I
Los domingos, Linneus se levantaba una hora más tarde que de costumbre. Eran ya las seis y media cuando el despertador llenó el amplio dormitorio –por cuyos ventanales sin persianas ni cortinas se divisaba la incandescente ciudad que salía de la noche– con un penetrante sonido sintetizado en el que se mezclaban las características del jingle, la música militar y los avisos de los aeropuertos y centros comerciales. Linneus se había bajado el sonido por 9’99 eurodólares nuevos porque en las telenoticias habían asegurado que se trataba de lo último en sonidos para despertadores. Su inventor, un músico electrónico que hasta entonces sobrevivía gracias a contratos esporádicos con cadenas de televisión, se había hecho millonario en pocos días. El noticiario dedicó dos minutos y medio al análisis de la novedad: cuatro expertos en diversas disciplinas se constituyeron en mesa de debate y explicaron que el recién descubierto genio de la composición había logrado algo que rozaba el ideal: su música proporcionaba un despertar inmediato y no traumático al introducir en el cerebro adormilado una mezcla de sugestiones insistentes, en parte atractivas y en parte repulsivas. Uno de los participantes en el debate, neuropsicólogo, aseguró que lo verdaderamente genial del nuevo sonido era esa combinación que, por un lado, estimulaba el abandono del mundo íntimo del sueño y por otro suscitaba un anhelo de dinamismo que atenueba, vital, enérgico y prometedor, la contrariedad de verse arrancado del confortable cobijo.
Linneus, que apenas dormía cuatro horas cada noche, se arrojó de la cama entorpecido, pero esa era su forma habitual de despertarse ya fuese con aquel sonido milagroso o con cualquier otro: su falta crónica de sueño le brindaba unos amaneceres en los que la vitalidad, la energía y las promesas de la nueva jornada apenas asomaban, ocultos tras una sensación de enfermedad y náusea general. Como un autómata se dirigió a las máquinas de gimnasia, lo mismo que todas las mañanas: quince minutos de carrera por la cinta, otros quince de remo y quince más en un aparato que simulaba la subida de escaleras. Sudoroso, se dirigió a la cabina de ducha y puso en marcha el programa preseleccionado girando una manija: varios chorros de agua fría, al sesenta y cinco por ciento de presión, atacaron su cuerpo por todos los flancos. Linneus experimentó durante dos o tres segundos algo muy parecido a una parada cardiorrespiratoria. Millones de hombres y mujeres de la ciudad, en aquel mismo instante, estaban pasando por una agonía idéntica. Su experiencia diaria le aseguraba que la sensación de estar al borde de la muerte era brevísima, pero esa certeza –junto con la convicción de que la ducha fría era algo saludable– no conseguía eliminar del todo el reflejo defensivo de su cuerpo: ese shock neuromuscular con el que comenzaba cada jornada.
Sacó del armario del baño un albornoz nuevo, aún metido en su bolsa de plástico, con las correspondientes toallas y pantuflas. Recogió del piso el albornoz, las toallas y las pantuflas de ayer y las arrojó por una portezuela que comunicaba con los sótanos del edificio y, suponía Linneus, con algún contenedor de basura de tipo distinto a los de otras clases de basura, que se arrojaban desde la cocina. La televisión, unos meses atrás, había dedicado tres minutos y quince segundos del noticiario de la mañana a una revelación preocupante: según recientes investigaciones, el tejido absorbente con el que se fabrican albornoces y toallas, una vez húmedo, era un medio muy favorable para la aparición de hongos y, posiblemente, del microbio causante de la legionella, en el breve plazo de veinticuatro horas. La mesa redonda estaba compuesta esta vez por médicos epidemiólogos y expertos en salubridad pública, además del inevitable cargo político. Fue uno de los médicos quien se refirió a la temida legionella. El político negó con una sonrisa amplia y benevolente y, cuando llegó su turno de palabra, declaró que era necesario afrontar el reto de no caer en el alarmismo y que, tomando las medidas adecuadas, nadie debería preocuparse. Ante estas palabras, millones de telespectadores comprendieron inmediatamente que el peligro de legionella era cierto y se felicitaron por su perspicacia al haber sabido interpretar correctamente la reticencia del político.
–¿Podrían explicarnos, por favor, cuáles son esas medidas? –preguntó Fiordaliso, la gentil presentadora de los noticiarios matinales de la cadena pública, con un casi imperceptible falsete de angustia en su voz aterciopelada.
–Bien –dijo uno de los médicos con engolamiento–, lo ideal, repito, lo ideal, que no siempre va a estar al alcance de todo el mundo, sería renovar diariamente la ropa de baño.
–¿Quiere decir lavarla todos los días? –inquirió la bella periodista.
–No, no –protestó el médico–; que no se me interprete mal. Lavando la ropa de baño todos los días no conseguiríamos nada. Lo que he querido decir es que lo ideal sería deshacerse de la ropa de baño una vez usada. Deshacerse de ella, destruirla y sustituirla por otra nueva.
–¿A diario?
–Sí, sí, naturalmente. De ese modo evitaríamos el peligro; recuerde que el plazo de incubación son veinticuatro horas, según han demostrado los investigadores de la Fundación Richardt Milhojas Dixon para la Defensa de la Humanidad. No habría inconveniente en usar la misma ropa de baño a lo largo del día, hasta incluso por la noche, siempre que no se dejen pasar esas veinticuatro horas...
–¿No sería excesivamente costoso, doctor? Ya sabe que los presupuestos familiares... –Fiordaliso miró brevemente a cámara con una sonrisa dirigida a los millones de mujeres que en aquel momento se acababan de convertir en sus comprensivas cómplices.
–Bien, como ya he dicho, esta sería la solución ideal, pero no es la única. Si no es posible la renovación diaria, puede bastar con un autoclave doméstico.
Linneus no sabía lo que era un autoclave doméstico y probablemente también lo ignoraba la gran mayoría de los espectadores del programa. Fiordaliso le comunicó con pena al doctor que los espectadores estarían encantados de recibir más aclaraciones sobre los autoclaves domésticos, pero que el tiempo, gran tirano de la televisión, le obligaba a dar paso a la sección de deportes.
Después del informativo, como era habitual, pasaron unas imágenes fijas con todos los artículos y servicios que habían sido mencionados en las noticias, su precio y el teléfono o la dirección web a la que había que dirigirse para recibirlos a domicilio. Junto con autoclaves domésticos de diversa capacidad y juegos de baño desechables para treinta días, se ofrecieron balones de fútbol facsímiles de los que utilizaban los diversos clubes europeos, viajes a París en el tren magnético, entradas para un concierto de música étnica y placas de holovídeo con la última producción ganadora de varios Óscar.
Linneus estuvo a punto de pedir en la red un autoclave individual, puesto que vivía solo; luego pensó que, si Emma pasaba la noche en su casa, el autoclave individual sería un problema, y se empezó a inclinar por uno con capacidad para dos juegos de baño. Lo que ocurrió fue que, entretenido con aquellas difíciles decisiones, se le echó encima el comienzo de Pisando fuerte, una de sus teleseries matinales preferidas, y el asunto del autoclave quedó relegado de momento. El protagonista de la serie, Dave Altmann, un sofisticado profesor universitario de veintinueve años, sacaba del armario de su cuarto de baño un juego nuevo de albornoz, toallas y pantuflas, mientras mantenía una irónica esgrima verbal con una joven con la que acababa de pasar la noche. Poco después, ya vestido y ajustándose el pañuelo de bolsillo frente al espejo del lavabo, le decía a la chica:
–Si te niegas a salir conmigo esta noche, soy capaz de cualquier disparate. Mira si estoy desesperado que voy a guardar el albornoz de hoy y me lo volveré a poner mañana.
La frase fue celebrada por un coro de risas en lata de categoría súper, de más duración y volumen que las de categoría estándar y con algún aplauso suelto incluido. La muchacha entraba en el baño vistiendo una amplia camisa de Dave, le retocaba con picardía el pañuelo de bolsillo y, de modo ostensible, cogía el albornoz usado y lo arrojaba por la escotilla de la basura. Esta vez, las risas pregrabadas fueron sustituidas por un coro de voces mayoritariamente femeninas, entonando unánimes un «¡Ohhhh...!» que pretendía expresar una sorpresa ligeramente escandalizada, pero plena de regocijo y complicidad sexual con la oportuna y audaz insinuación de la muchacha. Cuando el episodio terminó, Linneus pidió un lote de ropa de baño desechable para un mes. Aquella misma mañana, en la cafetería del trabajo, Linneus oyó a un hombre que, en voz demasiado alta y con claras intenciones de hacerse el gracioso, le decía a una mujer: «Estoy tan desesperado que voy a guardar el albornoz de hoy y me lo volveré a poner mañana». El gracioso cosechó un éxito notable: toda la cafetería entendió la alusión.
Por los ventanales desnudos del dormitorio se iba definiendo el paisaje urbano dominical. Los ápteros ya volaban en el amanecer rojizo, emborronado de gris. Los edificios más lejanos surgían de la nube de contaminación como las musgosas cimeras de los collados y las copas de los sauces en los paisajes chinos. Linneus ajustó el purificador de aire en posición día y eligió en su vestidor el traje, los zapatos, el cinturón, el reloj y dos pares de gafas, de interior y de exterior; se roció los pies y los tobillos con calcetines en spray, transpirables y desodorantes, y después pasó a la cocina del apartamento. Cargó su cafetera italiana con café recién molido de su mixtura personalizada –el proveedor, en un detalle de autenticidad, le enviaba los paquetes de café con la etiqueta «Mixtura Sr. Linneus» escrita a mano y con mala caligrafía– y encendió la placa térmica. Linneus presumía con sus compañeros de tener una cafetera que no era programable: detalles como aquel, pensaba, eran los que ponían en evidencia el grado de sofisticación de un hombre. En tanto que, con sofisticada lentitud, se iba haciendo el café, sacó un cuenco de porcelana negra en forma pentagonal y lo llenó con copos de transarroz maizado rellenos de yogurt antioxidante. Vertió por encima un chorro de leche de semillas, producto que había sido analizado no hacía mucho en un noticiario de la televisión y que había recibido toda clase de elogios por sus saludables efectos sobre el organismo, tal como había demostrado un tal profesor Weitzmann, becado por la Fundación Richardt Milhojas Dixon y firme candidato al premio Nobel. El agua a presión de la cafetera italiana terminó de salir por su serpentín después de haber embebido las esencias del aromático polvillo marrón llamado «Mixtura Sr. Linneus» y el fin de la operación se anunció con un gorgoteo que fue evolucionando hacia el silbido. Linneus sacó una taza negra en forma pentagonal y un platillo a juego, se sirvió el café y encendió el televisor de la cocina.
Los domingos no ponían Pisando fuerte sino otra serie hammericana llamada Volando alto. No trataba de ningún sofisticado profesor universitario de veintinueve años, sino de los cuatro hermanos Dorfmann, cuyas edades se extendían desde la infancia a la primera juventud, y de sus esfuerzos por salir adelante sin sus padres, asesinados por una banda de terroristas. Los padres –como se recordaba en cada episodio– se encontraban en una joyería eligiendo un regalo de cumpleaños y tuvieron el infortunio de que aquella banda terrorista en concreto odiaba el consumo y procuraba emprenderla a tiros con los mejores consumidores: por ejemplo, los consumidores de productos de joyería. Puesto que Volando alto era una serie matinal, los episodios siempre comenzaban con el desayuno de los cuatro muchachos. Linneus observó que ya no usaban tazas y platillos pentagonales de color negro, como el último día, sino en forma tetralobulada y de color amarillo mostaza. Los muchachos ya tenían dispuesta la mesa de la cocina con los copos de transarroz maizado y la leche de semillas. El mayor sirvió el café de la cafetera programable –no se trataba de una familia sofisticada– y, a continuación, todos se arrojaron sobre el azucarero tetralobulado de color amarillo mostaza y endulzaron generosamente sus cafés. Linneus se dio cuenta entonces de que había olvidado el azúcar y fue por su azucarero negro de forma pentagonal. Se sirvió tres cucharadas y miró con cierto asco aquellos objetos pentagonales y negros, tan pasados de moda, tan feos, angulosos y lúgubres. Sin duda, pensó, el café sabría mejor en tazas tetralobuladas de color mostaza: todo el mundo sabe –lo había oído repetir muchas veces– que la forma del recipiente, su color y el material de que está hecho son factores que influyen en el sabor de los alimentos.
Linneus creía saber, o sospechaba de un modo inconcreto, que el café no era saludable. Sin embargo, no recordaba que en la televisión hubiesen hablado nunca de los peligros del café. Cuando la Unión Europea se declaró en alerta sanitaria por la posible existencia de metales pesados en la leche de vaca, se dedicaron muchos debates a este tema y se analizó con meticulosidad y rigor científico el repentino y providencial hallazgo de un sucedáneo que, como repetían los médicos, superaba al producto al que estaba llamado a sustituir: la leche de semillas. También se dedicaron varias mesas redondas a advertir sobre los peligros de los endulzantes sintéticos y su capacidad para producir aberraciones cromosómicas, tal como demostró la tesis de un aspirante al premio Nobel, lo que trajo como consecuencia la revitalización o resurrección de un antiguo saborizante, el azúcar, ahora recomendado por sus cualidades saludables. Pero del café no se hablaba, ni mal ni bien. Si Linneus tenía sus dudas acerca de la salubridad del café era porque de niño se lo prohibían y solo a partir de la adolescencia le permitieron empezar a tomarlo cautelosamente cada vez que se quedaba dormido ante los libros del colegio. Sin embargo, el café seguía siendo una de las sustancias más populares y deliciosas, en especial desde la reintroducción del azúcar: todo el mundo consumía a diario grandes cantidades, en infusión o bien en forma de pastillas o de chicle. Lo cierto es que Linneus apenas podría tenerse en pie sin sus dos cafés matinales en casa y los otros cuatro o cinco que consumía a lo largo del día en la cafetería del trabajo o en cualquiera de las máquinas automáticas instaladas en todos los pasillos. Si algún día lograba ascender a una Jefatura de Departamento podría tener su propia cafetera y consumir únicamente su mixtura personalizada.
Esta mañana, sin embargo, no estaba disfrutando del desayuno: su vajilla de diseño anticuado le hacía pensar con frustración en lo que se estaba perdiendo por no disponer todavía de una como la que disfrutaban los chicos de Volando alto. El verbo disfrutar había experimentado un crecimiento semántico invasivo: la gente no tomaba vacaciones sino que disfrutaba de ellas, no conducía un áptero sino que disfrutaba de un áptero; no comía, ingería, deglutía, ni siquiera saboreaba un pack de comida sincrética punjabí-provenzal, sino que lo disfrutaba. La palabra disfrutar servía para definir casi cualquier actividad humana: «Disfruto de un hijo maravilloso», decían las mujeres, «es una pena que mi madre no haya podido conocerlo; ya no disfrutamos de ella». La palabra disfrutar se aplicaba incluso a la agonía y a la muerte: «Fulanito disfrutó de los mejores cuidados hasta un final que disfrutó sin dolor» significaba que a Fulanito le habían administrado una cantidad tan brutal de Sintemorf que había pasado a mejor vida sin enterarse de lo que le estaba sucediendo. La consecuencia de esta utilización abusiva era que «disfrutar» se había convertido en una palabra neutra, que no expresaba ningún estado particular de bienestar y, por tanto, los estados particulares de bienestar ya no tenían un término que los delimitara en su especificidad respecto a los estados de apatía o de mera existencia vegetativa. Al aplicar la misma palabra a un orgasmo y a, digamos, un par de calcetines en spray, no se conseguía engañar a nadie hasta el punto de que confundiera o equiparara ambas sensaciones, pero sí se conseguía oscurecer ciertas fronteras lingüísticas en las que se apoya la experiencia, de modo que el orgasmo y los calcetines en spray adquirían un mismo status cualitativo, una misma esencialidad, y sus diferencias empíricas pasaban a ser simplemente cuantitativas, puntos más o menos alejados, pero dentro de una misma escala de magnitud.
Linneus tomó el mando a distancia y picó sobre el azucarero de los hermanos Dorfmann. Inmediatamente, la pantalla se dividió en dos zonas: en una de ellas continuaba la serie y en la otra se mostraba el juego completo de café tetralobulado de color amarillo mostaza con su precio genuino y su precio en oferta por compra inmediata, así como un recuadro en el que aparecían las siglas O.K. Lineus picó en el O.K. Aún disponía de media hora antes de que llegara el repartidor, que tendría que dejar el paquete en la Unidad de Seguridad del edificio, donde sería escaneado por los agentes. Luego le avisarían y, si Linneus daba su conformidad, un inmigrante que se ocupaba de ese tipo de cometidos le subiría la nueva vajilla al apartamento y quizá tendría tiempo para examinarla antes de ir al trabajo.
En Volando Alto, se desarrollaba una escena de intenso dramatismo: el tercero de los hermanos, Chaim, cumplía los quince años dentro de pocas semanas y, debido a la estrechez económica de la familia, no podría disfrutar de un coche propio como todos los demás chicos al cumplir esa edad. El infortunado Chaim se pasaba las tardes y parte de las noches sentado ante su ordenador, trabajando para una empresa de multiventa, pero sus ahorros no eran suficientes para adquirir un coche nuevo. El pequeño y pizpireto Mel –de Melquisedech–, quien, con su inocencia infantil, solía aportar el contrapunto desdramatizador de la serie, le sugería:
–¡Oh, Chaim! ¡No estés tan triste! ¡Puedes comprarte un coche usado!
Las risas pregrabadas estallaban con regocijo, mezcladas con algún ¡Ooooh! femenino y enternecido. El actor que representaba el papel de Melquisedech adoptó entonces una expresión fuertemente empática de contrariada sorpresa, como si, desde su universo ficticio, pudiera haber oído las risas que su comentario había suscitado en un plano que para él debía de ser hiperreal y, por consiguiente, inaprehensible. Era un buen actor, un excelente actor muy experimentado: no en vano llevaba cinco temporadas representando el papel de muchacho de doce años sin sufrir el menor cambio físico. Era un actor infantil profesional, es decir, un hombre adulto de crecimiento médicamente interrumpido. Los actores infantiles profesionales se habían impuesto en todas las producciones porque los niños actores que se utilizaban con anterioridad solían afearse al crecer y adoptaban malos hábitos en su vida privada que terminaban trascendiendo al conocimiento público y destruyendo la ilusión y la ejemplaridad de las series televisivas. Linneus aún recordaba la profunda conmoción que sufrió al ver en un netpaper una fotografía de Jimmy Rotmann, su ídolo, su modelo, espantosamente convertido en un hombre de cuarenta años, con entradas, arrugas y un indisimulable aire de perdedor.
Sol –Solomon–, el mayor de los Dorfmann, era un mocetón alto y moreno, de mandíbula cuadrada y ojos de halcón. Tenía veinte años ficticios, aunque el actor que lo encarnaba probablemente no cumpliría ya los treinta. Bajaba en aquel momento por la escalera y había podido escuchar el comentario de Mel. Le dirigió a su hermano menor una sonrisa indefiniblemente triste y responsable:
–No digas eso ni en broma, Mel. Los coches usados no son seguros, y tú lo sabes.
Un ¡Mmmm...! de asentimiento y profunda concienciación brotó del sistema de efectos sonoros que regulaba las emociones del público. Mel bajó la cabeza contrito y esta vez a Linneus no le cupo ninguna duda de que la reacción del personaje no se debía a la frase de Sol sino al sonido enlatado, a aquel murmullo moral que desechaba su pueril idea. Linneus alcanzó un bloc electrónico y anotó aquel hallazgo fantástico de la narrativa serial: los personajes de Volando Alto no solo interactuaban entre sí, de acuerdo con el guión y con sus caracteres prefijados, sino que habían comenzado a interactuar con los efectos de sonido. Linneus tomó notas apresuradas para sus clases de Comprensión de la Televisión. ¿Era posible un recurso más democrático? Al hacer que el personaje reaccionara según los murmullos grabados, que representaban el sentir general del público, se le evitaba a este el sufrimiento de ver cómo un personaje querido mantiene una conducta wrong sin que nadie pueda evitarlo. Por otra parte, todo resultaba tan natural que no se producía un distanciamiento crítico al entremezclarse ambos planos. De hecho, aquel diálogo con la metarrealidad potenciaba extraordinariamente la captación del mensaje right que estaba en las mentes de todos los espectadores al no dejarlo en manos de una interpretación equívoca por parte de algún televidente distraído, insuficientemente preparado o especial.
Linneus, aunque afanado en sus anotaciones, no dejó de reparar en la chaqueta nueva de Sol: una prenda magnífica, con el cuerpo verde musgo y las mangas verde oliva. Linneus picó sobre la prenda. La pantalla partida le comunicó que se trataba de una cazadora deportiva confeccionada en hyperlón, con mangas de piel auténtica y cierre por velestatic, a pesar de todo lo cual su precio en oferta por compra inmediata era tan solo de 399,9 eurodólares nuevos. Linneus dejó la imagen de la chaqueta en posición pausa y se centró en el desenlace del episodio. Sol y el segundo hermano, Isa –de Isaiah–, exhibían con aire triunfal un documento ante el emocionado Chaim: se trataba de una propuesta de asociación para constituir su propia empresa de multiventa. Ante la perplejidad del pequeño Mel, los tres Dorfmann mayores le explicaron con todo detalle los pasos que había que dar para convertirse en su propio jefe. Risas distendidas en los efectos sonoros. Los Dorfmann se amagaban viriles puñetazos y se abrazaban con rudeza. Linneus picó sobre el O.K.
II
El áptero-taxi dejó a Linneus en una de las dársenas de aterrizaje de la universidad a las ocho menos diez minutos de la mañana del domingo. Vestía una cazadora de hyperlón con mangas de auténtica piel y cierre por velestatic; por suerte, el mensajero inmigrante había llegado a tiempo. Desde la pista de aterrizaje, Linneus se asomó con cautela para otear el nivel de la calle. Como siempre ocurría a la hora de comienzo de las clases, allí abajo se había producido un enorme atasco entre los transportes escolares terrestres, los vehículos privados de los alumnos que se atrevían a desafiar la escasez de plazas de parking y el tráfico de superficie normal. La universidad donde Linneus daba clases había sido zonalmente racionalizada, lo que quería decir que sus alumnos provenían de los distritos más alejados de la ciudad. La racionalización zonal educativa, como antes la residencial y la laboral, fue decretada a raíz de la muerte por atropello de varios jóvenes que, por vivir cerca de su centro de estudios, habían sucumbido a la tentación de ahorrarse el transporte y acudir a sus clases a pie o en peligrosas bicicletas. Nunca hasta entonces había muerto atropellado ningún estudiante, pero, a lo largo de las tres semanas anteriores a la firma del decreto, dos docenas de jóvenes peatones y ciclistas murieron aplastados por vehículos terrestres, el pánico se desató y los rectorados universitarios suplicaron a la Autoridad que aplicara la racionalización zonal. Ahora, largas caravanas de autobuses provenientes de los distritos más lejanos emergían de los atascos interminables y descargaban jóvenes aturdidos desde antes de que saliera el sol hasta el mediodía. La consecuencia era que las clases nunca estaban completas, lo que había posibilitado la creación de incesantes comités de expertos en absentismo escolar y psicopedagogos, que se reunían con frecuencia, redactaban actas e informes y explicaban por televisión sus conclusiones. Todos ellos se mostraban de acuerdo en afirmar que el absentismo de los jóvenes se debía principalmente a un sentimiento interior de rechazo a la autoridad, sin explicar posteriormente si aquel rechazo era algo bueno o malo, aunque algunos de ellos, situados en el ala pedagógica más valiente y radical, daban a entender de manera implícita su simpatía por los jóvenes absentistas pues, según ellos, se trataba de una actitud sana. La expresión «sano rechazo a la autoridad» ya había cobrado el carácter de una fórmula fraseológica, de una unidad de significado no analizable. Por otra parte, la franquicia propietaria de la universidad obtenía unos ingresos extra por las multas impuestas a los padres de los alumnos absentistas: la enseñanza obligatoria hasta los veintidós años, incluso para especiales, fue considerada en su día como un logro extraordinario de la civilización occidental. Para asegurarla, el Estado también declaró obligatorio el establecimiento de fondos privados de estudios para todos los recién nacidos, y dos años después vendió el sistema universitario a una franquicia privada basándose en un sólido documento doctrinal redactado por expertos en el que se concluía que el tener que pagar por el coste real de las cosas suponía una maravillosa oportunidad para los ciudadanos, pues de este modo pondrían en juego su libertad de iniciativa y su fibra moral.
Por ser domingo, Linneus solo tenía que impartir dieciséis clases de quince minutos cada una a lo largo de la mañana. Según estudios solventes, aquel era el tiempo máximo de atención que un joven podía dedicar al mismo tema sin sufrir una sobrecarga neuronal y, por consiguiente, un descenso en su rendimiento. Por el mismo motivo, las microasignaturas que Linneus explicaba eran de duración mensual. La doctrina pedagógica era tajante a este respecto: la sociedad necesitaba jóvenes con amplios enfoques sobre la realidad, con mentalidades abiertas y flexibles que les permitieran jugar ventajosamente en un mercado laboral que ya no admitía visiones unilaterales, monolíticas. Aquello era indudablemente una gran verdad, porque cada vez que Linneus había tenido ocasión de tratar con un científico, un ingeniero o un técnico de alto nivel de especialización, como el jefe de Emma, el angoleño Rui Cardoso, le había sorprendido el hecho de que siempre se tratara de asiáticos, neohammericanos o africanos formados en arcaicas universidades estatales de sus países, cuya visión unilateral y monolítica de las cosas no les permitía hallar otra salida laboral que un contrato en Occidente renovable cada tres años. Por fortuna, parecía haber una cantera inagotable de técnicos superiores de mentalidad cerrada e inflexible en el mundo de los pobres. Se les utilizaba y se les devolvía a sus países con un dinero que para Occidente no era nada y que a ellos les sobraba para pasar el resto de su vida comiendo papayas, mientras los jóvenes occidentales adquirían amplios enfoques sobre la realidad.
Linneus atravesó la esclusa y entró en su Departamento: una vasta sala abovedada, con columnas de fundición, dividida en compartimentos por unas mamparas translúcidas de un metro cincuenta de altura. A lo largo de una de las paredes se extendía la videoteca del Departamento, con centenares de miles de chips almacenadores de vídeo y holovídeo –comúnmente llamados placas– que se custodiaban a temperatura y humedad constante en unos armarios cuyas puertas contaban con apertura selectiva por escáner de retina. En la pared opuesta se alineaba una fila de máquinas automáticas de bebidas, golosinas energéticas, café, sandwiches, ensaladas, periódicos, lotería, artículos de aseo personal, complementos de vestuario, artículos de escritorio, placas vírgenes de holovídeo y otras mercancías. Linneus se dirigió a una de las máquinas, colocó su ojo derecho frente al escáner de retina y solicitó un café solo con triple de azúcar. La máquina le extendió un recibo con una raya roja impresa en el borde inferior. Linneus, con un gesto de fastidio, se dirigió a la máquina de diagnóstico. La raya roja en el ticket de compra significaba que la máquina de café había detectado alguna anomalía metabólica en su escaneo de retina. La máquina de diagnóstico emitió un tentáculo de material algodonoso a la altura de la boca. Linneus lo sujetó entre el paladar y la lengua durante unos segundos, hasta que una luz roja pasó a verde. La máquina le extendió un ticket con el importe del diagnóstico, que le sería descontado de su cuenta bancaria, y le mostró en una pantalla su análisis de constantes vitales, el diagnóstico y el tratamiento recomendado. Al parecer, su desayuno no había cubierto el cupo de aportes nutricionales right. Linneus había desayunado lo mismo que todos los días: los dosificadores digitales no mentían, pero, posiblemente, la emoción suscitada por sus dos compras, la vajilla y la chaqueta, le había hecho metabolizar más deprisa los copos de transarroz maizado rellenos de yogurt antioxidante y ahora, a pocos minutos de su primera clase, se encontraba con un déficit. La máquina le recomendaba ingerir entre una y tres golosinas energéticas. Luego le preguntó si deseaba un informe impreso. Linneus tocó con un dedo la pantalla en el lugar asignado para el «sí»: quizá llegara tarde a la primera clase y en ese caso necesitaría el impreso como prueba de que su retraso había sido involuntario y motivado por cuestiones de salud, para evitar que le descontaran del sueldo los minutos perdidos. Linneus recogió el impreso y se volvió a colocar ante el escáner de retina para que le descontasen el precio del propio impreso. Después se dirigió hacia la máquina de golosinas energéticas y, ya que le habían recomendado entre una y tres, decidió sacar dos: una de cruesli de soja al pemmikan y otra de caramelo a la albúmina de huevo con cacao desengrasado. Linneus se colocó ante el escáner de retina.
Con las barritas en una mano, el café en la otra y su portafolios bajo el brazo, se dirigió a su cubículo. Dejó caer el portafolios sobre la silla giratoria ergonómica, atornillada al suelo a la distancia más adecuada a las características biométricas de Linneus y, mientras desempaquetaba una de las barritas, saludó a Pär Borelius, que ocupaba el cubículo contiguo al suyo.
–Lin –dijo Borelius con desganada cortesía–. Vaya, ¿no te ha dado tiempo a desayunar como es debido? Un buen desayuno es un buen día.
–Un buen desayuno es un buen día –repitió Linneus–. Disfruté de la libertad de unas compras matinales y metabolicé demasiado deprisa porque no estaba seguro de que el repartidor llegara a tiempo.
–¿La chaqueta?
–Sí, pero no solo –dijo, modesto, misterioso.
Borelius se puso en pie y examinó la prenda con curiosidad, por encima de la mampara.
–¿De qué son las mangas? ¿Seda de carbono? ¿Kevlar-plus?
–Piel auténtica –dijo Linneus intentando no enfatizar.
–¿Piel de animal? –exclamó Borelius–. Qué barbaridad, muchacho. Siento una sana envidia. Privilegios de hombre soltero, supongo.
–No te creas. No llegó a los 400. Por compra inmediata, claro.
–¿Dónde la viste?
–En Volando alto.
–Yo los domingos veo El mundo de Sarah.
–Privilegios de hombre casado, supongo.
–Muy gracioso, Lin, muy gracioso. Jutta se empeña en que desayunemos juntos y, naturalmente, hay que ver su serie. La verdad es que no está mal. Me ha terminado gustando. El problema es que es una serie en la que no se puede disfrutar de muchos artículos masculinos. Jutta, sí. Ella disfruta de la libertad de hacer compras todos los domingos. A ti te pasará lo mismo cuando te cases con Emma, ya lo verás. Por cierto, ¿en qué fase estáis? Ya lleváis cerca de un año, ¿no? ¿Aún no le has pedido que viváis juntos?
–Se lo pediré en cuanto regrese de París, sí. Creo que ya es el momento right.
–¿Está en París? París es romántico.
–Sí. París es romántico.
–El magnetrén es seguro. Viajar en magnetrén es right.
–Sí. El magnetrén es seguro.
La sirena que anunciaba el comienzo de las clases sonó en aquel momento. Borelius tomó su cartapacio y avanzó velozmente por el pasillo, entre los cubículos de material plástico.
–Enhorabuena por tu libertad de compra, Lin –dijo mientras se alejaba.
Linneus terminó sus golosinas y su café. Desde la línea roja del ticket de la máquina de café hasta la adquisición de las barri-tas, habían transcurrido unos seis minutos y medio, y tenía justificado ese retraso por escrito.
La primera clase de Linneus era Semántica de la Moda y consistía, como todas las demás, en un popurrí de imágenes holovisivas que Linneus comentaba brevemente. La mitad de los alumnos se hallaba ensimismada en sus infos multifunción. En teoría no podían hacerlo, pero era al profesor de cada clase a quien correspondería llamarles la atención sobre ese extremo, y Linneus, que procuraba mantenerse al día en lo referente a las corrientes de pensamiento pedagógico, hacía todo lo posible por no mostrarse autoritario ante sus alumnos y, de este modo, evitar su rechazo. Los alumnos con sentimiento interior de sano rechazo a la autoridad se mantenían permanentemente conectados a sus infos para saber en cada momento cuál era el modo right de vestirse, peinarse y hablar. Las series juveniles, los canales de música y los magazines los mantenían al corriente de las últimas tendencias sociales sobre comportamiento grupal, actividad erótica y actitudes cool ante la universidad, la familia, el centro comercial y el centro vacacional, es decir, ante todos los ámbitos que constituían su universo vital. Linneus no podía reprochárselo: las series y magazines reflejaban la realidad social, y los alumnos universitarios, con pocas posibilidades de hacer viajes y, en general, de salir de su estrecho mundo, de algún modo tenían que mantenerse informados. Algunos de ellos, muy pocos, se molestaban en grabar las explicaciones de Linneus en sus infos multifunción en lugar de utilizarlos como intermediarios entre la realidad social y ellos mismos; los demás se limitaban a divertirse observando los montajes de Linneus, hechos a base de planos de siete a diez segundos de duración y secuencias de no más de tres minutos: el tiempo que los pedagogos gubernamentales consideraban adecuado para no descentrarse. Descentrarse significaba extrapolar, salir del plano de lo aparente, buscar una conclusión que no estuviera ante los ojos. Descentrarse era considerado wrong, o negativo, como decían ellos, porque suponía una intelectualización indeseable de la realidad, y lo que la sociedad necesitaba eran jóvenes realistas, apegados a los hechos, no ideólogos ni tergiversadores.
Las gradas del anfiteatro donde Linneus daba clase tenían capacidad para trescientos alumnos, aunque no estaban ni mucho menos llenas. Las luces artificiales eran débiles y solo funcionaba una de cada tres; en el curso anterior funcionaba una de cada dos, pero este año habían sido optimizadas. En la parte alta, detrás de la última fila de bancos, se abrían unas ventanas alargadas y estrechas, parecidas a las troneras de un búnker, que carecían de cristales desde hacía tiempo y por las que se colaba el frío de la mañana. En invierno, los alumnos asistían a clase con gorros y guantes, y algunos con chalecos térmicos alimentados con baterías. Las paredes no se pintaban más que cada quince años, las manchas de humedad se extendían por el techo, y el mobiliario exhibía el desgaste sufrido por el roce de miles de cuerpos y por las agresiones de cutters, compases, encendedores y láser de bolsillo. Cuando los alumnos se marchaban y Linneus se quedaba solo recogiendo sus cosas, le parecía imposible que aquel lugar tuviese una actividad diaria y que albergara a centenares de jóvenes bulliciosos y poco dispuestos a ahorrar energía; más bien tenía la impresión de encontrarse en una especie de siniestro anfiteatro de disección abandonado.
En un aula de enseñanza donde ni siquiera el encerado era útil, porque la pintura estaba tan desgastada que ya no se fijaba la tiza, lo único que se mantenía en buenas condiciones de funcionamiento, puesto que era revisado periódicamente y reparado en el acto cada vez que se averiaba, era el aparato de holovídeo, la columna vertebral de la enseñanza universitaria. Aquella mañana, como todas, Linneus cogió con cierto asco el mando a distancia grande y oneroso, fabricado con un polímero ultrarresistente, a prueba de uso continuado y de vandalismo. Una infinidad de manos había ido dejando sobre el instrumento una pátina grasienta, una película viscosa que se adensaba en forma de mugre oscura en torno a los botones de puesta en marcha, avance rápido y parada. Los botones de retroceso, avance lento e inmovilización de la imagen, sin embargo, estaban visiblemente más limpios: no había tiempo para ver nada en detalle y menos aún para volver atrás, y aunque lo hubiera, los alumnos perderían el interés inmediatamente.
Linneus puso en marcha la holo y los alumnos dejaron sus conversaciones y se pusieron a mirar la proyección como si estuvieran bajo los efectos de una orden hipnótica. Observó brevemente sus caras inexpresivas, su actitud de niños estancados en la primera forma de la curiosidad, la que consiste en ver cómo aparece algo donde antes no había nada, ya vuelta rutina, taponando las formas maduras de la curiosidad. Había allí repetidores de hasta veinticinco años y Linneus pensó que en otros tiempos aquella era edad suficiente para ser un hombre o una mujer adultos, y también que probablemente todas las generaciones habían pensado aquello mismo de la generación posterior. Su rápida revista no había durado más que unos segundos, pero ya había caras que se volvían hacia él llenas de desconcierto, mudos reproches y contrariedad por su dilación en empezar. Linneus pulsó el botón de start.
En el espacio semicircular delimitado por la tarima y la primera fila de bancos, se materializa la fachada de una casa. Es una casa grande y bonita sin llegar a ostentosa: ladrillo visto, contraventanas blancas, porche con columnas también blancas. Por una celosía de tablillas trepa una hiedra. Apoyada en una de las columnas del porche hay una bella mujer de algo más de treinta años. Viste un jersey grueso y largo que le llega a la mitad de los muslos y por cuyas mangas apenas le asoman las puntas de los dedos. El jersey tiene unos dibujos esquemáticos que representan cristales de nieve.
–Época del año –dice Linneus.
Un silencio. Van a pasar los diez segundos.
–Navidad –dice por fin alguien.
–¿Por qué?
–Lleva un jersey de Navidad –dice la misma voz.
–Muy bien.
Felicitaciones, manos que chocan, risas. Diez segundos.
Ahora estamos en la calle principal de un pueblo hammericano, por la mañana. Por si alguien lo duda, el reloj del town hall marca las diez y media. Es una travesía ancha con semáforos colgantes en los cruces, coches todo terreno y pick-up; una cafetería, una peluquería, una ferretería y una estación de servicio. Aparcado en un lugar bien visible hay un coche patrulla. Gente joven y de aspecto atractivo sube y baja de los coches. Salen de un edificio y suben al coche. Bajan del coche y entran en otro edificio. Los hombres visten vaqueros y camisetas, o bien pantalones caqui y camisas a cuadros. Las mujeres visten igual que los hombres, salvo alguna que lleva un vestido de tela estampada con flores pequeñas; un vestido ni corto ni largo, con falda de vuelo amplio y corpiño poco ajustado: el tipo de vestido que caracteriza semánticamente a la mujer pueblerina, aunque es probable que ninguna mujer, pueblerina o no, se haya vestido así desde antes de la segunda guerra mundial. Aparece una chica rubia.
–Fíjense en esta chica –dice Linneus sin detener la proyección.
La chica lleva un vestido negro con un adorno rojo, un vestido corto y muy ajustado que le deja un hombro al aire, y calza zapatos negros de tacón agudo. La chica saluda a varias personas como si no las viera desde hace tiempo.
–¿Quién comenta el vestido?
Se alza una mano:
–Es un vestido de ciudad –dice una voz masculina.
–Bien. ¿Cómo lo sabe usted?
Silencio.
–Es un vestido sofisticado –dice una voz femenina.
–Bien. ¿De noche o de día?
Silencio.
–Pregunto si es un vestido de noche o de día.
Silencio. Incomodidad. Cuchicheos. Normalmente Linneus no repetía nunca una pregunta; si nadie sabía la respuesta se la daba él: era su deber como profesor. Repetir una pregunta cuya respuesta nadie conoce es algo que carece de sentido, salvo que se busque humillar al alumnado, lo peor que puede hacer un profesor. Linneus aprieta el botón de pausa, el casi virgen, el casi inmaculado botón de pausa, el tacto áspero del superplástico sin grasa de piel humana, limpio como ese lugar de la mente de los alumnos que sirve para detenerse y considerar y si es preciso intelectualizar los hechos palpables. Está a un paso de provocar un incidente, o de fingir que va a provocar un incidente, porque a veces la enseñanza necesita golpes de efecto, como el teatro. La imagen se ha detenido. La chica del vestido sofisticado levanta la mano para saludar a una antigua amiga del pueblo y se queda con el brazo en alto, mostrando la suave y fragante axila. La chica del vestido sofisticado se fue del pueblo hace siete años y en ese tiempo se ha convertido en la reina de la moda de Nueva Nueva York, familiarmente NNY, dabl-en-uai, y ahora ha vuelto al pueblo a resolver ciertos asuntos, pero eso no lo saben los alumnos. Si se perdieran los cinco primeros minutos de la película más sencilla, ya no entenderían nada porque ni siquiera son capaces de leer los signos más burdos. Linneus no puede repetir la pregunta por tercera vez; si lo hace, alguna de las muchachas empezará a llorar y él será denunciado. Pero alguien tiene que saber que el vestido sofisticado es un vestido de noche, un vestido para ir a cenar fuera, no para pasearse por la calle principal de un pueblucho a las diez y media de la mañana. Tienen que tener esa información en algún estrato de su experiencia televisiva. Si repite la pregunta por tercera vez alguien sufrirá lo suficiente como para encontrarla. Será la primera vez en su vida que sufren por hallar una respuesta que ya conocen, pero es imprescindible sufrir y sentirse solo para encontrar respuestas. Y, de acuerdo, es humillante no saber algo cuando te lo preguntan, y nadie está blindado contra la humillación, pero cada nuevo conocimiento protege al menos el lugar que ocupa; la humillación no volverá a hacerte sangre en ese sitio.
–Yo se lo diré: es un vestido de noche o, como mínimo, de cóctel –dice Linneus, cede, se apiada, el efecto teatral tiene un límite, pero no ha vuelto a poner en marcha el proyector de holovisión, juega con el mando viscoso y, mientras los alumnos sufren, está pensando recordarle a Matías, el subalterno, que le pase una bayeta con líquido limpiador entre los botones. Linneus, como profesor veterano, está jugando con la impaciencia de los alumnos y con su sentido de las cosas reales, de las clases reales, de los profesores reales. Esta pequeña crueldad le hace sentir cuánto los ama, cuánto ama su ignorancia. Y sigue hablando con el amor y la crueldad de una imagen holovisiva en posición pausa:
–Ahora bien, si esta chica es una chica refinada, ¿cómo es que se pone por la mañana un vestido de noche? La única manera de resolver la contradicción es renunciar a ver el vestido como un vestido de noche y verlo solamente como un vestido de ciudad. Gracias a esto, el director les ha comunicado lo que le interesaba: es una chica de ciudad de visita en el pueblo. El director les ha dejado ahí, no les ha permitido seguir adelante, porque si fueran capaces de hacerlo habrían desmontado la otra contradicción, la que el director no quiere que desmonten: si la chica lleva por la mañana un vestido de noche, entonces es que no es tan refinada, no puede ser la reina de la moda de NNY, no es más que una palurda que pretende deslumbrar a las otras palurdas. Pero la chica es realmente la reina de la moda, se lo digo yo que he visto la película entera. La conclusión es que se trata de una escena fallida, mal resuelta. Deben ustedes intentar rascar la primera capa de las apariencias. La Semántica de la Moda nos enseña a detectar estos errores.
Consultó su info. Había calculado perfectamente la temporalización de la clase: quince minutos exactos. La sirena sonó sobre su última palabra. Algunos alumnos hacían ejercicios giratorios con el cuello para aliviar la tensión: era una rutina que aprendían en el jardín de infancia.