Relatos polisémicos
Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico
Diección editorial: Ángel Jiménez
Primera edición: abril, 2019
Relatos polisémicos
© Miguel Vigil
© Mikel Barsa, del prólogo
© Éride ediciones, 2021
Espronceda, 5
28003 Madrid
Éride ediciones
ISBN: 978-84-18848-09-4
Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico
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La primera obligación de todo ser humano es ser feliz, la segunda es hacer felices a los demás. Mario Moreno (Cantinflas).
A Ana, por haber contribuido en buena parte a mi felicidad.
¿Desde cuando a un español le hace falta pasaporte? Y menos a Miguel Vigil. Echando atrás la memoria, creo recordar que yo nunca veía programas de televisión, excepto que saliera Jesús Hermida o Académica Palanca. Unas cuantas lunas y botellas de vino después (el destino siempre enredando) escribo estas líneas para prologar Relatos Polisémicos, el cautivador libro del señor Vigil o de la tercera parte de los Académica, que viene a ser lo mismo. ¿Y qué hacer con este 33 y pellizco por ciento? No es fácil, ni mucho menos, ya se sabe que, a veces, ver las estrellas, significa que te han robado la tienda de campaña; eso sí, cuando las noches duraban 24 horas. Con este libro, Miguel a secas (los astros y las estrellas de rock no necesitan apellidos) nos demuestra que leyendo la Biblia se puede fornicar, cosa de mérito ya que las rubias de Vigil (momento de recuperar el apellido) son de dos metros de alto por un metro y medio de ancho, además de usar tangas oculares. Hasta estas líneas he incorporado, como si tal cosa, los ingenios del autor haciendo gala de un cuidado esnobismo, ahora me toca a mí inyectar al prólogo la dosis adecuada de mi propio estilo, es decir, debo tirar de caletre propio y conseguir salir ileso. Tarea peliaguda se mire del derecho o del revés.
Pero que no esperen rendición incondicional, eso nunca, siempre con la cara al frente sin dar la espalda al enemigo, mirando al norte comencemos a andar de espaldas al sur.
Vigil logra con este libro algo sumamente complicado, destinado únicamente a mentes tan brillantes como la suya que su humor lo entienda y lo celebre cualquier tipo de público, al margen de la clase social o cultural. Si el mundo entero se pusiera de acuerdo para leer esta pequeña joya a la vez, el estallido unísono de las risas conseguiría implosionar el Planeta. Si eso no es una obra maestra…
Divertido, ocurrente, sensible, lunático, erótico, delirante, insensato, tierno e inteligente.
Desconocemos si Vigil es también polisémico en su enjundia, lo que sí es, sin duda, es polifacético. Y a juzgar por todas sus capacidades artísticas, sospecho que nació con más de un cerebro. Nos lleva demasiada ventaja, incluso al más evolucionado de los mortales.
Miguel Vigil, el chico que se convirtió en una celebridad para mayor gloria de la posverdad, la posmentira y la poscensura nos alerta de que desde cualquier ventana de Paris, se ve la puerta de Alcalá.
Si podéis superar las viejas heridas.
No os perdáis el orgasmo intelectual que supone leerle, aunque para mí el mayor placer supone sentirlo cerca como amigo.
Mikel Barsa
Discurso sobre la pena de muerte
El orador, insigne escritor y premio Nobel de la paz, estaba en el camerino repasando sus notas para el discurso que daría en breves momentos. El auditorio del CISVER (Centro de Investigaciones Sociológicas de Vernácula), con capacidad para mil quinientos espectadores, estaba totalmente abarrotado. Las localidades, a unos precios prohibitivos, estaban agotadas desde hacía meses.
El humanista y pensador no estaba nervioso, llevaba toda la vida hablando en público y dando conferencias, estaba acostumbrado a mandar y a que todo el mundo le obedeciera. Pero no le hacía falta chillar, ni amenazar, ni intimidar de ninguna manera a sus interlocutores; su convicción a la hora de exponer sus ideas era tan fuerte que nadie se planteaba llevarle la contraria, y además la mayoría de las veces tenía toda la razón del mundo. Sus exposiciones eran brillantes y sus conclusiones abrían puertas para arreglar los problemas más acuciantes del planeta.
Su asistente llamó a la puerta con los nudillos:
—Es la hora.
No hacía falta más, un hombre que hablaba tanto no necesitaba escuchar más palabras que las estrictamente necesarias. Se echó una mirada de reojo al espejo, se ajustó la corbata y se dirigió a dar su conferencia. Con paso firme y decidido salió al escenario. La ovación fue atronadora. Colocó sus notas en el atril, bebió un poco de agua y esperó a que los aplausos se apagaran completamente:
—Buenas noches señoras y señores, los últimos datos estadísticos nos muestran que la escalada de la delincuencia en nuestro país es alarmante, los robos con violencia han aumentado un veintidós por ciento y los asesinatos un catorce. Por esta razón, algunos de nuestros políticos se están planteado endurecer las penas de cárcel, incluso hay quien propone reinstaurar la pena de muerte… No puedo entender cómo una sociedad civilizada puede legislar sobre la vida de los demás. ¡Quiénes somos nosotros para determinar quién debe vivir y quién no!
Su elocuencia provocaba a cada frase un sonoro y rotundo aplauso. La conferencia transcurría como era de esperar. El orador se detuvo unos instantes para dar un gran trago de agua y continuó:
—No me cabe en la cabeza que haya gente a favor de la pena de muerte, ¿es que hemos perdido la capacidad de raciocinio? ¿Es que no nos queda compasión?
El conferenciante se fue exaltando y subiendo el tono cada vez más.
—¡No puedo, ni podré nunca, estar a favor de la violencia; pero eso es lo que se merecen los que están a favor de la pena de muerte, porque son inhumanos, habría que sacarles de su error por la fuerza, aunque hubiera que torturarlos! ¡A los que están a favor de la pena de muerte habría que matarlos, por violentos, por asesinos! ¡Por no respetar la vida humana!
Parte del público, presa de la excitación, comenzó a gritar:
—¡Pena de muerte para los que estén a favor de la pena de muerte!
Una mujer de mediana edad miraba estupefacta a su compañero de butaca que, con el puño amenazante, se sumó a la locura colectiva cada vez más multitudinaria. En pocos segundos, prácticamente todo el aforo del auditorio coreaba consignas violentas contra los violentos. Los pocos que permanecían callados en sus asientos fueron golpeados sin piedad por la gente de alrededor como sospechosos de apoyar tácitamente la pena de muerte. Poco después, los que coreaban más fuerte empezaron a mirar con reticencia a los que coreaban más flojito. Los rubios empezaron a desconfiar de los morenos y los altos de los bajos, los delgados de los gordos y los viejos de los jóvenes. La carnicería fue brutal. Es lo que tiene la violencia.
Moraleja:
Cuando dije «No a la guerra», quise decir: «No, a todas las guerras».
Eran las seis de la mañana, un hombre se estaba afeitando medio adormilado. Se afeitaba a esas horas tan intempestivas porque vivía en una urbanización, de esas de las afueras, que la publicidad dice que están a veinte minutos del centro… por los cojones.
Tenía que salir de casa muy temprano para evitar el monumental atasco que se forma todos los días laborables. Acababa de ducharse y a pesar de eso seguía adormilado. Nadie se acostumbra nunca a madrugar tanto, la gente se resigna, pero resignarse no es lo mismo que acostumbrarse. Precisamente porque estaba adormilado se estaba afeitando con los ojos cerrados, se hizo un corte y empezó a sangrar. Con la mano diestra taponó la herida y con la mano menos diestra intentó abrir el armarito-espejo. Ese que todos tenemos encima del lavabo, para coger un algodón y una tirita. El armario no estaba muy bien colgado y se le cayó encima. El cristal se rompió en su frente y le provocó una herida sangrante bastante más grande que la anterior. Además, el armario al chocar con el suelo originó un estrépito espantoso.
La mujer que dormía profundamente se despertó sobresaltada y descalza, porque tenía la costumbre de dormir descalza, entró corriendo en el cuarto de baño. Como él se acababa de duchar, el suelo estaba mojado y ella resbaló, se dio con la cabeza en el bidé y se desmayó. El hombre, asustado, llamó al teléfono de emergencias:
—Por favor, vengan deprisa, mi mujer está inconsciente.
La ambulancia llegó rápidamente, ya que el tráfico de salida no era importante, el que era importante era el de entrada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el sanitario.
—Mi mujer, que se ha caído y se ha desmayado —contestó el hombre, que había conseguido detener la hemorragia del afeitado y luchaba por contener la hemorragia de la frente.
—¿Se ha caído?, ya, ya, eso dicen todos. Esto huele a malos tratos que apesta. Vamos al hospital y allí avisaré a la policía.
—No, de verdad, que se ha caído. Bueno es igual, llame a quien quiera, pero por favor vamos al hospital.
Después de unos primeros auxilios los enfermeros llevaron en una camilla a la mujer, que seguía inconsciente, hasta la ambulancia, el hombre entró por su propio pie bajo la atenta mirada recriminatoria del sanitario.
La ambulancia arrancó a toda velocidad, pero ya era tarde. El atasco era monumental, ni el carril bus, ni el arcén, ni el carril bici, ni la sirena a todo volumen, ni nada de nada; apenas conseguían avanzar unos metros en zigzag. Ante esta situación el conductor de la ambulancia, que conocía muy bien su oficio, tomó un desvío que llevaba a una carretera comarcal por la que nunca va nadie. Y nunca va nadie porque hay una central nuclear de la que salen continuamente camiones cargados con residuos tóxicos altamente radiactivos y altamente explosivos. Como nunca va nadie la ambulancia iba a toda velocidad. Como nunca va nadie el camión salía a toda velocidad y en el cruce chocaron. Se formó una explosión horrorosa, equivalente a no sé cuántos megavatios.
Los americanos que lo ven por el satélite dicen:
—Esto es un atentado de Al qaeda.
Y empiezan a bombardear Irán, Irak, Siria, Afganistán Somalia, Pakistán, Israel… bueno no, Israel no. Los de Al qaeda que por un quítame allá esas pajas se agarran unos cabreos descomunales empiezan a bombardear Europa, Asia, África, América y Oceanía. Y el mundo entero se va a la mierda porque un tío se había cortado al afeitarse.
Yo no digo nada, no quiero ser alarmista, pero ruego a los que tienen la desgracia de levantarse a esas horas tan intempestivas, que se dejen barba; para qué correr riesgos.
Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy lejano, muy lejano, había una vez un político honrado… Sí, ya sé que hay que echarle mucha imaginación, pero esto se llama «Cuento fantástico»; tenéis que poner un poquito de vuestra parte, si no, no llegamos a ningún lado.
Decía que había una vez un político honrado que no cobraba sobre sueldos, que se pagaba sus trajes, que no iba nunca a cazar elefantes, que siempre usaba la tarjeta visa que iba a su cargo, y nunca usaba la que le dieron por su cargo, que no tenía un yerno, entrenador de balonmano, en un país árabe, ni un hermano que usaba su despacho para hacer negocios fraudulentos; que no tenía coche oficial, ni vivienda oficial, ni comidas oficiales, ni bebidas oficiales, ni putas oficiales. Todo, absolutamente todo, se lo pagaba de su bolsillo, que para eso cobraba un buen sueldo.
Sus compañeros de hemiciclo intentaban hacerle la vida imposible. Le llamaban esquirol, tonto, pringao, le llamaban de todo; pero a él no le importaba porque no era verdad y les contestaba:
—Yo lo que soy es honrado y vosotros sois unos corruptos, unos ladrones y unos sinvergüenzas.
Y ellos se lo tomaban muy mal, porque era verdad, pero escurrían el bulto con frases como: «El que lo haya hecho que lo pague, pero yo no he hecho nada. Yo no sabía nada. ¿Cómo iba yo a saber que la inmensa fortuna de mi marido, no la había obtenido de su puesto ambulante de chuches, sino de las comisiones ilegales, de los fraudes y de las corruptelas?»
Y así transcurrían los años, un honrado y 349 corruptos. Hasta que un día el político honrado recibió una puñalada trapera por la espalda; no figuradamente, no, una puñalada de verdad. Llamó desde su teléfono móvil privado, no el del partido, a una ambulancia. Como en la central de urgencias no tenían registrado ese número como preferente, la ambulancia tardó en llegar hora y media. Ya casi desangrado, aún tuvo fuerzas para pagar, con su tarjeta visa personal, no con la del partido, el desplazamiento al camillero, que hasta que no tuvo confirmación del banco no se dignó llevarle a la ambulancia. Durante el camino pudo recibir los primeros auxilios, gracias a que llevaba en su maletín un bote de Betadine y unas vendas; ya que en la ambulancia no había nada de eso por los recortes. Una vez que llegó al hospital, como su nombre tampoco figuraba entre los elegidos, fue sentado en la sala de espera con estas amables palabras:
—Espere aquí, enseguida le atenderá un médico.
Doce horas después de recibir la puñalada que acabó con su vida, el médico entró en la sala de espera y le llamó en voz alta. Nadie contestó. Volvió a llamarle dos veces más, lo exige el protocolo, nadie contestó. El médico abandonó la sala con un pensamiento en la cabeza: «Pues no sería tan urgente si se ha cansado de esperar y se ha ido».
Moraleja:
¿Merece la pena ser honrado?
Todo estaba perfectamente calculado, perfectamente estudiado, perfectamente cronometrado.
Exactamente cada segundo salía un segundo de la máquina de hacer segundos, daba una vuelta rápida a la esfera que duraba exactamente un segundo, y desaparecía por donde había venido.
Aparecía otro segundo distinto del anterior, pero igual, y repetía exactamente los mismos pasos.
Cada sesenta segundos, ni uno más ni uno menos, ni un poquito antes ni un poquito después, exactamente cada sesenta segundos; salía un minuto de la máquina de hacer minutos, daba una vuelta a la esfera que duraba exactamente un minuto, y desaparecía por donde había venido. Cada sesenta minutos aparecía una hora. Era un trabajo rutinario que cumplían a la perfección ciento cuarenta y cuatro individuos: sesenta segundos, sesenta minutos y veinticuatro horas, en total ciento cuarenta y cuatro.
Los segundos, los minutos y las horas eran conscientes de que debían marchar siempre al mismo ritmo; exactamente al mismo ritmo, de manera constante, tanto si llovía como si hacía sol.
Independientemente de los factores climatológicos, el tiempo siempre mide lo mismo, puede dar la sensación de que un día es más largo que otro por la luz solar, pero veinticuatro horas son veinticuatro horas, por eso, en la esfera nadie podía despistarse o sería el caos.
Y entonces surgió el caos. Nadie sabe realmente cómo ocurrió. Los nervios, las prisas, una distracción, un empujón, un tropezón… quizá fue una concatenación de todo lo anterior, pero el caos se apoderó de la esfera.
Y lo que es peor: entonces surgió el amor.
El caso es que un minuto salió anticipadamente de la fábrica de hacer minutos. Y además era el primer minuto de la siguiente hora, con lo que por unos instantes se encontró de frente con la hora anterior a punto de desaparecer. Ambos se miraron y quedaron totalmente prendados.
—Esto nunca tenía que haber pasado —comentó la hora.
—Lo sé, pero ahora el tiempo tiene sentido —contestó el minuto.
Y ambos escaparon de la esfera.
Esta es la razón por la que los años no duran exactamente 365 días, y cada cuatro años hay que añadir un día más para cuadrarlos, porque aquel minuto se escapó de la esfera. Y como la hora también se escapó, esa es la razón de que en Canarias haya siempre una hora menos, porque la esfera de la que escaparon estaba situada en Lanzarote.
Los hombres y las hombras, las mujeres y los mujeros
Desde hace mucho tiempo, los hombres... cuando digo los hombres incluyo también a las mujeres, utilizo el genérico para evitar la tontería esa de: ciudadanos y ciudadanas, compañeros y compañeras, vascos y vascas...
Así que, como decía, desde hace mucho tiempo, los hombres… bueno, mejor decimos los seres humanos y así no hay suspicacias de ningún tipo.
Desde hace mucho tiempo los seres humanos y las seras humanas se han visto y se han vista, incapaces e incapazas de mejorar el mundo y la munda. Siendo imposible e imposibla cambiar las condiciones y los condicionos, de vida y de vido, el género humano y la génera humana han decidido y decidida adaptarse y adaptarsa al entorno y a la entorna para sobrevivir y sobrevivira. Que en otros países y paísas se pasa hambre y hambra, yo y ya escondemos y escondemas la cabeza y el cabezo como hace y haza el avestruz y la avestruza. Que en otras naciones y nacionas hay guerras y guerros, pues miramos y miramas para otro lado y otra lada, porque aquí y acá no pasa nada ni nado.
Si los chicos y las chicas en los garitos y en las garitas, con el jaleo y con la jalea, se miran a los ojos y a las hojas. Si te acercas al río y a la ría. Si el pintor pinta un cuadro y la pintora una cuadra. Si hay cuatro perros gordos o cuatro perras gordas. Si te tumbas sobre el heno o te tumbas sobre Elena…
Que no es lo mismo matar el rato que matar la rata, cambiar el rótulo que cambiar la rótula, que te parta un rayo o que te parta una raya, no es lo mismo perder la papada que perder la mamada, estar hecho un bombón que estar hecho una bombona, no es lo mismo perder un caso que perder una casa, que te afeen la conducta o que te afeen el conducto…
Hay que diferenciar bien entre el masculino y el femenino, porque no es lo mismo un cargo público que una carga pública.
Y además, a mí qué más me da si a ti te gustan los libros y a mí me gustan las libras, si a ti te gustan los pollos y a mí me gustan las… las… gallinas.
El estúpido Edelmiro es un viejo conocido de los servicios secretos portugueses. Vivió mucho tiempo en un pueblo costero, no muy lejos de Oporto. En su juventud empezó con pequeños hurtos, que no le hicieron merecedor del presidio, pero luego se juntó con unos hombres terribles y consiguió subir el listón de su profesión. Fue detenido en mil novecientos quince por ser sospechoso de diversos crímenes horribles: estupro, robo, secuestro y extorsión, pero un leguleyo con oficio consiguió del juez seis meses de término perentorio.
Viéndose libre pero pendiente de juicio, Edelmiro pensó en huir, tomó un nombre nuevo, Georges Perec, y tomó el tren nocturno con destino Logroño. El expreso cruzó tres puentes sobre el río Duero, ciento dieciséis pueblos sin detenerse en ninguno, sólo frenó unos pocos minutos en Viseu, menos de diez en Toro y unos quince en Burgos. Edelmiro, o mejor dicho, Georges Perec, se hizo un tentempié con un poco de chorizo, queso y vino que consiguió de modo poco ortodoxo del comedor de Preferente y logró ver Logroño sin morir de sed.
Pero su gozo en un pozo, un mes después, en el hotel Vino Tinto, fue descubierto y detenido por un detective leonés cuyo nombre, Georges Perec, siempre provocó confusión. Georges Perec no es un nombre típico leonés, por lo que Georges Perec tomó el nombre de Edelmiro.
Por eso, Georges Perec, o mejor dicho, Edelmiro, fue detenido por Edelmiro, o mejor dicho, por Georges Perec. Los dos volvieron de incógnito en el tren nocturno con destino Oporto. Edelmiro envejece en el presidio de Soto de Duero, Georges Perec se hizo célebre por su detención y fue distinguido con un sillón preferente en el Centro de Detectives Leoneses Conocidos.
Nota del autor:
No he perdido un tornillo, es que no funciona la tecla de la «a», ¡anda!, ahora sí. A buenas horas…, ya está escrito...