Los accidentes geográficos
Los accidentes geográficos
Flor canosa
Dirección editorial: Silvia Itkin
Diseño de tapa e interior: Donagh / Matulich,
sobre diseño de colección Estudio ZkySky
© Flor Canosa, 2021
© Obloshka, 2021
ISBN: 978-987-47899-3-8
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Libro de edición argentina. Impreso en Argentina.
Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial
de esta obra sin previo consentimiento del editor/autor.
A Janice Winkler, por traer de la mano a Henrik y a Greta.
A Demian, por congelar el tiempo para leerme con honestidad.
A Manu, con quien volví a nacer a un mundo nuevo.
MANTA, ECUADOR
6.
El gran problema de los paréntesis abiertos es saber exactamente cuándo cerrarlos y cómo seguir la frase a continuación. No hay que olvidar que lo que pasa dentro del paréntesis es una aclaración y por tanto la oración debe poder leerse omitiendo ese contenido.
Este viaje es un paréntesis, pero la vida está en las palabras previas y posteriores al paréntesis.
Henrik mira a Greta, y Greta cree ver la desilusión dibujada en la forma de la boca que se distingue apenas entre la barba y los bigotes. Un paréntesis para abajo. Los que tienen barba siempre parecen estar en un estado facial neutro. También, todos se parecen entre sí como dobles calcados. Ahora la máscara de Henrik, el rictus que parece adivinarse entre el vello, a Greta se le antoja amarga. El paréntesis está por cerrarse y la frase debe continuar y terminar con un punto. Greta es incapaz de tomar la decisión de tener una charla con Sven y abandonarlo. No sabría cómo explicarle que ella consiguió ser feliz dentro de un paréntesis que debía ser apenas una fecha y resultó ser una biografía completa que se volvió oración, párrafo, página, capítulo. Todo lo que quedó fuera de ese paréntesis, era lo que podía haberse omitido.
7.
A Greta le pesan los pies. Queda trabada en la arena con el sol comiéndole los sesos. Esta vez, Henrik no está pendiente de su malestar. Ha dejado de verla, quizás, y continúa avanzando por la playa.
Lo que le sucede a Henrik es que no tiene idea de cómo seguir luego de descubrir que con Greta no existe el futuro. En realidad, sí tiene idea. Su cabeza proyecta la película de su porvenir: volver a Oslo, bronceado, más delgado, con la planta de los pies limada por la arena y la piedra, los cabellos con reflejos del sol ecuatoriano y algunas palabras en español, que se rehúsa a ignorar, en su vocabulario. Luego, una conversación calma donde sabe que tendrá que mantener la sangre fría del psicópata porque es él quien está asesinando la relación. Edda no va a romper cosas ni gritar. Edda va a masticar los insultos y lanzarlos como dardos, justo en el blanco. Catorce años de convivencia efectiva, no efectista. No importa qué pase con Greta, si logra abandonar a Sven o queda varada en la isla de su pareja. No es momento para preguntarse si él, Henrik, tiene pasta de amante de una mujer casada cuando las reglas no son equitativas. Si puede serlo; si quiere, acaso. Hace tiempo se acabó para él la adrenalina de multiplicar por cuatro los amores o de buscar novias en cada puerto. Henrik había decidido quedar fijo en el mapa y en la pareja, y ahora necesitaba de nuevo que esa coordenada volviera a ser invariable. Pero no sería con Greta.
Greta suda. La arena se vuelve movediza. Se hunde, y las partículas de piedra erosionada parecen solidificarse alrededor de sus tobillos. El paraíso es una trampa. Como en un sueño, quiere gritar y no le sale. No abre siquiera la boca; el grito se le dibuja como mera idea que no pasa de borrador. Cuando Henrik repara en la ausencia de Greta a su lado, ya ha avanzado cien metros solo, en silencio. Algo que nunca antes les había ocurrido a ellos en su relación, que se vanagloriaban de mantenerse juntos por una suerte de fuerza imantada.
DE MONTEVIDEO, URUGUAY
A OSLO, NORUEGA
1.
Greta vive en Montevideo, en el barrio de Nuevo París, que poco tiene del París original, y más que ver con un pueblo del interior. Chato, lumpen, una suerte de ironía de su propio nombre. Pero ahí le tocó vivir cuando se divorció y quedó con esa relación cordial pero incómoda con el padre de su hija.
Tres años lleva aprendiendo a hacer su trabajo mucho mejor que sus jefes. Parte de su vida capacitándose en Relaciones Internacionales, sometida a las artes de la diplomacia, preparándose para hablar inglés como nativa y, por qué no, un excelente japonés.
Esa paciencia oriental, la diplomacia aprendida y la de su libriandad, la ayudan a lidiar con la parsimonia peruana de los dueños de la empresa de importación y exportación de granos, a comprender los vericuetos de las subas y las bajas en la Bolsa, a ingresar datos, cantidades, capacitarse en materias que le son ajenas y, finalmente (aunque «finalmente» no sea la expresión correcta, porque finalmente llega lo esperado, no lo sorpresivo) ser enviada por la empresa a Oslo.
2.
Henrik habla muy bajito. Habla para sí mismo y no para los otros. No condice con su cuerpo el tamaño de su voz. Greta le pide permiso silencioso para invadirlo, para pegar su oído a su boca y entonces siente su olor y la temperatura que desprende su piel y sabe que en algún momento tiene que darle todo lo demás. Artilugios. Ella podría hacer el esfuerzo de oírlo, o acaso pedirle directamente que hable más alto, y no usar la excusa para llenarse de sus emanaciones. ¿Será este el caballero de las cartas?
Henrik se siente enfermo. Odia volar. Odia haber bebido whisky y haberlo combinado con Rivotril, pero de qué otra manera soportaría tanto tiempo arriba de un bólido que no parece tener motivo físico para permanecer en al aire.
La escala en Río no fue problema. Pero ahora está en el aeropuerto Charles de Gaulle, con la cabeza prácticamente metida entre las rodillas, tolerando que el mundo se haya vuelto blando y viscoso. De Greta primero ve la punta de las botas marrones, luego siente la presión de su mano sobre la espalda y la voz que le pregunta en perfecto inglés británico si se encuentra bien. Henrik alza la vista y no la reconoce de ningún lado, juraría no haberla visto nunca, pero de algún modo no siente una intromisión, sino una especie de continuidad confortable de algo antiguo. Debe ser por el alcohol y los calmantes.
—Bien... Fine, thank you.
Se escapa la lengua madre entre los dientes, porque en el dolor, en el amor y la matemática, es lo primero que se nos viene a la cabeza.
—¿Argentino? —pregunta Greta, sonriendo.
—Uruguayo.
Para Greta no es ninguna rareza que también exista un Henrik uruguayo, porque no hay otros Henriks que ella conozca, como tampoco las otras Gretas nórdicas le son cercanas. Lo que está sucediendo sucede por primera vez para esta pareja de dos individuos que se creen únicos. Cada uno de ellos (o nosotros) somos los únicos con ese nombre, esa cara y esa personalidad que oscila entre la belleza y el horror. No podemos conjeturar universos paralelos, ni desplazamientos, ni desprendimientos sin ningún indicio de su existencia.
Y entonces Greta toma asiento.
Y le dice que lo vio en el avión.
Que lo reconoció porque es muy alto y le oyó preguntar si podía sentarse en la salida de emergencia y la azafata le explicó que no, que esos asientos se asignan antes y tienen costo adicional.
Y el rostro de Henrik ante la negativa fue elocuente, pero no encontró argumentos para rebatir la realidad, aunque su metro noventa y cinco fuera el mejor argumento posible y la azafata decidió ignorarlo.
Y Henrik le cuenta que el avión parecía encogerse entre Río y París. Y quedan casi seis horas por delante. Y está un poco borracho y un poco drogado. Que lo reconforta escuchar su idioma, aunque viajó para no sentirse en casa.
Greta lo ve tan enorme e indefenso como un bebé monstruo que asusta sin querer, con esas manos grandes y llenas de vello rubio, y tiene un deseo real de llevarlo a un baño y cogérselo, porque entiende que no será mucho lo que él podrá hacer en ese estado, pero a ella siempre le atraen los seres rotos, como su exmarido, adicto a todo aquello que pudiera ir remplazando una dependencia por otra; al sexo, el alcohol, los juegos de azar y actualmente, el trabajo. Greta está convencida de que puede curar cualquier cosa, siempre lo creyó, pero luego descubre que el amor no alcanza. Ser una acompañante terapéutica es un trabajo y pronto dan ganas de renunciar y buscar al siguiente enfermo. Podría donar centavos a Unicef en lugar de enamorarse de idiotas con retraso emocional y, sin embargo, enfáticamente, insiste en replicar el mismo comportamiento. Condicionada como perro pavloviano, Greta comienza a babear.
Cinco minutos para contarse su vida y volver a ser tragados por la máquina de volar.
No es casi nada lo que se cuentan. Apenas menesteres geográficos, un par de datos laborales y planes en un lugar tan remoto del mundo. Cinco minutos no alcanzan para disponer la eternidad compacta que podría venir por delante.
Henrik le dice, en voz baja, antes de perderla entre los asientos:
—Siempre tendremos París.
—Siempre tendremos Oslo, o Montevideo —acota Greta.
—O Roma, o Quito, o Buenos Aires. —Cierra Henrik, enigmático.
Porque a veces no es uno mismo el que habla, sino una suerte de conocimiento colectivo de todos los otros seres que somos y están desparramados por ahí.
OSLO, NORUEGA
15.
Greta modula un ho’oponopono silencioso. Cada quien tiene su método para narcotizar a sus demonios.
La breve caminata entre el bus y el edificio, los doce pisos que asciende a velocidad crucero, sirven para acallar las voces y las risas del día laboral, para sosegar la alegría y mantenerla nuevamente a raya como corresponde, donde tiene que estar.
Greta repite el mantra con los ojos cerrados, adivinando el devenir inalterable de cada piso por costumbre de once años de subir en el mismo ascensor. A Greta le gustan mucho las cosas inalterables de su casa. Es el único lugar donde suceden siempre sin variación. Es aséptica como un quirófano. Y del mismo modo es fría e impersonal.
Un quirófano, un sepulcro.
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Cuando Greta entra en el departamento, Henrik se está lavando las manos; «qué raro», ironiza para sí. La puerta del baño está abierta, pero ella igual toca con dos golpes y espera. Henrik la mira a través del espejo. A los ojos la mira, pero no directo. La mira a través, atravesándola, pero sin profundidad. La mira como a un objeto traslúcido, que se mira y no se mira al mismo tiempo.
—Jakob nos invitó a pasar Nochebuena. Dice que el reno los miró fijo a los ojos antes de morir; pero no está orgulloso. Dice que tal vez la agonía se note en la textura de la carne.
—Hoy estuve en el aeropuerto por algo de trabajo.
Greta no menciona que fue para acompañar a Verner, que se manosearon en el taxi, que se despidieron con un beso que borró los contornos del resto del mundo, que es solo cuestión de tiempo que llegue el momento de preparar una torta de cumpleaños y abandonar a Henrik para siempre. Lo que quiere contar es otra cosa.
—Una mujer me estaba mirando. Era idéntica a mí.
—Ahá.
—Idéntica como no se ha visto a otra. Era yo, no tuve dudas.
Henrik la observa a través del espejo. Él y ella duplicados, como si faltara alguna imagen alegórica más en esta historia.
—Emocionante. ¿Y qué pasó?
Henrik parece realmente interesado por su relato. Hace meses, años, quizás, que no presta verdadera atención a lo que dice Greta. Y Greta detecta este cambio, como si de pronto Henrik se hubiese vuelto otro.
—Nada; nos miramos a los ojos un instante. Luego, ella desapareció.
—¿Se esfumó?
—No, simplemente salió rápido hacia las puertas de embarque.
—Un Doppelgänger. Un vardøger1. Dicen que todos tenemos uno o más de uno. Lo extraño es coexistir en la misma época.
—Me hubiese encantado charlar con ella.
—Me hubiese encantado conocerla.
Henrik cierra la canilla del baño. Mira a Greta, le sonríe.
Greta descubre que esa sonrisa no parece ser la del Henrik que conoce hace más de once años, como si alguien lo estuviese suplantando, como si hubiera una posibilidad, todavía, de que el matrimonio deje de ser un sepulcro y vuelva a tener sabor a carnaval, a sal de mar, a helado italiano, a tango.
Dura poco el encantamiento.
—En fin, ya acepté la invitación de Jakob. Además, sí quiere que estemos. Me dijo «por favor, pedile a Greta que nos deleite con su manjar rojo, a nadie le queda la salsa como a ella».
Greta quisiera que no tuviesen esta conversación y el tiempo retrocediera treinta segundos.
—A tu jefe le encanta alardear a costa de los demás. Seguro que frente a los invitados cuenta que, si no fuera por él, nosotros no tendríamos nada ni yo hubiera aprendido a cocinar «mi manjar rojo».
—Es un buen chico —dice Henrik.
Y no vuelve a mirarla.
El tiempo solo se mueve para adelante, un paso más cerca de la muerte en todas sus variantes.
1. El vardøger es, en el folclore escandinavo, un «espíritu predecesor». Las historias cuentan que son un vaticinio, un déjà vu a la inversa. En ellas, la llegada de una persona es precedida por la aparición de un espíritu con sus rasgos, voz, olor, apariencia o conducta general, por lo que los testigos creen haber visto o escuchado a la persona antes de que llegara realmente.
I.
IDA
Nos enamoramos por una sonrisa, por una mirada, por un hombro. Con eso es suficiente y luego, en largas horas de esperanza o de tristeza, fabricamos una persona, componemos un carácter. Y cuando después tratamos a la persona amada ya no podemos, por muy crueles que sean las realidades con que nos encontremos, quitar ese carácter bueno, esa naturaleza de mujer que nos ama, a ese ser que tiene esa mirada, ese hombro (...).
Marcel Proust. La fugitiva.
En busca del tiempo perdido
II.
ESCALA
Entonces comprendí lo que ya sabía:
lo que podemos imaginar siempre existe,
en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano,
igual que en un sueño.
Ricardo Piglia.
El último lector
III.
VUELTA
Al fantasma se le mata
con su nombre.
Juan Ramón Jiménez
OSLO, NORUEGA
1.
Greta modula un ho’oponopono silencioso. Aunque nunca termine de comprender —un poco por falta de voluntad, otro poco por negligencia— de qué se trata esta práctica contagiada por el entusiasmo de Hilde, su hermana, ella lo adopta por el placer rutinario de convencerse de que aquello realmente funciona. Para algunos la homeopatía es el placebo, para otros la psicología o las prácticas sadomasoquistas. Cada quien tiene su método para narcotizar a sus demonios.
La breve caminata entre el bus y el edificio, los doce pisos que asciende a velocidad crucero, sirven para acallar las voces y las risas del día laboral, para sosegar la alegría y mantenerla nuevamente a raya como corresponde, donde tiene que estar, fuera de la casa. No porque la casa sea un templo, sino porque el matrimonio es un sepulcro y dentro de un sepulcro debe reinar el recato.
El ascensor es espejado en tres de sus cuatro caras. Después de once años, Greta ya no se deja atrapar por el hechizo de ser cuatro mujeres en un rectángulo plateado. Nunca entendió —un poco por falta de voluntad, otro poco por negligencia— esta pista fundamental en la historia de su vida. Tal vez no sea ella quien deba entenderla. Es por eso que Greta ya no se mira, sino que repite el mantra con los ojos cerrados, adivinando el devenir inalterable de cada piso por costumbre de once años de subir en el mismo ascensor. A Greta le gustan mucho las cosas inalterables de su casa. Es el único lugar donde suceden siempre sin variación. Es aséptica como un quirófano. Y del mismo modo es fría e impersonal.
Un quirófano, un sepulcro.
Greta se ensaña en describir su hogar como un receptáculo de cuerpos que pueden estar muertos. Apenas hasta allí llega su sarcasmo. Sin embargo, no es que sea infeliz con este, sino que está simplemente más allá de él. Entonces, en el ascensor plateado, acalla las risas de la oficina, los chistes del coffee break, ahoga el placer de observar a los músicos que tocan ritmos latinos en la plaza por la cual cruza diariamente y asfixia los gemidos de su amante y sus gritos de orgasmo, todo eso por orden y gracia de la métrica incansable del ho’oponopono. En el ascensor, con los ojos cerrados, se sosiega la vida y se vuelve un espejismo, para luego colocarse su máscara de neutralidad y abrir la puerta de su matrimonio, como todos los días.
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Cuando Greta entra en el departamento, Henrik se está lavando las manos; «qué raro», ironiza para sí. Henrik tiene el vicio de lavar: la ropa, sus manos, su cara. Friega su piel como si quisiera sacarle capas. La puerta del baño está abierta, pero ella igual toca con dos golpes y espera. Henrik la mira a través del espejo. A los ojos la mira, pero no directo. La mira a través, atravesándola, pero sin profundidad. La mira como a un objeto traslúcido, que se mira y no se mira al mismo tiempo.
Son las cinco de la tarde y el día ya es historia. En la cocina, Henrik corta papas en cubos. Un jazz que viaja desde el tocadiscos en el living acompaña el movimiento del cuchillo. Hay un bacalao en la heladera a la espera de calentarse como una tierra soñada, caribeña. Calentarse como se calienta el cuerpo de Greta en la ducha con el agua; el sonido del agua acompaña el ritmo del jazz, al otro extremo del departamento.
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
—Jakob nos invitó a pasar Nochebuena. Dice que el reno lo miró fijo a los ojos antes de morir; pero no está orgulloso. Dice que tal vez la agonía se note en la textura de la carne.
—Pareciera que no quiere que aceptemos la invitación.
—Ya acepté. Además, sí quiere que estemos. Me dijo: «por favor, pedile a Greta que nos deleite con su manjar rojo, a nadie le queda la salsa como a ella».
—A tu jefe le encanta alardear a costa de los demás. Seguro que frente a los invitados cuenta que, si no fuera por él, nosotros no tendríamos nada ni yo hubiese aprendido a cocinar «mi manjar rojo».
—Es un buen chico.