Imágenes violentas, tiernas, de esfuerzo por sobrevivir y de privaciones se suceden en Contraluz. Pero también gestos de solidaridad que alivian las penas y las necesidades más desgarradoras. Precisamente, un duelo entre la vida y la muerte en barrios de gente humilde, como las villas miserias de la periferia de Buenos Aires, donde se concentra una humanidad de inmigrantes de dentro y fuera del país de la pampa sin límites y las infinitas cabezas de ganado. Está la vendedora de billetes de lotería que persigue a sus clientes en los laberintos de villas miseria desconocidas para la mayoría; el vendedor de drogas al menudeo, que vende y consume al mismo tiempo; el entrenador de fútbol en silla de ruedas y todo un universo de santos con y sin aureola, cuya ayuda se suplica en las más variadas circunstancias. Pero también está la ola de una solidaridad que alimenta y cuida a los más vulnerables, a los más expuestos a la muerte que ronda con una guadaña al hombro. Todo observado “desde adentro” con simpatía, elevado y expuesto a la luz para que se pueda ver la trama que esconde.
Las de estas páginas son historias breves e impactantes que tienen la virtud de ponerle nombre y apellido a la miseria. En esos relatos la miseria no es un número de una estadística; allí transitan nombres y circunstancias que encarnan el padecimiento y la lucha por la dignidad de cada uno de los habitantes de ese universo cruel en el que cada día se libra una batalla por la supervivencia. Junto con el dolor conviven la solidaridad, el altruismo, el acompañamiento. Eso es el prójimo. El libro nos conduce por ese laberinto en el que reina la lucha por la supervivencia con prosa elegante y clara. Es un meandro que el autor demuestra conocer muy bien y al que describe de manera magnífica e implacable.
Nelson Castro
Alver Metalli debutó como periodista en Roma en 1978, donde cubrió América Latina para varios periódicos italianos. Hasta 1987 viajó por Nicaragua, Salvador, México, Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y Chile. En 1987 se radicó en la Argentina y en 1999 en Ciudad de México, con un contrato de la RAI renovado diecisiete años consecutivos. En 2002 se trasladó a Montevideo y permaneció allí hasta 2007. Regresó a la Argentina, donde vive hasta la actualidad. En 2013 comenzó una colaboración con el portal Vatican Insider y la dirección durante cinco años del sitio de información Tierras de América.
Ha escrito ensayos sobre América Latina (Crónicas centroamericanas, América Latina del siglo XXI, El papa y el filósofo), libros para niños (Lobo siberiano, El viejo ferrocaril inglés, Las dos Adelias) y las novelas La herencia de Madama, Los dioses inútiles, El día del Juicio, La sombra de los Guadalupes, Isidora y Muerte de un playero. También publicó la colección de relatos El hombre del agua y el libro No tengan miedo de perdonar, con Andrea Tornielli. La última publicación fue Cuarentena (2020).
Todos sus libros han sido publicados en castellano por las editoriales Biblos, Encuentro, Edhasa, Quipu y San Pablo, y en italiano por Marietti, Gallucci, OGE ediciones, Fabbri, Rai-Eri, Salani, Pagina, Fazi, San Paolo y Cantagalli.
ALVER METALLI
CONTRALUZ
UN DUELO ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE
Nelson Castro
Las voces de la ciencia advirtieron a los líderes del mundo sobre la inminencia de la pandemia de covid-19. Nadie las escuchó. Estaban –como tantas veces– en otras cosas.
Cosas “importantes”. Cuestiones de Estado. Negociaciones en algunos casos. En otros, negociados. Debates por el poder –que son siempre fatuos– navegando entre la búsqueda de más poder y la del poder para siempre. En suma, líderes que hicieron todo para dejar al mundo inerme frente a un virus desafiante que, a la manera de un tsunami, ha dejado expuestas las mejores y las peores facetas de la condición humana, así como también las desigualdades y la precariedad existentes en muchos lugares del mundo.
Como siempre ocurre en estas circunstancias, los que peor la pasan son los pobres, ese universo que crece sin cesar en esta Argentina que duele cada día más.
Hubo un tiempo en que nuestro país fue tierra de promisión para el mundo. Lamentablemente –salvo excepciones– eso forma parte del pasado.
La pobreza y la marginalidad han florecido al paso de los años, producto, principalmente, de dirigencias políticas que, en su mayoría, han hecho un uso inmoral del poder.
Es una pobreza desgarradora en la que se enseñorea la marginalidad. La falta de trabajo, la carencia de viviendas dignas, la imposibilidad de acceder a un buen nivel de educación se conjugan para dejar a quienes viven en esa situación sin presente y sin futuro.
Leí el libro de Alver Metalli con mucho interés y profundo dolor. Sus historias son las de tantos que habitan en ese universo dantesco de la miseria. Son historias breves e impactantes que tienen la virtud de ponerle nombre y apellido a la miseria. En esos relatos la miseria no es un número de una estadística. Allí transitan nombres y circunstancias que encarnan el padecimiento y la lucha por la dignidad de cada uno de los habitantes de ese universo cruel en el que cada día se libra una batalla por la supervivencia. Junto con el dolor conviven la solidaridad, el altruismo, el acompañamiento. Eso es el prójimo.
Alver nos conduce por ese laberinto en el que reina la lucha por la supervivencia con prosa elegante y clara. Es un meandro que él demuestra conocer muy bien y al que describe de manera magnífica e implacable. Eso es, ni más ni menos, lo que hace todo buen periodista: reflejar la realidad. Y, como bien dijo Aristóteles, “la única verdad es la realidad”.
Metalli, Alver
Contraluz / Alver Metalli. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Editorial Biblos, 2021
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-691-976-0
1. Narrativa Argentina. I. Título
CDD A863
Foto de cubierta: Marcelo Pascual, Hojas en trasluz
Diseño de cubierta: Luciano Tirabassi
Traducción del italiano y revisión del texto en castellano: Inés Giménez Pecci
Acuarelas: María Adela Naím. @mariaadelanaimacuarelas
Armado: Silvina Varela
Conversión a formato digital: Libresque
© Alver Metalli, 2021
© Editorial Biblos, 2021
Pasaje José M. Giuffra 318, C1064ADD Buenos Aires
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Llamo a mi padre por teléfono a Italia para saber cómo está. Tiene noventa y siete años y ha pasado toda su vida en Riccione. Vendedor primero, representante de comercio después, hoy jubilado. Se acerca el momento del gran viaje sin escalas y esto del coronavirus no le da miedo. Le digo que aquí donde vivo, una villa en la periferia de Buenos Aires, hoy empezó la cuarentena. Está preocupado por mí, imagina que estoy trabajando mucho, ayudando a la gente, y por lo tanto corriendo más riesgos que los demás. Me llama “hijo”, “hijo mío”. Nunca lo había hecho. Después, con la respiración entrecortada, empieza a recordar la Segunda Guerra Mundial, cuando era apenas un muchachito. “Nos escondíamos de los alemanes, hijo mío, para que no nos atraparan y nos llevaran a trabajar a Alemania; pero ahora, de esto no podemos escondernos”. Esto es la covid-19, una palabra técnica demasiado difícil para su edad –la peste, como la llaman los argentinos de la villa– pero recuerda con facilidad que la línea del frente de guerra pasaba muy cerca de su casa, en la zona de Rímini; los aliados libertadores, apoyados por los partisanos, avanzaban empujando desde el sur y los ocupantes alemanes retrocedían hacia el norte cargando en los camiones brazos jóvenes para trabajar en Alemania. Una especie de compensación por la destrucción que estaba sufriendo su propio país.
Él se escondió y pudo escapar.
Eso de asociar el coronavirus con la guerra es su manera de encontrar un punto de comparación, de calcular las dimensiones de este asesino invisible que golpea donde quiere, de esta arpía con la hoz en la mano que acecha del otro lado de la puerta y vigila a sus presas, lista para atrapar a los que ya vivieron mucho.
Todos los días, desde que empezó la cuarentena, se reparte comida en la villa. En los puntos de entrega, las filas se alargan como los días de aislamiento. Trescientas raciones, quinientas, ochocientas, mil quinientas, más de tres mil en el tercer mes de confinamiento. Sin duda aumentarán con el paso del tiempo y muy probablemente las filas seguirán formándose en los mismos lugares cuando empiece a ceder la pandemia.
Los circuitos del cartón están cerrados y los cartoneros no pueden salir para juntarlo y venderlo como siempre han hecho. Los recicladores ya no pululan con sus carritos donde las montañas de basura son más prometedoras, como hacían al amanecer hace mucho tiempo. Y los del cobre se han quedado sin la fuente de abastecimiento. También los que vivían de pequeños trabajos, como cortar el pasto en el jardín de alguna casa, barnizar un portón o pintar una fachada, esperan sin hacer nada.
Los jornaleros de las empresas de mudanzas y los que vaciaban sótanos no reciben llamados. Los vendedores ambulantes que recorrían las calles de la villa dejaron estacionados los remolques de chapas coloridas, los taxistas del barrio con sus autos de alquiler destartalados esperan un cliente que no viene, las mujeres que freían papas y amasaban tortillas de maíz en las esquinas apagaron sus hornallas. “El rey del chori” ya no cocina chorizos en la Plaza de los Trabajadores y la vendedora de billetes de lotería camina incansablemente entre las barracas de latas y maderas ofreciendo la suerte a los que no pueden comprarla. Los albañiles, muchos de ellos paraguayos, pasan sus días con las manos cruzadas: las poleas no giran y las hormigoneras están quietas.
La economía informal, como se la suele llamar, está paralizada; el microcircuito de compraventa que mantenía con vida a la población de la villa se ha cortado.
Comer se ha convertido en una angustia cotidiana.
Los colores de la fotografía han perdido el brillo que tenían antes de que atacara la pandemia. Se han vuelto amarillentos y opacos, como si una neblina tenaz los hubiera disuelto en un unicum sin tiempo. Los píxeles son granulosos, señal de que, en algún momento de su historia, han ampliado más allá de sus posibilidades un pequeño original de tamaño estándar.
Hay dos hombres en la foto, sorprendidos en una especie de balcón. Uno de ellos, el más joven, tiene las manos en los bolsillos y una gran sonrisa que ofrece a la cámara con desparpajo; el otro, mayor, está por decir algo. La palabra no ha llegado todavía a sus labios, pero los puños están entreabiertos, en el esfuerzo, quizá, de empujarla. Evidentemente, lo que está por decir es algo cargado de sentimiento, algo que viene de adentro, algo denso y pesado que se abre camino hacia la salida.
Los dos hombres (un hombre-hombre, uno, y un muchacho en realidad el otro) se encuentran en algún lugar suspendido en el vacío. Parece la terraza de un aeropuerto, por la puerta corrediza que hay detrás y la pista de aterrizaje en una esquina del encuadre. Están por partir, y en el bolsillo de la chaqueta del muchacho asoma la tarjeta de embarque. Debe ser un viaje largo –cuando era posible hacerlo– hacia un destino que requiere un avión para alcanzarlo.
Dos formas, el hombre y el muchacho, capturadas por la cámara fotográfica en un punto indeterminado del espacio, en un instante del tiempo. Un tiempo que ya pasó, cierto. Cuarenta años se diría, por la ropa que visten y los colores. Tal vez un poco más. Pero cuánto futuro contiene esa única imagen. Un futuro desconocido.
Ese día.
Misterioso.
Ese día.
Cargado de promesas tal vez.
Un impulso hacia el hoy. Que aparentemente ha terminado en un suburbio de la periferia de Buenos Aires, infectado, como todo el mundo, por una peste que mata y todavía no tiene cura.
La lechuza lanza un grito en la noche sin perfumes, la araña despega la tela y se balancea en el vacío. Las piedras que se desprenden del cerro ruedan con estrépito hasta el fondo del valle; la pacífica llanura se llena de chillidos. Los bosques se abren. Vistos desde lejos, parecen enormes gargantas famélicas contra el horizonte. Luzco una mirada atónita y culpable.
Anónimo
Esta noche el ángel exterminador llamó a la puerta del Chili. Las calles están desiertas por la cuarentena, debe haber pensado, y es un buen momento para ajustar cuentas. El Chili abrió la puerta y el disparo le atravesó el ojo. Dicen que se había burlado de la gente del Lirri cuando la ola de la peste todavía no había llegado a la villa, y que apenas tuvo tiempo de ver con el ojo sano al Mencha que escapaba.
Su madre lo arrastró dentro de la casa agarrándolo del pelo. Dejaba a su paso un reguero de sangre como la baba de un caracol. Ella comprendió todo apenas escuchó el tiro. No tuvo necesidad de que la vendedora de billetes de lotería le dijera que aquel hijo que tuvo con un albañil que trabajaba a dos manzanas de distancia, donde terminan las barracas y comienza el basural público, tenía el destino marcado desde que entró a la banda de los chaqueños. Controlan el fondo de la villa y no permiten que vendan en esa zona sin permiso. Un permiso que tiene precio.
Antes que el Chili, el Mosca había intentado romper las reglas, y antes que él, el Zurdo. A uno le partieron la cabeza con una piedra y el otro terminó con un cuchillo en la garganta. Doña Victoria, la madre del Chili, se veía venir la desgracia. La peste la tomó de sorpresa, la bala, no.
Hay un bayo que deambula por la villa desde la mañana temprano, cuando no hay nadie a la vista. Empieza sus andanzas donde las casas disminuyen, en un campo que la mayor parte del tiempo está lleno de basura. Desde allí avanza buscando las briznas de hierba que asoman entre las baldosas de la acera, roza el borde de las calles con el hocico calloso ignorando a algunos perros callejeros que se acercan para olfatear sus pisadas o a los pájaros que esperan pescar algo en los parches de excremento que de tanto en tanto deja a su paso. El bayo está desde antes, cuando la peste todavía no había llegado, pero con la cuarentena y las calles casi desiertas, todos los rincones son suyos. Es el amo absoluto de los espacios y los recorre con meticulosidad de hambriento con su séquito de ocasionales compañeros.
Es un animal de poco valor, de garrones bajos y panza hinchada. La boca está deformada por el freno que deben haberle puesto muchos dueños. Parece que le hubieran tirado encima un balde de cal para blanquearle el pelaje.
Revuelve con el hocico en la tierra y no desprecia las cáscaras de manzana que escapan de alguna bolsa de basura que los perros de la villa, antes que él, estuvieron revisando. Cada tanto se detiene frente al agua que corre junto al borde de la acera, inclina la cabeza descarnada y revuelve el líquido con su lengua rosada antes de beberlo.
A su propietario, un mecánico del barrio que tiene en el mismo lugar casa, taller y establo, le costó exactamente lo que se proponía gastar: algo más de tres mil pesos, menos de tres mil quinientos, cuando un dólar valía la tercera parte de lo que vale hoy. Que ni siquiera valía eso lo puede ver cualquiera que lo encuentre revisando con el hocico las montañas de basura a la entrada de la villa, donde pasa la mayor parte del tiempo después de haber recorrido los callejones más oscuros.
Es libre de moverse, no tiene bridas ni riendas y podría ir donde quisiera, pero no lo hace. Como los bueyes enloquecidos de Abril desesperado que dan vueltas a la piedra del molino aunque han sido liberados del yugo.1
Mientras tanto, espanta las moscas que lo persiguen agitando la cola deshilachada como una escoba. Espera su momento, cuando deberá tirar de la carreta que transporta la estatua del Gauchito Gil, el día de la procesión que el padre Pepe le dedica todos los años al indómito santo bandolero sin aureola, llamado esta vez a luchar contra un enemigo imprevisible y mucho más cruel.
1. Referencia a la película de Walter Salles de 2001, basada en la novela Aprile spezzato de Ismail Kadaré. La novela está ambientada en Albania, pero la película se desarrolla en Brasil, donde una pareja de bueyes hace girar la piedra que tritura la caña de azúcar.
El sol se pone en la villa. La oscuridad avanza lentamente, tan lentamente que hay que entrecerrar los ojos dos o tres veces para ver cómo se aproxima. Las montañas de basura desaparecen como por arte de magia, ocultas por un piadoso juego de sombras. Los depósitos de cartón parecen colinas encantadas, las barracas de madera y lata semejan un pesebre navideño.
Es la hora en que más trabaja la peste funesta y los más chiquitos vuelven a su casa para esquivarla, obedeciendo la llamada de los mayores. Cientos de piecitos marcan la tierra de los callejones, el polvo se adhiere a sus plantas descalzas mientras corren veloces como renacuajos en un estanque. La peste, entre tanto, se agazapa entre las sombras que avanzan empuñando la guadaña. Todavía no ha tomado una decisión, pero lo hará pronto.