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La noche del océano y otros cuentos

Robert H. Barlow

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© 2018 Robert H. Barlow

© 2018 de la traducción: Aurora Jiménez

Título original: Eyes of the God - The Weird Fiction and Poetry of R. H. Barlow

© 2021, de la presente edición en español para todo el mundo:

Editorial Cicely / Carmot Press, S. L.

Calle Madrid 118, 3D

28903 Getafe (Madrid)

www.cicelyeditorial.com

isbn: 978-84-949250-4-7

Depósito legal: M-34970-2018

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, en todo o en parte, solo puede ser realizada con la autorización escrita de los titulares de la propiedad intelectual, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Introducción

(1918, Leavenworth – 1951, Ciudad de México) Robert Hayward Barlow fue un autor estadounidense, poeta de vanguardia, antropólogo e historiador del México prehispánico.

Su infancia fue muy triste, era un niño enclenque y tuvo pocos amigos que compartieran sus gustos como coleccionar cuentos extraños, tocar el piano, esculpir, pintar y encuadernar libros con pie de serpiente; además, fue una desilusión para su padre militar que le tuvo trasladándose de un lado a otro según las necesidades del ejército junto al resto de su familia.

En junio de 1931 escribió a la revista en la que leía los relatos del escritor H. P. Lovecraft, de quien era un auténtico seguidor. Una semana más tarde, Lovecraft le respondió, como a tantos otros que contactaron con él. Esta carta fue el principio de una curiosa amistad que cambió la vida de Barlow y también la de Lovecraft.

Carta tras carta, su amistad fue creciendo: Barlow se ofreció a transcribir los manuscritos de Lovecraft, escribió historias que el maestro revisó y con el tiempo, en la primavera de 1934 Barlow le invitó a visitarle en Florida y Lovecraft aceptó. Barlow no había mencionado su edad ni le había mandado una foto, así que fue una sorpresa para Lovecraft cuando bajó del autobús en DeLand descubrir que Barlow tenía dieciséis años. Lovecraft tenía cuarenta y tres.

A pesar de ello, la visita duró siete semanas. Durante esos días, recogieron fruta, compusieron poemas de rimas complejas, remaron en el lago que había detrás de su casa, fue todo un descubrimiento para Lovecraft que consideró a Barlow como el niño más versátil que había conocido. Esta visita se repitió en 1935 y duró dos meses durante los cuales trabajaron juntos y al año siguiente fue Barlow el que visitó a Lovecraft en Providence y Salem junto a otro de los protegidos de Lovecraft. No era la primera vez que el autor visitaba a otros jóvenes o le visitaban, haciendo que algunos investigadores hayan considerado que estas relaciones fueron algo más que amistad, sin embargo, Lovecraft condenaba la homosexualidad y llegó a desalentar a Barlow de escribir relatos homoeróticos. Barlow, desde muy joven, sabía que era homosexual, si no lo era abiertamente, pero evitó esta temática directamente en sus obras.

H. P. Lovecraft murió muy pocos años después de conocerse, en 1937, y nombró a Barlow albacea de sus manuscritos, a su seguidor más devoto. En principio esto fue un honor pero para Barlow fue un desastre. Dos de los discípulos, August Derleth y Donald Wandrei, no estaban nada contentos cuando Barlow realizó una edición barata de menos de ochenta copias de las obras de Lovecraft y demandaron los papeles, querían publicar la obra de su maestro en un libro, extendieron rumores en los que acusaban a Barlow de robar los manuscritos de Lovecraft, quien finalmente entregó los documentos y se alejó de ese universo literario que había sido su vida.

Barlow decidió inscribirse en la universidad en California y terminó en Berkeley donde estudió con Alfred L. Kroeber. En 1943 se marchó a México y comenzó un periodo de intensa actividad viajando por Yucatán para estudiar a los mayas y a Guerrero para conocer a los tepoztecos, visitó Londres y París para consultar códices mexicanos y consiguió una plaza de profesor de antropología en la Universidad de la Ciudad de México. Además fundó dos revistas universitarias, una en náhuatl, y publicó alrededor de cien artículos y también libros sobre los mexicas. Parecía que había abandonado la fantasía por la realidad, aunque leyendo sus artículos y sus cuentos, parece que más bien habían llegado a una extraña unión.

Toda esta hiperactividad no conseguía alejarle de lo que le había llevado hasta allí, de lo que había perdido, y trataba de mantenerse ocupado hasta encontrarse completamente exhausto y no pensar en nada. A finales de 1950, cuando la vista le estaba abandonando y un alumno le amenazó con denunciarle por homosexual, sintió que ya había tenido suficiente: el uno de enero de 1951 se encerró en su habitación y tomó veintiséis pastillas de seconal. Solo dejó una nota diciendo: “No me molesten, quiero dormir por mucho tiempo”. Estaba escrita en maya.

Así acababa la vida de este poeta, escritor y antropólogo, prácticamente en el olvido, mientras la reputación de Lovecraft como maestro del horror fue creciendo. Vivió el gran sueño de Lovecraft aunque no fue un gran soñador, sino que siempre tuvo los pies en la tierra, siempre interesado en la realidad y tomando nota de cómo eran realmente los demás, más que imaginando seres horribles.

Beatriz Rubio Fernández

Editora

 

El killercroff de los océanos

“Abro los ojos y, la noche abisal engulle… ¡Eterna!

Miles, millones de estrellas microscópicas rozan la piel y me sumergen en un vacío infinito.

El cuerpo pesa y se derrite y se desacelera hacia una gravedad centrípeta que decolora la oscuridad inversiva de los océanos, en donde fosas de pesadilla iluminan a las errabundas abominaciones descarnadas.

Y allí: ¡la Reina, la Sangrienta!

Y aquí: ¡yo! De noche. En el océano…”

Permítannos los lectores este pequeño desafío literario con el que ansiábamos introducir a la figura única de un genio denostado, de un escritor que contribuyó en la consolidación de las pilastras argumentativas del Horror Cósmico. El olvidado discípulo de Howard Philips Lovecraft: Robert H. Barlow.

El 18 de mayo de 1918 llega al mundo Robert H. Barlow. Robert crece en un ambiente opresivo y servil; en un ambiente de cadena de mando, al ser su padre un alto cargo del ejército de los Estados Unidos.

Siendo apenas un adolescente, su familia debe trasladarse a Florida pues, su progenitor desarrolla una grave enfermedad, con delirios paranoides.

Y el niño Barlow, tímido y enfermizo, acostumbrado a desarrollar “actividades cognitivas” que no físicas —leer durante largas jornadas, escribir poesía, pintar, tocar el piano… frente a ejercitarse en carreras y otros deportes propios de los muchachos de Florida de su edad—, trató de adaptarse a un ambiente que lo sumía en el ostracismo de ser “el raro”, el extraño, el “killecroft o hijo cambiado” pues, indudablemente, la personalidad de Barlow distaba mucho de ser aquello que sus progenitores —en concreto, su padre—, esperaban.

Su pasión por los “recitales weird” o lecturas de “ficción extraña” le llevaron a escribir una carta a Lovecraft —a través de la revista «Weird Tales», en la que este colaboraba con relatos singulares acerca de monstruos de más allá de las estrellas que despertaron la inventiva del joven escritor—. Se había producido una primera toma de contacto entre Maestro y Aprendiz, entre Lovecraft y Barlow, contacto que trasmutaría en una profunda amistad que, desde el 18 de junio de 1931, jamás se extinguiría.

Y Barlow comenzó su andadura literaria, aquella que Lovecraft —y pese a la distancia física y generacional— siempre supervisó; sus incursiones en la ficción surrealista, a la que entregaría piezas exclusivas de gran calidad, embutidas en un estilo fresco y revolucionario, se materializó en cuentos subversivos dentro del Horror Cósmico y lo extraño. Es el caso de Hasta que todos los mares, distopía climática que juega con una atmósfera cosmicista, repleta de vaharadas lúgubres tan afín a las doctrinas propias de su maestro. De entre sus creaciones resplandece la obra La noche del Océano, en la que Barlow juega con su obsesión por el mar, por las simas abisales que tantos misterios inimaginables atesoran. Y, por supuesto, no debemos olvidarnos de Los ojos del dios que, quizás, sea una obra maestra dentro de la versada ficción surrealista gestada por Barlow.

La poesía de Barlow no es menos relevante que su ficción. Una lírica convenientemente desglosada en dos estilos bien distintos: el uno, formal, de estilismo reglado tradicional —probablemente acuñado por la influencia de los propios versos del Maestro de Providence—. El otro: moderno, experimental, anárquico y aventurero, tal cual le conminaba su propio espíritu inadaptado y provocador pues ser homosexual en el contexto socio-cultural y ético de esta primera mitad del xx era un fundamento constante de eterno sufrimiento.

Con el paso del tiempo, Barlow se convierte en el albacea literario de Lovecraft: siempre admirador, ¡fanático de este! Y Lovecraft... sabemos que Lovecraft guardaba en su corazón una especial predilección intelectual por el muchacho de Florida; inclinación que llegó a molestar sobremanera a algunos de los componentes del círculo epistolar o Círculo Lovecraftiano del maestro de Providence.

La muerte de Lovecraft —la mañana del 15 de marzo de 1937— le hace ahondar aún más si cabe, en la profunda tristeza que a su corazón embargaba. Hasta que el uno de enero de 1951 decide suicidarse con una ingesta masiva de barbitúricos.

Desde la plataforma web “Círculo de Lovecraft”, y gracias a DistintaTinta Editorial, hemos querido contribuir con esta aportación a rasgar el tupido velo que ha envuelto tanto a la obra como a la figura de este genio singular; ahuyentar la bruma que sitió a esta mente creativa que, forjó —junto a Lovecraft y su círculo— los pilares de la nueva concepción del terror contemporáneo, sumido entre nieblas, arrebolado por las ominosas ventiscas que traen las pesadillas en los sueños.

Y no queríamos marcharnos, queridos lectores, sin haceros un presente. El mismo que Lovecraft hizo para Barlow el 11 de mayo de 1934: un boceto único del gran dios primigenio de los mares, el Dios Cthulhu.

Ahora sí, hasta siempre: embarcaos pues, hacia los espectros abisales de los mares de Barlow, “el killecroff de los océanos”…

Amparo Montejano y José R. Montejano,

directiva de “Círculo de Lovecraft”.

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Robert H. Barlow y Mesoamérica.

Los estudiosos del México antiguo, el área cultural que denominamos Mesoamérica, tenemos una profunda deuda con Barlow. Su breve pero intensa carrera en la década de 1940 ha dejado una gran huella en nuestro quehacer y algunas de sus propuestas siguen estando en vigor setenta años después. Sus estudios pioneros han marcado caminos a recorrer y establecido pautas de análisis que llevan siendo útiles desde su propuesta inicial.

Antes de referirnos a las aportaciones principales, es necesario destacar la prolijidad de nuestro autor: más de 300 trabajos publicados, en tiempos donde la escritura era mucho más lenta que ahora y las labores de edición se eternizaban en la corrección de pruebas, ferros y demás prácticas que la informática ha desterrado. Además, muchos textos quedaron inéditos en carpetas y cuadernos, muchos de ellos conservados, de manera que la edición de sus Obras Completas realizada por la Universidad de las Américas de Puebla (México) y el Instituto Nacional de Antropología e Historia abarca siete volúmenes y fueron publicados a lo largo de doce años. En ellos, la presencia del estudio de diversos documentos es permanente, pero la formulación de conclusiones derivadas de los mismos también es recurrente. Un compendio de la metodología de la investigación: hallazgo y estudio de los documentos, formulación de hipótesis, trabajo analítico, redacción de conclusiones que suelen ser también propuestas. El trabajo nunca termina.

Quizás la obra más citada de Barlow es The extent of the Empire of the Culhua-Mexica, de 1950, que no fue traducido al castellano hasta 1990. Es un libro breve en su versión final, pero contiene una enorme cantidad de trabajo. Aunque lo hemos malinterpretado durante mucho tiempo, diciendo que era la visión del imperio que Barlow tenía, en realidad él lo veía como un paso previo y necesario para abordar la organización del mismo, y así lo manifestó en la introducción. La culpa del error es nuestra, no suya. Él hizo lo que el título refleja: anotar los pueblos que pagaban tributo al Imperio Mexica según la Matrícula de Tributos y el Códice Mendoza y localizarlos en un mapa de México, trazando después las fronteras entre las provincias que se desprendían de las páginas de los documentos. Como complemento localizó los pueblos que aparecían en otras fuentes y trató de explicar el porqué de su no presencia en los documentos tributarios, formando, por ejemplo, un “camino al Xoconusco”. Esta visión ha permanecido casi inalterada hasta 1996, fecha en que se publicó un estudio sobre el Imperio Mexica que modificaba algunas de las asunciones de Barlow y daba lugar a un nuevo mapa, o mejor dicho, una serie de mapas. Otra corrección o ampliación, según se mire, tuvo lugar el mismo año 1996 con la publicación del libro de Pedro Carrasco El Imperio de la Triple Alianza: Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan, donde la principal diferencia es la presencia de tres imperios y no uno, como el título indica.

Mucho antes, Barlow había identificado un grupo especial de códices a los que llamó Techialoyan, nombre tomado del que identificó como A, el de San Antonio Techialoyan. Ahora tenemos muchos más, pero seguimos manteniendo su nomenclatura y su definición: son historias de diferentes pueblos del centro de México, contadas por los propios habitantes en un estilo muy característico, con muchas influencias españolas, comenzando por la presencia del alfabeto latino. Hoy día los relacionamos con otros documentos y con la propia historia de los pueblos indígenas hasta el siglo xviii, pero la identificación del grupo y sus primeros integrantes se la debemos al trabajo y a la intuición de Barlow. De hecho la última es en realidad un resultado del primero.

Otro campo en el que se distinguió nuestro autor, y pocos más por desgracia, es el de Tlatelolco, la ciudad “gemela” de Tenochtitlan. Un enigma para nosotros pues dos ciudades compartieron espacio durante más de un siglo y solamente unos 50 años antes de la llegada de los españoles, Tenochtitlan conquistó a su vecina y la incorporó a su imperio. Hasta entonces tuvo una vida independiente, aunque muy relacionadas con su vecina, y Barlow consagró un considerable número de trabajos a estudiarla (volúmenes I y II de las obras completas).

Y no podemos obviar la importancia que para nuestra comprensión de las crónicas antiguas tiene la formulación de la hipótesis de la existencia de la “Crónica X”, un documento hoy perdido que relacionaba las obras de fray Diego Durán, Hernando Alvarado Tezozomoc, José de Acosta, el Códice Ramírez, y Juan de Tovar. Los parecidos entre ellas son evidentes y, por lo tanto, la relación clara. Lo autores son muy diversos y separados por bastantes años: Durán era dominico y escribió hacia 1580; Tezozomoc era indígena, miembro de la familia gobernante en Tenochtitlan y descendiente de Motecuhzoma Xocoyotzin, y fechamos su obra en 1598; Acosta, jesuita, 1590: Juan de Tovar, también jesuita y el Códice Ramírez es de autor desconocido, ambos del siglo xvi. Seguimos debatiendo las relaciones entre unos y otros autores y quién copió a quién, tratando de establecer una genealogía. Pero aún no hemos renegado de la hipótesis de Barlow y es posible que no lo hagamos nunca.

Localización, análisis y tratamiento de las fuentes; cronologías e identificación de unidades políticas y cuidado por la terminología —Barlow defendió que no había “Imperio Azteca” sino “Imperio Culhúa-Mexica”— son sus temas fundamentales, pero tampoco descuidó la lengua náhuatl ni la presencia de indígenas en el mundo en que él mismo vivía. Una enorme producción de gran calidad y una impagable deuda que mantenemos con su legado.

José Luis de Rojas (UCM)

Ficción

La muerte del monstruo

Con H. P. Lovecraft

Grande era el clamor en Laen, pues se había divisado humo en las Colinas del Dragón. Eso debía de significar que el monstruo se movía; el monstruo que escupía lava y hacía temblar la tierra mientas se retorcía en sus profundidades. Y, cuando los hombres de Laen hablaron, juraron matar al monstruo para impedir que su ardiente aliento abrasara su ciudad plagada de minaretes y derrumbase sus cúpulas de alabastro.

Así fue como, a la luz de las antorchas, se reunieron cien de los hombrecillos, preparados para combatir al maligno en su fortaleza escondida. Al caer la noche, empezaron a marchar en columnas desiguales hacia las laderas bajo los fulgentes rayos lunares. Ante ellos brillaba una nube ardiente con claridad entre el crepúsculo morado; una guía hacia su objetivo.

En aras de la verdad debe constar que su moral había decaído enormemente mucho antes de que hubieran avistado al enemigo y, a medida que la luna se fue atenuando y la llegada del alba se anunciaba con llamativas nubes, desearon más que nunca estar en casa, hubiera o no dragón. Sin embargo, cuando el sol surgió se animaron ligeramente y, cambiando de posición sus lanzas, caminaron con dificultad, pero resueltos, la distancia restante.

Nubes de humo acre colgaban como cortinas del mundo, oscureciendo el nuevo sol y alimentadas constantemente por hoscos resoplidos del hocico del monstruo. Pequeñas lenguas de airadas llamas hacían que los habitantes de Laen se desplazasen rápido entre las abrasadoras piedras.

—Pero ¿dónde está el dragón? —susurró uno, con temor y esperando que no aceptase la pregunta como una invitación. En vano buscaron: no había nada lo suficientemente sólido como para matarlo.

Así pues, cargándose las armas al hombro, volvieron a casa cansados y erigieron una tablilla de piedra a tal efecto:

Al ser molestados por un fiero monstruo, los valientes ciudadanos de Laen fueron en su búsqueda y lo mataron en su terrible guarida, salvando así la tierra de un destino espantoso.

Costaba leer estas palabras cuando desenterramos la piedra de entre las profundas y antiguas capas de lava incrustada.

Los ojos del dios

El ladrón se desplazaba en silencio por la enorme estancia sombría. Era tarde y, aunque estaba convencido de que los guardas del museo se habían ido, excepto por el vigilante inconsciente al que había atizado, era lo bastante prudente como para resguardar su linterna de bolsillo. Las muchas figuras talladas proyectaban sombras retorcidas y fantásticas en la pared a medida que se movía. En esa exposición se reunían ídolos de los confines de la tierra. Bastos eikon africanos, que no eran más que leños mal talados, y monstruosidades de la India de elaborados adornos. Grotescas y achaparradas imágenes de cerámica del viejo México, codo con codo con delicadas estatuillas translúcidas de ámbar y jade de la China. Sin embargo, vagaba sigilosamente entre estas en busca de la última adquisición: un dios de ébano con dos enormes diamantes por ojos. Tenía duplicados exactos de engrudo; resultaría fácil sustituirlos y huir antes de que se descubriera. Mientras escudriñaba metódicamente cada cara, por la mente del ladrón cruzaron pensamientos de la curiosa muerte de su donante, que se la había arrebatado furtivamente a sus devotos seguidores en el punto álgido de su desagradable poder, y de las profundas huellas del jardín la noche de la extraña muerte del hombre. ¿Qué se suponía que le hacía la luna llena? Ah, sí… Le daba vida. Qué cosas creían esos nativos.

Con el tiempo, una creciente aprensión hizo que se detuviera a preguntarse si se habían anticipado a su visita y habrían trasladado las joyas a un lugar seguro. Pensaba que era improbable. Una pieza tan nueva e interesante seguro que se mostraría al público, al menos por un tiempo. Su luz cayó sobre una pesada base de madera con un círculo de polvo que mostraba que se había desocupado recientemente. Unos arañazos mostraban débilmente adónde se había arrastrado el ocupante desaparecido por el umbral. Si ese ocupante era el dios que buscaba, tales arañazos lo conducirían a su escondrijo. Trazó las marcas indeciso. Era raro que el conservador del museo hubiera movido la efigie. Tal vez, pensó nervioso, lo esperase un policía al otro lado del arco. Cuando pasó a la sala colindante, advirtió la luna llena en el cielo…

Recorte del Daily Express:

(…) El hombre, que evidentemente era un saqueador en busca de los ojos de joyas, se encontró muerto esta mañana en la sala de los indios americanos, con el ídolo encima.

La policía aún no sabe cómo lo movió, pues pesa casi trescientos kilos…

La batalla que acabó con el siglo

(Mensaje hallado en una máquina del tiempo) Con H. P. Lovecraft

En la víspera del año 2001, una enorme multitud de espectadores interesados se hallaba presente entre las románticas ruinas del Garaje de Cohen, en lo que antes era Nueva York, para presenciar un encuentro pugilístico entre dos campeones renombrados del firmamento de las historias extrañas: Bob Bíceps, el Terror de las Llanuras, y Bernie K.O., el Lobo Salvaje de West Shokan. El Lobo acababa de terminar su curso de entrenamiento físico por correspondencia, vendido por el señor Arthur Leeds. Antes del combate, el venerado lama tibetano Bill Lum Li auguró el resultado evocando al dios serpiente primigenio de Valusia y halló señales inconfundibles de victoria en ambas partes. Wladislaw Brenryk vendía profiteroles descuidadamente, mientras que los participantes recibían cuidados de los cirujanos oficiales: los doctores D. H. Killer y M. Gin Brewery.

El gong se tocó a las 39 h, tras lo cual el aire se tiñó de rojo por la sangre derramada en el combate, que el poderoso matarife de Texas arrojaba profusamente. Muy pronto hubo los primeros daños: dientes aflojados en ambos contendientes. Uno, que saltó de la boca del Lobo tras un golpe fortuito de Bíceps, describió una parábola hacia Yucatán; los señores A. Hijacked Barrell y G. A. Scotland lo recuperaron en una apresurada expedición. Este incidente fue utilizado por el eminente sociólogo y antiguo poeta Frank Chimesleep Short, Junior, como base para una balada de propaganda proletaria con tres versos intencionadamente imperfectos. Mientras tanto, un potentado de un reino vecino, el Efejota de Akkamin —que también se conocía a sí mismo como crítico aficionado—, expresó su frenético disgusto ante la técnica de los combatientes, al mismo tiempo que vendía fotografías de los luchadores —con él mismo en primer plano— a cinco centavos cada una.

En el segundo asalto, la potente derecha del borrachín de Shokan atravesó las costillas del tejano y se enredó en vísceras varias, lo que permitió que Bíceps encajase varios golpes significativos en la barbilla desprotegida de su oponente. A Bob le molestó enormemente la afeminada aprensión mostrada por varios espectadores a medida que músculos, glándulas, casquería y trocitos de carne salpicaban más allá del ring. Durante este asalto, la eminente anatomista M. Blunderage, que ocupaba portadas de revistas, retrató a los combatientes como un par de nudistas animados tras un fino velo de humo de tabaco convenientemente situado, mientras que el difunto C. Half-Cent proporcionó un boceto de tres chinos ataviados con sombreros de seda y botas de agua, pues tal era su original concepto de la contienda. Entre los bosquejos hechos por aficionados se encontraba uno del señor Goofy Hooey, que luego se hizo famoso en la exposición cubista anual como —Abstracción de un pudin erradicado—.

Durante el tercer asalto, el combate se volvió hostil de verdad: el monstruo de Shokan desprendió total o parcialmente varias orejas y otros accesorios del luchador fronterizo. Algo irritado, Bíceps contraatacó con varios golpes excepcionalmente virulentos, con los que arrancó muchos fragmentos de su agresor, quien siguió luchando con sus miembros restantes. En este punto, el público dio muestras de gran excitación nerviosa; los casos de pisoteos y derramamiento de sangre fueron frecuentes. Los más entusiastas quedaron bajo la custodia de Harry Brobst, del Hospital de Enfermedades Mentales Butler.

El señor W. Lablache Talcum informó de todo el asunto, y cuyo texto revisó Horse Power Hateart. A lo largo del acontecimiento, el señor conde de Erlette tomó notas para un ciclo de novelas de 200 tomos al estilo de Proust, que se titularía Mañana en septiembre, y contaría con ilustraciones de la señora Blunderage. J. Caesar Warts entrevistó con frecuencia a ambos contendientes personalmente, así como a todos los espectadores más importantes; obtuvo como recuerdos —tras un encarnizado forcejeo con Efejota— un cuarto de costilla autografiado de Bíceps, en excelente estado, y tres uñas del Lobo Salvaje. Los efectos de luz los proporcionaron los Laboratorios de Pruebas Eléctricas, bajo la supervisión de H. Kanebrake. El cuarto asalto se prolongó ocho horas a petición del artista oficial, el señor H. Wanderer, que deseaba añadir ciertos matices de fantasía a su representación de la fisionomía mermada del Lobo, entre los que se contaban varios detalles supernumerarios provistos por la imaginación.

El clímax llegó en el quinto asalto, en el que la izquierda del desgarrador de Texas atravesó totalmente la cara de Bernie, el luchador, y llevó a la colchoneta a ambos boxeadores. El árbitro decretó que ese era el final; Robertieff Essovitch Karovsky, el embajador moscovita, quien, en vistas del estado ensangrentado del golpeador de Shokan, declaró que este había sido liquidado esencialmente según la ideología marxista. El Lobo Salvaje formalizó una protesta oficial, que se rechazó aduciendo que todos los puntos necesarios para la muerte técnica estaban teóricamente presentes.

Las trompas entonaron una fanfarria triunfal en honor al ganador, mientras que el perdedor técnico se entregó al cuidado del enterrador, Teaberry Quince. Durante la ceremonia, el teórico cadáver se ausentó brevemente para comer algo de mortadela, pero se proporcionó un elegante cenotafio para desviar la atención hacia los ritos. El cortejo fúnebre estaba liderado por un coche fúnebre de alegres adornos, conducido por Malik Taus, el sultán de los pavos reales, que estaba sentado en la cabina con un uniforme de West Point y turbante, y dirigió una experta trayectoria por encima de varios setos y paredes de piedra imponentes. A medio camino del cementerio, el cadáver volvió a unirse a la comitiva; se sentó al lado del sultán Malik en la cabina y se acabó su sándwich de mortadela, pues su gran barriga imposibilitó que entrase en el cenotafio que tan rápidamente se había seleccionado. El maestro Sing Lee Bawledout interpretó un canto fúnebre apropiado al flautín; La famosa y celebrada aria Nunca chafes a una mosca de los señores De Silva, Brown y Henderson, de la vieja cantata Imagínate, fue elegida para la ocasión. El único detalle omitido del funeral fue el entierro, que se interrumpió con la desconcertante noticia de que el portero oficial, el celebrado financiero y editor Ivar K. Rodent, había huido con toda la recaudación. Quien más lamentó tal omisión fue el reverendo D. Vest Wind, que se vio obligado a marcharse sin pronunciar un extenso y conmovedor sermón revisado expresamente para la celebración a partir de un anterior discurso dado en el entierro de un caballo preciado.

El relato del acontecimiento, realizado por Talcum e ilustrado por el conocido artista Klarkash-Ton —que representó enigmáticamente a los boxeadores como hongos sin huesos—, fue publicado, tras repetidos rechazos por parte del refinado editor del «Cajón Desastre de la Ciudad del Viento», como folleto por W. Peter Chef, bajo supervisión tipográfica de Vrest Orton. Este, mediante los empeños de Otis Adelbert Kline, se acabó vendiendo en la librería La Casa del Llanto, hasta que al fin se vendieron tres copias y media gracias a la atractiva descripción del catálogo provista por don Samuelus Philanthropus.

En vista de la gran acogida, el señor De Merit volvió a imprimir el texto en las policromáticas páginas de «La Coz Semanal» bajo el título “¿Ha quedado obsoleta la ciencia? O los molineros del Garaje”. No obstante, no quedan copias en circulación, puesto que las que no se llevaron bibliófilos fanáticos las confiscó la policía en relación con la demanda por difamación del Lobo Salvaje, quien tras varias apelaciones que acabaron en el Tribunal Mundial, no solo se consideró oficialmente vivo, sino también el claro ganador del combate.

La taberna inhóspita

Quorlan sonrió enigmáticamente a su criado cuando llamaron a la puerta. En su orondo rostro se dibujó una sonrisa mecánica y falsa mientras se frotaba las rollizas manos.

—¡Venga, estúpido! —exclamó, enfadado por la mirada temerosa del mudo.

El criado Varrak asintió y se esfumó entre las sombras para obedecer. Quorlan miró con interés hacia la penumbra para ver quién llegaba a tan tardía hora, pues la taberna ya causaba bastante aprensión a la luz del día.

Una alta figura ataviada con una túnica larga y húmeda por la niebla vespertina entró a grandes zancadas murmurando improperios. Echó rápidos vistazos a su alrededor y vio al panzudo posadero junto al fuego. Con brusquedad exigió alojamiento para la noche. Quorlan, haciendo lo que casi podría considerarse como una reverencia asustada, corrió escaleras arriba y abrió de par en par una enorme puerta con adornos tallados a la izquierda del pasillito. El extraño barbudo, que se había quitado el sombrero y no era mal parecido a su extraño modo, lo siguió.

—Servirá —dijo imperiosamente, y añadió— Lárgate.

—Pero, señor, ¿el precio? —inquirió Quorlan, cuyas tres papadas sobresalieron cuando retrocedió para inspeccionar a su huésped.

—¡He dicho que te marches! —volvió a ordenar el barbudo, que a continuación lanzó una bota hacia la puerta. Tanto el maestro como el criado, que lo seguía de cerca, bajaron las escaleras apresuradamente.

Abajo, cerrando la puerta con cuidado para no hacer ruido, Quorlan señaló el sótano con la cabeza, y el criado Varrak lo acompañó hasta allí de inmediato. Tras sacarse una pluma del cinturón, Quorlan lo introdujo en un frasco de extraña forma que había sobre la mesa, y escribió a toda prisa:

—¿Viste su oro?—. Varrak asintió—. Cruza el pasadizo y observa. Avísame cuando se haya dormido. No debe escaparse como hizo el último —garabateó.

Varrak desapareció tras un barril y se arrastró por una abertura baja que estaba oculta a la vista. Con sigilo recorrió el estrecho pasadizo entre las gruesas paredes de la taberna, y se elevó mediante una serie de varillas hasta la segunda planta, jadeando y mirando maliciosamente la oscuridad. Las arañas retrocedieron en su red para dejarlo pasar, pues reconocían a alguien de su propia naturaleza. Cuando llegó al extremo, se detuvo y quitó rápidamente la tapa corredera de una mirilla a la que pegó el ojo.

En la cama había una silueta borrosa, y con una sonrisa Varrak pasó la mano por una larga y fina daga como acariciándola. Entonces se giró e inició su descenso sin hacer ruido, bajándose con su poderosas y crueles manos. Pero no pudo terminar, pues otra mano, la del forastero, se posó en la suya y, con una fuerza queda, lo alzó con fuerza.

En los ojos del deforme y demacrado Varrak había terror, y abrió la boca en una mueca espantosa, con la intención de gritar, pero solo pudo mirar boquiabierto ridículamente y no emitió ningún sonido. Entonces, unas manos implacables lo doblaron hacia atrás, aprisionándolo mientras extraían su propia daga de su funda y se lo hendían en el cuerpo. El retorcido cerebro del mudo detuvo su agitación de horror, y se deslizó al suelo, espatarrándose grotescamente con una mirada peculiar. El tabernero se levantó, lo medio empujó con el pie y cruzó el panel corredero, que cerró tras él, pues su dañina tarea ya estaba completada.

Pues no se había sorprendido en absoluto, como quienes lo habían precedido, y lo había planificado antes de su llegada.

Explorando el camino detenidamente en busca de obstáculos, se dirigió con cuidado al sótano. Al mirar por la abertura vio la silueta protuberante del propietario, que estaba borracho en una silla. Con un humor sarcástico, el barbudo quitó la tapa de un barril de vino y, agarrando su cuerpo, lo precipitó en él de cabeza. Un pataleo espasmódico fue todo lo que señaló su muerte. Después, el barbudo volcó la vela y esperó hasta que la llamita hubiera crecido hasta cruzar la estancia y consumir la madera. Entonces, se marchó de aquel horrible lugar en pos de la despejada y húmeda noche.

Las desgracias de batir mantequilla

En el hermoso claro había un atractivo fauno de unos veintidós años, pues, aunque sean inmortales, no siempre son jóvenes y sin arrugas. Su lisa piel marrón se fundía de forma natural con su pelo desgreñado, y dos cuernecitos minúsculos sobresalían de sus cortos mechones dorados, que se movían mientras brincaba por la vegetación en flor. Las flores no estaban totalmente en flor, y sus capullos medio abiertos encerraban la promesa de una belleza antinatural. El fauno se desplazaba con la fresca pasión de la juventud, y su brillante pelaje casi parecía amarillo al sol, con matices de marrón.

El demonio Garoth lo observaba mientras descansaba con cinismo, de pie en medio de un matorral de brillante follaje verde.

El fauno cruzaba el claro y se detenía ora para arrancar una flor cuya belleza era incapaz de apreciar, solo para dañarla con sus fuertes dedos, ora para probar un racimo de frutos del bosque carmesís. Era evidente que tenía una meta definitiva y, aunque no tenía prisa, la criatura acabó emergiendo en un claro contiguo limitado por hierba cual juncos y arbustitos retorcidos. En él yacía una muchacha vestida de gasa de excepcional belleza, que había acudido de una choza de campesinos cercana, sin haber terminado de batir la mantequilla, para encontrarse con su amante del bosque. Se alzó de su lecho musgoso y le sonrió mientras su dulce mirada violeta se posaba en su rostro inquisitivamente. El fauno rodeó la delgadez de la muchacha con su brazo desnudo, y juntos fueron en busca de profundidades del bosque donde no los molestasen.

El demonio Garoth lo vio y sonrió, pues no solo los vio a ellos. Otro de los hombres del bosque vagaba por allí cerca, con un fervor erótico bastante repugnante, y vio a la pareja distraída en sus intereses.

El segundo fauno, zafio y de pelaje negro, con un pellejo que en ningún lugar estaba totalmente vacío de vello áspero, emitió un sonido rabioso incoherente y cargó contra ellos. La muchacha gritó asustada y se escondió entre la maleza, desde donde observó la escena con horror. Ambos machos iniciaron su lucha de inmediato entre forcejeos, a ratos erguidos, con sus músculos sobresaliendo por el combate, a ratos tendidos en la tierra revuelta que arrancaban con sus pezuñas. Durante un rato, el resultado de la pelea estuvo en el aire, pero pronto el marrón estaba retorcido en la hierba, con su sangre mancillando la suavidad de su bronceado gaznate, mientras que la criatura negra y áspera torcía sus labios como gusanos en un gesto de risa y mutilaba como un bárbaro el cuerpo aún con vida.

Garoth lo vio y también vio la huida de la muchacha por el bosque hasta llegar a su choza, detrás de la que su madre hacía la colada, y donde no la habían echado en falta. Y vio cómo las lágrimas caían en la mantequilla que se apresuró a batir.

Después, el demonio reflexionó lo que pudiera haber sido la moraleja del asunto y volvió a extender las alas en vuelo…

Hasta en los mares

Con H. P. Lovecraft

En lo alto de un acantilado erosionado descansaba el hombre, mirando a lo lejos, al otro lado del valle. Así tumbado veía a una gran distancia, pero en toda la seca extensión no había ningún movimiento visible. Nada se movía en la polvorienta llanura, la desintegrada arena de lechos de ríos secos desde hacía mucho, por los que antaño fluyeron los torrentes de la juventud de la Tierra. Había poco verdor en ese mundo definitivo, esa fase final de la prolongada presencia de la humanidad en el planeta. Durante incontables eones, la sequía y las tormentas de arena habían arrasado todas las tierras. Los árboles y arbustos habían dejado lugar a pequeños matorrales que persistieron gracias a su robustez; pero estos, a su vez, perecieron antes de la arremetida de ásperas hierbas y vegetación fibrosa y dura de extraña evolución.

El calor, siempre presente a medida que la Tierra se acercaba al sol, marchitaba y mataba con rayos implacables. No había llegado enseguida: habían transcurrido largos eones antes de que nadie hubiera podido notar el cambio. Y, a través de esas primeras eras, la forma adaptable del hombre había seguido una lenta mutación y se había modelado para encajar en el aire cada vez más tórrido. Entonces había llegado el día en que los hombres solo toleraban mal sus ardientes ciudades, y comenzó una recesión gradual, lenta, pero deliberada. Los primeros habían sido los asentamientos y las ciudades más cercanas al ecuador, por supuesto, pero luego hubo otras. El hombre, reblandecido y exhausto, ya no podía seguir soportando el calor, que aumentaba implacable. Lo abrasaba, y la evolución era demasiado lenta como para darle forma a nuevas resistencias en él.