papeles de ana
papeles de ana
maría inés krimer
Dirección editorial: Silvia Itkin
Diseño de tapa e interior: Donagh / Matulich,
sobre diseño de colección Estudio ZkySky
© María Inés Krimer, 2021
© Obloshka, 2021
ISBN: 978-987-47899-5-2
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Libro de edición argentina. Impreso en Argentina.
Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial
de esta obra sin previo consentimiento del editor/autor.
Silencio, esa palabra también susurra sobre el papel.
Wislawa Szymborska
8 de diciembre de 1967
Querida mamá:
Escribo en el avión, desde el aire es más fácil decir ciertas cosas. A lo mejor no llego a despachar esta carta, no sé cómo se dice correo en alemán y mucho menos dónde buscar el edificio. Por suerte me tocó la ventanilla. Ni bien levantamos vuelo, pude ver el Río de la Plata, en el otro viaje era de noche. Atardece, el sol ilumina las torres, el agua es plateada. Veo la cancha de River roja y blanca, cerca el lugar donde llegó Abertondo, giro la cabeza todo lo que puedo hasta que después los colores se confunden y no veo más nada, solo agua. El vuelo es malísimo, el avión se mueve todo el tiempo, a la hora suspendieron la merienda para que no se hiciera un enchastre. Al salir de Buenos Aires tenía la garganta inflamada y creo que levanté un poco de fiebre, pero no me animo a decirle nada a la azafata, qué puede hacer la pobre con el baile que hay acá adentro. Pero la mujer que está sentada a mi lado me pregunta si me siento mal y consigue que me traigan un geniol y un vaso de agua.
La verdad es que hasta último momento tuve la esperanza de que ustedes aparecieran en Ezeiza, estar sola en un aeropuerto es lo peor que te puede pasar. Miraba alrededor todo el tiempo a ver si se producía el milagro. Un año fuera del país es muchísimo tiempo para que nadie venga a despedirte. Estaban las familias con los carritos, todos abrazaban a sus parientes, padres, abuelos, había besos, llantos, sonrisas. El chofer me bajó la valija y me dejó sola, el tío tenía una reunión en el Partido y la tía, otra en la Unión de Mujeres Argentinas. Después de tu última discusión con la tía Sara estaba dispuesta a volver a casa, no daba más. Me sentía tironeada por todos lados, culpable por dejarlos, culpable porque eran inquilinos, culpable por las peleas. Tanta culpa me ahogaba, no podía pensar, ni escribir una palabra. Pero una noche me desperté de golpe y recordé que una vez que fui con Raquelita a un campamento vos te apareciste de repente, sin avisar, me morí de vergüenza. Y me pareció escucharte: nunca mezcles la ropa blanca con la de color, nunca dejes platos sucios en la pileta, nunca mandes una remera de algodón a la tintorería, comé siempre con la boca cerrada para que a los demás no les dé asco, así se cosen los botones, así los ruedos, así se planchan las camisas de papá para que no queden arrugas, así se barre debajo de la cama, así se pone la mesa para el desayuno, así para la cena, no andes por la barranca con ese schvarze, podés contagiarte algo, la modista de tu prima le cose a Graciela Borges, así se bate el bizcochuelo, en el Doña Petrona hay recetas escritas con mi propia mano, hasta el guefilte de la bobe, el jrein se hace con remolacha y mostaza, fijate que no te den pan del día anterior, a las manchas hay que ponerles sal enseguida, el jugo de naranja no sale más, ¿alguna vez podrás sacar una mancha sin que se note?, los vidrios se limpian con un papel de diario mojado y otro seco, tené un camisón, una bombacha y un corpiño limpio siempre a mano por si te internan de urgencia, no recuerdo si me dijiste todo eso junto ni sé por qué ahora me animo a escribirlo.
Uy, otro salto, ahora sigo. La de al lado está blanca como un papel, en cualquier momento le da un patatús. Como te decía, yo no daba más con tanta culpa y entonces fue cuando el tío me ofreció pasar un año en Berlín, en la escuela de la Juventud. Lo pensé durante uno o dos días y al final decidí viajar. Creo que hubiera aceptado cualquier cosa, no veía otro camino, además él ya había sacado el pasaje. Antes de irme tenía que renovar todo el guardarropa, allá es pleno invierno. Limpiar bien mi pieza, tirar papeles, borradores, cartas viejas, no podía dejar todo hecho un chiquero. Ir a la escribanía para confirmar si está vigente el permiso de viaje, despedirme de Norberto Grossman, de las mujeres de la UMA, hacerles un regalito a las shikses, mil cosas para hacer en tan poco tiempo. Sé que para ustedes será otro trago amargo, pero me gustaría que entendieras de una vez por todas que siempre voy a ser tu hija, la tía no es ninguna ladrona. Te juro, me va a costar vivir en otro país, el tío me aseguró que no hay peligro pero cuando los que están en la fila de atrás hablan en alemán doy un respingo. No pude dejar de pensar en la familia de la bobe. Está bien que los alemanes se arrepintieron de sus crímenes pero igual me da miedo escucharlos, parece que te escupen en la nuca. Cuando llegue a Berlín me reuniré con mi amiga Valentina, espero que otra vez nos toque la misma habitación. De ahí nos llevarán a una casa en Bogensee donde estaremos todo el año. Ahí vivió Joseph Goebbels, pero ahora la Juventud Libre Alemana la usa como escuela, dicen que hay un lago muy lindo. Valentina conoce a mucha gente que habla castellano. Ya viajó un montón todos estos meses, ahora sabe qué hacer y decir en cada aeropuerto, a qué número llamar si tenés un problema con el pasaporte o se pierde el equipaje. Es un alivio contar con una amiga que te soluciona todo. Bueno, ahora dejo de escribir porque el avión sigue a los saltos, disculpá si la letra está torcida, le voy pedir otra bolsita a la azafata. Ojalá que el vuelo esté más tranquilo y nos sirvan la comida.
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P.D.: Espero que estés bien de salud.
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Despedida
Ana Kohan. Libreta Cívica. Fecha de nacimiento. Domicilio. Ojos marrones. Raza blanca. Ella mira una y otra vez su documento, acaricia las tapas verdes. Lo deja encima de la cama y se pasa las manos por la cara. Piensa: no tengo que perderlo, si lo pierdo nadie sabrá quién soy, dónde buscarme. Lo guarda en el bolso, asegura bien el cierre. En la galería, el cielo le entrega un rosa mezclado con violeta y largas franjas de luz se estiran hacia la oscuridad, donde todavía se pueden ver las estrellas. Un caracol se desliza sobre la hoja de una dracena, mojada por el rocío. La pieza de la bobe está vacía, solo queda el mueble de roble porque las tías no se pusieron de acuerdo sobre quién se lo llevaría. Abre el cajón, lo cierra. Se detiene en la marca que dejó el respaldo de la cama, recuerda cuando escuchaban juntas los radioteatros con las cabezas sobre las almohadas blandas y la bobe se llevaba la mano al corazón, entre los gritos y las puñaladas. Si me llego a cruzar a Oscar Casco en alguna esquina, le promete, le voy a mandar saludos de tu parte.
Mira la hora. A las siete, el tío pasará a buscarla y no quiere demorarse. El tren sale de Santa Fe a las once y el cruce en balsa es largo. Ella no pagó el boleto porque el padre es ferroviario, por eso eligió ese viaje en vez del ómnibus. Revisa por última vez el equipaje, la ropa, el cuaderno Rivadavia. Abre el bolso y comprueba que todo esté en su lugar. Va a la cocina. El padre prepara el desayuno. Mientras toman el café con leche él le pregunta si tiene el documento, la plata, la dirección de la tía Sara, si no se olvida nada. Se apura a lavar las tazas, mira el reloj. El psiquiatra le indicó a la madre una cura de sueño y él tiene que llevarle un camisón a la clínica antes de que cambie el turno de la guardia.
No logra acostumbrarse a la idea de que la madre se internara el mismo día en que ella anunció el viaje. Va a estar mejor cuando regrese, se consuela. Abelardo Castillo nunca le contestó la carta, pero la tía Sara averiguó que se reúne todos los viernes con otros escritores en el café Tortoni y le recomendó llevar sus cuentos y el cuaderno Rivadavia. La bocina del auto la sobresalta. Vacila un momento, mira en dirección al dormitorio, agarra la valija y sale. En el comedor, sobre la mesa, están los Chesterfield del padre. Siente que a su alrededor hay un montón de ojos que están llorando, ese es el momento en que hay que llorar. Se refriega los ojos y guarda el pañuelo en el bolso como si hubiera llorado.
El Kaiser Carabela del tío está estacionado frente a la puerta de la casa. Recién lavado, lustroso. Ella sube, pone el bolso sobre las piernas. Abre el cierre, toca el documento. La calle Diamante está desierta, solo un barrendero levanta nubes de polvo. Mira los escalones de la vecina, las celosías cerradas. La carnicería. El almacén. Ve, a lo lejos, las últimas luces rojas mientras el tío enfila hacia la cuesta de adoquines, en dirección a la Bajada Grande. Avanzan en silencio. Él no pregunta por la madre. Ella tampoco dice nada. Pasan casas con techos bajos, fábricas de enlatados, puestos de carnada. El embarcadero le recuerda a un depósito de tranvías por la cantidad de autos y lo pegados que están unos con otros. Cuando les llega el turno, el auto del tío se desliza adentro de la balsa y se amontonan en la parte inferior, paragolpes contra paragolpes.
Va al puente superior, con el bolso en la mano. Se sienta en un banco de madera. Desde las barrancas del Paraná, la mirada abarca el horizonte sin fin, hecho de islas y agua. Su isla, la que ella vio crecer, se extiende con sus bordes pelados y arenosos, tan carcomidos por la corriente que parecen salir del agua. Piensa en Abertondo. Se pregunta si ella podrá llegar a Buenos Aires. Se para, gira para mirar la playa. Las sombrillas se pierden hasta transformarse en puntos ocres. El río es ahora esa masa oscura, impenetrable como una mesa de mármol. En la orilla, unos hombres limpian unos pescados sobre la arena. Amagan tirarles unos restos a los perros, que corren de un lado al otro. Ella abre el bolso, lee el documento con los codos apoyados en la baranda. Recuerda que noches antes de emprender el viaje fue con los tíos y la prima a cenar al restaurante La perdida, en cada plato había el dibujo de una nena chiquita, de pelo suelto y brazos extendidos, como buscando a alguien. Un dorado salta. Y de pronto la balsa de detiene de golpe. El impacto es fuerte. Ruidos de cadenas, chirridos, gritos. Chocó contra la isla, piensa ella. Hay corridas en el puente superior, alguien reclama un salvavidas, una mujer la empuja, trastabilla. Abre la mano. El documento cae, aletea un momento como un pez y se hunde en el agua.
Ella no se puede mover. Se agarra más fuerte a la baranda, los ojos inmóviles en las olitas, los serruchos del agua. El tiempo se detiene. Está perdida como la chica del plato. El capitán aparece en la cubierta, pide disculpas en nombre de la tripulación, tuvo que detenerse para no embestir una canoa de pescadores. Qué soponcio, dice alguien, un susto bárbaro. Las mujeres vuelven a sus asientos, sacan las Radiolandia, piden refrescos a los maridos. Ella trata de recordar el número del documento, las tres últimas cifras, algo a que aferrarse. Y de pronto se acuerda cuando la profesora de Literatura la llevó a la casa del poeta, en la barranca. Desde el jardín o desde su lugar de trabajo se deslizaba el río, al poeta le bastaba levantar la cabeza para ver las embarcaciones, el verde de la barranca. Aprendió de memoria algunos versos:
Corría el río con sus ramajes
Era yo un río en el anochecer
Y suspiraban por mí los árboles
Y el sendero y las hierbas se apagaban en mí
Me atravesaba un río, el río.
La costa aparece de pronto. Las madres toman a sus hijos y bajan al puente inferior. Ella busca el auto del tío con la mirada. Sube, coloca el bolso sobre las piernas. Abre el cierre, mira adentro, revuelve entre los lápices y el cuaderno Rivadavia. La balsa atraca despacio. Otra vez la espera, el ruido de los motores, el desplazamiento de los autos. Ella mira adentro del bolso cuando la hilera se pone en marcha con rapidez, sin que ella entienda el porqué de tanto apuro. Atraviesan la isla. Las casas de los pescadores, elevadas sobre pilotes de madera. Redes tendidas al costado de la ruta. Chicos descalzos, con las panzas al aire.
La costanera santafesina es una explanada lisa, de cemento. A través de la baranda el agua pasa con fuerza, se revuelve un poco. Una lancha deportiva deja una estela blanca. El tío estaciona el Kaiser Carabela frente a la estación, estira la mano hacia la valija. Cuando bajan, escuchan el canto de las chicharras. Es la primera vez que las escucho este año, dice el tío mientras la acompaña hacia el andén. Se detiene y le besa la mejilla. Buen viaje, le dice. Da media vuelta y desaparece por la puerta. Ella se sienta en la sala de espera. El hall de la estación está en sombras y solo unos rayos de luz se filtran a través de los vidrios del techo. Busca un banco cerca de las vías. El cartel que anuncia las partidas y las llegadas no funciona, pero le es indiferente. No tiene nada que hacer, solo esperar. Oye el silbido. Después, el ruido metálico, como el que suena en la barrera cuando se cruza el paso a nivel. El foco se agranda en medio de la vía.
Querida Ana:
Aylén, quién la viera, tan preciosa y qué ojazos. Ese pelo negro, una ricura. La sonrisa también es muy bonita. Y tú estás una sardina, a ver si te alimentas como es debido. Me dices que no tienes hambre, ¿fuiste al médico, acaso? Te complicas, eso es lo que a mí me parece, si yo estuviera allá los barrería a escobazos. Pero en qué cabeza cabe que unos desconocidos se instalen en tu casa de la noche a la mañana. ¿No te enseñaron cómo se cuida una propiedad? ¿No tienes a tu abogado Norberto Grossman para eso? Qué quieres que te diga, nunca me imaginé que en mi ausencia pasarían esas cosas. También me dices que te preocupa la niña. A ver si te lo piensas, no son decisiones que se toman a la ligera. Yo tengo un montón de hermanos y los cría un día una abuela, otro día una tía. No digo que sea lo mismo, pero no creas que ando tan lejos, los chamacos son bastante molestos, ni bien terminas de cambiarlos ya se hicieron otra vez encima. Yo no quería tener niños, te lo dije ni bien nos conocimos, pero si insistes con esa Aylén, tendremos que buscarle ropa más colorida. Las de las fotos no me gustan para nada, con esas alforcitas, esos broderies, parece que se la estás ofreciendo a Cristo.
¿Cuánto tiempo hace que no pienso otra cosa que en ti, mientras miro en el almanaque los días que faltan para volver a Buenos Aires? Pensar en ti de la mañana a la noche me distrae de la filmación, ya ni el trabajo me interesa. Por mí, que El exilio de Gardel se termine hoy mismo. Ahorita las órdenes de Pino me parecen pura cáscara, yo que las bebía como si fuera agua, atenta a todos los detalles. El hombre resultó bastante cabrón, al principio todo lindo, pero después se le saltó la chaveta, imagínate, algo de razón tiene, los actores argentinos son todo problema, las horas de trabajo, las comidas, los dobles, ya quisieran estar en Cuba a ver si hacen tanto paro. Al final resultan unos malagradecidos. No veo la hora de volver a casa.
A veces persigo a los técnicos para contarles cosas de nuestra vida, hablarle de ti, lo que pasamos juntas, llevar la charla a los viajes a Rusia, a Berlín, nuestros veranos en el Tigre, la novela o el ensayo que estás escribiendo, estoy medio perdida. ¿Era ensayo o novela? Me parece bien lo que te recomienda el periodista de dedicarte a la novela histórica, pero tú insistes en escribir cosas que a la gente no le interesan. Fíjate lo popular que es en Cuba Joseíto Fernández, el autor de Guantanamera. Pero te hablaba de los técnicos. Como yo, ellos ya están medio fundidos después de tanto tiempo lejos de Buenos Aires, París es muy lindo para los turistas, con las baguettes, el queso y el vino, pero después, al terminar el día tienes los cinco pisos por escalera y cuando llegas al baño o está ocupado o las cañerías están rotas y si logras ubicar un plomero está mirando el partido del Olimpyque.
Y yo aquitico siempre esperando una carta tuya, qué lindo que te decidiste a escribirme, imagino el piso lleno de papeles. Cuando la portera me entregó el sobre casi me da un soponcio. Y esas llamadas que me despiertan a las tres de la mañana, chica, cuando al otro día tengo que madrugar. Pronto vamos a estar otra vez juntas. Ni por un momento olvidé todo lo que vivimos, el día que nos encontramos en el aeropuerto de Moscú. Yo había perdido mi equipaje y estaba como loca, era la única ropa que tenía. No puedo olvidar que me prestaste los vestidos de tu prima. Ni cuando conocimos a la Tereshkova, no podía creer que la tuviéramos ahí mismito, delante de nuestros ojos: yo no paraba de llorar y vos me apretabas fuerte la mano. Ni creas que me olvidé de tus idas y vueltas con Norberto Grossman, es increíble que me sintiera celosa de la relación con ese tipo y ahora me alegro de que sea tu abogado, que un amigo de toda la vida maneje tus cosas (me puse el jean para escribirte, está un poco viejo pero se usan así, raspados). No puedo olvidar el departamento de Caballito, lo bien que me recibieron tus tíos, las cenas con Mercedes Sosa, con Víctor Heredia, me pellizco a ver si todo fue sueño o lo vivimos de verdad. Todavía escucho el tic tac de la Remington y eso de la Duras que tenías pegado a la máquina: a propósito, ya metí el libro que compré en Shakespeare and Company en la valija. No entiendo por qué nos embroncábamos tanto, chica, muero de ganas de verte. Cada vez que paso por una de esas glorietas con flores que hay en las calles veo las hortensias del Tigre…