JOSÉ MARÍA MANSILLA RÉ
Mansilla Ré, José María
Cuentos y narraciones en tiempos de Pandemia / José María Mansilla Ré. - 1a ed. -Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.
150 p. ; 21 x 15 cm.
ISBN 978-987-87-1257-4
1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Título.
CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA
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Imagen de portada: José María Mansilla Ré
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
A mis seres queridos.
5 Cuentos cortos
8 Cuentos medianos
2 Cuentos largos como novelitas resumidas
La nave marchaba sin que nada al parecer se moviera, solo se oía el leve murmullo de sus turbinas. La noche era profunda a esa hora en que navegábamos en aguas del llamado Triángulo de las Bermudas, de Bahamas rumbo a Miami. Ya nos estábamos acomodando en nuestra mesa y el camarero muy solícito se nos acercó con la lista de la comida. Elegimos carne de res con unas verduras hervidas. Por uno de los ventanales del crucero se distinguían a lo lejos las luces de otras naves. Parecían estrellas flotando en el mar. De pronto, hizo su aparición ella. La rubia alta, delgada, vestida con un pantalón negro no necesariamente ajustado y una blusa con mangas largas y de una textura hecha de seda y un chal sobre los hombros. Venía sola y llamaba discretamente la atención mientras se balanceaba garbosamente hasta llegar a la mesa delante de la nuestra, distante a unos cuatro metros. Aun así, percibimos el aroma de su perfume que se mezclaba con el de mi mujer. Su aparición atraía tanto miradas masculinas como femeninas. Mi mujer me deslizó con mucho criterio: “Debe ser modelo, tiene todo el tipo”. Después de verla acomodarse en la silla, poner su chal y un diminuto sobre plateado en la otra silla y sentarse finalmente, revisó su móvil buscando tal vez algún mensaje. Desvié la mirada hacia mi derecha y vi a otro personaje que también me llamó la atención. Sería para mí el primer protagonista de esa noche.
Era un muchacho alto, muy delgado, de tez cetrina y una pequeña barba ensortijada y renegrida que hacía terminar su rostro en punta. Era un tripulante del enorme crucero al servicio del comedor. Es muy probable que su origen fuera de la India o de Pakistán. Estaba dentro de la distribución de los platos o fuentes de comida que venían de la cocina y de allí los derivaban a los camareros y estos a su vez los llevaban a las mesas de los turistas.
Lo vi como embobado observando con atrapante atención desde su aparición a esa figura de negro con atractiva cabellera dorada que caía adornando su espalda. Lo vi apoyado en ese mostrador circular esperando las órdenes de sus compañeros. Lucía una camisa blanca y un pantalón azul casi cubierto por un delantal gris con pechera y sin llegar a las rodillas. Sus labios casi oscuros dibujaban una leve sonrisa, pero el brillo de sus ojos reflejaba una supuesta historia elaborada en segundos al ver a la dama. Creo que soñó con enamorarse, en poseerla como si fuera un amor que al fin llegó a su vida. Se deleitaba mirándola arrobado en un paraíso de espacios limitados. Su sonrisa era de adoración, ensoñación… como una cobra hipnotizada por el “pungui” de su poseedor. Él no la veía como un objeto sexual; la veía como algo difícil de conseguir, inalcanzable, utópico. Como si una vez pensara que fuese el dueño del Taj Mahal y anduviese por sus salones y sus jardines viendo su figura reflejada en las aguas del estanque con toda la fisonomía y vestimenta de maharajá. Eso pensaba yo que supuestamente tenía en mente el muchacho. Algo así como “¿Cómo puedo pretender algo semejante, un simple mesero indio de cocina al servicio de los señores…? ¿Y por qué no?... Estamos en el mismo mundo, pero en escalones distintos, ¡pero con la imaginación se llega hasta donde uno quiere!”. Supongo que habrá pensado eso utilizando la sapiente filosofía de la India, y yo inmiscuyéndome en su pensamiento.
A los dos minutos apareció la pareja de ella. Alto, cabello oscuro, serio y espigado. Caminando como si nada hubiera a su alrededor, pero acompañado también de miradas indiscretas de ambos sexos. Parecían dos modelos de alta costura o de un producto sofisticado al que estaban publicitando haciendo una pasada por los salones. Vestía un pantalón claro, un saco azul oscuro y un pañuelo en el cuello que luego se quitó. Un clásico. El peinado impecable y lustroso como si le hubieran desparramado una gelatina brillante. Le sonrió cuando llegó a la mesa y ella se la devolvió con sutileza, pero sin estridencias. Suave y tenue como se veía ella. El único al que la sonrisa le iba disminuyendo de a poco era al amigo supuestamente de la India o de Pakistán, porque fue despertando casi ipso facto de ese sueño tan breve pero dorado como los cabellos de la dama, y más aún cuando un compañero de servicio le trajo una fuente con platos para distribuir, y al ver que aquel seguía estático, con los ojos puestos en la mesa veintidós, le gritó: “Eyy… despierta, que aquí tienes para las mesas nueve, quince y veinte… ¡¡Ey, que se enfrían!!”.
Eran dos abuelos que se alojaban en un hogar mixto de ancianos, una residencia para mayores en un barrio de la ciudad. Estaban en los momentos de esparcimiento donde veían la TV, o leían o recibían visitas, separados por unos metros unos de otros. Prácticamente muy pocos ancianos se conocían entre ellos, excepto los más antiguos que entre charla y charla hacían más llevadera su estancia en el lugar. Las relaciones eran contadas y casi siempre del mismo género. Los hombres veían algún partido de fútbol por televisión cuando no eran nocturnos o se entretenían con algún otro programa por la tarde. Otros permanecían silenciosos con los ánimos perdidos en otros tiempos, y algunos releían por infinita vez viejas y queridas cartas o veían fotos de épocas pasadas. Las mujeres, de acuerdo a sus estados de ánimos, se relacionaban más entre ellas.
Estos dos abuelos eran extranjeros, hacía mucho tiempo que habían llegado al país y se sentían tan ciudadanos como los nacionales por el simple hecho de haber vivido la mayor parte de su vida aquí, formado una familia, tenido amigos y finalmente terminar sus historias en estos lares.
Él era italiano de la zona de viñedos de Frascati, una antigua y bonita ciudad con edificios del Medioevo en la provincia de Roma, a veinte kilómetros de la ciudad. Ella, española de Valladolid, llegó al país con sus padres cuando era una niña de cinco años, justo para inscribirse en la escuela primaria. Ambos no se conocían ni de nombre, apenas se habían visto a la ligera cuando almorzaban separados en alguna mesa del salón. Él era residente desde hacía dos años y ella casi año y medio. La señora se llamaba Verónica y solo los fines de semana recibía la visita amorosa de su nieta que siempre le traía alguna ropa o cosas que podía comer admitidas por el médico del hogar. De vez en cuando venía con su marido y el pequeño bisnieto a llevarla a pasear o bien a que se quedara a dormir con ellos cuando había algún festejo familiar.
El abuelo, de nombre Pablo, no tenía tanta suerte porque el único visitante que venía a verlo a la ligera cuando se acercaba a pagar generosamente la renta en la residencia era su sobrino mayor, hijo de un hermano. Pablo tenía un hijo que por razones de trabajo se había trasladado a Italia, a Milán, para ser más precisos, con su mujer y sus dos hijas, y una vez al año volvían y entonces lo iban a ver al hogar. Eso había sucedido una sola vez y el abuelo contaba los días para volver a abrazar a su único hijo. Más de una vez pensaba “qué extraño es el destino”. Él se vino de allá para aquí a trabajar por una vida mejor, y ahora era el hijo el que se había ido a Italia a forjar su porvenir. El abuelo hacía tres años que era viudo después de casi sesenta años de haber compartido su vida con Carmela.
Pero un día, comenzaron a acercarse el uno al otro aun sin proponérselo. Quizás una ayudante colaboró con la magia de lo que no imaginamos y los acercó. Algo fortuito. Y de a poco se empezaron a conocer, a reconocer sus rostros y sus voces y de sus tímidos saludos de “buenos días”. Pablo supo que ella se llamaba Verónica y a Verónica le quedó el Pablo sin tener que memorizarlo; y de a poco las palabras elaboraban pequeñas charlas, y se fueron despojando de vergüenzas, a intimar más asiduamente en sus soledades y a extrañarse en las separaciones de cada noche cuando iban a acostarse en habitaciones distintas, y a buscar estar juntos al otro día para tomar el desayuno y en la hora de la comida y a veces dejaban de lado la hora de la siesta simplemente porque no querían dejar espacio sin cubrir con sus cercanías. Esa sublime compañía que servía para apañarse uno con otro. Y tal vez, desde algún rincón la ayudante que sin querer los acercó ahora sonreía porque veía a dos abuelos diferentes a los demás.
¡Y se enamoraron! Se enamoraron sin tiempos ni futuro, solo el hoy… Y dicen que alguien escuchó en cierto momento que Pablo le decía: “Sabes, creo que el amor nos rejuvenece… porque desde que te conocí, desde que empecé a hablar contigo, he vuelto a sentir ganas de seguir viviendo… de volver a importarme la vida… ¿Y tú, no?”. Y la sonrisa de ella borró las marcas del tiempo en su rostro, y tomándole la mano que él tenía apoyada en el respaldo del sillón y fijándose que nadie los observara, con el brillo de sus ojos y la mano apretando la de él, estaba diciendo toda su respuesta.
Todas las tardes, cuando el sol ya caía hacia el oeste veía pasar a un personaje de los que llamamos “cartoneros”, esa especie de persona trabajadora, sin una labor específica en una oficina, en un taller o ni siquiera como peón de albañilería, sino el de tener una labor diaria recorriendo las calles en busca del factor que le permita vivir. Simplemente una persona más en este mundo tratando de solventarse honestamente con lo que la calle le pueda ofrecer, como los limpiavidrios o los que hacen malabares en los semáforos de las esquinas de la ciudad. Lo observaba empujar su carrito a “tracción sangre humana”, haciendo más fuerza a esa hora de la tarde porque ya venía cargado, y si tenía suerte, pues hasta el tope. Yo los llamaba “los hombre hormiga”, no despectivamente, no, en absoluto, sino por su laboriosidad caminando a cualquier temperatura recorriendo kilómetros en calles nada fáciles porque se mezclaban con vehículos de cualquier tamaño. Una tarde lo detuve cuando ya iba a entregar lo que había acumulado en su carro, para entregarle unas cajas de cartón que tenía en casa de unas resmas que había vaciado y me pidió en esa pausa, con cierto grado de educación, si podía alcanzarle un vaso de agua. Claro, la tarde era calurosa y con semejante trajín el hombre estaba necesitando apagar su sed. Le alcancé un vaso grande de soda fresca y la bebió hasta la mitad de un solo trago, sin hesitar. A todo esto, mi vecino Rodolfo que estaba hablando en la puerta conmigo, le dijo que tenía unas cajas desarmadas de unas compras que había hecho en su oportunidad y que se las alcanzaba, que para él iban a ser unos pesos más. Hizo una pausa el cartonero antes de vaciar el contenido del vaso y lo examiné con discreción. Vestía ropas de acuerdo a su trabajo, gastadas y de tipo deportivo, una barba sin ningún tipo de cuidado, claro, era viernes y tal vez la tenía acumulada desde el domingo pasado, tal vez… Lo vi macilento, aunque en sus brazos todavía la nervadura sobresalía en una musculatura ya no tan firme. No podía precisar su edad, quizás cincuenta o cincuenta y cinco años. Tenía un reloj, pero no anillos, y colgaba de su cuello una cadena con una medallita, al parecer de plata. Sus labios algo hinchados brillaban como hálito de vida mojados por la humedad de la soda y sus ojos se veían como dos luceros apagados, casi opacos, eclipsados por los párpados vencidos que apenas mostraban la mitad del globo ocular. El pelo, desprolijo como la barba, caía sobre la frente como una retama desmadrada de un balcón. Lo que más me llamó la atención fue su nariz achatada y no al parecer de nacimiento. Ver esa fisonomía me puso ante la evidencia palpable de que este hombre habría sido un camorrero de mil peleas, o un luchador de octágono o quizás un boxeador. Mi vecino Rodolfo trajo la caja ya desarmada y le sirvió otro vaso de soda una vez concluido el primero, que aceptó gustoso haciendo un movimiento con la cabeza.
—Te hago una pregunta tonta y sin querer molestarte —le dije—. ¿Vos fuiste boxeador o tuviste muchas trenzadas callejeras…? Digo, ¡por las “medallas” que se nota llevas! —le dije en alusión a tan golpeado rostro. Me contestó haciendo una mueca desganada y apenas sonriente.
—Piñas… piñas en la calle y en el ring.
—Ahh… ¿fuiste boxeador? Me lo imaginaba por tu nariz ñata. —Le señalé haciendo un gesto con mi cara en dirección a la suya. Seguí escudriñando su semblante, ya que me resultaba parecido a alguien, alguno conocido en ese deporte o profesión. Mi amigo Rodolfo también lo observaba a ver si descubría si era alguien famoso o un ignoto luchador. Entonces le pregunté para despejar la incógnita si había peleado en el Luna Park alguna vez—. ¡Perdoná mi ignorancia! —me disculpé.
Me miró, calibró mi desconocimiento y le habrá dolido no haber sido reconocido, pero no se ofuscó y se dio cuenta de que yo no conocía mucho de su historia y sus laureles, y no lo tomó mal porque quizás ya el tiempo habría calmado sus ambiciones y su egolatría. Me devolvió el vaso, se recostó contra el lateral del carro y nos explicó a mí y a mi vecino, que también permanecía atento al desarrollo en cuestión mientras su mujer lo llamaba para que la ayudara en algo y él se negaba con un “pará, Liliana, ¡ya voy!
—Sí, peleé en el Luna, ¡y varias veces! Nací en Tucumán, pero hace treinta años que estoy por acá. Mi viejo trabajaba en la cosecha de la caña de azúcar, en la zafra, vio, y yo después de la primaria también estuve en los cañaverales ayudando a la familia. Y me trencé con algunos peones no por camorrero, sino por otras cosas. Alguien me vio que era bueno con los puños y empezó a enseñarme a boxear, y como tenía calidad, me llevó a la ciudad y me hice profesional y cuando tenía veinte me llamaron de Buenos Aires, ¿se imagina?... Solo era campeón provincial. —Fue entonces cuando Rodolfo interrumpió:
—¡Vos sos Méndez!
—Sí, soy Méndez. —Y se ufanó de que lo hubieran reconocido y prosiguió—. En el Luna y en los buenos estadios del país… y en Uruguay, Brasil, México… En España y en Francia, bueno, ahí gané el título mundial… en la propia casa se lo gané al francés.
—Sííí —le respondí porque me había venido a la memoria y añadí—. ¡Fue al francés Pigard!... allá por el… —Pero él me dio la fecha justa y al toque:
—¡El 18 de abril del 98!... ¡Como para no acordarme! —Bajó su rostro mirando las baldosas reviviendo esos momentos en segundos—. Soy Ceferino Méndez, el tucumano campeón de los welters, el mismo que peleó en el Madison con un negrito que me ganó por puntos… Me robaron el título esa noche, en mi tercera defensa… me afanaron y nunca más me dieron otra posibilidad.
Mi amigo Rodolfo por tercera vez se negaba al reclamo de su mujer y miraba boquiabierto al campeón que en su breve relato estaba comenzando a revivir su gloria, aunque sea por un momento.
—¡Hiciste un montón de peleas, Ceferino! —dijo mi amigo y yo asentía.
—Sí —dijo aquel—. ¡Hasta en Australia!... ¡En ese lugar me hicieron ver los canguros de tantas piñas que me dieron! —Y lanzó una carcajada como expulsando el recuerdo de una vieja noche de dolor.
—¿Y ahora qué? —pregunté tontamente.
—¿Ahora qué? —me respondió con otra pregunta demostrando que ahora todo lo que tenía estaba ahí, a su lado, a la vista.
—Pero habrás hecho mucha plata, con tantas peleas tenés que haberte ganado unos cuantos pesos.
—Muchas peleas. Mucha plata, todo en dólares… también muchas mujeres y un montón de amigos —me contestó con una resignación valerosa—. ¿Sabe? Yo no sé si tenía minas porque era pintón o porque era rico, pero tenía un montón… hasta gente del espectáculo. Sí, ¡así como me ve con la ñata aplanada! —No dijimos nada para no enturbiar más sus recuerdos.
—Así que ahora…– —arriesgó Rodolfo.
—Y ahora tengo un carro y cicatrices en todas partes, pero el recuerdo grande de sentir los aplausos como cada vez que me acuesto antes de dormirme, de los que me vitoreaban, las palmadas de los amigos ¡que cada vez que ganaba una pelea y más plata más tenía!
—Disculpame, ¿ahora cuántos te quedan?
—¿De ese tiempo?, ¡ninguno! Salvo dos o tres crotos como yo. Los otros se piantaron cuando el bolsillo se vació, porque un día… me quedé sin un mango. Ustedes no saben —dijo mirándonos a los dos—. Qué tristeza haber tenido todo ¡y un día quedarse sin nada! Ninguno de esos quedó ni para pedirle una chirola para un café con leche. El boxeo me dio mucho, pero más me dio la vida enseñándome… gran maestra es la vida, jefe. —Se estaba poniendo entre las barras del carro para reiniciar su labor—. Lástima, amigos, que tardé demasiado tiempo en darme cuenta, ¡en no haber guardado un poco de inteligencia para después de los golpes! —Su voz dejaba entrever una filosofía modelada por la carencia de muchas cosas, principalmente la del sentimiento, el despojo, las pérdidas…
Nos volvió a dar las gracias por la soda con la que le habíamos quitado un poco de sed y se iba apurado porque los camiones que compraban su mercancía ya lo estaban esperando en el punto de encuentro y se fue. Lo vi empujando su carro de la vida, ese que ahora le daba de comer sin escuchar las aclamaciones, sin ver su nombre en los afiches y marquesinas anunciando sus grandes peleas, sin sentir las voces de sus amigos arengándolo a despilfarrar en fiestas lo que en una noche había ganado a los golpes. Ahora iba gastando el resto de sus fuerzas empujando un carro de madera con ruedas de bicicleta y cargando cientos de kilos a puro pulmón. Ya se iba perdiendo, apurado entre un bosque de cemento y vehículos que lo sorteaban y yo pensaba “Cuántas mañanas habrá madrugado para correr y poner su físico a punto, privarse de comida para dar el peso y de tantas cosas que nos ofrece la vida y dejar parte de su juventud sin tener una voz digna, honesta, patriarcal en un rincón de su vida, no solamente en el ring, que le hubiera enseñado también esa lección que no supo entender. Y pensé, que, quien más, quien menos, todos tenemos un carro para empujar y una vida para aprender.
El hombre llegó hasta la 6 Rue Cimarosa de París y constató que estaba frente a la embajada argentina, el lugar al que tenía decidido arribar ese día. Ingresó y tras presentar documento preguntó en la oficina de Informes en qué lugar podía ubicar al secretario del funcionario de Asuntos Latinoamericanos de aquel país. La empleada, que era francesa, pero hablaba en español casi perfectamente, le manifestó que a esa hora ya estaba cerrada y que precisamente, señalando a una mujer de mediana edad, si es que a los cincuenta y algo se considera de mediana edad en tiempos actuales, le dijo que ella era la secretaria de esa oficina. Miró a la rubia que caminaba seria y apurada, con pasos nerviosos y firmes llevando unas carpetas en un brazo recogido y un bolso marrón en la otra mano. El hombre saludó y agradeció a la empleada de Informes y se fue tras aquella con ánimo de hablarle.
—Pardon, bonjour, madame… Je ne parle pas français. —La mujer lo miró sin mucho detenimiento y le preguntó si hablaba español—. Oui —respondió.
—Bien, entonces no se esfuerce en hablar en francés al menos que quiera practicarlo, pero no conmigo que estoy apurada y hoy no tengo ánimo para nada —contestó tajante y sin diplomacia.
—Quería preguntarle por el señor Ballester, un artista plástico amigo de él me pidió que lo venga a ver por una exposición que quiere presentar en la embajada y que…
—El señor Ballester, mi esposo, ¡ya no existe más! —dijo la dama cortando la explicación del otro y sin perder la velocidad de sus pasos.
—Oh, perdón… no me dijo nada este amigo artista que el funcionario… su marido, había fallecido… ¡Cuánto lo lamento!
Ella, que iba mirando las baldosas rumbo a Pyramides, lo miró de soslayo, casi con el rabillo del ojo izquierdo y le contestó con un tono más fuerte de acuerdo a la mesura de las palabras que presentaba hasta esos momentos.
—No falleció, sigue en la tierra… simplemente se fue a mejor vida. —Él la miró extrañado, sin comprender. Le parecía raro ese juego de palabras—. Sí, a mejor vida, disfrutando el calor de Haití… con la mujer del cónsul de esa isla, de ese país tropical… —De pronto se detuvo y tuteándolo le preguntó—. ¿A dónde vas?... Yo voy para la Rue Scribe, aquí cerca… a descansar a mi casa y con muchas ganas, pues hoy tuve un día muy fastidioso atendiendo a un empleado que vino con síntomas de haber ingerido anfetaminas… ¿Tú te drogas? —Oscar sonrió por la ocurrencia y lo negó. Él era un tipo formal y a ella le pareció bien. Después de esto ella aflojó un poco el paso. Daba a entender que no tenía muchas ganas de un presunto coloquio, pero equilibró su ánimo y le hizo otra pregunta—: ¿Conoces París o es la primera vez que vienes?
—Es mi tercera vez… la primera fue en 2000, cuando se pagaba con francos, pero comenzaba el euro. Luego en 2014. Y ahora con el bus turístico estoy volviendo a reconocerla, me encanta… tiene algo muy distinto a otras ciudades. ¿Te molesto si te acompaño?
—No, Monsieur… para nada —replicó tal vez mintiendo. Oscar creyó comprender que ella le daba la oportunidad para seguir preguntando.
—¿Y qué pasó con Haití?... Si quieres contar, digo. —Se detuvieron en una esquina esperando que el semáforo diera lugar para cruzar.
—Bueno… en una reunión de embajadas festejando no sé qué aniversario conoció a la brunette… más bien una brune claire. —Lo miró—. Él estaba atento, pero con la mirada en el piso—. La invitó a bailar mientras yo hablaba con otras señoras y no sé qué elixir sensual le habrá dado a Honorio, mi exmarido, que ya no se la pudo quitar de encima… o no quiso… Ah, espera —le dijo al pasar por una tienda de frutas y verduras. Compró un paquete de cerezas y retornó al diálogo—. El marido de ella, un robusto moreno, bebía sin parar, como si le importara un rábano. Ella era muy bonita, no era para el cónsul.
—¡Era para tu marido!—La rubia llamada Annette le lanzó una mirada con algunos megatones. Oscar trató de ponerle crema a la salsa picante—. Digo… que haría buena pareja con tu marido… ¡pero yo me hubiese quedado con lo que tenía en casa! —piropeó. La rubia sonrió y le contestó:
—Veinte años menos que yo, el sol en su piel y una cabellera color caoba y sin motas porque era una haitiana mezclada con europeo blanco y con deseos que son muy contundentes en ese Caribe, ¿me entiendes?... Y él se fue, no pudo resistirse a ese almíbar moreno. Mal no me dejó, pero se fue… quién sabe dónde merde están ahora, si en tu Argentina o tocando los tambores en una isla caliente en medio del océano. —Annette despachó su furia y siguió caminando con tranquila resignación. Oscar lanzó su ofensiva viendo que la oportunidad se presentaba. No tenía nada que hacer ni con nadie que encontrarse. Estaba en París por una semana porque su misión era Roma. Como periodista de un matutino tenía que hacer la nota de un encuentro entre dos políticos gubernamentales por un arreglo comercial.
—Te invito a un café, ¿quieres? —Ella seguía caminando, ahora cruzando el Boulevard des Capucines. Respondió mecánicamente.
—¿Un café?... pero si ni siquiera nos conocemos… —Oscar hizo un gesto demostrando que no importaba si se conocían o no, pero que podrían conocerse, ¿por qué no?—. ¿Y dónde? —preguntó la dama.
—Me gusta el salón del Café de la Paix…fui alguna vez y me gustó…no estamos lejos de aquí, te gusta, te parece bien?
—Oui, sí que me gusta… sobre todo su mobiliario ¡y el café tiene otro sabor!... pero hay tantos en París ¿y eliges justamente este?
—Digo, porque nos queda de paso… ¿O es que te trae algún mal recuerdo?... quizás hay un motivo… —Ella negó con la cabeza e hizo una inflexión con los labios—. ¿Aceptas?