen que ser el mismo.
«Tienen que ser el mismo»: esa experiencia de semejanza y familiaridad iba creciendo mientras daba hospitalidad en mi corazón a algunas de esas palabras que llamamos verbos, participios o adjetivos y que, a veces, tenían a bien descubrirme algo sobre Jesús, algún rasgo suyo nuevo, aunque él fuera el mismo, con el que nombrarle al orar.
En estas páginas se comparten descubrimientos, asombros y sorpresas: cómo habrá ido a parar esta palabra a otro texto tan distante; qué distinta luz irradia desde otra diferente; qué maravilla respirar el mismo aroma en un descampado de Belén, en las afueras de Jericó o junto a un pozo en Samaría.
Ha sido una experiencia casi idéntica a la vivida hace muchos años en una estancia larga en Palestina: las palabras por las que ahora transitaba eran como los campos recién segados que olían igual en Judea que en Galilea; como la sombra de las higueras que ofrecían el mismo frescor en Betania o en Cafarnaún, o como las flores que nacen en primavera en las laderas del lago, ajenas también a delimitaciones o fronteras.
En la mayoría de los casos, las palabras no se han hecho de rogar para comunicar algo de su secreto y los nombres han fluido sin esfuerzo, encontrando un hueco armonioso en el español: si Jesús cantó himnos, admiró a algunas personas, acogió a gente perdida, se durmió en la barca, oraba con frecuencia y un soldado le traspasó el costado con una lanza, podemos llamarle el cantor, el admirador, el acogedor, el durmiente, el orante y el traspasado.
En otras ocasiones, cuando los términos se resistían a ser llevados más allá de lo acostumbrado, la opción ha sido pedir a la corrección lingüística un poco de indulgencia para poder llamar parabolista al que hablaba en parábolas y consumador al que declaró antes de morir que todo se había consumado.
Espero que haya dado su consentimiento a que el término precedente ensanche sus límites y se convierta en el nombre pascual de quien afirmó que, cuando fuera puesto en pie, precedería a los suyos en Galilea. Fue ese el nombre que se dio a sí mismo en la noche en que iba a ser entregado, pero antes se había anticipado a su desconsuelo: es verdad que iba a ser el rechazado, pero, cuando fuera levantado en alto, sería el atrayente.
María de Nazaret supo antes que nadie lo que significaba esa atracción: a través de las palabras del ángel «Darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús», Dios la estaba eligiendo para que fuera la primera en encontrar el tesoro del Nombre sobre todo nombre escondido en el campo. Y ella entonces lo vendió todo y compró aquel campo.
PS. La convicción de que, además de los Salmos, otros muchos textos patrísticos y poéticos conservan huellas de estos nombres me ha llevado a invitar a dos grandes amigos, Fernando Rivas y Víctor Herrero, a buscar, según la inspiración de cada uno, marcas de presencia en dos campos en los que son expertos y algunas invitaciones o sugerencias de apropiación personal o de grupo de cada uno de los nombres, para así hacer del libro un escrito polifónico.
1
Cantaron el himno y salieron hacia el
monte de los Olivos (Mt 26,30; Mc 14,26).
Terminada esta oración,
exclamó Jesús con voz potente:
«Lázaro, ¡sal fuera!» (Jn 11,43).
Estaba cumpliendo con el ritual de la cena pascual, que concluía cantando o leyendo los Salmos 113 a 118 y, al final, el 136. Habría rezado muchas veces esos himnos, pero ahora que estaba inminente su detención debieron de resonarle de otra manera: «Me cercaban y me acorralaban, me cercaban como avispas, empujaban para derribarme...»; «me envolvían redes de muerte, me alcanzaban los lazos del abismo...».
Los escenarios que recreaban aquellas imágenes eran estremecedores y quizá intuyó oscuramente que también él iba a sentirse cercado, atacado por un enjambre peor que de avispas, atrapado entre redes, empujado y derribado por una muchedumbre hostil.
No es de extrañar la confesión del salmista: «Caí en tristeza y angustia», pero las palabras que siguen debieron de afianzar la certidumbre de fe del cantor que las pronunciaba aquella noche: «Alma mía, recobra tu calma, que el Señor fue bueno contigo, arrancó mi vida de la muerte; mis ojos, de las lágrimas; mis pies, de la caída», «el Señor fue mi auxilio...».
También él se sentía habitado por una confianza que ni en los peores momentos iba a quebrarse, y aquella noche recitó con plena seguridad las palabras que hablaban de él: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular».
Pertenecía a un pueblo de cantores que, a lo largo de los siglos, fue aprendiendo que Dios quería hacer de ellos un pueblo de alabanza, y que cantar a su Señor era el sentido definitivo de su elección.
Más allá de sus fracasos, derrotas, destierros y sufrimientos, Israel dejó que su corazón y su boca se inundaran de las actitudes más gratuitas que pueden surgir de la existencia humana: alabar, bendecir, ensalzar, glorificar, cantar, proclamar, batir palmas, exaltar, engrandecer, confesar, danzar, aplaudir..., y expresó el deseo de que su misma respiración se convirtiera en un himno ininterrumpido y jubiloso: «Todo lo que respira alabe al Señor» (Sal 150,6).
Cuando exclamó un día lleno de alegría: «Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra...» (Lc 10,21), estaba siendo el respirar definitivo de la alabanza de su pueblo.
MARCAS DE PRESENCIA
En los Salmos
Yo esperaba con ansia al Señor:
él se inclina hacia mí, él escucha mi grito.
Él pone en mi boca un canto nuevo,
una alabanza a nuestro Dios (Sal 40,1-2).
¡Aleluya! Cantad al Señor un cántico nuevo,
resuene su alabanza en la asamblea de los fieles;
glorificad su nombre danzando,
tañendo para él al ritmo de tambores (Sal 149,1-2).
Los que nos deportaron nos invitaban a cantar,
nuestros opresores, a divertirlos: «Cantadnos un cantar de Sion».
¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! (Sal 137,3).
Canciones eran para mí tus mandamientos
en la tierra de mi peregrinación (Sal 119,54).
En los Padres de la Iglesia
[Jesús] dice al Padre: «Te confieso, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Mt 11,25). Es para mí, Padre, el Señor de cielo y tierra, Padre de aquel por quien todo fue creado. Porque toda la creación se encierra en estos dos vocablos: cuando se dice cielo y tierra. Por eso el primer libro de la Escritura de Dios dice: «En el principio hizo Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1); y también: «El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 120,2). Con el nombre «cielo» se entiende todo lo que hay en el cielo, y con el nombre «tierra» se entiende todo lo que hay en ella; así, al nombrar estas dos partes de la creación, nada de ella se omite (San Agustín, Sermones 68,2).
En la poesía
En la vida de David hay un momento que nos enseña en qué consiste la relación con Dios. Se trata del día en que baila delante del arca (2 Sam 6). Desnudo, siendo todo danza, el rey poeta y guerrero pone ante su Dios su realidad entera, su tejido interno de contradicciones, su fuerza y su debilidad. En este instante en que todas sus células reconocen la presencia de su Señor, David se entrega por entero y, en virtud de esta entrega, se convierte en el perfecto receptor: Dios mismo, cada célula de ese misterioso Dios se entrega a David de igual manera. Esa danza en que un Dios y un hombre, desnudos ambos, escuchan la misma música y convierten el peso en gracia, ese acto íntimo de amor esconde la verdad más secreta de la vida.
INVITACIONES
• Además de la escena del Evangelio en que Jesús cantó los himnos, creo que en estos otros momentos de la vida de Jesús puedo imaginarle cantando ................ Y, si fuera compositor, creo que esta frase del Evangelio ................... me inspiraría a la hora de componer.
• Si estamos en grupo, recordamos alguna canción que en algún momento de nuestra vida nos ha ayudado a sentirnos en contacto con él.
• En estas páginas podemos escuchar a cantores de salmos:
– https://www.youtube.com/watch?v=chG6xRsX7ns, Messianic Jewish Alliance of Israel (MJAI).
– https://www.youtube.com/watch?v=h6yb9b_0nkE.
2
Jesús se retiró al monte para orar
y pasó la noche orando a Dios (Lc 6,12).
¿Dónde había aprendido a orar? Conocía las oraciones de su pueblo: el Qaddish, que se rezaba en la sinagoga, le dejó huella y, al enseñar a los suyos a dirigirse al Padre, recurrió a su lenguaje: «Magnificado y santificado sea el gran nombre de Dios en todo el mundo que él ha creado de conformidad con su voluntad. Que él establezca su reino durante los días de tu vida y durante la vida de toda la casa de Israel, rápidamente, sí, pronto. Amén».
También rezaba el Shemá: «Escucha, Israel [...] amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón...», y cuando un escriba vino a preguntarle sobre el mandamiento más importante, su única respuesta fue repetirle esas palabras (Lc 10,27).
A otra oración de su tiempo se atrevió a darle la vuelta usando la fórmula ritual de bendición: «Te bendigo, Padre, Señor de cielo y tierra...» (Mt 11,25), pero el contenido que le dio era ajeno al sentir religioso de su tiempo: los merecedores de bendición no eran los puros de raza, sanos, varones y cumplidores de la Ley.
El Dios a quien él decía conocer escondía sus secretos a los que se consideraban superiores y se los revelaba a los pequeños, los ignorantes, los carentes de significación (Lc 10,21). Afirmaba que la locura de Dios es más poderosa que los cálculos y saberes humanos y bendecía a Dios por esta elección, por este revelarse allí donde nadie le esperaba. Ningún judío piadoso habría hablado así.
¿Era él «piadoso»? De lo que tenemos constancia es de que su modo de orar, solo y en lugares apartados, resultó extraño a su alrededor, y lo consignaron como un rasgo llamativo: «De madrugada, antes del amanecer, se levantó, se fue a un lugar solitario y allí se puso a orar» (Mc 1,35); «después de despedir a la gente se fue a un monte a orar» (Mc 6,45); «se apartó de los suyos como un tiro de piedra, se arrodilló y oraba» (Lc 22,39).
En esos encuentros contactaba con el eje transversal que recorría su vida entera, el manantial secreto que la fecundaba, la roca que le daba consistencia. Y luego, cada circunstancia, situación o relación en medio de su vida ordinaria se convertía para él en una ocasión de contacto, recuerdo, súplica, alabanza o acción de gracias.
En la noche en que iban a entregarle no fue al huerto a meditar, ni a hacer silencio, ni a encontrarse a sí mismo: acudió a la oración para dirigirse a Otro que tenía nombre desde la certeza de su presencia. Al experimentar con angustia su impotencia y su miedo sabía que su única salida era la de confiarse perdidamente en las manos de Aquel que seguía siendo su Pastor y su Guardián (Mc 14,36).
MARCAS DE PRESENCIA
En los Salmos
El lenguaje de los salmos formó parte de su tejido relacional y pudo hacer suyas muchas de sus experiencias:
La confianza
El Señor es tu guardián, el Señor es tu sombra, está a tu derecha.
De día el sol no te hará daño ni la luna de noche (Sal 121,5-6).
Cuando en lo oculto me iba formando
y entretejiendo en lo profundo de la tierra,
tus ojos veían mi embrión... (Sal 139,15-16).
Fuiste tú quien me sacó del vientre,
me tenías confiado en los pechos de mi madre,
desde el seno pasé a tus manos,
desde el vientre materno tú eres mi Dios (Sal 22,11).
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo,
tu vara y tu cayado me sosiegan (Sal 23,4).
En tus manos pongo mi aliento,
tú velas por mi vida en peligro.
Mis azares están en tu mano (Sal 31,6.11).
Las súplicas y deseos
Atiende y respóndeme, Señor, Dios mío,
sigue dando luz a mis ojos,
que no me duerma en la muerte... (Sal 13,4).
Indícame tus caminos, Señor;
enséñame tus senderos;
tú eres mi Dios y salvador, en ti espero siempre (Sal 25,4).
Su saber sobre Dios
Los sacrificios y las ofrendas no los quieres
y, en cambio, me abriste el oído;
entonces yo dije: «Aquí estoy,
vengo con el pergamino del libro escrito para mí».
Cumplir tu voluntad.
Dios mío, lo quiero, tu Ley en mis entrañas (Sal 40,7-9).
Él libra al pobre que pide auxilio, al afligido al que nadie protege;
él se apiada del pobre y del indigente, y salva la vida de los pobres;
él rescata sus vidas de la opresión,
su sangre es preciosa a sus ojos (Sal 72,12-14).
Tú, Señor, Dios compasivo y piadoso, paciente,
misericordioso y fiel... (Sal 86,15).
Como un padre es tierno con sus hijos,
el Señor es tierno con sus fieles;
porque él conoce nuestra masa,
se acuerda de que somos barro (Sal 103,13).
Sus quejas y sufrimientos
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonas?
No te alcanzan mis clamores ni el rugido de mis palabras;
Dios mío, de día te grito y no respondes;
de noche, y no me haces caso (Sal 22,2-3).
Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba
y que compartía mi pan,
es el primero en traicionarme (Sal 41,10).
Tengo las espaldas ardiendo,
no hay parte ilesa en mi carne,
siento palpitar mi corazón,
me abandonan las fuerzas
y me falta hasta la luz de los ojos.
Mis amigos, mis compañeros, mis parientes,
se mantienen a distancia (Sal 38,10-13).
Respóndeme enseguida, Señor,
que me falta el aliento (Sal 143,4).
Su agradecimiento y su júbilo
Dios mío, me siento animoso;
voy a cantar y tañer para ti, gloria mía:
despertad, cítara y arpa, despertaré a la aurora (Sal 108,2-3).
Mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo;
dichosos los que encuentran en ti su fuerza
y la esperanza de su corazón (Sal 84,3.5).
Yo siempre estaré contigo,
tú agarras mi mano derecha,
me guías según tus planes,
me llevas a un destino glorioso (Sal 73,23).
Tus preceptos son mi herencia perpetua,
la alegría de mi corazón.
Me alegro con tu promesa,
como el que encuentra un rico botín (Sal 119,111.162).
Al despertar me saciaré de tu semblante (Sal 17,5).
En los Padres de la Iglesia
El Señor nos enseñó a orar no solo con sus palabras, sino también con sus obras, ya que él mismo oraba y suplicaba con frecuencia, mostrándonos con su ejemplo lo que nos conviene hacer, como está escrito: «Pero él se retiraba a lugares solitarios, donde oraba» (Mc 6,46); y también: «Se fue al monte a orar y se pasó la noche orando a Dios» (Lc 6,12). Por tanto, si el que no tenía pecado oraba, ¡cuánto más necesitan orar los pecadores! Y si él, velando toda la noche, oraba sin interrupción, ¡cuánto más deberemos velar nosotros, permaneciendo en oración! (San Cipriano, Sobre la oración dominical 29).
En la poesía
Dice un poeta que nombrar no basta, y eso que dar nombre a las cosas del mundo fue la primera tarea de Adán. Dice que, desnudo, todo el cuerpo es rostro, que durante el tiempo de la vida buscamos lo alto, pero que morimos transformados en raíces, que hay sombras que no parecen sombras y que lo derramado –el vino, la nieve, las lágrimas– siempre se seca. Que la noche es un libro abierto y que llueve por primera vez cuando la lluvia cae por vez primera sobre la tumba de tu padre. Dice un poeta argentino que la vida se hunde en la carne como una botella vacía en el estanque que la va llenando. Dice Hugo Mujica que en la noche –en su silencio de cristal vibrante, añado yo– están Dios y su latido.
INVITACIONES
• Un lugar adonde asomarse –y, si se es valiente, adonde descender agarrándose a una cuerda– es al pozo de silencio de Jesús. Trata de hacer silencio escuchando su silencio, recogiendo aquellas zonas profundas y secretas que su silencio custodia y ofrece.
• Una dinámica para realizar en pareja: recitarse el uno al otro el Padrenuestro, muy despacio, buscando adoptar alternativamente los roles de quien pide todo y de Aquel a quien todo se le pide. Intenta sentir cómo siente Dios nuestra necesidad de pan, de perdón, de confianza.
• Ya que Jesús destacó por sus dotes de ornitólogo y de botánico, estaría bien frecuentar los templos de los pájaros y de los lirios. En familia, en comunidad, en solitario: busca lugares cotidianos donde rezar desde la cercanía de estos maestros de oración de los que Jesús aprende a contemplar y a celebrar el misterio de la vida.