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Garajado

Ernesto Rodríguez Abad

 

 

Baile del Sol

garajado

Historia del hombre que no quiso ir a la guerra

Realidad y ficción se mezclan en mi historia. Quizá no estoy diciendo nada nuevo, eso es lo que sucede en todas las novelas. Oralidad y documentación son el punto de partida. Años de recuerdos, de viaje hacia lo más recóndito de la memoria. Allá donde lo real se idealiza, donde el tiempo se desdibuja. El camino recorrido para llegar a la redacción de estas páginas es el de mi vida. Recuerdos de conversaciones en la plaza del pueblo, sentado en los callaos de una playa de mi infancia o en los bares entre efluvios nocturnos. Algunas páginas de un periódico carcomido por el tiempo. Unas fotos desvaídas en un álbum desgastado.

Retazos de historias de vidas en los que no se dice todo.

El personaje, real y al mismo tiempo forjado durante años en mi imaginación, es el resultado de las palabras transmitidas por el pueblo.

Garajado surgió sin esperarlo. El saliente recóndito, al que se llega entre pedruscos de lava sueltos sobre el polvillo marrón y ligero. Así llaman los pescadores al pesquero solitario. Tierra reseca frente al mar siempre agitado del noroeste de la Isla. Olas incansables rompiéndose en espumas entre los riscos negros. Allí la naturaleza habla de pobreza y de la libertad, de la dureza, de la lucha por la supervivencia. Olor a mar y tierra se mezclan. Las siemprevivas escarchadas de salitre y pena, las humildes lechugas de mar, alguna tabaiba retorcida sobre la tierra por el viento y las pencas de higos encarnados luchan con la tierra árida y la luz.

Pero garajados son también, en Daute, las leves golondrinas de mar que vuelan libres sobre las olas, anidando entre rocas agrestes.

Sonoridad de una palabra que encierra la esencia de una vida agarrada a la tierra y a la soledad. Término con reminiscencias de lenguas aborígenes o de cadencias traídas del portugués.

A lo lejos, las plataneras de paredes descascarilladas por el tiempo y la dejadez... Y como dioses acechantes, las montañas. Cerrando el horizonte, luchando con el cielo. Vivas, silentes. Descomunales, eternas.

capítulo i

Cuando los niños juegan a la guerra,
qué tristeza.

José Luis Pernas

María oyó las pisadas desde la habitación. Retumbaban entre las paredes blancas. No parecían los cascos del caballo de su padre para subir a los caseríos de la montaña. No sonaba como el ajetreo de los chicos tras el perro, no habían dado las seis de la mañana y aún dormían; tampoco resonaba como cuando los vecinos bulliciosos retozaban en el callejón; mucho menos se trataba de Chona la Gallita cantando descaradas coplas, mientras subía los baldes de ropa sucia a lavar en la azotea.

Era demasiado temprano para que empezase la vida. Se sentó en la cama. Miró alrededor. Sus hermanas dormían plácidamente. Se sintió intranquila. Aguzó el oído. La recorrió un escalofrío. Contuvo la respiración. El inquietante sonido procedía de la calle, estaba segura.

Eran botas que humillaban la quietud de los adoquines. El chirriante ruido de un frenazo. Una orden opaca. Un camión había parado en la esquina.

En aquel suave amanecer de verano, se rompía el silencio y la quietud hipócrita del pueblo.

María se levantó y se vistió con una ligera bata sobre el camisón de muselina rematado de encajes de bolillos. Sus once años inocentes no impedían que hubiese desarrollado un especial instinto en aquella guerra que había estallado inesperada y que ella no lograba comprender. Era la guerra de ellos, de los adultos. No era la batalla de espadas de madera y escudos de cartón a la que jugaba con sus hermanos. Era de verdad y de odio. Los niños de ayer habían cambiado la pistola recortada en madera por un fusil de balas. Empezaba a comprobar con dolor que el mundo podía ser un lugar cruel y despiadado.

Caminó a tientas. Las manos estrujando el camisón por los nervios, los ojos muy abiertos. Llegó de puntillas, para no despertar a nadie, a la habitación que daba a la calle.

Su madre y Chona la Gallita estaban acurrucadas contra la ventana. Cuchicheaban. Camisones blancos, sobretodos grises y negros. Espiaban por la rendija de la contraventana entornada.

María se paró en la puerta cuando las descubrió. Abrió los ojos, de los que ya había huido el sueño, desmesuradamente. En un instante su cabeza recibió flashes de imágenes y palabras inconexas. Trataba de ordenar sentimientos y pensamientos.

 

¿Qué pasa?

 

Las mujeres, sobresaltadas, giraron en una especie de brinco. Las frentes fruncidas. Las bocas apretadas. Al unísono, se pusieron un dedo sobre los labios pálidos. La miraron asustadas y le ordenaron silencio.

Primero no entendió nada.

Se acercó a la ventana y se hizo un hueco. Chona la Gallita la acercó a su vientre. Notó su temblor. La madre estaba seria, fría. Encogía los labios.

 

¿Qué pasa?

¡Calla!

Quiero saber qué pasa.

Nos pueden oír.

¿Quiénes?

Ellos.

Tengo miedo.

 

Las voces se entremezclaban serias, mientras la habitación empezaba a clarear con la luz que se colaba por las grietas de la madera de tea olorosa.

 

Mira si se han despertado los niños.

No los oigo.

Que no salgan de la habitación.

Están dormidos, señora.

No quiero que vean nada.

Le repito que están dormidos.

 

María sintió vértigo. No le salía voz. Tartamudeaba. Se le secaron los labios. Las manos comenzaron a sudar.

Vienen a buscarlo, es bueno conmigo.

Niña, vuelve a la cama, esto no es para ti.

Yo soy su amiga, mamá, ayúdalo.

Sabía que esto ocurriría un día.

La política es asquerosa.

Calla, Chona, no empieces.

No, los hombres la hacen venenosa.

 

Las oía hablar como cuando rezaban el cansino rosario en la sala de las visitas, delante de la hornacina del Corazón de Jesús. Dudó. Se removió nerviosa y apretó la mano de la Gallita.

¿Quiénes son?

Los soldados.

¿A qué vienen?

A nada bueno.

¿Estaré soñando?

¿No dicen que la guerra está lejos, en la Península?

¡Estaré soñando!

 

La palabra sonó como un martillazo en los susurros de la habitación. En los sueños no suenan palabras tan bruscas, no se escuchan pisadas tan fuertes.

Luego, oyeron golpear la puerta del vecino. Silencio tenso, expectante. Voces broncas en la calle decían algo que no lograba descifrar. Amenazas, órdenes, ásperas palabras que no entendían. Las tres se abrazaron buscando refugio.

 

¿Qué pasa?

No hables ahora, niña.

¿Por qué?

Nos pueden oír los niños.

¿Por qué? ¿Qué pasa?

Es mejor que no los despiertes.

 

Los golpetazos en la puerta de los vecinos se hicieron más insistentes. Se mezclaban con las palabras bruscas de los que daban las órdenes. Aquella guerra no era igual a cuando jugaba con sus hermanos en la calle. Siempre le decían que jugaba a cosas de chicos. Las niñas no jugaban a la guerra, insistían. Entonces, cuando hay una guerra de verdad, ¿qué hacen las niñas?, pensaba María.

 

¿Qué sucede?

No veo bien.

 

Un fornido soldado aporreaba la puerta verde, desvaída y descascarillada. Le daba furiosos puñetazos que la hacían temblar. Parecía que la madera reseca iba a ceder de un momento a otro. Gritó furioso el cabo.

 

¡Sargento, no abren!

Si no responden, la derribamos.

 

María imploraba a punto de llorar, como en un rezo. La madre y Chona la Gallita trataban de disimular los nervios. Se apretujaban contra la ventana. Querían ver lo que pasaba. Aunque, a la vez, no querían ser vistas. Tenían miedo.

María corrió hacia la escalera. Descalza, sin importarle el frío en los pies y el ruido de los golpes de las culatas de los rifles contra la puerta del vecino. Aldabonazos crueles.

Oyó a los soldados insultar y reír. Oyó un suspiro doloroso. Luego, silencio. Nunca le parecieron tan largas la escalera y la galería hasta la puerta de la entrada.

Salió a la calle sin pensar.

Allí estaba su vecino. La cara contraída. Sudoroso. Trémulo. Las manos crispadas, agarrando, a la altura de los bolsillos, los pantalones grises puestos a la carrera y algo arrugados. Los ojos le brillaban. Saltaban las pupilas de un lado a otro tratando de captar con la vista todo lo que ocurría.

La mujer se había quedado en la puerta arrebujada en un sobretodo de lana negra.

María se interpuso entre un soldado y su vecino justo cuando el joven de aspecto hosco levantaba el fusil.

A ella no le gustaban las armas, pero no tuvo miedo. En aquel momento parecía una pequeña Juana de Arco o una Guacimara indómita. Se cruzaron miradas entre el hombre y la mujer. No pronunciaron ni una palabra.

¡Cuántas cosas pueden pasar en un segundo!

La madre se desmayó en los brazos de Chona la Gallita. Al instante volvió a recobrar el aliento reaccionando a los ligeros golpecitos y pellizcos en las mejillas.

La mujer en la puerta tapó la boca con una mano. La otra mano quedó petrificada, en un gesto que intentaba detener a la niña. Se miraron.

Los ojos de María en aquel momento eran lo único puro y sincero.

El vecino temblaba.

María no se movía y mantenía la mirada fija en los ojos del soldado. Desafiante.

En un instante se agolparon recuerdos desordenados en su mente. Recordó los juguetes que aquel hombre le había hecho la última Navidad. Rememoró el olor de la madera cuando iba a la carpintería a hablar con él. Ella ocupaba el lugar de los hijos que nunca tuvo.

Se sintió sola. Tenía ganas de gritar, de pegarle a alguien.

Miró la ventana del piso alto de su casa. Sabía que su madre y Chona la Gallita estaban detrás de la madera entornada. Creyó oírlas rezar el rosario monótono. Todo se arreglaba en su casa rezando el rosario.

Escuchó los susurros de su madre y Chona la Gallita.

 

Esta niña nos busca una ruina.

Déjela, no se preocupe.

Que no se despierten los pequeños.

Siguen durmiendo.

Ni las hermanas mayores.

Roncan o sueñan.

Vamos a rezar.

¿Y qué arregla rezando?

Pareces del otro bando.

No me haga usted hablar, no me haga usted hablar.

Pues no hables...

Pobre niña.

¡Pobres nosotros!

Yo voy a buscarla.

Ni se te ocurra.

¿Por qué?

Creerán que somos como ellos.

¿Y...?

No busques complicaciones...

Yo voy a buscarla.

¡Quieta!

¿No le da pena?

¡Pena!

Sí, es su hija.

Y una irresponsable.

Los niños no saben de política.

Pues que se comporte como una niña.

Eso está haciendo.

Los niños juegan.

Y qué cree que está haciendo.

¿Acaso me vas a decir que está jugando?

 

Callaron de repente. Chona la Gallita intentó salir. La madre la agarró de un brazo y la miró fulminante.

El soldado arrebatado por la rabia cogió a María por un brazo y la empujó contra la pared. La niña rebotó contra el muro como una muñeca de trapo y cayó sentada en la acera. No soltó ni una lágrima ni pestañeó. Siguió desafiando al soldado con la mirada fija en los ojos de él.

Sabía que su madre comenzaría a rezar otra vez en aquel momento.

 

Santa María Madre...

¡Cállese!

Ruega por nosotras...

¿No va a hacer nada?

Ruega por nosotras.

¡Reaccione!

Ruega por nosotras.

Y que no se le encienda la sangre.

¡Calla, irresponsable!

Rezar no arregla nada.

Perdónala, Madre de Dios.

 

Chona la Gallita salió despacio. Mascullaba palabras con rabia, harta de tener que callar siempre. Su voz era una especie de sollozo. Las mujeres de su clase estarían eternamente marcadas por el silencio. Les habían arrebatado la voz. Se restregaba las manos en el delantal como si quisiera hacerlo trizas.

María en la calle rompió llorar. Luego gritó.

 

¡No se lo lleven! ¡No se lo lleven!

 

Vio cómo lo empujaban hacia el camión. Estaba pálida y paralizada en la puerta. Le temblaban los labios resecos. Intentaba hablar, pero no le salía la voz.

 

¿Por qué?

 

María pudo ver la mirada de despedida que su vecino le dirigía. Parecía que quería contarle algo. Una lágrima rodó por la mejilla del hombre.

Los soldados rieron a carcajadas. El camión se alejaba.

La mujer desfallecía apoyada en la puerta.

Nadie en la calle.

María gritaba.

 

¡Es un hombre bueno! ¡Es bueno! ¡Es un hombre bueno!

 

Se fueron sin mirar atrás. Lo subieron al camión a empujones. Sin palabras. Sin miradas. No querían ver el sufrimiento y la tristeza. Tras los visillos, cuchicheos y miradas esquivas.

 

Los hombres habían visto tantas veces a los niños jugar a la guerra con pistolas de madera que decidieron construir armas y jugaron a la guerra de verdad.

capítulo ii

Vuelvo a la vida con mi muerte al hombro,
abominando cuanto he escrito: escombro
del hombre aquel que fui cuando callaba.

Blas de Otero

La sede de la CNT en el pueblo era pequeña. Apenas cabían los militantes cuando había reuniones en las que se debatían cuestiones decisivas. Las últimas semanas se había convertido en un hervidero de comentarios, noticias, venganzas, detenciones.

Los papeles se apilaban sobre las mesas, en las que también había tazas con restos de café, algunas botellas con agua y un cenicero en el que se quemaba un cigarrillo abandonado. En el suelo se amontonaban, contra la pared, algunos libros y libretas de apuntes, cajas con pasquines y material de la última campaña electoral. En una tonga manoseada por los lectores y desorganizada por el uso estaban las revistas Tierra y Libertad, Generación Consciente, Estudios...

En la otra pared colgaban, desordenados, carteles con proclamas aleccionadoras, bajo el encabezado de las letras rojas y negras del sindicato.

Todos se sentían preocupados. El levantamiento nacional, como lo llamaban, reclutaba indiscriminadamente tanto a simpatizantes como a contrarios y encarcelaba sin compasión a todo el que había tenido algún compromiso político o sindical.

Un remolino de voces y de brazos subían y bajaban, se agitaban, se levantaban, se crispaban. Nadie escuchaba y todos querían ser oídos. Resultaba complicado hacerse entender.

 

Yo lucharé.

Hay que tomar decisiones.

Las personas con los brazos cruzados no sirven.

Luchar.

No podemos olvidar nuestros principios.

Hay que plantar cara.

Y ¿qué vas a hacer?

Combatir.

¿Dónde vas a pelear?

Vivimos en el reino de los odios.

Demasiadas voces opinando.

¡Escuchen!

Nadie habla ya.

Solo gritos.

Todos aúllan como fieras.

Hay que convencer.

Tenemos que usar la fuerza.

Ya lo hicimos en el 34, cuando la barricada.

La famosa barricada de la curva de don Chano.

Ni la historia la recuerda.

¿Quién habla de eso ya?

Y hace solo dos años.

No creo que ahora sirva para mucho aquella heroicidad.

 

El joven sindicalista habló en último lugar, imprimiendo a sus palabras cierto aire de nostalgia. Sonrieron todos con añoranza. Luego dejó de escuchar la discusión que se enredaba en laberintos de palabras y se sumergió en la lectura de unos documentos desordenados que había encontrado dentro de una de las revistas, que empezó a hojear distraído.

 

«Año de 1934, empieza la Reforma Agraria que la II República había aprobado en 1932 y los miembros del sindicato que se relacionan a continuación participaron en la medición de tierras para exigir que se cumpliera la ley de contratos por hectárea en las fincas de plátanos. El sindicato, entonces, empezó a ser mirado con desconfianza. Algunos decían que arremetían contra la propiedad privada, otros que eran una amenaza».

 

Frunció el ceño. Alguien había arrancado los folios con la relación de los nombres. El joven indeciso, en una esquina, levantó la vista de los papeles y fijó la mirada en un cartel. Pensativo. Miró a los compañeros sin oírlos. No le interesaban las discusiones, que no llegaban a ningún lugar. Además, no lo comprenderían. Volvió a la lectura de los papeles que alguien había dejado olvidados o escondidos entre las hojas de la revista.

 

«Algunos sindicalistas comprometidos con dicha reforma se entrevistan con el alcalde. Este acaba de ser puesto en libertad, después de ser acusado de conspiración política. Les confirma la sospecha que ya tenían algunos. Vendrá el ejército enviado por gobernación desde la capital. En la Isla la indignación crece con las decisiones tomadas en el pueblo. Se prepara una gran represión. Es el escarmiento de los poderosos».

 

El joven se atusó la barba incipiente unos instantes. Se levantó y se asomó a la ventana. Las calles estaban vacías. Se respiraba un aire extraño, enmohecido. Solo se escuchaba, lejano, desde la acera del bar de la plaza, al borracho de siempre, que cantaba: «De piedra ha de ser cama, de piedra la cabecera, la mujer que a mí me quiera ha de quererme de veras...». La copla desafinada repetida cada día era parte del paisaje. Sonrió. Retornó a su asiento, al lado de la estantería, y abrió la revista para seguir leyendo aquellos folios medio amarillentos.

 

«Los compañeros manifestantes rodean el cuartelillo. Los guardias civiles no pueden contenerlos. Avisan al ejército. Nunca se había vivido en el pueblo algo parecido. Se escucha el clamor de aquellas voces que entonan el himno revolucionario:

 

Negras tormentas agitan los aires,

nubes oscuras nos impiden ver,

aunque nos espere el dolor y la muerte,

contra el enemigo nos llama el deber.

El bien más preciado es la libertad.

Hay que defenderla con fe y con valor.

 

Las gentes del pueblo miran por las rendijas de las contraventanas abiertas».

 

Quedó ensimismado tratando de asimilar lo que estaba leyendo. Aquella hazaña vivida hacía dos años no era relatada ya por nadie. Revivía con las palabras de aquel anónimo cronista lo que tantas veces Daniel Calmita le había contado como un secreto.

 

«Los compañeros los rodean con instrumentos de labranza, palos y algunos fusiles. Era la revolución que habíamos soñado muchas veces. Entona la gente muy alto:

 

¡En pie, pueblo obrero, a la batalla!

¡Hay que derrocar a la reacción!

 

Se siente el sudor y la respiración del pueblo. Las caras exaltadas por la sensación de triunfo. Están todos juntos, a punto de conseguir ganar una batalla. Aunque sea pequeña, es un gran paso».