Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico Dirección editorial: ángel jiménez
Edición para eBook: julio, 2021
Puta, pija y perversa
© Ramón Paso
© Éride ediciones, 2021
Espronceda, 5
28003 Madrid
Éride ediciones
ISBN: 978-84-18848-07-0
Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico
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Dramaturgo, guionista y director de escena nacido en Madrid en 1976. Nieto de Alfonso Paso y bisnieto de Enrique Jardiel Poncela.
Cuenta a sus espaldas con más de una treintena de montajes teatrales, tanto como dramaturgo, director de escena o en ambas funciones, entre los que podemos destacar títulos como El reencuentro, El mensaje, La importancia de llamarse Ernesto, El móvil, Usted tiene ojos de mujer fatal... en la radio, Otelo a juicio, Papá es Peter Pan y lo tengo que matar, La ramera de Babilonia, Drácula. Biografía NO autorizada, Lo que mamá nos ha dejado o Huevos con amor. Por otro lado es responsable de las últimas versiones estrenadas de Eloísa está debajo de un almendro de Enrique Jardiel Poncela y Tragedia española de Thomas Kyd.
Además, ha trabajado como guionista de televisión para algunas de las más importantes productoras audiovisuales del país.
Desde 2016 hasta 2018 trabajó en el Centro Dramático Nacional como asesor de dramaturgia, bajo las órdenes de Ernesto Caballero.
Suena el despertador. Primer pensamiento de la mañana: los esquimales ahogaban en la nieve a su primer hijo, si resultaba ser una niña. Yo creo que hacían bien. Incluso debería convertirse en ley. Las mujeres sufrimos más que los hombres. Matarnos al nacer sería un acto de piedad. Nos ahorrarían el deterioro horrible y consciente que nos impone la vida. Claro. El problema es que, al hacer eso, el mundo acabaría por despoblarse de mujeres y la perpetuación de la especie se haría imposible. No digo que sea algo malo, solo constato un hecho.
Los hombres nos necesitan. Así que el truco fue hacernos responsables de la concepción y proliferación de la especie. Ese siempre ha sido el truco de los hombres para tenernos jodidas: hacernos responsables. De todo. De los niños, de nosotras mismas, de sus erecciones, de nuestro físico, de lo de la manzana y de tantas cosas más. Y nosotras les hacemos el juego sin dudar un segundo. Nos gusta ser responsables de las cosas porque nos gusta exponernos a sufrir. Supongo que está en nuestra esencia.
La culpa es de la vagina. Es un órgano interno.
El pene, no. El pene es externo. Ellos pueden desvincularse de él. Nosotras no podemos desvincularnos, porque se necesita confiar para dejar que alguien entre dentro de ti. Y esa confianza, obligatoriamente te ata, porque te expones y cuando te expones, te entregas, y cuando te entregas, te joden. Es como el dentista. Al margen del miedo o la falta del mismo (yo creo que hay que estar loca para no tener miedo a los dentistas), a nadie le gusta tumbarse con la boca abierta, y dejar que te hurguen con sus aparatos relucientes (siempre he pensado que, en tiempos de guerra, los torturadores salen de las filas de los dentistas). La intromisión corporal requiere confianza.
Cuando eres pequeña te dicen que no dejes que te toquen las tetas, que te quiten las bragas...
Todo eso da igual. Alguien debería haberse molestado en explicarnos a las mujeres que siempre quedamos más expuestas que los hombres y que por eso nos ensuciamos más y sufrimos de una forma más directa.
Dios se tiró a la Virgen María. Espiritualmente, pero se la folló y la dejó embarazada. Después, ella se quedó con el marrón de explicarle el asunto a su marido. No le echó un cable. La utilizó para sus planes y después, si te he visto, no me acuerdo... pero ella no se enfadó, ni se rebeló, al contrario, le siguió el juego: crió a su hijo y después dejó que lo matasen. ¿Por qué? Porque ya se había expuesto. Esas teorías que dicen que Dios es una mujer, son absurdas. Claro que Dios es hombre.
Solo un hombre puede hacer esas cosas... nosotras nos exponemos.
—Alguien debería habernos advertido de cómo iban a ser las cosas...
Hace mucho tiempo, en un país muy lejano, vivía una princesa, la princesa Gema. Esta era una princesa muy especial, pues, que yo sepa, no había salido en ningún otro cuento, y aunque se trataba sin duda de una princesa con un gran afán de protagonismo, no se mostraba esencialmente... inquieta.
—Ya tendré mi cuento —se decía. Ella no tenía prisa. La prisa era para los demás.
Era asombrosa la falta de interés de los señores inventores de cuentos por Gema, ya que se trataba, sin lugar a dudas, de un ser muy peculiar. En primer lugar, la princesa de nombre Gema tenía el pelo muy largo y con la consistencia del alambre.
—Esto, diría yo, que es alambre... Sí. A falta de una definición mejor, lo llamaría alambre —dijo el hechicero de la corte cuando observó aquella espléndida mata de pelo con una consistencia muy parecida al alambre.
Pero no paraba ahí la cosa, ni mucho menos. Aquel pelo hecho de alambre, era, para colmo, verde. Del verde más hermoso que se pueda imaginar.
—Sí, parece verde —volvió a afirmar el hechicero de la corte, ante la mirada desconfiada del rey Ludovico.
La princesa Gema tenía unos grandes ojos negros que se arrugaban al sonreír y se arrugaban mucho, pues sonreía con facilidad. Tanto se arrugaban, que un día, el rey, haciendo uso de toda su autoridad, la cual era cuantiosa, fue y les ordenó dejar de arrugarse inmediatamente bajo penas muy graves.
—No podemos hacerlo, señor rey —respondieron ellos tremendamente divertidos.
—¿Y por qué? —quiso saber el monarca.
—No seríamos nosotros mismos —comentaron los ojos encogiéndose de hombros.
Esta respuesta satisfizo completamente a la pequeña princesa, pues a ella le gustaba que la gente, y los ojos, fuesen ellos mismos. A Gema le gustaban las cosas naturales y por eso comía mucho yogurt natural. A las vacas les encantaba dar leche para el yogurt de la princesa. Y ella, que era terriblemente educada, se lo agradecía personalmente a cada una de las quinientas vacas de las granjas reales. Por eso, y por otras cosas, la princesa Gema siempre estaba muy ocupada. Y rara vez tenía tiempo para los demás, pero ella insistía en que no se la podía culpar de nada, pues sus obligaciones eran obligatoriamente de una importancia obligatoria. ¿Y quién iba a llevarle la contraria cuando tenía ese modo tan encantador de decirlo?
Todo el mundo se asustó mucho el día en que cumplió los quince años, porque la princesa no se convirtió en una chica extremadamente hermosa, sino que se contentó con ser bonita a secas. De sobra es sabido que las princesas, a esa edad, se vuelven muy hermosas, pero no fue ese el caso de Gema. ¿Para qué ser como las demás, si se puede ser única? Y Gema, aunque no estuviese contenta con ello, era única. Lo que pasa es que ser única conlleva muchas responsabilidades. Y tal vez por eso, secretamente, Gema odiaba ser única.
El mago de la corte fue a verla. Fue a verla el visir y después el lechero, y el herrero de la corte, y el heraldo... y nadie fue capaz de descubrir por qué ella no era una princesa como todas; una princesa hermosa.
—Padre, es que yo no tengo ningún interés en ser hermosa —comunicó muy solemne al rey.
—Pero, ¿por qué motivo, hija mía?, ¿no tienes bastante con esa excentricidad del pelo de alambre y verde? —respondió el rey muy angustiado. Pues, ¿qué futuro le esperaba a una princesa como Gema?
—No —alegó ella tímidamente—. Supongo que no.
«Pues va a ser un problema», se dijo rápidamente el rey, que si otra cosa no, tenía un gran talento para darse cuenta de cuándo se avecinaban problemas... sobre todo, porque cuando los problemas llegaban, él prefería no estar ya allí.
—Padre, yo estoy contenta así. No quiero ser hermosa, me conformo con que me quieras... Eso me hace sentir muy bonita y especial —y era cierto, porque Gema necesitaba desesperadamente el amor de su padre.
El rey miró hacia otro lado porque sus ojos comenzaban a empañarse de lágrimas. ¡Qué orgulloso se sentía! El orgullo de padre es algo muy importante y el rey Ludovico no cabía en sí de gozo, así que hizo que los doscientos cincuenta y seis heraldos del país repitiesen la contestación de la princesa Gema durante todo el verano.
La princesa Gema poco a poco se iba mostrando ante sus súbditos como un ser extraordinario y digno de confianza. En su honor se instauró la fiesta de la princesa Gema, y en su honor se crearon los panecillos de la princesa Gema... y un inventor con mucho talento descubrió el agua hirviendo, también para mayor gloria de la princesa del pelo de alambre y verde, a quien no le gustaba nada bañarse con el agua fría, porque ella siempre tenía mucho frío.
Así llegamos a la conclusión de que la princesa Gema era un ser feliz que hacía felices a cuantos estaban a su alrededor, pero, ¿a qué se dedicaba la princesa en sus pocos ratos libres? En eso consistía su gran y único secreto... algo que se negaba a compartir con nadie.
—Es mi momento —pensaba.
Y era cierto que se trataba de su momento, pues la princesa Gema, que tenía el pelo de alambre y de color verde, usaba su tiempo libre para mirarse el corazón. ¡Sí! Cuando no estaba dando consejos a sus súbditos (consejos que estos seguían a rajatabla y pasaban de padres a hijos), contando historias a los niños, jugando con los animales, saludando a las vacas, leyendo a los clásicos griegos o caminando por los jardines reales, la dulce princesa Gema se miraba el corazón.
—Tengo un corazón maravilloso —se decía a sí misma en secreto por las noches.
Y era verdad... su corazón era realmente bello, al menos para ser algo rojo y lleno de sangre.
Tanto le gustaba su corazón, que había impedido que sus pechos creciesen para tener un mayor acceso a él. ¡Su corazón era el mejor corazón del mundo y así había que tratarlo!
¿Qué opinaba el corazón de esta situación? El pobrecito estaba muy triste y lo lamentaba mucho, pues Gema lo acunaba, lo mimaba y le cantaba hermosas baladas del siglo XVI, pero no le permitía enamorarse.
Gema hablaba mucho con su corazón, aunque nunca lo escuchaba y nadie se había dado cuenta, en todo el reino, de su gran problema, porque la princesa del pelo de alambre hacía muy felices a todos y como todos eran humanos, se preocupaban más de sí mismos que de escarbar en el pecho de Gema para ver si ella, o su corazón, tenían algún problema. Así que ni Gema, ni el rey, ni el pueblo, ni el visir, y menos aún el lechero, sabían que el corazón de Gema sufría en silencio... y no sufría en silencio porque fuese muy valiente, sino porque nadie lo escuchaba.
Alex Salvador era un pobre muchacho que tenía la vida más triste del reino, pues se encargaba de adecentar los sanitarios del ejército del rey Ludovico.
Ese ejército contaba con los ochenta y siete mil guerreros más guarros y peor educados del reino de O, pues así se llamaba el reino donde vivía la princesa Gema, poseedora del corazón más bello del universo real y de unos cuantos imaginarios, y que hasta el momento no había salido en ningún cuento.
La historia del cuento poco le importaba a Alex, pues habitaba junto al ejército a noventa días del castillo, y eso a caballo. Y la distancia hace que nos preocupemos poco de las cosas que pasan lejos.
Por ese motivo y por muchos otros que no vienen al caso, Alex no sabía nada del palacio y menos aún de los acontecimientos que allí se desarrollaban... hasta que un día llegó al campamento del ejército un juglar que cantaba sobre lo simpática que era Gema y el corazón tan bonito que poseía aquella princesa que, además, contaba con una melena como el alambre y de un color que, a falta de otro nombre, habría de ser verde.
—¿Una princesa con el corazón más bonito que se pueda imaginar y el pelo de alambre? —se dijo, entusiasmado, Alex— ¡Esto no puedo perdérmelo!
Su intuición le decía que debía conocer a esa chica a cualquier precio y, con esa idea en su mente, trepó fuera de las letrinas del campamento y se dirigió, más corriendo que andando, hasta la tienda del General.
—¿Qué te ocurre, Alex? —preguntó el General en un tono de voz autoritario. Al General le gustaba más que nada en el mundo hablar con un tono de voz autoritario. Es sabido por todos, que a los militares solo les gusta entrar en combate y hablar en un tono de voz autoritario. Y como lo primero estaba terminantemente prohibido por el rey, al General solo le quedaba lo segundo, y, claro, tenía que conformarse.
—Quiero ir al palacio y conocer a la princesa Gema.
Mientras Alex intentaba explicarle los mil y un motivos de su repentino interés por Gema, el General se estiraba los bigotes con fuerza ante la sorpresa. ¿El encargado de los sanitarios del ejército hablando amigablemente con la princesa? ¡Inconcebible!
—Eso no puede ser, muchacho.
—Pero...
El General no le dejó acabar la frase, pues se puso a cantar con todas sus fuerzas y todos los razonamientos de Alex se perdieron por la habitación con tan mala suerte, que nadie nunca logró encontrarlos. Y por mucho que se esforzaba Alex en hacerle entender, nada conseguía, porque el General era un experto en no entender las cosas cuando no eran lo que él pensaba.
Así se marchó Alex Salvador hasta su cama con el alma hecha un ovillo. Él no comprendía el porqué, pero desde el primer momento en que oyó hablar de la princesa, la notó muy cerca de su corazón... no había sido capaz de pensar en otra cosa. ¡Una princesa con el corazón de oro y el pelo de alambre era mucho para cualquiera!... Pero más para Alex, pues él nunca renunciaba a algo una vez se le había metido en la cabeza.
Se tumbó en su colchón y pensó... y pensó, y de tanto pensar, se quedó dormido. No soñó con nada agradable como era su costumbre, pues un chico que no hacía más que limpiar los urinarios del ejército debe intentar tener los sueños más agradables que haya en el país de los sueños. Tuvo sueños turbios en los cuales la oscuridad se cernía sobre la princesa. Malos presagios de esos que, cuando despiertas, siguen presentes durante horas, e incluso días...
—La princesa está en peligro —dijo, entrando precipitadamente en la tienda de mando del General—. He tenido un sueño en el que la he visto llorando amargamente... hasta que se le secaban los ojos.
El General intentó ser comprensivo con Alex, pues, en el fondo, sentía un gran cariño por el joven caballerizo, pero al final terminó por perder la paciencia y con la paciencia perdió su casco de guerrear favorito... y eso acabó de enfurecerlo.
—¡Alex, deja de decir chiquilladas! —gritó—. En el palacio hay mucha gente que cuida de la princesa. Quedas arrestado hasta que entres en razón.
Dos soldados agarraron a Alex por las axilas mientras el pobre chico no salía de su asombro.
¡Arrestado! ¿Él? ¿Es que todos se habían vuelto idiotas de pronto? ¡Arrestado él, y solo por preocuparse de la princesa!
—¿Qué castigo le imponemos? —preguntó uno de los soldados con desgana, pues le caía muy bien Alex y no le hacía gracia tener que castigarlo.
—¡Que limpie las letrinas! —respondió el General, que no quería cargar al muchacho con un castigo demasiado duro—. Eso será suficiente.
Esa misma noche, harto de que nadie creyese que él tenía razón y que la princesa corría un gran peligro, Alex Salvador escapó del ejército.
Corrió libre como el viento del Norte, mientras pensaba en lo feliz que sería al evitar que la princesa se pusiese triste. El pobre Alex no tenía un plan, solo sabía que iba a presentarse ante la princesa de pelo de alambre a cualquier precio. ¡A Gema no se le secarían los ojos mientras él viviese!
El infeliz Alex, que nunca había salido de sus sanitarios, se estaba enamorando de la princesa sin tan siquiera conocerla. Y como el amor hace ligera a la gente, Alex voló por encima de las montañas y de los campos, y de los ríos... y casi se muere del susto cuando comprobó que sus pies no tocaban el suelo.
—¡Vuelo! ¡Estoy volando! —gritó— ¡Puedo volar!
—Y nosotras —le respondió una pareja de águilas rea-les que pasaban por allí—. Pero no vamos dando gritos y asustando a la gente.
—¿Podéis hablar? —Alex no salía de su sorpresa—. Pues sí que es interesante el mundo fuera del ejército.
¡La de cosas que me he estado perdiendo!
Alex se relajó e intentó ser amable y educado con las águilas. Ellas le enseñaron los trucos del arte del vuelo y le mostraron el camino del castillo. De forma que, quince días después de iniciar su viaje, Alex Salvador avistaba las altas torres del castillo de la princesa con el pelo como el alambre.
Aquella mañana, Gema se despertó gritando y empapada en sudor. ¡Dios Santo! Su corazón había desaparecido. ¡No estaba!
—¡Padre, mi corazón se ha ido!
El rey ofreció una suculenta recompensa (sesenta bollos) por el corazón de la princesa, pero nadie lo había visto, nadie sabía nada de él... solo que ya no estaba dentro del pecho de Gema.
Pasaron tres días y el corazón no aparecía. ¿Dónde estaría escondido ese pícaro corazón?
Buscaron todos, hasta el mismo rey, pero resultaba imposible encontrarlo y cada día que pasaba, la princesa se volvía más y más insensible; no podía sentir nada por nada, ni por nadie... y eso la hacía muy desgraciada y lloraba por todo el palacio hasta que, un día, sus lágrimas se secaron y en el lugar en el que había vivido el corazón, apareció una piedra.
—Una piedra —dijo el rey.
—Una piedra —dijo el mago.
—Una piedra —dijo el lechero.
—Una piedra —dijeron las vacas.
—Una piedra —dijo un enano que pasaba por allí y quería dar su opinión a toda costa.
El rumor se hizo público y todo el mundo dejó de llamar a la princesa «princesa Gema» para empezar a llamarla princesa Piedra.
—¡Piedra! —exclamó la princesa intentando con todas sus fuerzas sentirse horrorizada y sin conseguirlo ni tan siquiera un poquito—. Bueno, al menos es corto.
El mago de la corte era el hombre más inteligente del reino y se dio cuenta de que esta situación no podía ser buena, ni para el rey, ni para la princesa, ni para el reino, ni mucho menos para las vacas, que no tenían culpa de nada. Así que, en la mañana del decimocuarto día después de la desaparición del corazón, se decidió a hablar claramente con la princesa.
—Princesa —comenzó, felicitándose por su buen gusto para dar comienzo a las conversaciones importantes—. Tenéis un serio problema.
—Lo sé —respondió ella arqueando una ceja, gesto que era muy propio de su manera de ser—.
Por eso ya no me llaman Gema, sino Piedra.
La lógica de la princesa era aplastante, pero el mago no tenía intención de rendirse tan pronto y menos aún de ser aplastado.
—¿No echáis de menos vuestro corazón?
—Al principio, he de reconocer que sí, bastante. Pero ahora casi estoy mejor sin él. Sí, estoy mucho mejor ahora, la piedra no es un corazón, pero está bien.
—¿Estáis segura, señora? —preguntó el hechicero en un tono agrio, mientras utilizaba sus arcanos poderes para conjurar una imagen de la princesa antes de perder su corazón.
Ella vaciló, dio un paso atrás y suspiró. Parecía que estaba a punto de perder el sentido.
—No lo sé, hechicero. Me encantaría estar a gusto... o triste o lo que sea, pero no logro sentir nada.
¿Qué puedo hacer?
Si la princesa hubiese sido la de antes, se habría arrojado a los pies del mago llorando, pero ella era la princesa Piedra... ella no lloraba.
—Yo no puedo ayudarte, mi sabiduría no llega tan lejos... pero hay quien puede.
—¿Quién? —quiso saber la princesa.
—Busca a la vieja Mina en El Pantano de las Lágrimas Eternas. Ella es el ser más viejo de nuestro reino; si alguien sabe algo sobre corazones perdidos, esa es ella...
—¿Cómo la reconoceré?
—Es una vieja loba blanca enorme... resulta inconfundible.
Así que la mañana anterior a que Alex avistase las altas torres, Piedra salía vestida de plebeya por una de las trescientas ocho puertas de atrás del castillo, decidida a encontrar a la vieja loba y volver a sentir a cualquier precio.
La llegada de Alex Salvador al palacio no pudo ser más desesperanzadora. No solo la princesa se había fugado sin dignarse a esperarlo, sino que, para colmo, el rey no quería ni oír hablar de él, mucho menos recibirle en audiencia.
Estos pensamientos se agolpaban en la cabeza de Alex, mientras revoloteaba entre los cortesanos que observaban cómo el rey concedía el honor de emprender la búsqueda de la princesa a un caballero delgaducho y con poco pelo.