Català Domènech, Josep María, 1967
Anatomía de lo real. Imagen, signo y pensamiento / Josep María Català Domènech, Juan Diego Parra Valencia. -- 1a ed. -- Medellín: Instituto Tecnológico Metropolitano, 2021.
-- (Litterae)
Incluye referencias bibliográficas
1. Imagen 2. Signos y Símbolos 3. Íconos. 4. I. Parra Valencia, Juan Diego II. Tít. III. Serie 700 SCDD 21 ed.
Catalogación en la publicación - Biblioteca ITM
Anatomía de lo real. Imagen, signo y pensamiento
© Instituto Tecnológico Metropolitano
Hechos todos los depósitos legales
Edición: agosto de 2021
ISBN: 978-958-5122-42-0 (ePub)
ISBN: 978-958-5122-41-3 (Pdf)
Autores
Josep María Català Domènech
Juan Diego Parra Valencia
Comité editorial
Jorge Iván Brand Ortiz, PhD.
Gloria Mercedes Díaz Cabrera, PhD.
Juliana Cardona Quiros, Esp.
Jorge Iván Ríos Rivera, MSc.
Viviana Díaz, Esp.
Juliana Cardona Quiros. Directora editorial
Viviana Díaz. Asistente editorial
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Editado en Medellín, Colombia
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Prólogo
Introducción
PRIMERA PARTE. Para una crítica del signo y la imagen
La «insignificancia» del signo y la imagen
Significación y temporalidad
El tiempo de los signos y el signo de los tiempos
Las imágenes «emocionales»
El lugar del signo (y el lugar de la imagen)
Signo y pensamiento
¿Qué es realmente un signo?
Deleuze y la crítica spinozista del signo
Para una crítica de la economía política del signo
Baudrillard y el fetiche
La ironía del dinero o la inconsciencia del signo
SEGUNDA PARTE. Semioestética de la imagen
Imagen y semioestética
La imagen-ícono
Indexicalidad del iconismo religioso
Imagen e iconicidad
La representación
El problema de la figuración
El fantasma del arte y el ícono discreto
La imagen-símbolo
Lo simbólico y el simbolismo
Símbolo: crisis de la mímesis por la diégesis
El objeto audiovisual y la industrialización del símbolo
La imagen-índice
Imagen e indexicalidad
Del ídolo al fetiche
El éxtasis material
De la fotografía a la televisión. El índice y el efecto de realidad
TERCERA PARTE. Imagen y pensamiento postsemiótico
Por una crítica de los íconos
Iconoclasia
Semejanza y presencia
La artista y el modelo
Ver Icon
Iconografía e iconología
Imagen y semejanza
El poder de la metáfora
La fuerza epistemológica del diagrama
El metamodelo de Guattari y la imagen no-denotativa
¿Qué es un ícono?
Dormir, tal vez soñar. Ícono y sueño
Pensar, tal vez soñar. Ícono y conocimiento onírico
El signo-sueño
El misterio de las tarjetas postales. El poder del objeto icónico
Por una crítica de los índices
La observación de las bagatelas
Semejanza, contacto, representación
La imagen y su sombra
El índice como ciencia
¿Qué es un índice?
Un mundo de objetos
Índices de complejidad
Por una crítica de los símbolos
Aviso para navegantes
¿A qué nos referimos al hablar de símbolos?
Filigranas estéticas
Ciencia y poesía
La formación del símbolo
Las formas simbólicas
El poder del símbolo
¿Qué es un símbolo?
Movimientos sísmicos. Los signos de Spinoza y Peirce
Epílogo
Índice de ilustraciones
Procedencia de ilustraciones
Bibliografía
Notas al pie
Autores
El libro que tiene en sus manos obedece a inquietudes estéticas sobre la condición actual de la semiótica con respecto a la imagen. Para resolverlas decidimos establecer una suerte de diálogo diacrónico, según una conversación cuasitelepática, evitando en lo posible la sincronía comunicativa. Como autores, hemos querido mantener la debida distancia argumental hasta en la escritura, sin que eso evitara encuentros permanentes en los que tratábamos de inferir (semióticamente, por qué no decirlo) las posibles perspectivas analíticas de cada uno. Planeamos, eso sí, crear un ambiente crítico que pudiera moverse siempre entre la objeción y la ratificación. Por ello, más que sustentos teóricos de respaldo (que los hay, cómo no), buscamos establecer un campo de tensión entre dos perspectivas, asumidas quizás como un espejo, para que el lector decida cuál podría ser el germen y cuál el reflejo.
Se trata no solo entonces de crear un escenario especular, sino también de trazar ciertas rutas especulativas acerca de los cruces y distancias entre la imagen y el signo, toda vez que se exige, por ello, emprender caminos tanto estéticos como filosóficos. La búsqueda, por lo tanto, ha de leerse como un experimento reflexivo, en el sentido más físico del término, es decir, como una onda que cambia de dirección y busca regresar a su punto de origen. Los textos incluidos en este volumen pretenden funcionar de tal manera que pueda saltarse entre capítulos, no con la esperanza de cimentación teórica, sino de desviación constante. Por ello tratamos de estructurarlo según fases simétricas, en dos partes (o universos-espejo): de un lado podría pensarse el signo-imagen (semioestética) y de otro la imagen-signo (postsemiótica). De un lado, la funcionalidad semiótica vehicularía el trasegar de la imagen dentro de los territorios perceptivos y comprensivos, y de otro, la resistencia de la imagen confrontaría al signo como un límite de sí misma. Dichas fases serán antecedidas por una introducción crítica sobre la función imagen y la función signo. Así, como debería ser en un contexto semiótico, apelamos al número 3.
Por supuesto, no buscamos establecer una ruta causal de los argumentos, sino constituir campos intensivos que permitan al lector, como si se tratara de platós cinematográficos, saltar entre escenarios para encontrar nuevas escenas, decidiendo si quiere retomar secuencias narrativas anteriores o mejor emprender nuevos argumentos. A veces, eso sí, habrá resonancias que quizás generen sensaciones de déjà-vu, y que, de ser suficientemente atento en la lectura, el lector podrá reconocer la superposición teórica. Pero más allá de eso, la búsqueda dentro del estado físico reflexivo, como si de un espejo se tratase, apunta a combinar la percepción no-perspectivista con las distorsiones ópticas que impidan un reflejo directo. Es decir, este libro, que pretende relacionar separando (o separar relacionando) la imagen con el signo, más que ubicarse dentro del plano del reflejo directo (la reflexión), se decanta por anamorfismos permanentes. De aquí que el experimento de escritura debía tener dos fases: concertar los temas y escribirlos, luego, cruzarlos para la lectura y después, contaminarlos con las ideas «ajenas», tanto para refutarlas como para apoyarlas. Con ello, el resultado pareciera anular el germen para consumarse en el reflejo.
Por esto, más que ideas (eidos) lo que tenemos son simulacros (eidolon o imago) de ideas que fingen ser ideas. Cada capítulo del libro responderá, pues, a un vínculo de doble articulación, que permite ampliar el espectro semiótico más allá de la interpretación, del intérprete y del autor. Si podemos plantearlo en términos más caros a los temas tratados, diríamos que se trata de un ejercicio indexical que propende a contaminar lo simbólico y lo icónico de cada autor. Esto querría decir que el valor de cada texto radica en aquello a lo que apunta o se dirige. Como el encuentro fortuito entre una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección, los textos pueden participar de dos universos paralelos que eventualmente se cruzan para generar alguna boda contra natura teórica. A favor (o en contra) tenemos lecturas mutuas de los autores (más de un lado que del otro, como debe ser) y bien escogidas conversaciones, las cuales fueron se sostuvieron en sutiles juegos detectivescos para descifrar gustos e inclinaciones estéticas y filosóficas. En contra (o a favor) la inevitable distancia geográfica, tanto paisajística como idiosincrásica, salvada solo por la posibilidad contemporánea de sincronizarnos a través de películas, series de televisión y libros recomendados mutuamente.
Así pues, sin saber aún cuál estado cerebral puede identificarse con la máquina de coser y cuál con el paraguas, este libro se presenta como la adecuada mesa de disección.
Hacia finales del siglo XIX, un filósofo pragmático, pero nada práctico, como Charles Sanders Peirce, desarrolló un concepto al que le esperaba un glorioso futuro, se trataba del signo. Lo cierto es que en los prolegómenos del último estertor de la modernidad los signos aparecían por doquier: eran equiparables a las huellas de un crimen, se detectaban en los detalles de un cuadro como los rastros dejados por una autoría espuria, aparecían en los cuerpos atormentados por la histeria, y surgían durante los sueños para confeccionar paisajes enigmáticos. Benjamin, recorriendo mental e intelectualmente la ciudad de París, cuando esta era capital de la modernidad, detectó en el tejido urbano de la urbe el surgimiento de configuraciones significativas que aglutinaban en su seno las fuerzas contrapuestas del pasado y el futuro: las denominó ‘imágenes dialécticas’. Es un momento en el que también se introducen en el panorama social los objetos y su destilación psicoeconómica, las mercancías. ¿No será una forma actualizada y más sofisticada del ‘hecho’ positivista, toda esta efervescencia de elementos significativos que aparecían en la superficie del cuerpo social como si fueran las burbujas de un líquido en ebullición?
El concepto de ‘hecho’ está formado por dos mitades extendidas en el tiempo, una de ellas se halla instalada en el tiempo pasado, la otra en el presente: un hecho es algo que ha ocurrido (en el pasado) y que se puede probar (en el presente). Este desplazamiento temporal se obvia a la hora de enfrentarse a los hechos fácticos, puesto que los dos factores se equiparan, tal como si uno estuviera incluido en el otro. El razonamiento implícito funciona de la siguiente manera: si se puede probar es que ocurrió y si ocurrió es que se puede probar. Pero en el hiato que separa estos dos polos pueden haber ocurrido muchas cosas, dependiendo de cuán alejado está el suceso de su comprobación. Los hechos conforman, en su esencia, una fenomenología equivalente a la de las estrellas, cuya lejanía impide que pueda ser probada su existencia actual: veo una estrella, pero su luz partió del origen hace tantísimos años que no puedo asegurar ahora que ese cuerpo siga existiendo.
El ‘hecho’ original llega a nosotros transformado por el tiempo: durante el viaje ha ido acarreando tantos aditamentos que ya no aparece con el mismo rostro con el que inició el periplo. O, dicho de otra manera, visto a la distancia, el hecho no tiene el mismo rostro que cuando se produjo. Lo que puedo probar no es la existencia del hecho en sí, sino la de sus ecos resonando en mi espíritu, en mi entorno, en el imaginario del que formo parte. De ello se deduce que un hecho no es nunca algo que se produce en tiempo presente, ahora mismo, ante mí: en un hecho para que sea realmente ‘un hecho’ ha de intervenir el tiempo y con él, los ingredientes que pertenecen a la memoria y a la imaginación, así como los derivados de esta, que tienen que ver con la tecnología y las estructuras del archivo o lugar donde se depositó el hecho en su momento y que, en su forma de clasificarlo, lo determina. De lo que somos testimonios directos no es de hechos, sino de sucesos. Un suceso debe ser procesado para convertirse en hecho. No es solo la historiografía, o la filosofía de la historia, la que debe ocuparse de esta fenomenología del hecho, sino también la comunicación, ya que, al fin y al cabo, lo que pretende hacer la historia es poner en contacto dos tiempos distintos, establecer una comunicación entre ellos que no puede ser más que compleja. ¿En qué medida pueden equipararse los hechos y los signos más allá de que ambos conceptos, en su versión moderna, surjen, más o menos al unísono o, al menos, a partir de un mismo imaginario? ¿Es posible que la dualidad temporal del hecho sea comparable a la dualidad semiológica del signo? ¿La división entre pasado y presente es algo más que estructuralmente similar a la del significante y significado?
Puede decirse que sí, puesto que entre el significante y el significado hay también un cierto desplazamiento temporal, aunque solo sea en el pensamiento. El significante se halla en el presente, se produce en el presente, podríamos decir; mientras que el significado parece que permaneciera a la espera en el pasado, aunque para ir en su busca haya que avanzar más allá del presente, es decir, dirigirse al futuro. Pero esta circunvalación se encuentra también en el hecho: el suceso ocurrió en el pasado, pero a la hora de comprobarlo desde el presente se ejecuta un movimiento mental que forzosamente avanza hacia el futuro. Es una característica del pensamiento humano que esté instalado sobre la flecha del tiempo y que, por lo tanto, cualquier acto mental parece avanzar hacia el futuro, parece arrastrar el presente hacia el futuro, a pesar de que el objetivo sea el pasado. ¿Ha de ser forzosamente de esta manera? Pensemos en el signo en sí, en el acto que supone el signo. El signo aparece como una señal en medio de la bruma; la bruma constituye la región de la insignificancia de la que surge el signo como una forma distinta que acarrea consigo un significado. Pero el significado no llega con el signo en sí, sino que este, en forma de significante, no es más que una puerta al significado, de manera que hay que desplazarse, aunque sea mentalmente, hacia esa puerta, abrirla y recoger al otro lado la significación. A medida que esta avanza hacia la puerta, el tiempo corre hacia el futuro, pero en cambio lo que hay detrás de ella se encuentra en la región de lo que ya pasó. A menos que pensemos en imágenes.
Si el signo y el hecho están instalados en la visualidad, con la que ya comparten componentes desde el momento en que los estructuramos espacialmente, en tal caso el presente y el pasado se acumulan en una misma instancia actual infinitamente repetida. No están en el mismo plano porque en las imágenes hay también acumuladas capas de tiempo, pero esas capas de tiempo no se desarrollan linealmente, sobre una capa de tiempo esencial, sino que se superponen espacialmente. Ahora bien, ¿esto sucede con todas las imágenes? No en aquellas en las que se instala el movimiento, no en las imágenes móviles. Pero el hecho de que estemos rodeados de imágenes en movimiento no quiere decir que podamos descartar la fenomenología que compete a las imágenes fijas. Las dos formaciones se combinan en las imágenes móviles y comparten estructura con otras variantes como las que provienen, por ejemplo, del sonido. Es decir, en las imágenes en movimiento el tiempo tiene dos valores, uno que se desplaza según la flecha del tiempo hacia el futuro —la imagen se despliega en el tiempo y, por lo tanto, su significado está también en movimiento hacia el futuro—, y otro por el que los tiempos están superpuestos mediante capas, capas de presente, de pasado y de futuro. En este sentido, como presentía Freud, todo es arqueología, incluso el futuro, configurado como deseo y, por consiguiente, como una proyección del pasado.
El impacto contemporáneo del relato detectivesco, tanto en la literatura como en el cine y la TV., da cuenta del imaginario racionalista del positivismo del ‘hecho’ que deriva en el interés filosófico por el ‘signo’. Pero también, dentro de lo que Foucault denominaría la episteme del lenguaje, el carácter discursivo que asumiría la filosofía luego del giro lingüístico saussuriano. Los trabajos de Freud sobre el ‘cuerpo que habla’ y los de Nietzsche, y su sospecha acerca de la noción de verdad y, en general, de la valoración humana de lo real, las cuales requieren pensarse en sentido extramoral, deben reconocerse necesariamente como las bases de este giro epistemológico en la comprensión del lenguaje. La obra de Saussure, las reflexiones sobre la escritura de Kafka, Joyce y Virginia Woolf, la lectura lacaniana de Freud, y posteriormente el auge estructuralista y el posestructuralista, la narratología, la antropología estructural, la teoría de los sistemas y la de la comunicación. El siglo XX es el del lenguaje y la comunicación, de la cibernética y la informática. Para mediados de siglo todo se vuelve lenguaje, a todo se le aplica esa fórmula: el lenguaje del cuerpo, el lenguaje del cine, el del teatro, el de la danza, el de la ciencia... Y tras el lenguaje, por supuesto, la detección y análisis de códigos y estructuras que confluirán casi que por condición natural en la noción general de ‘signo’. Así, entre la perspectiva lingüística de la comunicación y el pragmatismo positivista tecnoindustrial, se erigió poderosamente el concepto de ‘signo’ para determinar las formas de la imaginación y el pensamiento. En la idea de ‘signo’ confluyen, durante prácticamente todo el siglo XX, el análisis del lenguaje y el de los hechos, y también el del lenguaje como hecho y el de los hechos como lenguaje. La pregunta inicial sería entonces, ¿dónde quedan las imágenes; cómo valorarlas bajo las características de lo fáctico o de lo lingüístico comunicacional?
La imagen efectivamente no es un ‘hecho’, pero tampoco es una palabra. Una imagen evidentemente no puede descomponerse en ‘elementos’ mínimos que determinen su composición de sentido o significado. Las partes de una imagen son fragmentos de su realidad, en términos de contigüidad, pero no elementos de su constitución significativa, como ocurriría entre una palabra y sus fonemas o grafemas. Incluso la imagen, como el ‘hecho’, es una condensación del tiempo de la percepción, es una despensa de momentos, una referencia a lo que fue (aquello a lo que se refiere, una entidad representada o un símbolo religante) y una postergación de lo que siempre está por venir (su capacidad de producir sentido de realidad, tanto colectiva como individual). Por supuesto que la imagen comunica, pero su valor no reside solo en dicha capacidad; de hecho, su potencia no está en aquello que difunde, sino en lo que almacena. La imagen parlante y móvil, producida por el desarrollo técnico, más allá de restar trascendencia simbólica a su valor aurático, consiguió hacerse partícipe del propio proceso de percepción del sujeto que, poco a poco, fue mutando su condición de espectador hacia un nuevo estadio de estimulación cerebral incidente en la propia conciencia. Hoy por hoy, pensar la imagen es pensar la percepción misma y con ella, el deseo, lo cual ha sido perfectamente detectado por el sistema económico capitalista para insertarse en la producción de actos falsamente volitivos, de orden inconsciente, a través de programaciones algorítmicas. El impacto contemporáneo de la visualidad como régimen de verdad ha logrado discretizar el modelo lingüístico de codificación que ordenó discursivamente el imaginario sociocultural de los siglos XIX y XX. De aquí que se nos haga imperioso repensar las condiciones de producción simbólica desde los dos universos tutelares de la construcción contemporánea de mundo: el signo y la imagen.
Para abordar la relación de ambos conceptos tendremos que precisar las variables teóricas provenientes de los modelos hegemónicos, en términos filosóficos, para el mundo occidental: el modelo saussuriano y el modelo peirceano. Diremos escuetamente, por ahora, que la propuesta semiológica de F. de Saussure se orienta a los signos en la vida social y usa, como objeto de estudio, la lengua y el lenguaje como sistemas sígnicos, los cuales permiten la articulación de ideas, según leyes específicas. Esto quiere decir que las ideas no pueden considerarse como antecesoras de los signos, sino que el signo (lingüístico) mismo debe contener dos dimensiones de articulación con la realidad, que permiten, a su vez, una coreografía perceptiva que oscila entre lo sensible y lo inteligible (dimensiones que han determinado el devenir del pensamiento occidental). De otro lado, el modelo de C.S Peirce, que pertenece a la evaluación logicista de la realidad, y que deriva del proceder pragmaticista (que el propio autor promovió), se enfoca, de una manera más ambiciosa, si se quiere, en establecer una teoría del conocimiento capaz de constituir, a través del signo, la producción de sentido en la realidad. A este proceso, Peirce lo denominó semiosis.
Según el modelo estructural de Saussure, el signo puede dar cuenta de la realidad a partir de ciertas propiedades concretas que rigen la comprensión del sujeto y no según componentes específicos, como ocurre en la semiótica peirceana. Las propiedades del signo que propone Saussure son arbitrariedad, linealidad significante y mutabilidad/inmutabilidad. Aunque no las analizaremos ahora, bástenos con decir que, según esta composición del signo, Saussure plantea un tipo de pensamiento binario de diferencias y oposiciones que consigue presentar al lenguaje como un sistema completamente autorreferencial capaz de apropiarse de cualquier otro sistema de relaciones comunicacionales. Esta es la razón por la que, durante el siglo XX, fue tan fecunda la iniciativa metodológica de convertir cualquier tipo de expresión humana en un modelo lingüístico que pueda ser leído en clave comunicacional. La imagen, como campo problemático susceptible de pensamiento y análisis, no solo no ha sido inmune a esta iniciativa panlingüística, sino que casi se ha integrado de manera absoluta a las condiciones de posibilidad de análisis estructuralista semiológico, como se ve claramente en los estudios iconológicos y semiológicos, aplicados tanto a la pintura como al cine, la TV y la publicidad. Nuestra intención, aunque reconoce mayor fecundidad en el análisis semiótico peirceano que en el saussuriano, propenderá a conectar críticamente ambos universos para dar cabida a la imagen como campo complejo de pensamiento, más allá de las determinaciones teóricas estructuralistas y pragmaticistas. Dichas escuelas de pensamiento, de hecho, surgieron en escenarios tecnoestéticos específicos, mucho antes de la emergencia de la constitución de la interfaz como modelo mental y del advenimiento de los sistemas autopoiéticos de construcción algorítmica. De aquí que, inicialmente, más que algún tipo de semiología de la imagen, pretendamos hablar de una semioestética visual que nos lleve a un tipo de pensamiento que denominaremos postsemiótico.
Es importante señalar que el signo, como fenómeno filosófico, ha trasegado eras enteras atrapado en la construcción del imaginario colectivo, gracias a distintas estrategias de administración teórica que lo ubicó, casi unánimemente, dentro de la idea más general de ‘símbolo’, algo en lo que se insistió hasta muy entrado el siglo XX, en función del binarismo saussuriano. Para finales de los años sesenta del pasado siglo, es decir, en plena eclosión del giro semiótico, Julia Kristeva había detectado, no sin cierta ambigüedad, lo que ella misma denominaba la problemática del signo saussuriano: «la noción de ‘signo’ comporta una distinción entre simbólico/no simbólico que corresponde a la antigua división espíritu/materia e impide el estudio científico de los fenómenos denominados ‘del espíritu’» (Kristeva, 2001, p. 59). Si bien su diagnóstico es certero y lúcido, y permitirá expandir el marco de acción disciplinar, que encontrará su relevo en la semiótica peirceana, aparentemente más ‘objetiva’, cuenta con la ambigua apelación que ella hace a un estudio «adecuadamente científico» que el signo impediría. Su escrito, claramente influido por la escuela anglosajona del signo, está repleto de menciones a la ciencia y a los procedimientos científicos, como queriendo dejar claro por dónde debe transcurrir la verdadera semiótica. Se trata de un ‘signo’ de los tiempos cuyo impulso, sin agotarse completamente, ha perdido, sin embargo, bastante de su energía inicial: ya son muchas las disciplinas actuales que no buscan inmediatamente cobijo bajo un paraguas que, lo único que haría, sería ocultarles la vista del horizonte. Debemos reconocer poca paciencia para esos despliegues discursivos que recurren a la impostura de expresarse a través de formulaciones pseudomatemáticas o lógicas, cuyo propósito no parece ser otro que el de evitar, a toda costa, una ambigüedad que debería ser el alimento más preciado de sus ideas. Esto o algo peor: ser aceptados como huéspedes de segunda categoría en la comunidad científica. De muchas maneras, tanto la semiótica como la semiología cayeron en esta trampa. Una vez pasado el furor que las modas propugnan en sus momentos culminantes, los escritos de este tipo pseudocientífico yacen abandonados en medio del desierto, como desvencijadas arquitecturas del pasado, incapaces ya de dar cuenta, en su ruina, de un pretérito y efímero esplendor. No es nada sorprendente, por ejemplo, que el único escrito ilegible de Barthes sea, hoy en día, su Sistema de la moda, mientras que todos los demás aún nos deleitan y nos sirven de provecho. Así, tanto por la veta estructuralista lingüística (Greimas, Barthes, Lyotard...) como estructuralista comunicacional (Lyotard, Grupo µ, Eco...), el estudio semiótico se vio atrapado en la necesidad constatativa del rigor científico, ligado con el advenimiento de la informática y el furor tecnocientífico. Esto provocó una obsesión por traducir todo tipo de objetos visuales (artísticos, publicitarios o de diseño) a partir de los sistemas de codificación objetivantes derivados de la lingüística filosófica.
Pero el significado de las cosas es diverso y difuso, no puede encontrarse en un solo lugar y en una sola forma, ni siquiera cuando, acerándose a la categoría de señal, está construido para transmitir, como en la publicidad, un mensaje muy preciso. Por eso, todo intento de acotarlo y estabilizarlo, a la larga, conduce al fracaso. El signo es una derivación del positivismo, un equivalente, más sofisticado, del ‘hecho’, como lo mencionábamos atrás. La semiótica creyó poder descifrar, mediante su concurso, las leyes del pensamiento, e incluso las de la realidad, cuando no hacia otra cosa que moldearlas a su medida. Estas limitaciones las intuye la propia Kristeva cuando afirma que
El embargo de la sociedad moderna sobre la ciencia parece haber alcanzado su apogeo y su clausura al tomar a la lingüística (al habla) sus modelos y su método. La ciencia de la comunicación fonética está hoy en día en la base del estudio del ‘pensamiento salvaje’, descubre y analiza un ‘discurso del Otro’, intenta en vano recuperar las ‘artes’ y la política, haciendo reinar por doquier la autoridad del signo: noción históricamente limitada y cuyo ideologema (la función que une las prácticas translingüísticas de una sociedad condensando el modo dominante de pensamiento) remite a Platón y Augusto Comte (2001, p. 77).
Claro está que, después de decir esto, Kristeva pretende salvar el signo a través de sí mismo, porque el estilo de la época no le permite otra cosa: «se trata de subrayar que, habiendo desmitificado y neutralizado toda hermenéutica, la ciencia [sic] del signo llega a un punto en que se desmitifica a sí misma» (2001, p. 78). Y este proceso de desmitificación lo consigue, al parecer, a través de la semiótica: «es la semiótica la que cumple este papel y, más especialmente, la semiótica de los sistemas significativos que engendra la civilización del signo para, a cambio, resultar con ello consolidada»(p. 78). Sin embargo, a la larga reverdece esa hermenéutica que supuestamente había sido neutralizada por el gesto adusto de una pretendida ciencia.
No se trata de recurrir, por contraste, a un empirismo ingenuo y restringido. No se trata de renunciar a las teorías, sino de situarlas donde les corresponde. Las teorías son formas elevadas de la descripción que pierden todo su valor cuando se confunden con visiones absolutas de una determinada realidad. Clasificar, definir y nombrar, crear conceptos, deben ser operaciones básicamente heurísticas, el motor de un pensamiento que explora el objeto indefinidamente. Establecer o descubrir pretendidas ‘leyes’ generales de los fenómenos no es más que un aspecto más de la descripción. Todos estos procedimientos, por muy bien estructurados que estén, por muy sólidos que parezcan, tienen todos ellos la consistencia de una corriente de aire. Lo cual no quiere decir que su impulso se extinga o deba extinguirse inmediatamente después de producirse. Digámoslo de otra manera, a través de una metáfora más precisa: son como puertas que las corrientes de aire abren a lo largo de nuestro camino para que exploremos lo que hay al otro lado, pero que en cualquier momento otra corriente de aire puede cerrar detrás de nosotros. Las podemos mantener abiertas, nosotros mismos o quienes vengan detrás, durante un tiempo prudencial, pero a la larga hay que dejar que se cierren solas o cerrarlas dando un portazo.
Seguir esas corrientes de aire, impulsándolas nosotros mismos con nuestras reflexiones, es la esencia de la forma ensayo. Max Bense (1942) llegaba a equiparar el ensayo con la física experimental, porque ensayar significa también experimentar:
Estamos sorprendidos de que la expresión ensayo sea un método experimental; se trata de escribir experimentalmente en él, y debemos hablar entonces en el mismo sentido que cuando hablamos de la física, la cual colinda con pulcritud similar con la física teórica. En la física experimental, para seguir con nuestro ejemplo, postulamos una pregunta respecto a la naturaleza, esperamos una respuesta, probamos y fallamos: la física teórica describe la naturaleza, donde las leyes de sus medidas demuestran resultados en forma analítica, axiomática y deductiva basados en necesidades matemáticas. Así se diferencia un ensayo de un tratado. Escribe ensayísticamente quien compone experimentando, quien rueda su tema de un lado para otro, quien repregunta, palpa, prueba, quien atraviesa su objeto con reflexión, quien vuelve y revuelve, quien desde diversos lugares parte hacia él y en su atisbo intelectual reúne lo que ve y prefabrica lo que el tema bajo la escritura deja ver en ciertas condiciones logradas. Quien intenta algo entonces en el ensayo, no es del todo la subjetividad escritural, no, ella provoca condiciones bajo las cuales un tema en su totalidad respalda una configuración literaria. No se intenta escribir, no se intenta conocer, se intenta ver cómo se comporta un tema literariamente, se establece entonces una pregunta, si se experimenta con un tema. Vemos al respecto que lo ensayístico no reside solo en la forma literaria, en la cual está integrado el contenido, el asunto, el manejo parece ensayístico pues aparece bajo ciertas condiciones. Así habita en cada ensayo una fuerza o poder de perspectiva en el sentido de Leibniz, Dilthey, Nietzsche y Ortega y Gasset. Reflejan un perspectivismo filosófico en el sentido que en sus observaciones ejercitan un punto de vista conocido en su pensamiento y su conocimiento (Bense, 1942, pp. 24-25).
Era necesario recrearse en esta larga cita porque contiene la esencia de esa ‘falta’ de ciencia que estamos intentando proponer como necesario ‘método’ poscientífico. Este ir y venir sobre el objeto, esta experimentación que propone Bense, puede ser ejecutada de un tirón, en un mismo escrito, o a través de varios intentos, ejecutados por distintos sujetos, en momentos igualmente diversos, incluso, por supuesto, a lo largo de la historia. Lo que queremos decir con esto es que el germen del ensayo está más en el objeto que en el procedimiento en sí, puesto que es el objeto el que posee multitud de facetas y pliegues que obligan a estar continuamente ‘ensayando’ sobre el mismo para ponerlos de relieve, para ir estableciendo los distintos significados que se acomoden, no tanto al espíritu del tiempo, como a su estilo. En este sentido, la búsqueda del conocimiento es una empresa trágica, puesto que quien la emprende debe saber que nunca llegará a alcanzar su final. Y, desde luego, que ni siquiera en el caso de que llegara a ese final, lo haría igual que como empezó, porque el viaje ensayístico no significa solo transformación del objeto, sino también del sujeto. Es así como la postciencia coincide con una postfilosofía, puesto que el ensayo no pertenece al reino de la filosofía. No es de filosofía de lo que estamos hablando, sino de pensamiento. Y es en esa estela que, justamente, ensayamos un ensayo sobre la postsemiótica, no como respuesta al universo semiótico, sino como campo experimental crítico que expanda las posibilidades mismas de la semiótica como forma de pensamiento.
Este ensayo consistirá en un devenir semiótico de la estética para promover una suerte de desviación (o clinamen) hacia las tipologías sígnicas pensadas en clave postsemióticano para constatar la superación de la semiótica como disciplina, sino para atravesar las posibles barreras que la imaginación teórica tiende a imponer cuando el hábito configura un saber específico. Es por ello por lo que el presente libro es una indagación que busca una suerte de mise en abyme teórica que busca hacer de los conceptos formas autorreferenciales del pensamiento semiótico. Por ello buscaremos llevar hasta el límite referencial los modelos canónicos de la semiótica visual, gracias a las directrices de Saussure y Peirce, hurgando justo en las bases sedimentadas del pensamiento sobre los signos. Esta es la razón que nos permite configurar como ruta de indagación la forma ensayo, justo como decurso intensivo de experimentación intelectiva. No nos interesará, por eso mismo, la conclusión o el descubrimiento, sino la indagación como tal, en un ejercicio de perforación que encuentre en los conceptos, no formas demostrativas y resolutivas, sino campos problemáticos de los que surgen nuevas preguntas.
¿No podemos, pues, estar nunca seguros de nuestros descubrimientos? Al contrario, podemos estar más seguros que nunca, puesto que no solo descubrimos una faceta más del sujeto, a añadir a las otras muchas que ya se han descubierto, sino que a través de esta revelación descubrimos también el propio rostro de la realidad que al unísono da a luz al objeto, al acto del descubrimiento y al sujeto que ejecuta la operación. La era de la postciencia, que es también el de la postsemiótica, donde el signo pierde sentido, no se refiere a las ciencias en sí, a su operatividad y exigencia, sino a la descolonización del resto de saberes de las denominadas ciencias humanas, que durante tanto tiempo se han visto sometidas a requisitos que no son adecuados para ellas. Las ciencias puras o duras pueden seguir haciendo su labor y estableciendo para ello sus propios requisitos, pero el resto debe quedar liberado de esas condiciones. Cuando esto sucede, el imaginario del signo se ve limitado a una serie de operaciones muy sectoriales. Sin la coartada de la epistemología cientificista, los signos se funden como cera ardiendo, pierden su proverbial consistencia y, por lo tanto, su utilidad. Se descubre entonces que, como ya intuyeron sus creadores, el signo era una cuestión mental, una forma de disponer la mente para acomodarla a un tipo determinado de realidad que ya no existe. Tal como siempre lo ha sido la imagen.
El universo entero...
está repleto de signos,
a no ser que esté compuesto
exclusivamente por signos
C. S. Peirce
En realidad, el traje no puede
representar el valor
en sus relaciones externas
sin que el valor adopte
al mismo tiempo el aspecto
de un traje
K. Marx
A las imágenes las acompañan desde hace poco más de un siglo dos elementos que podríamos calificar de fantasmales: el movimiento y el sonido. Aparecen pegados a ellas, pero sin realmente pertenecerles, como si ambas formaran parte de ese espíritu que para Descartes regentaba el cuerpo. La imagen sería lo sólido, lo material, es decir, el cuerpo, mientras que el movimiento y el sonido pertenecerían a la categoría de lo evanescente, lo sutil o lo espiritual. Pero este dualismo cartesiano, cuyo error ya se han encargado de denunciar, quizá a través de otro error, Antonio Damasio y otros neurocientíficos, no es la metáfora más adecuada para comprender la percepción de las imágenes contemporáneas, que, si acaso, siempre han sido contempladas desde una óptica excesivamente materialista capaz de blindarlas ante cualquier misterio. La perfección y automatismo que caracterizan a las tecnologías audiovisuales de la actualidad abundan en la percepción popular de que las imágenes son lo que deben ser y nada más: copias de la realidad que parece destilar esta misma realidad o que los instrumentos electrónicos son capaces de arrancarle sin esfuerzo. Pero lo cierto es que este panglosianismo, que caracteriza la concepción de las imágenes, aparece encapsulado en una insidiosa metafísica que nos lleva a pensar que las imágenes, en general, son entidades inmóviles a las que caracteriza el silencio, ese largo silencio que recorre la historia del arte desde los más remotos orígenes, enmarcado por una parálisis tétrica. Es como si nuestra mente se resistiera a dejar de ser platónica y no pudiera concebir la transitoriedad de unas representaciones que, por antonomasia, ya son transitorias desde hace más de un siglo.
Hete aquí, sin embargo, que el mayor embate contra el ingenuo empirismo audiovisual proviene de una pretendida ciencia que es platónica y cartesiana a la vez: la semiótica (o la semiología, dependiendo de a quién tengamos por progenitor). Es cierto que este tipo de encuentros —Platón versus Descartes—, que se consideran un auténtico choque de trenes, no son aceptados con gusto por los especialistas, pero no por ello hay que declararlos imposibles: los paradigmas o las disciplinas coinciden más en sus raíces que en sus frutos, por ello las conexiones tienden a pasar desapercibidas y, a la luz de los dispares productos de estas, se consideran inconcebibles. Pero la semiótica, esa máquina de interpretar inventada por Charles S. Peirce a finales del siglo XIX, se convierte, en manos de Saussure, en platónica y al mismo tiempo en cartesiana, debido a la división de su concepto estrella, el signo, en dos mitades: significante y significado. El signo tiene alma —el significado— y cuerpo —el significante—: un cuerpo que no parece ser más que la sombra del espíritu significador que lo rige solo porque se posa arbitrariamente en él.
Lacan le dio la vuelta a este planteamiento para borrar cualquier vestigio de platonismo y cartesianismo, y con ello no hizo más que poner de manifiesto, de forma muy clara, la presencia de estos rescoldos en la teoría del signo: puso el significante arriba y el significado abajo, al contrario de cómo se encontraban situados en la concepción original, y ello, a modo de paso previo a la eliminación del significado como elemento esencial del sistema. Afirmó finalmente que, debajo del significante, no había nada, es decir, que el pensamiento es un juego de significantes que cambiaban continuamente de significado.
Quizá sea cuestión de preguntarse qué significa arriba y abajo en estas circunstancias. Según Saussure, las palabras tienen dos componentes, uno material (una imagen acústica) y otro mental, que se relaciona con la idea o el concepto que representa el primer componente. El conjunto de significante y significado constituye un signo. El signo se representa visualmente, según este conocido diagrama:
El diagrama supone la visualización de un fenómeno, algo que no tiene por qué causar inquietud, puesto que implica un compromiso con su estructura, la cual, de lo contrario, queda enmascarada o resulta ambigua. No está de más pasar pues a la visualización, a pesar de las protestas que se puedan suscitar, ya que de esta manera se hacen evidentes algunas de las implicaciones de cualquier propuesta que de otra forma permanecerían ocultas. ¿Por qué está arriba el significado, es decir, la idea, y abajo el significante, es decir, la proyección material de esta idea o concepto? Pues porque la residencia de las ideas es el cielo platónico, mientras que a las sombras de estas ideas les corresponde estar localizadas en la tierra o realidad de segundo grado. Ello explicaría también por qué costó tanto que se prestase atención al significante, a la parte material, terrestre, corporal, del signo.
Pero la cuestión se complica en el momento en que se avanza en la visualización y el concepto de significado se concreta en una imagen de la siguiente manera, no menos conocida:
Es así como, de pronto, el significado ya no es una idea en el sentido estricto de la palabra, sino una imagen o una cosa. Ya no pertenece directamente al cielo platónico, sino que se desplaza hacia el mundo de las imágenes concretas, visibles. Es como si el signo se precipitara hacia la tierra en lugar de mantenerse flotando a medio camino entre ella y el cielo, dos regiones hasta entonces equidistantes y mediatizadas por la línea del horizonte que separa el significado y el significante. Esto nos pone ante el problema de las relaciones entre el signo y la imagen, algo que ni la semiótica de Peirce ni la semiología de Saussure habían, en principio, previsto claramente (lo visual lo piensan desde lo lingüístico) y que el giro lingüístico del siglo XX pretendió resolver de forma en exceso precipitada, inventando una semiótica de las imágenes que no hacía sino convertirlas en signos lingüísticos para mayor comodidad del sistema.
Quizás sea un despropósito preguntarse si los signos tienen forma. En todo caso es una cuestión que en estos momentos nos intriga. ¿Hay una forma ideal que corresponde a todos los fenómenos sígnicos? Es obvio que se trata de una pregunta retórica, pues hay disciplinas específicas, como la semiótica y la semiología, encargadas de demostrarlo. La pregunta adecuada quizás sería ¿de qué forma se trata? Hasta ahora parece no existir alguien que se haya preocupado por responderla.
Las estructuras o los sistemas son relacionales. No tienen una forma precisa, más allá de las relaciones que conectan dinámicamente sus componentes. Sin embargo, existe la tendencia a representarlos de manera estática para que quede constancia de su recurrencia, de que su dinamismo no es abierto, sino que funciona a través de unos canales preestablecidos, de carácter estable o esencial. O sea que, efectivamente, esa forma existe.
Peirce (1906) inicia su Prolegomena to an Apology for Pragmaticism con una precisa declaración de intenciones:
Acércate, mi lector, vamos a construir un diagrama para ilustrar el curso general del pensamiento; quiero decir un sistema de diagramación mediante el cual cualquier curso de pensamiento puede ser representado con exactitud (p. 492).
Parecería un abuso pretender diagramar cualquier pensamiento con exactitud, cuando la mayoría de ellos pueden seguir cursos impredecibles. Peirce utiliza el hipotético escepticismo de un amigo militar para exponer la bondad de los diagramas. Duda el militar de la necesidad de diagramar un pensamiento cuando este ya está presente en nosotros. Peirce recurre al ejemplo fácil de los mapas para demostrarle a su amigo que, por mucho que se conozca el territorio, tenerlo representado sobre un plano es extremadamente útil para las operaciones militares. Y concluye añadiendo que
[...]uno puede hacer experimentos exactos sobre diagramas uniformes; y cuando uno lo hace, debe mantener una atenta vigilancia ante cambios involuntarios e inesperados que, en consecuencia, se producen en las relaciones entre distintas partes importantes del diagrama con respecto a las otras (Peirce, 1906, p. 493).
Puede que el mapa no sea un buen ejemplo, puesto que se refiere a un territorio ya de por sí inmóvil, si descartamos las contingencias meteorológicas o de otro tipo que puedan afectarle. Por ello, Peirce (1906) da un paso adelante y afirma que «Tales operaciones sobre diagramas, ya sean externos o imaginarios, toman el lugar de los experimentos sobre cosas reales que se realizan en la investigación química y física» (p. 493). De acuerdo, ya que en la física y en la química los diagramas o fórmulas expresan transformaciones. Por lo tanto, una de las virtudes de los diagramas es convertir en una expresión abstracta la esencia de estos movimientos relacionales. Insertarlos, por lo tanto, en una forma estandarizada, que puede ser matemática, química, geométrica o lógica. Esto es algo que corrobora el propio Peirce cuando responde a las protestas de su interlocutor que piensa que el químico actúa sobre la propia naturaleza y el diagramador no:
‘Tiene toda la razón al decir que el químico experimenta con el objeto mismo de la investigación, aunque después de haber hecho el experimento, la muestra sobre la que se operó puede desecharse, ya que no tiene interés. Porque no era la muestra particular lo que el químico estaba investigando, sino la estructura molecular. Desde mucho tiempo atrás, estaba en posesión de pruebas abrumadoras acerca de que todas las muestras de la misma estructura molecular reaccionan químicamente de la misma manera exacta; de modo que una muestra es igual que otra. Pero el objeto de la investigación del químico, aquello sobre lo que él experimenta, y al cual la pregunta que le hace a la naturaleza se refiere, es la Estructura Molecular, que en todas sus muestras tiene una identidad tan completa como la que se halla en la naturaleza de la Estructura Molecular [...]’ (Peirce, 1906, pp. 493-494).
Peirce es muy persuasivo y a buen seguro que convenció a su hipotético amigo militar, lo cual quiere decir que se convenció a sí mismo. Sin embargo, nos da la impresión de que sus argumentos están tan encapsulados como los diagramas que defiende. Es decir, ni unos ni otros actúan en el vacío, estableciendo referencias impolutas con sus referentes, sean estos propios de la naturaleza o de la imaginación.
Los signos tienen pues una forma imaginaria que organiza todo pensamiento en torno al signo. No se trata tan solo de detectar los elementos que constituyen el fenómeno sígnico, de saber que está compuesto de un significante y un significado, sino, principalmente, de que estos se relacionan a través de una estructura precisa y repetitiva. Tan descabellado sería rechazarlo como ignorarlo. Ello nos permite, sin embargo, ver el fenómeno desde una diferente perspectiva, la de la imaginación. Parece estar claro que los diagramas son, entre otras cosas posibles, formas de la imaginación. Forman un vocabulario por el que nuestra imaginación se expresa.
En realidad, un signo no es más que una máquina abstracta (de esto hablaremos luego más extensamente), es decir, una función estructurada a través de un diagrama. Lo interesante de las máquinas abstractas, según Deleuze, es que ignoran la diferencia entre los contenidos y las expresiones, a la vez que los recrean. Se diría que existe una cierta relación entre el vuelco que le da Lacan al signo y el planteamiento de unas máquinas cuyo conglomerado de materia y función no contempla ninguna correspondencia entre el significante (expresión) y el significado (contenido), aunque que no por ello los ignora.
En una máquina abstracta no hay arriba ni abajo, coordenadas platónicas que empujaron por siempre jamás el alma hacia arriba y el cuerpo hacia abajo. Una máquina abstracta es como un remolino, es decir, un flujo que no es material pero que, sin embargo, moldea la materia. De la misma manera, una máquina abstracta reconduce las ideas, el pensamiento, a través de un diagrama compuesto por flujos que se retroalimentan a través de la misma fuerza de las reflexiones que dirigen.