Anne Aband
Hielo y fuego
© Anne Aband
© Kamadeva Editorial, julio 2021
ISBN papel: 978-84-123749-3-3
ISBN epub : 978-84-123749-4-0
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«Las mujeres son como el fuego, como las llamas. Algunas son como velas, luminosas e inofensivas. Algunas son como chispas, o como brasas, o como las luciérnagas que perseguimos las noches de verano. Algunas son como hogueras, un derroche de luz y calor para una sola noche, y quieren que después las dejes en paz. Algunas son como el fuego de la chimenea: no muy espectaculares, pero por debajo tienen cálidas y rojas brasas que arden mucho tiempo.»
El nombre del viento, Patrick Rothfuss
Capítulo 1.
Despedida
Kayley dio un portazo al salir del despacho del jefe de redacción del periódico donde había estado trabajando los últimos tres años. Tres años durante los cuales había dado casi su vida por conseguir los reportajes más arriesgados e interesantes, esos que consiguieron que el periódico se pusiera en el número uno de la prensa seria a nivel internacional. Y, ahora, todo se iba a la mierda.
Fue hacia su mesa con el ceño fruncido y paso firme. Los compañeros, ahora excompañeros, casi no la miraban. De todas formas, era una desconocida para la mayoría. Había estado durante los últimos dos años y medio fuera de la redacción, saltando de un país en problemas a otro. Ellos solo veían a una mujer con el cabello negro, media melena, con algunas curvas y no muy alta, pero tampoco baja. Su atractivo rostro era compensado con su cara de mal genio, por lo que ninguno de los compañeros se hubiera atrevido a intentar tener una cita con ella.
No tenía muchas cosas, así que acabó rápido. Se despidió con un gesto porque, en realidad, sabía que si hablaba se echaría a llorar, pero no de pena por sí misma, sino de rabia por la injusticia que su jefe, el hijo del que la contrató, había cometido. Si hubiera estado el señor Jones, esto no hubiera sucedido. Pero el petimetre de Noah era un muñeco movido por los accionistas, todos hombres de negocios con intereses políticos. No querían en su nómina a una periodista que había dado un puñetazo al representante de la ONU en Pakistán.
Bajó en el ascensor todavía con el rostro tenso y ni siquiera se abrigó, pese a que, en esos días fríos de enero y en Nueva York, nevaba. Su temperatura estaba tan caliente que cualquier copo de nieve que se posase en ella acabaría fundido convertido en una gota de agua.
Siguió caminando por la avenida hacia su apartamento. Casi chocó con un tipo que se parecía al inglés y su rostro se crispó. El tipo que le había costado el puesto. Un aristócrata que se creía por encima de todos, y con cualquier derecho. Era cierto que Sir Jeffrey McDean era muy atractivo y que cualquiera de sus compañeras hubiera dado su brazo derecho por que él las mirase. Pero no, fue a intentar acostarse con la única que pasaba de él. Quizá era por eso. Él era un depredador, pero ella no era una presa.
Así que una noche intentó emborracharla y llevársela a su dormitorio, en el hotel donde celebraban la fiesta de Navidad entre los extranjeros que estaban en el país. La persiguió sin tregua. Kayley tenía algún recuerdo nublado del momento, pero en cuanto metió la mano debajo de su vestido y le sobó el trasero, ella le dio un buen puñetazo. Con tal mala suerte que cayó hacia atrás y se golpeó en la cabeza con un mueble. No le pasó nada grave, pero tuvieron que darle varios puntos y decían que había tenido una conmoción cerebral.
«Cerebro tenía poco, así que no se perdería mucho», pensó Kayley enfadada. El caso es que él había sido tratado en su país como un héroe de guerra que volvía tras ser herido en un país lejano y ella se iba a la calle. Bonita justicia.
Y ahora tenía que recoger todas sus cosas del apartamento alquilado donde vivía y marcharse porque con los últimos gastos familiares, estaba sin un dólar. Menos mal que Andy la había recogido en su apartamento. Su primo era fotógrafo y de los buenos, aunque ahora tenía que trabajar en lo que le saliese.
Llegó a su apartamento y comenzó a empacar sus cosas. No era una mujer que guardase demasiado y tampoco tenía un gran ropero. Después de varias horas, se dio cuenta de que su vida cabía en dos maletas y cuatro cajas, la mayoría llenas de libros. Se sentó a esperar en el apartamento, ya desprovisto de su personalidad. Tampoco le penaba, era bastante ruidoso, pero le gustaba estar sola. Ahora no lo estaría. Por suerte, su primo y ella eran, para lo bueno y para lo malo, como hermanos.
El timbre sonó y ella abrió a su primo. Andy había pedido una furgoneta prestada. El hombre le dio un abrazo y comenzó a bajar las cajas. Cargaron todo en silencio y se fueron para comenzar la nueva vida de Kayley.
Capítulo 2.
Esquí y diversión
El atractivo hombre bajaba por la pista de esquí de Hunter Mountain, por la más inclinada de todas, donde pocos eran los que se atrevían a bajar. Desde luego, Shonda se había negado en redondo a deslizarse por las pistas y es que, después de la fiesta que le hizo celebrar para Navidad, publicada en las redes sociales y revistas, ya estaba pensando en hacer otra para San Valentín. Claro que, según decían las malas lenguas, sería complicado de superar. Por eso, ella le había explicado que necesitaba pensar.
Hubo menos de cincuenta invitados, pero todos eran lo mejor de lo mejor. Se organizó en su lujoso ático de casi mil metros, en Madison Avenue. Instalaron estufas en la zona descubierta, un servicio de cáterin exquisito y actuó una famosa cantante para ellos en exclusiva. Las mujeres más hermosas y ricas y los hombres más atractivos y poderosos estaban allí. Casi todos los invitados salían en la lista Forbes, al igual que él.
Y aun así, Mark debía reconocer que se había aburrido casi toda la noche. Ni siquiera convenció a Shonda de escaparse para hacer el amor de forma rápida y salvaje, como a él le gustaba. Tuvo que conformarse con saciar sus necesidades con una preciosa actriz llena de curvas que se ofreció gustosa al heredero de la compañía más poderosa en el sector de la construcción de todo Estados Unidos. Ese era él. Mark Delaware, millonario y atractivo. Todo un imán para cualquier cazadora de fortunas.
Shonda sabía de sus devaneos y tampoco le importaba. Ella tenía su propia ambición y por eso encajaban tan bien. Era la hija de la dueña de la revista de cotilleos más vendida en todo el país, Golden Avenue, con un programa en la televisión y varios podcasts, que se encargaba de destripar las historias de los más famosos, eso sí, de una forma elegante y cool. Gracias a esa influencia, la prensa rosa lo había dejado en paz.
Recordó cuando la conoció, hace medio año. Estaba preciosa, pelirroja, cuerpo de modelo, pero no de esas anoréxicas que tan poco le gustaban. Sus ojos verdosos de gato le fascinaron y su determinación le gustó, aunque con él era sumisa como una gata amaestrada. Eso también le gustaba. Odiaba cuando las mujeres querían salirse con la suya, como hizo su madre cuando dejó a su padre.
Sacudió la cabeza y esquivó a un esquiador que bajaba despacio hacia la zona más segura. Le dieron ganas de empujarle. ¿Qué pintaba en una de las pistas peligrosas, si estaba muerto de miedo? Pero no lo hizo, seguro que lo reconocería y le pediría una indemnización millonaria.
Lo pasó limpiamente y terminó en la pista. La adrenalina que recorría su cuerpo le hacía sentirse vivo y con ganas de sexo. Miró alrededor para buscar a Shonda, que según le había dicho, lo esperaría a pie de pista. No estaba.
Clavó los esquís, y enseguida, su asistente John los recogió junto con los bastones.
—¿Dónde está Shonda? —dijo serio.
—Señor, creo que la vi en la cafetería. Me dijo que tenía frío.
Mark se giró hacia el lugar y la vio a través de los cristales. Estaba riendo con otros jóvenes que la miraban extasiados. Se puso de mal humor. No es que él fuera celoso. Desde luego no la amaba. Pero ahora mismo estaba con él y no debía quedar con nadie más.
Entró malhumorado a la cafetería y se quedó de pie, esperando que ella se acercase. Cuando Shonda lo vio, se disculpó con los hombres con los que hablaba y fue hacia él.
—Hola, cariñito, ¡qué rápido has bajado!
—Te ha faltado poco para marcharte dentro —gruñó él.
—No querrías que me quedase congelada —dijo ella acariciando su rostro con barba de dos días—. Además, te estaba esperando para darte calor.
Mark la acercó y le dio un brusco beso.
—Vamos a la habitación.
Ella cogió su cazadora y siguió al hombre, que ya enfilaba sus pasos hacia el ascensor del hotel. Se quitó la ropa ya dentro de la habitación y se fue hacia la ducha. Había sudado algo y no le gustaba oler mal. Ella cerró la puerta de la habitación y se desnudó, quedándose en una escueta ropa interior, sobre la cama, esperándolo.
El hombre salió desnudo completamente, con su enorme envergadura al descubierto y ella suspiró. Además de inmensamente atractivo, era rico y poderoso. Deseaba cazarlo, pero era demasiado inteligente como para hacérselo muy fácil o parecer desesperada.
Mark se echó junto a ella. Su miembro estaba más que preparado. Pasó los dedos por el centro de ella y la notó bien húmeda. No esperaría más. El deporte y el peligro lo excitaban demasiado. Se colocó un preservativo y con su punta empujó dentro de ella. Ella se arqueó y empezaron a moverse, con fiereza y cierta fuerza, lo que a ella la volvía loca. Arañó su espalda y empezó a gemir de forma escandalosa. A él le molestaba un poco, pero era su forma de mostrar su placer y que los demás se enterasen de lo mucho que la hacía disfrutar. Él comenzó a sentir los espasmos de su orgasmo y finalmente, se dejó llevar, sin realmente saber si ella había o no llegado.
Capítulo 3.
Nuevas oportunidades
—¿Qué vas a hacer ahora, Kayley? —dijo Andy mientras amontonaba varios objetos propios para dejar sitio a los libros de su prima.
Ella suspiró, agotada. Esperaba que su estancia allí fuera provisional, porque era un pequeño apartamento de dos habitaciones en las que apenas cabía la cama y una mesa de escritorio, con un baño y cocina comunes. A pesar de que había dormido en peores sitios, no era lo ideal. Ella deseaba estar sola.
Era bastante molesto escuchar los jadeos de su primo con todas las mujeres que iban pasando por su cama. Llevaba solo cinco días y ya había conocido a tres. En un rincón del apartamento tenía montado un pequeño estudio de fotografía, donde hacía trabajos extras que le ayudaban a pagar el apartamento, en el centro de Manhattan, en una de esas casas antiguas, en la 17th Street, sobre un restaurante donde vendían bocadillos de hummus. Había tenido suerte, pues la dueña del edificio era amiga de su madre, y por eso le hizo algo de rebaja en el alquiler. Además, siempre llevaba su cámara en la mano, por si en alguna ocasión encontraba a algún famoso y podía vender algún tipo de exclusiva. No es que se considerase un paparazzi, pero la vida era cara en Manhattan.
Kayley sabía que su primo era un buscador de oportunidades, pero también una gran persona. Como se habían criado juntos, la convivencia no sería difícil, o eso esperaba.
—No sé lo que voy a hacer —dijo ella contestando por fin a su pregunta. Puso en la estantería varios libros comprados en diferentes países del mundo. Los acarició como algo muy preciado. Solían gustarle esos que se encontraban en antiguas librerías, algunos encuadernados a mano. Eran su único tesoro, además de los álbumes de fotos en papel que ella se empeñaba en tener, recuerdos de sus muchos viajes.
—¿Por qué no escribes un libro con todas tus experiencias? —dijo Andy revisando uno de sus tesoros.
—No se escribe una biografía a los veintisiete, queda mucha vida por vivir —sonrió ella—, pero quizá más adelante. No lo descarto. De momento, tengo que trabajar para pagar mi parte del alquiler y la comida. No quiero vivir de la caridad de mis padres ni de ti.
—Bueno, ya se me ocurrirá algo. Me voy a una entrevista de trabajo, a ver si dejo de ser fotógrafo de bodas y comuniones y me dan algo mejor —dijo él dándole un beso en la coronilla.
Ella sonrió. Cuando eran adolescentes, ella, que medía metro setenta, era mucho más alta que él y, cuando lo saludaba, le daba un beso en la frente. Después, él dio el estirón y le sacaba más de quince centímetros, así que no perdía ocasión de devolverle esa pequeña broma y demostrarle lo mucho más alto que era.
Miró en la nevera. No había mucha comida. Las estanterías estaban llenas de arroz y pasta. Ella había pasado mucho tiempo comiendo frugalmente y quería seguir con su alimentación a base de verduras y frutas. Así que se vistió y salió hacia el supermercado que había visto en la esquina de su calle. No contaba que encontraría especias, pero sí fruta fresca o verdura.
Además, en cuanto tuviera un trabajo, se apuntaría a un gimnasio, había practicado Muay thai durante su estancia en Tailandia y, aunque era un deporte extremo de contacto y le habían dado duras palizas, consiguió un cierto nivel. Quizá incluso se apuntase a boxeo.
Pero su prioridad era encontrar trabajo, el que fuera. Sabía que trabajar en un periódico sería complicado, su jefe quizá hubiera hablado con otros dueños de periódicos y era posible que nadie la contratase en la ciudad, así que tendría que ser cualquier otra cosa. En realidad, aceptaría lo primero que le ofrecieran.
Se recorrió las calles de Manhattan para familiarizarse. Conocía un poco la zona, de alguna vez que había visitado a su primo. Encontró un supermercado a buen precio y algunas tiendas de ropa de segunda mano. De momento, era lo único que se podía permitir, y si tenía que presentarse ante alguna empresa, debería pensar en buscar algún traje que le encajase.
Por lo menos, se había mantenido en forma, incluso su primo le había dicho que estaba más delgada. Los días en Pakistán habían sido duros, con mucho peligro y fuertes emociones.
Entró en una cafetería y se pidió un batido. Pensar en esos días le ponía triste, no solo por lo que pasó con el inglés, sino porque se acordaba de Nigel, su amante francés, periodista, con el que había compartido algo más que refugio y comida. Sabía que estaba casado, pero ambos estaban solos, en peligro, y se entregaron al amor en pequeños momentos. Era lo único que los mantenía cuerdos en semejante locura, pues estaban en la zona más peligrosa.
Nigel volvió a París con su familia un par de semanas antes que ella dejara Pakistán, sin casi despedirse, sabiendo que nunca más lo volvería a ver. ¿Se había enamorado? No lo sabía, porque en situaciones extremas los sentimientos se disparan. Se habían enviado algún correo electrónico desde la vuelta, pero poco a poco, se espaciaron hasta que desaparecieron. Siempre pensó que al final estarían juntos, pero se equivocó.
Seguramente estaba con su esposa y su hija. No le daría más vueltas. Fue lo que fue y se acabó, por mucho que le doliera.
El batido estaba delicioso y se relamió pasando la lengua por los labios. No fue consciente de lo que los hombres que estaban allí desayunando, la mayoría ejecutivos de las oficinas cercanas, estaban pensado sobre ella. Iba vestida informal con unas mallas ajustadas y una cazadora de aviador y se sentaba en una mesa, con el cabello recogido en una coleta alta. Sus largas pestañas hacían sombra en las sonrosadas mejillas naturales. De repente, el móvil le sonó y lo cogió, sonriendo. Eso fue devastador para algunos de los que la miraban.
Mark había bajado a tomar un café, harto de las discusiones con su padre, cuando vio a la morena que conversaba animadamente con el que sería su novio, seguro. Una carcajada natural hizo que sintiera una pulsación en sus partes más íntimas. Tal vez aceptaría un polvo rápido. Se acercó a la mujer, pero antes de que llegase, ella se levantó y salió de la cafetería caminando con pasos rápidos.
«Bah, no vale la pena correr tras ella, seguro que trabaja cerca», se dijo y cruzó la calle para subir de nuevo a la oficina, más calmado.
Kayley, ajena a lo que sucedía alrededor, subió emocionada hacia su casa. Su primo la había llamado y, además de comentarle la cómica entrevista que había tenido con la encargada de recursos humanos de una importante revista, le dijo que quizá había una oportunidad para ella. Eso sí, tenía que ir corriendo, ponerse un traje y acudir a la oficina en menos de media hora.
Llegó sudando a casa y se dio una ducha rápida, se cambió y se puso el único traje que tenía, algo arrugado y desde luego pasado de moda, pero era oscuro y elegante. Ojalá se hubiera comprado algo en la tienda que había visto. Tenía que haber escuchado a su intuición. Esta le había ayudado muchas veces en tiempos peligrosos y no debía dejar de estar atenta.
Se dejó el pelo suelto para que se secase al aire frío del día. Andy le había dicho que después de que lo aceptaran en su puesto, comentaron que necesitaban una redactora para la sección de viajes y famosos. Y él les ofreció la experiencia y el currículo de su prima. La encargada de recursos humanos había aceptado hacerle una entrevista. Tenía que reconocer que su primo era un cielo, pero un canalla; era capaz de sacar cualquier cosa de los demás, con su amplia sonrisa y su buen corazón. Era de esos tipos que son encantadores y a los que les regalarías hasta tu alma.
Se había maquillado de forma discreta. Le sonaba la revista Golden Avenue, pero no había leído mucho sobre ella. Caminó deprisa, intentando mirar el móvil para encontrar alguna información. Al parecer, era una revista de cotilleos, pero elegante, de esas que solo publican eventos importantes y actores y actrices de primera fila. A veces, algún escándalo. Se tendría que poner al día de los personajes famosos, porque, después de estar tanto tiempo viajando por el mundo, no tenía ni idea de lo que se llevaba ahora. Quizá no era la persona ideal para ese trabajo, pero ella era periodista, podría hacerlo.
Las oficinas de la revista estaban en mitad de Madison Avenue. Unas enormes puertas se abrían a un vestíbulo extremadamente elegante, decorado en dorado, negro y rosa. Ella no sabía mucho de ropa o de muebles, pero sin duda, la recepcionista llevaba un traje mucho más elegante y el triple de caro que el de ella. Estiró un poco su chaqueta y se dirigió hacia ella.
—Buenos días, soy Kayley Willson, vengo a una entrevista de trabajo.
—Ah, sí, señorita Willson, piso once, puerta A. Pase por el ascensor, pasillo a la izquierda.
Ella agradeció a la amable muchacha y se dirigió hacia dicho pasillo. Casi todos los que entraban y salían iban elegantemente vestidos, y la miraban de reojo. Ella suspiró quedamente. Sería un cambio tremendo si entraba a trabajar allí, en la tierra de los niños pijos. Se metió en el ascensor sonriendo para sí, y mordiéndose el labio para aguantar la risa. Sí, a veces, cuando estaba nerviosa, podía echarse a reír. Veía tan iguales y encorsetados a todos los que estaban en el ascensor, que le recordaron a los pingüinos que vio en Sudáfrica. Había por lo menos diez personas en el ascensor. Parecían todos iguales. Bajó la cabeza para no seguir mirando.
«¿Era posible? ¿Era la misma joven del bar?» Mark había decidido visitar a Shonda en la empresa y se encontró con la chica cuya ropa era de mercadillo, pero estaba más atractiva que cualquiera de las otras mujeres que lo miraban de soslayo o de forma coqueta. Eso no podía ser una casualidad.
Ella bajó en el piso once y él, que estaba al fondo del ascensor, se quedó pensativo. Si trabajaba allí, tal vez pudiera averiguar quién era. Le apetecía lamer sus labios, tal y como ella había saboreado el batido esa mañana. No se la había quitado de la cabeza. Le gustaban los retos y ese tenía pinta de ser uno muy atractivo.
Capítulo 4.
Nueva empresa
Kayley llegó a la oficina que le indicó la recepcionista. Su primo Andy estaba en la puerta y la recibió con un abrazo.
—Penélope es un encanto, ya verás. Sé tú misma. Ya le he hablado de ti y está impresionada.
—¿Qué le has contado?
—¡Todo! Me di cuenta de que es una mujer luchadora y le caerás bien.
—No sé…
Andy abrió la puerta y dejó pasar a su prima. La directora de recursos humanos era una mujer madura y atractiva, aunque algo entrada en carnes.
—Buenos días —dijo ella.
—Encantada, Kayley. Tu primo Andrew me ha hablado maravillas de ti. Eres una mujer muy valiente. Aunque no sé si estar en una revista de cotilleos es lo tuyo. Pero como buena periodista, seguro que sabrás sacar lo mejor de cada reportaje.
—Se lo agradezco mucho. ¿Qué desea saber?
—Bueno, tu currículo es impecable y tu primo me ha hablado de ti. Solo quería conocerte en persona. Estarás quince días a prueba. Eso sí, deberás comprarte algo de ropa y arreglar tu aspecto. Aquí se juzga mucho por ello, pero eres preciosa. Mira, te voy a dar una tarjeta —sacó de su cajón una tarjeta rosa con las letras en dorado y negro—. Si vas a esta tienda, conseguirás ropa a mitad de precio. No es barata, pero puedes empezar por comprarte un par de trajes y tres o cuatro camisas. Empiezas el lunes, el sueldo, el que pagamos a las redactoras, tres mil a la semana.
—Oh, muchas gracias, Penélope, no sé cómo agradecérselo.
—Eso a tu primo, que en lugar de fotógrafo, tendríamos que haberlo contratado como comercial —sonrió ella—. Vamos, marchad, que tengo una reunión. Pasad el lunes a verme y os presentaré a todos.
—Gracias —repitió ella de nuevo.
Salieron del departamento de recursos humanos emocionados por la buena suerte de haber encontrado a una mujer tan maravillosa y por la oportunidad de empezar a trabajar los dos juntos.
Bajaron en el ascensor. Como iba vacío, se miró en el espejo. La verdad es que sí necesitaba un cambio de imagen. Andy, sin embargo, llevaba un traje que le quedaba perfecto, a pesar de que tampoco era de precio alto. Ella gastaría sus ahorros, pero daría la talla.
Salieron por el vestíbulo y, antes de irse, Kayley se acercó a la amable recepcionista.
—Bueno, Helen —dijo mirando el pin que llevaba con su nombre—, a partir del lunes nos veremos, empiezo a trabajar aquí.
—Me alegro mucho, señorita Willson, cualquier cosa que necesite, aquí estoy —dijo mirando de reojo a su primo.
—Llámame Kayley y este es Andy, mi primo. Él es fotógrafo.
—Encantada, Andy —dijo ella ligeramente sonrojada ante la sonrisa del hombre.
—Vámonos, primita, que tenemos que ir de compras —dijo él pasando un brazo por sus hombros.
El hombre que bajó justo en ese momento los vio disgustado salir cogidos en un abrazo. La morenita tenía pareja. Aunque ¿cuándo le había importado eso? Salió sin despedirse hacia la calle, enfadado. Shonda estaba ausente, según su madre reunida, pero no estaba seguro de ello. Le disgustó haber pasado para nada. Su empresa estaba en el edificio de enfrente y a veces se visitaban. Habían pasado buenos momentos en el despacho de él y algunos en el de ella. Hoy no sería uno de ellos.
—Vamos ahora mismo a esa tienda —dijo Andy—. Queda cerca.
—Me siento como en Pretty Woman —sonrió Kayley.
—Más bien como la chica de El Diablo viste de Prada. —Kayley se encogió de hombros—. ¿No la has visto? Va de una chica que entra a trabajar en una revista y es un poco desastre. Luego se arregla y es guapísima. Como te pasará a ti. La vi con Megan, la chica que trabajaba en el despacho de abogados, y con la que salí hace unos meses.
—Deberías asentarte, Andy. Seguro que muchas chicas morirían por vivir contigo.
—En mi casa tan pequeña y sin un trabajo estable… No creo que a muchas les gustase ese panorama. Tendré que esperar a ser un hombre de bien para tener novia —rio él— y no tengo prisa.
—Ya te vale. —Ella dio un pequeño puñetazo a su primo—. Pero te entiendo. Yo también quiero algo de estabilidad en mi vida. No creo que este trabajo sea mi ideal, pero me servirá una temporada hasta que se olviden de mí.
—Tienes las manos muy largas, querida —dijo él frotándose el costado.
—El tipo ese tenía las manos muy largas, yo solo me defendí —dijo ella comenzando a enfadarse.
—Lo sé, mujer. Venga, ya hemos llegado.
Entraron en una lujosa tienda donde las dependientas parecían ser modelos de pasarela. Andy entró con decisión y enseñó la tarjeta a una de las chicas, la que parecía más agradable.
—Oh, les envía la señora Lang, encantada. ¿Qué necesitan?
—Mi prima necesita dos trajes de chaqueta, tres camisas y un vestido. Zapatos de tacón y un abrigo —dijo él sin esperar que Kayley hablase.
—Oye, que esto subirá mucho —susurró ella mientras ambos seguían a la chica.
Ella se volvió.
—¿Talla diez? —Kayley asintió.
—Te advierto que, si sube mucho, no lo voy a comprar todo.
—Bah, no seas tonta. Yo te lo pagaré, acaban de pagarme una boda; te hago un préstamo y ya me lo devolverás. Tienes que presentarte con estilo o no te tomarán en serio. Y luego iremos a la peluquería donde una de mis amigas trabaja. Harán algo con tu pelo y tus uñas.
—Ya te digo, igual que Pretty Woman —sonrió ella.
La joven dependienta trajo varios trajes de chaqueta, uno negro, uno gris y uno azul marino, con blusas a juego: blanca, rosa palo y gris claro. El abrigo era color rosa oscuro y añadió unos zapatos de tacón.
—Tienes una piel preciosa, ligeramente morena, y estos colores te van a favorecer. Voy a buscarte un vestido de cóctel.
—Vamos, pasa a probártelo —Sonrió su primo.
halter
Con el vestido color salmón parecía una mujer elegante, profesional, pero el vestido negro era extremadamente sexy. Tenía la espalda al aire y caía del broche superior una tira de brillantes piedrecillas que acababan en su trasero.
—Porque eres mi prima, que si no, uff, estás muy guapa. Cógelo, compra este vestido porque estás pecaminosa con él.
—Eres un bruto, pero he calculado y todo me sale por diez mil. No puedo, Andy.
—Te he dicho que te lo presto. Además, quiero pedirte un favor, con lo que así no te negarás.
—Está bien.
La dependienta añadió unos cómodos zapatos de tacón y unas sandalias negras con strass para el vestido. Pagaron dos cuentas porque con una de sus tarjetas no podrían haberlo hecho, pero estaban realmente felices y emocionados.
—¿Crees que me irá bien? —dijo ella.
—Mira, lo que vamos a hacer es comprar varias revistas y este fin de semana nos ponemos al día de todos los cotilleos de la ciudad, ¿te parece? Incluso no quedaré con ninguna amiga.
—Oh, ¡qué detalle! —dijo ella riendo—, será interesante.