Primera edición, 2021
D.R. © Patricio Fernández Cortina
ISBN 978-607-8676-63-7
Editorial Página Seis, S.A. de C.V.
Teotihuacan 345, Ciudad del Sol,
CP 45050, Zapopan, Jalisco
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Se editó para publicación digital en julio de 2021.
… la pluma del escritor se mueve no tanto por el hombre racional que la sujeta, sino por la misteriosa intimidad que lo habita, por los fantasmas que se esconden en lo profundo de su ser.
ERNESTO SABATO, citado por Renato Poma en La literatura es mi venganza.
Direct your eye sight inward, and you’ll find
A thousand regions in your mind
Yet undiscovered. Travel them, and be
Expert in home-cosmography.
WILLIAM HABINGTON, To my Honoured Friend Sir Ed. P. Knight, citado por Henry David Thoreau en Walden.
I’m lost between two shores
…
New York’s home
But it ain’t mine no more.
NEIL DIAMOND, I Am… I Said.
Sugerencia
Con el objeto de adentrarse de manera más próxima y sonora a la novela, sugiero al lector que conforme avance vaya escuchando las canciones y acercándose a los libros y poemas que en ella aparecen, como hilos que facilitaron la conducción de la trama. Así fue como escribí este libro, en tardes interminables de música y literatura, como un homenaje a esas bellas artes y a la felicidad de que existan para hacernos la vida más agradable.
PRIMERA PARTE
Ajijic
Capítulo I
La llegada
En la fachada de la librería La Renga del pueblo de Ajijic, su dueño hizo grabar un verso sobre un hermoso tablón de madera, que decía así:
Nunca se sabe quién tocará a tu puerta.
Al abrirla, aquella tarde de abril,
el viento entró como una ráfaga azulada
y el olor del azahar invadió toda mi casa.
Una tarde en la que la laguna brillaba con los tonos naranjas del sol, Juan Sibilino declaró que no había peligro alguno. Fue entonces cuando Julio, el librero, salió a la calle empedrada para observar el espectáculo del cielo. Había pasado la tormenta y cientos de golondrinas sobrevolaban el pueblo. Todos estábamos en paz y Juan Sibilino decía que aquel vuelo conmemoraba un año más la llegada de los primeros extranjeros a Ajijic. A todos nos gustaba creer en ese cuento. La gente del pueblo, que se había guarecido de la tormenta dentro de sus casas, salió también para observar el espectáculo: las golondrinas descendían como flechas desde lo alto del cerro del Tepalo, volando sobre los tejados a gran velocidad, y una vez que alcanzaban la laguna se difuminaban en el horizonte en los oscuros colores del cerro de García. Repicaban las campanas de la parroquia de San Andrés Apóstol y la tarde se preparaba para la quietud de la noche.
El agua de la tormenta bajaba por las calles empedradas, formando riachuelos que desembocaban en la laguna. Olía a tierra mojada. Algunos viejos del pueblo conversaban sentados en sus equipales afuera de sus casas, mirando el agua correr y filosofando sobre aquella manifestación tan bella y peculiar de la naturaleza. Cantaban versos de la música de esa tierra bendita: «Por Ocotlán sale el sol, por Tizapán sale la luna, y poco a poco, la marea, va subiendo en la laguna». En la poesía de la luz, el lago es azul al amanecer y se tiñe de ámbar en el crepúsculo. Cuando la tarde y la noche se acoplaban y se fundían en la línea delgada del horizonte, el ámbar daba paso a la negrura infinita que se iluminaba de estrellas.
Ajijic es un pueblo situado en la ribera del lago de Chapala, a unos cuarenta kilómetros de la ciudad de Guadalajara. Pueblo mágico y pintoresco con un lago rodeado de montañas, que cuenta con uno de los mejores climas del mundo. Su flora portentosa eclipsa la mirada del visitante. El camino por el que se llega al pueblo es el Boulevard de Jin Xi, flanqueado por laureles majestuosos, que luego cambia de nombre por el de Carretera Oriente, en donde se erige un esplendor de jacarandas y tabachines. Más adelante, después de la calle Colón, el camino cambia de nuevo su nombre por el de Carretera Poniente, y más allá todavía, a la salida del pueblo, se convierte en una carretera que va bordeando la laguna.
No se sabe con certeza en qué año llegaron los primeros extranjeros a Ajijic, pero es verdad que, conforme fueron llegando, el pueblo se transformó a través de un mestizaje cultural que hermanó a dos civilizaciones tan diversas: por un lado, canadienses y estadounidenses (en su mayoría) y, por el otro, los habitantes de Ajijic y de los pueblos de la ribera del lago de Chapala: como almas de un lienzo disímbolo y pintoresco, obra bellísima entretejida en un telar, como el canto de Neruda: «porque son los misterios del pueblo ser uno y ser todos».
Los extranjeros alquilaron o adquirieron casas, según las posibilidades de cada uno, y las pintaron de colores. Colgaron macetas con flores en sus fachadas, cubrieron los muros de enredaderas, construyeron fuentes, dibujaron figuras de pájaros en los umbrales de sus puertas exteriores, sembraron árboles en los jardines y llenaron de música los rincones; abrieron cafés y restaurantes, tiendas de artesanías y de joyería, crearon oficinas de real estate para promover la oferta de casas para su venta y alquiler. Participaron en la construcción de un campo de golf, crearon clubes de lectura y de baile, fundaron comunidades de lakesiders como The Lake Chapala Society, y bajo el lema When the expats are together trabajaron incansablemente para embellecer el pueblo, contribuyendo con ideas para su renovación. Fundaron y construyeron el teatro Lakeside Little Theater, representación pura del esfuerzo por una mejor vida en comunidad a través de la cultura y el alto espíritu de quienes trabajan y gozan del arte. Participaron en el festival Viva la Música, ayudaron a que los parques públicos, como La Cristianía de Chapala, se convirtieran en sitios limpios y administrados adecuadamente. Contagiaron un orden que enriqueció la convivencia en la vida diaria del pueblo. Llegaron a Ajijic para vivir en paz y se hermanaron con la tierra, con el agua, con el clima y con la gente. Decidieron quedarse para siempre.
Pero no todo fue siempre miel sobre hojuelas: hunky-dory. Hace años vino un hombre a Ajijic, proveniente de Nueva York, que cambió la vida de una mujer y de su hijo, definitivamente. Un hombre que, como una ráfaga de viento, perturbó el destino para siempre.
Capítulo II
La Renga
Cuando Julio el librero abrió la librería, tenía tan solo veinticinco años. Lo hizo con los escasos recursos económicos con que contaba y el inventario inicial lo habían conformado apenas unos cuantos libros. La instaló en una casa de dos plantas en la calle Morelos, que había heredado de sus padres, muy cerca de la plaza y de la laguna, y la llamó La Renga.
La calle Morelos era una calle empedrada como todas las calles de Ajijic, muy pintoresca con sus casas de colores, tiendas de artesanías, de telares y boutiques. Algunas de las casas fueron adaptadas como hoteles y varias fachadas estaban adornadas con murales y mosaicos. La calle desembocaba en el malecón de Ajijic, por donde paseaban las personas a todas horas del día para embelesarse con la belleza de la laguna y el horizonte.
Julio era un hombre de complexión delgada, de mediana estatura, de piel morena y cabello negro. Había estudiado Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara y durante un tiempo trabajó como vendedor en una de las librerías cercanas al Ex Convento del Carmen, pero tuvo que volver a Ajijic después de la muerte de sus padres. Fue así, en esas circunstancias, como se decidió a abrir su propia librería. Era un lector afanoso, subrayaba y hacía anotaciones en los libros que leía, y tomaba notas en hojas sueltas para hacer las reseñas que exhibía sobre el mostrador de la librería para interesar a los lectores.
El catálogo de los libros de La Renga había ido creciendo con el tiempo, y se componía casi por completo de libros viejos y de segunda mano, que Julio había leído en su mayoría, lo que le permitía hacer las mejores recomendaciones según el gusto o la necesidad de sus clientes. El primer libro que vendió fue una edición facsimilar, publicada por la editorial Porrúa, de la edición impresa por la Viuda de Frau en 1749, del Libro del amigo y el amado, de Raymundo Lulio. La noche previa a su venta había estado leyendo el libro, uno por uno los puntos en los que el amigo, que era dios, le hablaba al amado, que era el hombre. Tal vez por ese misticismo que a Julio tanto gustaba, se había olvidado de la posibilidad de buscar la compañía de una mujer, encerrado en sus libros y sus reflexiones, creyendo que permaneciendo soltero aseguraría la libertad absoluta del pensamiento y del tiempo.
En la esquina de enfrente de la librería estaba el café La Colmena, el más antiguo de Ajijic, muy concurrido por los lakesiders y por los habitantes y visitantes del pueblo. Esa esquina era conocida como el «corazón de Ajijic», donde la calle 16 de Septiembre cambiaba de nombre por el de Independencia. Desde ese lugar, mirando hacia el cerro, se podía ver en lo alto la ermita que el pueblo utilizaba para las celebraciones del viacrucis y la fiesta de la Santa Cruz, pues Ajijic como la mayoría de los pueblos de México seguía inmerso en sus tradiciones. El eco del barullo de La Colmena llegaba hasta La Renga en donde reinaba casi siempre un ambiente de silencio. Julio el librero solía decir que los libros inspiraban en los hombres y mujeres cierto pudor, casi litúrgico, y que La Colmena era el resuello de las conversaciones, muchas veces inspiradas, por qué no, en la lectura de los libros, de modo que el café y la librería eran un remanso cultural en el corazón de Ajijic.
La fachada de la librería estaba pintada de blanco, los marcos y los barrotes de las ventanas eran de herrería y estaban pintados de azul. La puerta de la entrada se encontraba del lado derecho y el nombre de La Renga podía leerse en grandes letras de hierro forjado, incrustadas en el muro. Un pequeño tejado resguardaba la puerta del agua y del sol, y había una campana que rara vez era accionada porque la puerta estaba siempre abierta en el horario de atención a la clientela.
La librería estaba constituida por tres libreros que cubrían los muros de piso a techo, dando un sabor de intelectualidad. El primer librero se ubicaba entrando a la izquierda, pegado por dentro al muro de la fachada; el segundo estaba sobre ese mismo lado, en la pared del fondo; luego estaba el mostrador, y a la derecha de este se encontraba el tercer librero, junto a una escalera que conducía al piso de arriba. Julio había encargado a un carpintero que forrara de madera las estanterías de los tres libreros, de tal modo que la parte que sobresalía estaba trabajada en madera de caoba, y la superficie de los tablones había quedado recubierta de una madera barata, cosa que no tenía importancia al quedar oculta por los libros. «Los libros ocultan en su interior mil mundos», era una frase que estaba inscrita en una de las estanterías en letras pequeñas. En el centro de la librería había una escultura de bronce de un soldado francés, colocada sobre un pedestal de mármol. Era un obsequio que un estadounidense de la isla de Martha’s Vineyard le había hecho a Julio, en los inicios de la librería. El soldado llevaba la bandera de Francia, en pie de guerra, y en la base estaban grabadas estas palabras: N’abandonne pas.
Sobre una grapa de madera, detrás del mostrador, Julio había colocado varios objetos que le habían regalado algunos clientes y otros que él había decidido coleccionar: un mate de calabaza lagenaria, un toro de cerámica, una reproducción de la Torre Coit de San Francisco, un pato de porcelana, una figura de alambre de un caminante de Santiago, varios gallos de Suecia, una vasija de barro de Oaxaca, una postal de Portugal, una cazuela diminuta de cobre del restaurante Lasserre de París, un alhajero con incrustaciones de la India, un reloj sin la hora, un globo terráqueo, una pequeña combi modelo 1966 y un Big Ben miniatura, una flor de maple disecada, una botellita con agua del Niágara, un portaaviones americano, un puente de Brooklyn de hierro, una reproducción a escala de una red de pescadores de Chapala, una fotografía de la Avenida Nevski, y un letrero recargado en la pared, estampado en una tabla de madera, que decía:
¡Solo los libros nos salvarán!
En la parte de atrás de la librería había un patio pequeño pero muy agradable, al que se accedía a través de un arco. Los muros del patio estaban cubiertos por un jazmín y dos buganvilias. El jazmín cubría el muro del fondo y las buganvilias los dos muros laterales. En la esquina derecha, entre el jazmín y una de las buganvilias, Julio había sembrado en una maceta un arbusto conocido como huele de noche. Ese arbusto exhalaba un perfume delicioso que al mezclarse con el viento que provenía de la laguna, inundaba la librería. En el patio había dos mesas, cada una con cuatro equipales cubiertos con cojines de rayas verdes, blancas y rojas. En la parte baja de la pared del jazmín, había una pequeña fuente de piedra cuyo fondo estaba cubierto de azulejos azules y blancos, donde caía el chorro del agua que salía de la boca de un león esculpido en piedra empotrado en la pared. En el muro que separaba el patio de la librería, bajo un tejado, había una pequeña alacena con una tarja y una máquina de café con su molino, así como una pequeña repisa y una estufa.
Regularmente los clientes de La Renga pasaban un rato fisgoneando por los libreros, y luego pasaban al patio para sentarse a tomar una taza de café, mientras leían un libro o los periódicos del día que estaban apilados sobre las mesas. Julio había instituido la costumbre de regalar una taza de café a todo aquél que adquiriera un libro.
La buhardilla, en el piso de arriba de la casa, era una pequeña habitación de tipo conventual en la que vivía Julio, con las paredes forradas de libros que no compartía con nadie. Era su biblioteca personal. Había ahí una cama individual, un escritorio, un sillón para leer y un baño diminuto. Por las tardes, después de cerrar la librería, Julio se iba al malecón para observar la puesta del sol y, en ocasiones, según la estación, esperaba a que anocheciera para ver la línea de luz que la luna tendía sobre la laguna hacia la ribera, figurando un camino por el que se podía ascender hacia el cielo estrellado. Luego volvía a la buhardilla y se sentaba en su sillón a leer en soledad, y a imaginar que viajaba por países y ciudades como lo hacía Xavier de Maistre alrededor de su habitación. Le reconfortaba saber que la libertad de un hombre estaba en su pensamiento, y así, viajando en su mente por mundos recónditos, se quedaba plácidamente dormido mientras el viento de la laguna mecía las copas de los árboles, arrullándolo.
Capítulo III
El misterioso visitante de La Renga
Un día de abril, a las cinco en punto de la tarde, se escuchó el sonido de la campana en la puerta de la librería. Un hombre cruzó el umbral y entró, colándose detrás de él una ráfaga de viento que removió los papeles apilados sobre el mostrador. Era alto, recio y gallardo, de piel morena y ojos azules, tenía el pelo castaño y los rasgos finos del mestizaje. Sus facciones eran firmes y su mirada valiente y resuelta. Era un hombre decidido y tenía el modo de andar de los que saben muy bien lo que quieren. Tenía buenas maneras, era meticuloso y vestía siempre con ropa fina e impecable. No era la primera vez que entraba en la librería, pues se trataba de un cliente asiduo, cuyas visitas eran siempre misteriosas.
Luego de entrar, sin decir palabra alguna, caminó hacia la izquierda y se posó frente al primero de los libreros. Comenzó a mirar los libros, en silencio. Tomó uno, lo hojeó, luego otro y lo hojeó también. Leyó las tapas, las contraportadas y los regresó a su sitio. Después se dirigió al segundo librero y repitió la operación. Tomó un libro, y luego otro, los miró, los hojeó y los regresó a su lugar. Dio media vuelta, pasó frente al mostrador sin mirar a Julio que lo observaba de reojo sosteniendo en una mano su pluma y en la otra el libro de ventas de la librería, y se dirigió al tercer librero. Ahí tomó un libro y miró la tapa y la contraportada. Lo abrió y comenzó a olerlo, sosteniéndolo con las dos manos, acercando su nariz hasta los hilos de las costuras. Cerró los ojos y aspiró profundamente con el libro pegado a su cara. Absorbía, como un rito, el olor del trabajo del escritor y del editor, de las fábricas de papel y de la tinta: el suave olor de la imprenta. «¡Cuánto trabajo y desvelo dio vida a este mar de palabras!», pensaba. Luego, separando el libro de su cara, abrió los ojos, dejó transcurrir unos segundos y lo llevó hasta la altura de su corazón, abrazándolo. Después lo contempló de nuevo, pasó las hojas, palpó sus lomos y con sumo cuidado lo regresó a su sitio. Tomó otro libro y repitió el ritual, siempre en silencio. Julio miraba absorto, dando sorbos a su café.
Una vez que concluyó el singular procedimiento, el hombre regresó al primer librero, tomó un libro y se lo puso debajo del brazo; fue al segundo librero y tomó otro libro, poniéndolo también debajo del brazo; y finalmente se dirigió hasta el último librero, el destinado al ritual del olor, y ahí, demorando un poco más, tomó con toda calma un libro y luego se encaminó al mostrador con los tres libros. Los depositó junto a la caja registradora y esperó en silencio a que Julio le extendiera la nota. Mientras Julio hacía anotaciones en el libro de ventas y pulsaba los precios en la caja, el hombre miraba impertérrito a través del arco el patio de atrás de la librería, y parecía no escuchar las conversaciones y las risas de los clientes que departían allá atrás, sentados a placer en los equipales. Era como si mirara una frontera con miedo de cruzarla. Al entregarle Julio la nota de venta, el hombre sacó de la bolsa de su pantalón un sostenedor de billetes que tenía grabada la figura de la Estatua de la Libertad. Separó los billetes de menor a mayor denominación y pagó. Al recibir el cambio lo guardó en la otra bolsa del pantalón, tomó los tres libros, inclinó la cabeza hacia Julio haciendo un gesto de agradecimiento y se dirigió hacia la puerta de la librería. Antes de salir, se asomó a la calle y miró a la izquierda y luego a la derecha. Salió hacia la derecha, con dirección al lago, y en la esquina dobló a la izquierda por 16 de Septiembre, perdiéndose en la tranquilidad de esa calle de Ajijic.
Julio nunca pudo descifrar el significado de aquel ritual que el hombre repetía cada vez que visitaba la librería. Había notado también que en todos aquellos años el hombre nunca tomaba más de un libro de cada librero, y que jamás se interponía entre los libreros y las personas que estuvieran mirando los libros. Si tocaba la suerte de que llegara una tarde y algún cliente estuviera curioseando en el primer librero, el hombre esperaba imperturbable hasta que el cliente terminara su búsqueda, para entonces acercarse y comenzar su rutina. En una ocasión Julio revisó el libro de ventas de la librería y descubrió que había una clave en los libros que el hombre adquiría: eran libros que trataban sobre la búsqueda, la pérdida, el abandono y el retorno.
Una mañana en la que Juan Sibilino estaba aseando el patio trasero de la librería, Julio se acercó hasta él para hacerle una pregunta. Juan Sibilino era un hombre mayor, de baja estatura, enjuto y de rasgos indígenas, con la piel morena y el pelo negro e hirsuto. No era culto, pero sí un sabio conocedor de la naturaleza y del alma humana. Él era el mozo del hombre misterioso que visitaba La Renga, y por las mañanas, en sus tiempos libres, trabajaba en la librería ayudando a Julio con el aseo y el acomodo de los libros. Era hermético con respecto a su patrón, cosa que a Julio le parecía exagerada, ya que nunca decía una sola palabra acerca de aquel hombre y dejaba que todo quedara envuelto en una nube de misterio.
—Juan Sibilino, dime algo. Tu patrón es un hombre misterioso. ¿Qué esconde, qué oculta? ¿Quién es realmente? ¿Por qué actúa de ese modo tan raro? Tú eres su mozo y vives en su casa, pero nunca me cuentas nada. Bien sabes que él viene aquí de cuando en cuando, compra los libros de una manera muy peculiar, y nunca dice ni una sola palabra. Ni siquiera da las gracias, solo inclina la cabeza y se va. ¿A qué tanto misterio?
Juan Sibilino dejó sobre la mesa el trapo con el que sacudía los equipales, y volviéndose hacia Julio, le dijo:
—Sabe usted muy bien, joven Julio, que él es mi patrón. Yo lo atiendo y le sirvo, pero no me entrometo en sus asuntos. Él es un hombre prudente. No me pregunta nada de los demás, ni anda inmiscuyéndose en los asuntos ajenos, no sé si usted pueda comprenderme. Es raro que hable conmigo de sus cosas, se encierra en su biblioteca y durante horas lee, escribe y escucha música. Y déjele usted, que mucho bien le ha hecho comprándole tantos libros y que el mundo ruede como deba rodar. Es un buen hombre, pierda cuidado, jamás le causará ningún problema.
—Está bien, está bien —contestó Julio—. ¿Pero por qué tanto misterio?
Hombre prudente y leal, Juan Sibilino no iba a revelar a Julio nada sobre la vida de su patrón. Cogió de nuevo el trapo para continuar su labor, se volvió hacia Julio, y le dijo secamente:
—Yo realmente no lo sé.
—Jamás lo he visto en la calle, ni en la plaza, ni en el malecón. ¿Qué no tiene amigos o familia?
—No, no tiene a nadie. Antes le gustaba el mitote, pero desde hace algunos años sale muy poco de la casa, y como no tiene familia en el pueblo…
—Qué extraño —dijo Julio dando una palmada en el hombro a Juan Sibilino y, sonriéndole, hizo un gesto de agradecimiento. Entró a la librería y se dirigió al mostrador para continuar escribiendo sus reseñas de los libros.
Capítulo IV
El libro
Una tarde, antes de que el sol comenzara a ponerse, el hombre visitó La Renga por última vez. La campana de la librería sonó estrepitosamente. Julio, que estaba en el patio trasero lavando unas tazas de café, se estremeció. Sabía que era él porque había escuchado la campana. ¿Quién más que él la tocaba estando la puerta abierta? Julio cruzó el arco y apareció junto al mostrador, todavía con el trapo entre las manos, y rompiendo la regla no escrita del silencio, la norma entendida entre ese cliente y el librero, que había respetado por años, no pudo contenerse y sin ocultar su emoción, dijo:
—Muy buenas tardes, señor. Sea usted bienvenido.
El hombre no dijo palabra y ni siquiera volteó a ver a Julio, sino que comenzó a mirar los libros del primer librero. Julio sintió como si lo hubiera parado un tren, y atropellando sus palabras fingió que no había tenido la intención de decir nada, siguió la inercia de su movimiento girando sobre sus pies y regresó al patio balbuceando incoherencias para continuar con el lavado de las tazas de café. El hombre sonrió, sin que Julio lo advirtiera.
El día anterior, un vendedor de libros viejos había dejado a consignación en La Renga un hermoso ejemplar de La Ilíada y la Odisea. Se trataba de una edición griega de los hermanos escoceses Foulis, del año de 1756, proveniente de la librería Bardón de Madrid. El vendedor había oído hablar de La Renga, «esa pequeña y bonita librería en el pueblo de Ajijic», así que había decidido probar fortuna esperando que algún cliente pudiera interesarse en el libro.
—Es imposible colocar ese libro —le había dicho Julio al vendedor—. Es muy caro y solo sería apreciado por conocedores o coleccionistas.
—Tenga usted fe, antes de lo que imagine, la obra será vendida.
Julio había colocado el libro en el tercer librero. Cuando regresó de lavar las tazas de café, vio que el hombre se encontraba precisamente frente a ese librero, lo que significaba que estaba en el último tramo del ritual. El hombre tomó el valioso libro y lo abrió en la parte donde comenzaba La Odisea. Cerró los ojos y lo olió durante larguísimos segundos. Julio lo miraba, emocionado, petrificado. El hombre murmuraba entre dientes palabras que Julio no alcanzaba a descifrar, tan solo pudo escuchar que decía algo más o menos así: «partir… es la hora». Era la primera vez que Julio oía su voz, aunque de manera tan imperceptible. El hombre estuvo largo rato frente al librero admirando el libro, hojeándolo, sobando sus lomos con las dos manos, primero con la derecha y luego con la izquierda. Después se lo puso a la altura del pecho y lo abrazó pegado al corazón. Lo regresó a su lugar. Luego, como siempre, fue hacia el primer librero, tomó un libro y lo resguardó bajo el brazo; después se dirigió al segundo librero y tomó otro libro, que también colocó bajo su brazo. En ese momento a Julio se le pusieron los nervios de punta, como toques de energía que lo electrizaban por dentro. El hombre tenía que dirigirse al tercer librero. «Si se lleva ese libro, yo saldría hoy mismo de las penurias en que me encuentro», pensaba Julio. Dio un primer paso, luego otro y, justo cuando estaba por llegar al librero, un hombre corpulento, de cabellos blancos y barbas blancas, que llevaba calada una boina de marinero de color azul, vestía pantalones de gabardina y una camisa de flores, entró a la librería dejando a su paso una estela de tabaco y tequila, fumando profusamente de una hermosa pipa.
Era un estadounidense retirado, un baby boomer, en cuyo interior ardía el espíritu combativo de quien había arriesgado la vida por su patria, pero lo había hecho peleando en Vietnam con el corazón dividido porque odiaba la guerra. Defendía la libertad y el derecho de los oprimidos para manifestarse e inconformarse. Después de la guerra trabajó para el gobierno de Estados Unidos en el Pentágono, hasta que se jubiló. Se le conocía con el sobrenombre de Sugar y era propietario de un pequeño vivero en las afueras del pueblo, cerca de La Canacinta, con el que además de hacer negocio se entretenía en la ardua monotonía de los días. Era originario de Nueva York y tenía entonces sesenta y cinco años. Sus ojos eran azules, como la boina que llevaba puesta, y una graciosa panza se ocultaba debajo de su camisa de flores. Su mirada era parsimoniosa y no usaba lentes. Era de estatura mediana, siempre calzaba tenis y era aficionado de los Yankees de Nueva York. Era un amante de la música, tocaba la guitarra y el piano, y le gustaba cocinar escuchando canciones napolitanas interpretadas por Pavarotti, como lo hacían algunos inmigrantes italianos que había conocido en Manhattan. Hablaba aceptablemente el español luego de tantos años de convivir con la gente del pueblo y con sus clientes en el vivero, y lo practicaba viendo películas con subtítulos y memorizando las letras traducidas de las canciones que tanto le gustaban. Por las noches, antes de acostarse, procuraba escuchar la melancólica melodía Taps, como una plegaria por la paz. Hombre pragmático y sin muchas complicaciones, era un promotor de la vida en el lago para el retiro de los jubilados, y solía decir que no había mejor lugar en el mundo que Ajijic: ¡donde tenemos el mejor clima del mundo!
Sugar miró al hombre y sin decir nada más que Hi, sir!, se interpuso entre él y el librero, y comenzó a mirar los libros. Julio sudaba profusamente pensando que la venta se esfumaría, porque estaba seguro de que el americano de las barbas blancas no iba a comprar el libro. Por algo pasaban las cosas, pensaba Julio, y ese suceso podía ser el presagio de que ese día no sería un día de suerte. Sugar tomó el valioso libro entre sus manos y comenzó a hojearlo. Julio se sobresaltó y miró al misterioso hombre que, impávido y sin moverse, esperaba con los otros dos libros bajo el brazo. Luego Sugar, con La Ilíada y la Odisea en sus manos, se apartó del librero y se dirigió al mostrador. Casi golpeó al otro al volverse, pero se limitó a decir sorry, esbozando una sonrisa. El hombre no contestó, seguía de pie en el centro de la librería, tieso como un fuste, sin siquiera pestañear. Sugar colocó el libro sobre el mostrador y sonrió de nuevo, enseñando sus dientes debajo de las barbas blancas, y dijo:
—¿Cuánto por esta joyita, mister?
Julio dijo el precio y de reojo miró al hombre que no se había movido de su lugar. Sugar soltó tremenda carcajada, dio un manotazo sobre el libro y lo dejó en el mostrador. Salió de la librería hacia la derecha, calles abajo, y solo alcanzó a decir entre risas, cuando ya había dado la espalda a los otros:
—Goodbye, mister… goodbye, sir!
Julio esperó un momento a que el hombre reaccionara, pero aquel seguía sin moverse. Entonces Julio tomó el libro, salió del mostrador y lo regresó a su lugar en el librero. Hecho esto, se colocó de nuevo detrás del mostrador. Luego de unos breves instantes de tensión, el hombre dio unos pasos hasta colocarse frente al librero. Tomó el valioso ejemplar de La Ilíada y la Odisea, y ahora sí, con los tres libros bajo el brazo, se acercó al mostrador. A Julio le iba a estallar el corazón, sudaba la gota gorda que le recorría la espalda. El hombre volteó hacia el arco del patio trasero de la librería, pero esta vez su mirada fue mucho más fija y penetrante, dando la impresión de que no solo contemplaba, sino que, conteniendo un grito interior, se desgañitaba por dentro. Tenía los ojos perceptiblemente húmedos y abría y cerraba los puños, inclinaba su cuerpo ligeramente hacia adelante y apretaba las mandíbulas. A continuación, volteó a ver la caja registradora en señal de que quería saber si Julio ya había terminado de hacer la cuenta. «¿Qué sería lo que le ocurría a aquel misterioso personaje?», cavilaba Julio mientras dejaba la nota junto a los libros. El hombre la tomó y la miró, sin inmutarse. Llevó su mano a la bolsa del pantalón, sacó el sujetador de billetes, y mirando la figura estampada de la Estatua de la Libertad, fue sacando los billetes hasta reunir la cantidad solicitada, que puso con parsimonia sobre el mostrador. Era, como se ha dicho, una suma considerable de dinero para los estándares de La Renga. Julio contó los billetes, la suma era exacta. El hombre tomó los tres libros y salió de la librería a la derecha, calles abajo hacia la laguna, retirándose de los ojos de Julio para siempre.
Aquella tarde Julio había sido muy feliz. Con la venta del valioso libro saldaría sus deudas, pintaría la librería y le quedaría una cantidad nada despreciable para su economía. Pasaría algún tiempo para que Julio supiera quién había sido realmente aquel hombre misterioso que visitó por años la librería de modo tan extravagante. Por la noche, antes de ponerse a leer en su buhardilla, bajo la luz de la lámpara abrió de nuevo el libro de ventas para revisar los libros que había adquirido ese hombre en La Renga. No contaba con todos los registros, porque los que correspondían a los primeros años los había guardado en una bodega con el archivo muerto. Al ignorar el nombre de ese cliente, que además siempre pagaba en efectivo, lo había registrado en las partidas de venta con las iniciales HM: hombre misterioso. Mientras recorría los renglones de las hojas, sin dejar de sentir curiosidad, constató que el hombre había adquirido varias ediciones baratas de La Odisea, y libros como Pedro Páramo, La invención de la soledad, Kokoro, Resurrección, Don Quijote de La Mancha, El último encuentro, El hombre invisible, El proceso, La Barcarola, Rayuela, Libro del desasosiego, El paraíso perdido, Las ciudades invisibles, Walden, Elegías de Duino, El libro del amigo y el amado, El maestro de Petersburgo, Mortal y rosa, La novela de mi vida, Matar un ruiseñor, Zorba el griego, El impostor, Kioto, Éramos unos niños, El reino de este mundo, Coplas a la muerte de su padre y el Tratado de la brevedad de la vida, entre otros. Julio había leído esos libros y reflexionaba sobre las coincidencias que había en ellos. Tenían, en efecto, un punto de contacto, un común denominador: la búsqueda y la pérdida.