Prólogo
1. Familia de pescadores
2. La veta de camarón
3. Pescadores de la Manigua
4. Don Rafael Lliteras
5. Un barco misterioso
6. Fiestas de la Virgen del Carmen
7. Una chapopotera en el mar
8. Don Lauro Bolón
9. Petróleo bajo el mar
10. Nueva cultura
11. Festejo de la Expropiación Petrolera
12. Los fuereños
13. Playa norte
14. Explosión del pozo Ixtoc
15. La modernidad
16. El accidente
17. Frente al océano
18. El ocaso
Ramiro Castillo Mancilla es un escritor nacido en la localidad de Nogalitos de la Cruz, del municipio de Armadillo de los Infante. En 2017, obtuvo el segundo lugar nacional, en el certamen de novela corta de la librería Rosa María Porrúa, con la novela Un huracán en el golfo de México. También fue finalista en el concurso potosino de narrativa del premio de “Manuel José Othón”, con la novela El ermitaño. Ha editado las siguientes novelas: Un amor trágico, La muerte de Atanasio Guzmán, El migrante, Platicando con muertos y Génesisde un pueblo (Armadillo de los Infante).
CIUDAD DEL CARMEN
EL ESPEJISMO DEL ORO NEGRO
Primera edición: agosto 2021
ISBN: 978-607-8773-19-0
© Ramiro Castillo Mancilla
© Gilda Consuelo Salinas Quiñones
(Trópico de Escorpio)
Empresa 34 B-203, Col. San Juan
CDMX, 03730
www.gildasalinasescritora.com
Trópico de Escorpio
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Diseño editorial: Karina Flores
A usted, don Pascual Guillermo Gilbert Valero,
profesor emérito de la Universidad Autónoma
de San Luis Potosí,
íntegro en la amistad,
le dedico la presente obra.
Me hubiese gustado vivir frente al océano, para contemplar aquellos atardeceres y las puestas del sol… Tal vez ahí, a la orilla del mar, con el sol en el ocaso, se encuentre el arte, la única magia que libera…
Ramiro Castillo Mancilla
El autor de esta interesante novela, Ramiro Castillo Mancilla, nos traslada a aquel tiempo en que Ciudad del Carmen era solo una pequeña isla de pescadores, donde todo era tranquilidad y sus pobladores vivían como en un paraíso, algunos con sus lanchas de remos. Donde las fiestas en honor a la Virgen del Carmen eran las más concurridas de la región. Nos pasea por aquellos tiempos en que el camarón era el soporte de su economía, con sus pangas para el transporte de mercancías, pues no había puentes, y cuando sus pobladores vivían más al natural, sin complicaciones.
Una hermosa luna llena en lo alto se asomó a ver las humildes casuchas de los pescadores del barrio de la Manigua, dispersando las tinieblas de sus calles cubiertas de arena blanca, llenando de luz nocturna todos los rincones del paradisíaco lugar, fecundo en palmeras. Las olas alborotadas por la marea alta hacían rugir aquel mar caudaloso, que, celoso, custodiaba su querida isla.
También nos da noticias de un personaje llamado Rudecindo Carbonell, que descubrió una chapopotera en el mar y gracias a ello le pegó el tiro de gracia a los camaroneros, cambiando totalmente la forma de vida de los isleños, que, con la llegada del oro negro, salieron perjudicados.
A pesar de que el campo Carbonell, nombrado así en su honor, puso el nombre de México en alto por haber sido el yacimiento petrolero más grande de la historia, solo fue una llamarada de petate que en cierta medida llevó la modernidad a esa isla. Pero a qué costo.
Todo en la vida tiene su pro y su contra y hoy Ciudad del Carmen es un isla agonizante y saturada de gente. ¿El petróleo les llevó la felicidad anhelada? Lo dudo, pues su descubridor no tuvo un final feliz y los pescadores originarios siguen manejando sus triciclos.
Como posdata, diré que esta obra está aderezada con un poco de buen humor y eso la hace más interesante y original, por lo que la recomiendo ampliamente.
Julio Ceballos Vázquez
Las palmeras sobresalían de entre los verdes manglares que rodeaban la pequeña isla. Arriba, en el cielo, un sol regio desde el cenit inundaba de luz todos los rincones del paradisíaco lugar con sus hermosas playas, fecundas en delfines, mostrando en la lejanía unas nubes que parecían copos de nieve, esparcidas sobre el mar que llegaba de allá, de aquella lejanía donde se confundían ambos azules en un amoroso abrazo, en la inmensidad de un horizonte sin fin.
Una familia de pescadores vivía en unas pequeñas chozas hechas con horcones y techadas con abanicos secos de palmito, situadas en fila a la sombra de unos almendros de fronda acogedora, que se entreveraban con unas jacarandas floreadas de color morado; al fondo, el terreno estaba resguardado por unas esbeltas cocoteras que se asomaban al mar ofreciendo sus racimos de frutos verdes, como un obsequio a los navegantes que les decían adiós desde sus embarcaciones cuando salían a altamar, mientras ellas bailaban en forma lenta y suave, mecidas por la brisa que les traía el murmullo del mar.
En medio de las humildes casuchas estaba un viejo pescador, sentado en la blanca arena con el torso desnudo, bajo la sombra de unos altos árboles de palo de tinte. Sus manos trabajaban con habilidad remendando una vieja red de pescar. José Andrade se llamaba. En su juventud se complacía lanzando anzuelos al mar con carnada de pez diablo. Ahora era un anciano fuerte y sano que pisaba los setenta años. Su piel era cobriza, curtida por el sol del trópico, el pelo blanco alborotado por el vientecillo húmedo que le llegaba de la bahía, con ese olor refrescante que le enviaban las algas marinas libres de toda contaminación.
—¡Don Pepe!, ¡don Pepe!
El anciano volteó a ver a su nuera, que le hacía señas con la mano invitándolo a comer, parada frente a la pequeña puerta de la cocinita.
—Ahorita voy —contestó suspendiendo su labor. Cuando entró a la pequeña choza le molestó aquel humo gris de leña húmeda. Antes de sentarse en un banco hecho con palma seca, observó discretamente sobre la mesa de madera clavada en el piso de arena, un sartén con una mojarra frita, con su sal y limones partidos. No pudo evitar que las papilas gustativas reaccionaran y, como se dice vulgarmente, se le hiciera agua la boca.
—Ya es tarde para que almuerce —dijo la mujer secándose las manos en el delantal para atizar el fogón—. El humito no deja porque la leña se mojó ayer con el aguacero.
—Sí, pues… ayer se me olvidó ponerle la lona encima, lo bueno es que con esta resolana se va a secar pronto —dijo mientras bañaba por un lado la mojarra con un jugoso limón; luego, le puso encima varias rebanadas de chile habanero, del que cultivaba en su pequeño huerto familiar.
La mujer se llamaba Mercedes Fraga y desde que su suegro quedó viudo lo asistía; era una mujer mestiza descendiente de la estirpe maya: morena clara, bajita de estatura, pelo largo; usaba sandalias de hule de las llamadas “patas de gallo” y vestía un huipil de algodón fresco con bordados hechos a mano que ella misma diseñaba. Estaba casada con Otoniel Andrade, de oficio pescador. La humilde mujer rondaba los cuarenta y tenía una niña llamada Anita, de siete años.
—Qué calor está haciendo —comentó mientras sacaba de las brasas otra tortilla “quemadita”, como le gustaban a su suegro, para depositarla en el canastito tejido de hojas de palma seca—. ¿Será que vaya a seguir lloviendo?
—Creo que sí, está muy bochornoso el día —dijo al tiempo que carraspeaba cuando sintió la espina de pescado clavarse en su garganta—. Esas nubes grises que se forman en las tardes por el rumbo de la bocana poco fallan.
Cuando don Pepe terminó de comer desanudó su paliacate colorado, que por lo regular llevaba atado al cuello, para limpiarse la cara y sonarse la nariz de forma escandalosa.
—A ver si no se le hace más grande el agujero a la lancha de Otoniel —dijo la mujer, preocupada.
—No se apure, ayer se calafateó la rajadura que tenía en el piso, con brea y algunos lienzos.
—Pero ya ve cómo es de ansioso. Yo le decía que por el día de hoy la dejara asolear, pero mal amaneció y ya tenía su sonadera.
—Bueno, eso sí, pero como el parche está por dentro no es muy peligroso, aunque con el golpeteo al correr sobre las olas sí le hizo falta un poco más de sol —el anciano tomó una pequeña escoba que estaba a un lado de la entrada para hacerse de un palillo que puso en su boca, dio las gracias y salió agachado de la choza, por la pequeñez de la puerta.
Afuera, un sol hermoso hacía ver el mar más azul y la verde vegetación radiante, como si fuese un pequeño paraíso terrenal. El anciano se encaminó a otra pequeña choza, donde guardaba algunas agujas de palo y diferentes rollos de cáñamo, que usaba para tejer los agujeros de las desgastadas redes de pescar, que sus amigos ocasionalmente le llevaban a arreglar.
★★★
Al medio día Mercedes fue a recoger a Anita a la escuela primaria a la que la mayoría de los hijos de los pescadores del barrio de la Manigua asistían a clases. La edificación era austera: una larga fila de salones, construidos por los mismos isleños, de block sin revocar y con pisos de cemento de acabado rústico y los techos de lámina. Pero estaba situada frente al mar y el canto de las olas se confundía con las risas de los niños que jugaban a la hora del recreo. A las puertas de la escuela, Mercedes esperaba a su hija bajo el agobiante sol, pero se cubría la cabeza con una sombrilla color rosa chillante, el regalo más reciente que le había hecho su esposo Otoniel al regresar de aquel viaje marítimo a Campeche, cuando acompañó a don Lauro Bolón —un viejo camaronero amigo de su suegro— a entregar un pedido de camarón. Ante tales recuerdos, la mujer suspiró con nostalgia. Tan abstraída estaba en sus pensamientos que no se dio cuenta cuando su hija Anita le tiró del vestido.
—¡Ya estoy aquí! —veía a su madre con cara de alegría creyendo que la había tomado por sorpresa.
—Ah, bueno, mija —Mercedes se abrió paso entre las demás mujeres que iban por sus niños y los clásicos vendedores: el de las manzanas rojas con dulce, el aguador con sus garrafones de agua de coco; a pocos pasos, un paletero que ofrecía su producto —quién falta de paletas— la boca desdentada, y a un lado de la puerta de entrada, la señora que vendía hicacos, nanches y mangos verdes con sal y limón.
—¿Cómo te fue? Vámonos aprisa porque ya es tarde —le comentó a su hija y tomándola de la mano la cubrió con su sombrilla. Caminaron por toda la orilla de la playa con el sol en el cenit. La arena estaba muy caliente y los cangrejitos playeros corrían a esconderse ante el riesgo de ser atrapados por los chiquillos, para llevarlos a casa como pequeñas mascotas.
Cuando llegaron a su choza no encontró a su suegro ni la red de pescar que remendaba. Tal vez ya se la llevó a don Píter, pensó. Antes de entrar a su jacal observó que las olas del mar estaban crecidas y poco a poco se iban tragando unos caparazones de galápago que se estaban asoleando en el patio y que, eventualmente, su suegro vendía en el mercado. Aprovechó para ponerlos a salvo y observó con alegría, al fondo de su amplio solar, unos pájaros bobos patas azules, que brincaban bajo las sombras de las altas palmas cocoteras, donde unos pequeños e inquietos monos araña se asomaban, con el temor de caerse al ser mecidos por el suave vientecillo que llegaba de aquella inmensa lejanía, donde las gaviotas se perdían en un horizonte azul.
En aquellos años, en la paradisiaca isla vivía un hombre llamado Lauro Bolón, pescador de oficio de unos sesenta y cinco años, de piel blanca, alto y fuerte, de pelo entrecano, mirada franca y sostenida; tenía unos ojos azules que brillaban. Tal vez por pasar la mayor parte de su vida en el mar habían adquirido un azul intenso. Descendiente de los primeros franceses que llegaron a ese lugar, cuando algunos lugareños vivían de la exportación del palo de tinte, que se enviaba, vía marítima, a las naciones europeas.
En ese tiempo, la mayoría de los isleños eran pescadores de anzuelo o de red y había personas que se dedicaban a la pesca de camarón, realizada en pequeños barcos conocidos en el medio como “patrones de barco” o “camaronero”. Pues bien, don Lauro Bolón era uno de ellos. Pero este señor no era un camaronero del montón, pues era un hombre culto, aficionado a la lectura y además tenía amplios conocimientos marinos y sobresalía entre sus compañeros por la amplia experiencia que le avalaba toda su vida en el mar. Gracias a ello, era conocedor de sus caprichos en cuestión de mareas, corrientes y vientos e intuía, sin necesidad de aparatos sofisticados, las condiciones meteorológicas antes de que ocurrieran, ya fueran propicias o adversas. En otras palabras, era un viejo lobo de mar muy respetado por sus compañeros.
Pues ese hombre fue nada menos que el descubridor de la veta más grande de camarón de la que se tenga memoria Ese banco de camarón se encontraba situado a unas 45 millas náuticas, a sea, alrededor de 80 kilómetros mar adentro. Pero tal descubrimiento no fue anunciado con bombos y platillos, como para que todo mundo se enterara, sino que se guardó el secreto, pues don Lauro Bolón conocía el dicho que decía: “calladito te ves más bonito” y esa revelación se mantuvo en secreto por algún tiempo.
Sus colegas solo divisaban aquel barquito llamado El Invencible cuando salía de la isla, antes de la alborada, y lo veían regresar al tercer día con las hieleras repletas de crustáceo seleccionado, conocido como “16-20”, que quiere decir que había entre dieciséis y veinte camarones descabezados en una libra, un tamaño muy codiciado por los conocedores. Platicaban sus ayudantes que el pacotilla lo tiraba. Ese lujo solo se lo podía dar aquel hombre.
Después de cargar su barco a su máxima capacidad, a su regreso la embarcación navegaba despacio, muy despacio, ya que la proa casi besaba el agua, por el sobrepeso. La empacadora del lugar le daba cierta preferencia debido a la calidad de su producto, lo recibían de inmediato, sin un horario establecido. Pero nunca faltan las envidias y algunos camaroneros que no corrían con la misma suerte preguntaban extendiendo las manos con evidente enojo: “¿Por qué el viejo tiene tanta suerte?”. Hasta que se resolvieron a seguirlo y a tirar la red en las cercanías de donde lo hacía él y así se dieron cuenta de la magnitud de esa veta de camarón. Y se corrió la voz como reguero de pólvora, un secreto a voces y que llenó de júbilo a todos los camaroneros.
Al poco tiempo esa bonanza se convirtió en un detonante para la economía local, lo que marcó un progreso sin precedentes entre la reducida población, que era bendecida por el cuerno de la abundancia.
★★★
Qué hermoso era pasear por el centro de la isla donde se respiraba un ambiente netamente provinciano, sin cansarse de observar aquellas altas casas de madera techadas con tejas rojas importadas de Europa, vigiladas por las palmeras verdes, que se veían desde las calles cubiertas de arena blanca como la nieve, mientras eran arrulladas por la suave melodía de las olas de aquel tranquilo mar color turquesa.
★★★
La tripulación del camaronero del señor Bolón la formaban seis personas, incluyéndose él, que era el patrón de barco: un timonel, un mecánico y tres marineros. Por la mañana se levantaba temprano y arreglaba su pequeño camarote, tenía especial cuidado con sus libros, que nunca le faltaban. En seguida hablaba con el timonel, que ocupaba el puente de mando, para informarse de las condiciones climatológicas y con base en ello le indicaba en qué coordenadas mantenerse.
Aquella mañana pasó a la pequeña cocineta y se preparó unos huevos y un café, se dirigió a la popa de su barco y observó la red de pescar. Su intuición de pescador le aconsejó que era el momento de levantar las redes de la pesca nocturna y ordenó las maniobras de rigor. Los malacates pujaron y las bien aceitadas carruchas rodaron afanosas, jalando una pesada red que se negaba a subir. Mientras tanto, una parvada de gaviotas blancas surcaba un cielo plomizo antes de la salida del sol, desviando la atención del hombre que daba órdenes, pero las observó con beneplácito, se sentía feliz en medio de aquel mar en el que había pasado toda su vida. Por fin, al extender la pesada red sobre su barca se dio cuenta de la abundante pesca y se sintió satisfecho. Con la ayuda de sus trabajadores, hizo la selección preliminar y colocó la báscula junto a las hieleras para su almacenamiento; observó con satisfacción la calidad y cantidad del producto neto y alabó la destreza de uno de sus ayudantes en el “descabeceo” del crustáceo con una pequeña broma. En el cielo, el sol parecía hacerle un pequeño guiño.
★★★
Una noche de tantas, la embarcación sufrió un desperfecto y quedó a la deriva con los motores fuera de servicio, en medio de un mar en calma; el viento cesó de correr y las olas indiscretas se quedaron mudas. El vaivén marítimo disminuyó de tal forma que no era perceptible, como si de pronto el mar, cansado, hubiese querido tener un momento de reposo, tal vez tenía sueño y se puso a dormir. Allá, hacia el poniente, una hermosa luna llena se asomó por encima de unas elevadas nubes negras para dispersar las tinieblas, que velaban aquel mar tranquilo echado en los brazos de Morfeo. Esta quietud es aterradora, pensó el hombre, que desde su frágil embarcación observaba enajenado ese mar iluminado que dormía como si el tiempo se hubiese detenido.
¡Pero de pronto todo su ser se estremeció! Escucharon un sonido estrepitoso producido por un borboteo de agua descomunal que escupió una gigantesca orca de color plata brillante con manchas negras como la noche. Cuando emergió sobre el nivel del mar, solo dio una voltereta en el aire como si tuviese alas, para saludar a la luna, que en esos momentos sonreía, y luego volvió a sumergirse en aquel mar callado que dormía. Después el silencio fue total… solo unas pequeñas pompas de espuma que se desvanecieron a pocos metros de distancia de su barca. La luna, en lo alto, pareció hacerse más grande para iluminar claramente el lugar donde desapareció la ballena, ante el asombro del viejo camaronero que, fuera de sí, aún no digería aquella visión, aquel milagro de la naturaleza. Y siguió esperando de pie, apoyado en la proa de su embarcación, otra aparición del cetáceo por el resto de la noche, pues había sido víctima de un encantamiento.
Cuando el alba ya recorría aquel enigmático mar que bostezaba, el hombre fue sacado de su ensimismamiento al escuchar el ruido de los viejos motores de su barco, cuando comenzaron a carburar aventando gran cantidad de humo negro, que se confundió con la suave brisa mañanera.
Con la luz del nuevo día, supervisó los trabajos de su mecánico y no se le despegó hasta que los motores estuvieron totalmente reparados. Ya más relajado, le comentó a su timonel de la visión de la noche anterior y le platicó que las horcas eran de aguas frías, pero esa experiencia le había enseñado que los animales del mar eran impredecibles. Luego, le ordenó que avisara a Control Marino que la avería de su embarcación había quedado subsanada y anotó personalmente los contratiempos en su bitácora diaria. Unas gaviotas que volaban a gran altura confundieron su frágil embarcación con una cáscara de nuez, perdida en la inmensidad del mar.
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