SÒNIA HERNÁNDEZ

MANERAS DE IRSE

ACAN

ACANTILADO

BARCELONA 2021

CONTENIDO

Lisboa, una frivolidad

Rituales domésticos

He soñado que volaba

Génesis de fondo

La negación del aire

Mi prima mexicana

Un radical del no

«Say, say, say»

No hablar nunca más

Agosto

Balonmano y obsidiana en Teotihuacán

El león del duelo

Maneras de irse

LISBOA, UNA FRIVOLIDAD

Hace algunas semanas conocí a una astróloga. Fue un encuentro casual, pero me habló sobre cartas astrales y la gran cantidad de información que éstas ofrecen acerca de una persona a partir de la observación de la posición de los astros en el momento exacto de su nacimiento.

Pocos días después, visité una exposición dedicada a Fernando Pessoa en un centro importante de arte en la capital. En una de las primeras salas se habían instalado unas cuantas peanas con cartas astrales realizadas por el propio poeta portugués. No sé si la autoría se atribuía a alguno de sus heterónimos, o si por el contrario eran los mapas de las posiciones que los planetas mantenían cuando nacieron esos heterónimos y los había dibujado Pessoa. Pensaba que a efectos de la exposición eso era indiferente y yo tampoco había reparado en que, efectivamente, el significado de las cartas es muy diferente en los dos casos. La cuestión es que entonces pensé en todo lo que la astróloga me había explicado. También me habló de la morfopsicología: por lo que entendí, existe una técnica, o teoría o conjunto de saberes—hay quienes lo consideran una pseudociencia—que te capacitan para conocer la personalidad de un individuo a partir de los rasgos de su cara. Otra coincidencia: pocos días antes, yo te había estado hablando sobre la enfermedad neurológica conocida como prosopagnosia, que provoca que quienes la padecen no reconozcan las caras: perciben un conjunto de rasgos, pero no el rostro que forman en su conjunto, por lo que no lo asocian con la persona a quien representan.

Ya sé que tiene poco que ver con lo de la morfopsicología, pero me sorprende que estos temas surjan con poco tiempo de diferencia y acaben ocupando mi mente, como si me obligaran a analizar qué dicen de mí y de mi manera de percibir el mundo. No he asociado todos esos hechos hasta este momento. La astróloga morfopsicóloga me dijo que probablemente mis astros—o algo así, no pude retener todos los detalles de la explicación porque se produjo durante un encuentro casual en una celebración de una conocida común—han entrado en una conjunción regida por los cuerpos celestes que posibilitan el descubrimiento, la revelación y los nuevos aprendizajes. ¿No te parece sorprendente tener tan cerca todos estos misterios o explicaciones que por un momento parecen iluminarlo todo? Ahora pienso que tal vez me gustaría saber más sobre lo que tanto me cuesta recordar. Y pienso también que hubiese sido divertido, cuando jugábamos juntas, haber sabido algo acerca de todo esto, o haber fantaseado con la idea de que observando el dibujo de la posición de los astros en el momento de nuestro nacimiento podríamos entender muchas cosas sobre nosotras.

He estado pensando en la conjunción de los astros que permite nuevos conocimientos esta tarde, mientras me sorprendía la nitidez de los colores de los árboles de un parque por el que he estado paseando al salir de la consulta del oftalmólogo. Dice que sigo perdiendo visión, pero que no debo preocuparme, aunque sí es urgente que me haga pronto unas gafas nuevas. Tal vez la nitidez de los colores y la intensidad de la luz que percibía era fruto de las gotas que me ha estado poniendo durante la revisión de los ojos. El consejo del oftalmólogo me ha hecho pensar en lo que dijo la astróloga acerca de que los planetas están situados de modo que me ayudarán a ver cosas nuevas. También he pensado en las gafas de Pessoa. Son imágenes que coinciden en mi pensamiento estos días, por lo que no resulta difícil que se establezcan conexiones entre ellas.

Sin embargo, me detengo en la idea de que me encuentro en un momento en que, a pesar de mi progresiva pérdida de visión, he aprendido a ver. No otro sino éste es el tema tan misterioso del que te quería hablar. Sí, te propuse que viajáramos a Lisboa porque quería compartir la epifanía contigo. Te pareció una idea absurda, y tal vez lo era. Me dijiste que ahora todo el mundo quiere ir a Lisboa, que es un destino turístico excesivamente explotado, que está demasiado de moda, que incluso te parecía una frivolidad, y que no entendías por qué quería volver a Lisboa habiendo ido tantas veces.

Cuando te oí decir eso, recordé una de esas ocasiones en que viajé allí y tú no creías que fuera sola. Incluso lo consideraste una especie de traición, porque, si no iba contigo, forzosamente debía ser porque iba con otra persona. Pero yo entonces me estaba poniendo a prueba, era un viaje lleno de significados, como si fuese a pagar una deuda que, sin saber exactamente a quién, urgía ser saldada. Creo que todavía hoy piensas que no viajé sola, tú, que ni siquiera eres capaz de ir al cine sin compañía. Te aseguro que no fue nadie conmigo, ni me esperaba nadie allí. Sí sentí miedo por las noches, había calles en las que ni me atreví a entrar y adelanté un día mi billete de regreso.

O sea, que creo que saldé la deuda a medias, de una manera confusa y a todas luces insatisfactoria. Antes, hubo un verano que para mí debió haber sido el verano de Lisboa, pero no lo fue. Ahora me pregunto cuánto puede interesarte realmente esta historia. Quería volver contigo a Lisboa para ver de nuevo la ciudad con todos mis astros conjurados. No sé cómo vas a leer esto, pero quiero que entiendas la importancia que tiene para mí creer que por fin he aprendido a mirar. Pretendía sentir la ciudad ahora que ya sé ver. Charlando en la terraza del mirador de Santa Lucía sería capaz de hablarte de todo lo que he descubierto últimamente, porque hay conversaciones que sólo se pueden mantener cuando uno está de viaje, o en sueños. Intento convencerme de que mis últimos descubrimientos ya van a formar parte de mí para siempre, que no sólo no los voy a olvidar, sino que va a haber muchos más días de mi vida en que seré capaz de ver la luz de esta tarde. Ya tenemos más de cuarenta años. ¿Recuerdas cómo nos reíamos porque éramos incapaces de imaginarnos a esa edad? Ya hemos empezado a perder cosas. Yo cada vez veo peor. Me gustaría saber describir el color dorado transparente de la luz de esta tarde. Escribirlo con las palabras acertadas sería una manera de fijarla, de poseerla.

Tal vez tenías razón y el viaje a Lisboa justo en este momento era una idea disparatada. Nunca hemos hecho un viaje juntas, aunque era una de las cosas que nos prometíamos cuando éramos incapaces de imaginar cómo seríamos a los cuarenta años. Ahora parece que es difícil hacerlo. Y lo de Lisboa te parece una frivolidad. Otra coincidencia: el que había de ser el verano de Lisboa, cuando me propuse viajar allí por primera vez, también se acabó imponiendo una idea parecida a esta tuya de ahora. Como tú, entonces nadie creía que nosotros solos podríamos llegar hasta la capital portuguesa. Yo había empezado a leer el Libro del desasosiego, aunque tal vez no comprendiera casi nada. ¿Recuerdas cómo nos gustaba imaginar el contenido de los libros de la biblioteca de casa sólo a partir del título del lomo? Deberíamos haber escrito alguna de aquellas historias. Algo parecido había hecho yo con el libro de Pessoa: a partir de la musicalidad de los fragmentos, había inventado todo el contenido y necesitaba imperiosamente ir a Lisboa.

Estaba empezando a construir un primer mito que tenía que funcionar a modo de mapa o guía, rodeado de una especie de rito fundacional. Había oído hablar de sus calles de adoquines, llenas de nostalgia, y sabía que lo que Pessoa había escrito era melancólico y triste. Y yo quería sentir todo aquello. A nosotras siempre nos pareció que en la vida ocurrían acontecimientos maravillosos, pero que extrañamente nunca nos sucedían a ti ni a mí. Sin embargo, éramos capaces de imaginarlo todo.

Yo estaba dispuesta a romper ese hábito del acontecer que nos negaba las vivencias transformadoras a través de las que todos los demás crecían. Pero para llegar a Lisboa, primero había que pasar por el calor silencioso de La Campana. Alejandro dijo que desde aquel pueblo sería más fácil, podíamos encontrar a alguien que nos ayudara a llegar. Era yo quien necesitaba ir a Lisboa, pero, como solía hacer entonces, había delegado la organización del viaje en él.

Alejandro pensó contar con la ayuda de una mujer. Pero ella, como tú ahora, creyó que viajar a Lisboa era una frivolidad. Aun así nos acogió en su casa. Me gustaría poder describir, además del dorado transparente de la luz de esta tarde, la atmósfera que encontramos allí. La recuerdo muy bien a pesar de todos los años que han pasado. El pueblo se hallaba en una colina muy seca. Las casas parecían excavadas en la ladera. En lo alto estaban las ruinas del castillo y de la iglesia campanario. Apenas quedaban unas piedras, pero los pocos habitantes que resistían contaban con orgullo que aquellos escombros habían sido uno de los lugares más destacados de la provincia, porque desde lo alto se avistaba la llegada de los extraños que querían invadir su territorio. Aquel verano la mayoría de las casas que cubrieron en algún momento la colina también estaban en ruinas. Era obvio que no habían sabido protegerse de las amenazas. Las personas que deberían haber defendido aquellos hogares se habían ido a vivir a ciudades con mar o donde hubiera algo que hacer. Pero se mantenía intacto el orgullo por el castillo.

En la casa de La Campana donde habitamos unos días era difícil respirar. Además de la mujer que nos había acogido, supe que había otra en una habitación adjunta al comedor. Ahora, cuando se me vuelve a representar su imagen, pienso que es imposible que aquellas mujeres conocieran la palabra frivolidad. No eran necesarios los conocimientos de la astróloga en morfopsicología para adivinar el tipo de vida que habían llevado. La primera mujer nos dijo que debíamos presentar nuestros respetos a la otra. Estaba sentada en una silla, junto a una mesita cubierta por un blanquísimo mantelito de ganchillo blanco que parecía brillar en la sofocante habitación en penumbra.

La década de los noventa del siglo XX había empezado y yo estaba allí con Alejandro porque desde La Campana iba a ser más fácil llegar a Lisboa. Eso había dicho él, y yo le había creído. Me encantaría contarte esta historia de una manera más amena. Es fantástico cuando nos reímos juntas y tú dices que tengo mucho humor. No sé si en la terraza del mirador de Santa Lucía te hubiera contado esta historia tan lóbrega. No, prefiero imaginarnos inmersas en una claridad parecida a la que me ha sorprendido esta tarde.

Después de mirarnos fugazmente, la mujer sentada junto a la mesita del mantelito blanco, devolvió la mirada al vacío. También ella parecía agobiada por el calor. Iba vestida de negro. Tenía los ojos muy irritados. Su postura, o la densidad de la atmósfera, hacía pensar que llevaba muchísimo tiempo en la misma posición. Había algo mecánico e inmóvil en la escena. La otra mujer, la que nos había acogido para llevarnos hasta aquella habitación, también vestía de negro y se sentó muy cerca de la de los ojos irritados. La miraba piadosamente. Déjame que utilice este adjetivo convertido en adverbio, aunque tú y yo hayamos discutido tantas veces sobre el significado del sustantivo piedad. Creo que todavía no lo entiendo. Por eso no me gusta utilizar ese concepto, y sin embargo ahora no se me ocurre otra palabra para describir la actitud de la mujer que no podía haber dicho de ninguna manera que Lisboa es una frivolidad porque seguramente desconocía el sustantivo. Tal vez dijo que le parecía un capricho.

¿No te parece que pasamos una gran cantidad de tiempo repitiendo frases que ya existen? ¿Crees que de verdad las posibilidades son limitadas y que existe un número exacto de oraciones que podemos decir?

La mujer que desconocía la palabra frivolidad miraba piadosamente a la otra. Pensé que eran hermanas. Obviamente las unía un lazo familiar, aunque no tan estrecho como el nuestro. ¿Por qué no me acompañaste tampoco aquel verano? La mujer de la mirada perdida no había salido nunca de La Campana, así que el único territorio que había visto era el que se alcanza desde lo alto del castillo, desde donde es posible vislumbrar cómo amenazan los extraños. La otra mujer, la que nos había acogido, emigró a una ciudad de costa justo después de casarse y de que su flamante marido consiguiera una plaza de maestro. Pero había regresado a La Campana a cuidar de la otra.

En aquella tarde sofocante de verano, además de mirarla de forma piadosa, de vez en cuando extendía un brazo para acariciar suavemente el de la otra mujer. Un gesto de solidaridad, de reconocimiento de su dolor. Cada vez que se producía ese movimiento, la de los ojos irritados rompía a llorar. Nosotros habíamos ido a presentarle nuestros respetos y a presenciar su dolor. Ella apretaba las manos, entre las que sostenía un pañuelo, tan blanco como el mantelito de ganchillo. De vez en cuando, agarraba la foto enmarcada que estaba sobre la mesa y el mantelito y en la que aparecía una joven. De la misma manera que recuerdo con claridad los rostros de las dos mujeres de negro, no conservo ninguna imagen de la cara de la joven de la fotografía. Aquel retrato daba sentido a la escena y era lo que había motivado nuestra visita. El dolor que se propagaba alrededor de la imagen era el motivo por el que Alejandro y yo tuvimos que presentar nuestros respetos, pero no recuerdo nada de ella en absoluto: ni el color de los ojos, ni la forma de su cabello, ni siquiera si sonreía en la foto. Han pasado más de veinte años, y yo todavía tardaría mucho tiempo en aprender a mirar. Además, esta escena ha estado escondida en mi memoria; mejor dicho, en mi no-memoria, porque durante años no ha existido. Ahora recupero en mi mente las ojeras de la mujer que nunca salió de La Campana, el calor de aquella salita, pero no el rostro de la joven que era la piedra angular de la escena.

Estábamos obligados a respetar y observar el silencio y el dolor de la mujer del pañuelo. Impensable ni siquiera hacer preguntas ni ningún gesto similar al de la otra mujer al tocarle el antebrazo. La chica de la fotografía era tan joven como Alejandro y como yo. Eso sí lo sabíamos. Nosotros nos encontrábamos allí ante ella, preparando un viaje que tenía que ser importante, pero la adolescente que apenas si había salido de La Campana ya no estaba. Eso se deducía enseguida. De los pocos lamentos que escuchábamos, se podía colegir algo de la desgracia que se había cebado sobre ella. Era mejor no recordar su rostro. El de las dos mujeres, sin embargo, los recuerdo perfectamente.

Fue una tarde interminable. La chica había decidido acabar con todo. Por entonces, yo había sufrido muy pocas muertes a mi alrededor. Me costaba respirar, pero ninguna de aquellas dos mujeres se iba a preocupar de cómo nos sintiéramos nosotros; el único punto de atención era una fotografía que acabó por adquirir la misma presencia intimidatoria de un cadáver. En otros tiempos y en otros lugares la convivencia con la muerte resulta más natural y cotidiana. ¿Por qué no me acompañaste en aquel viaje tampoco? Por aquella época, a pesar de la aparición de Alejandro en escena, solíamos hacer muchas cosas juntas. Tal vez tú sí que te habrías asegurado de que llegáramos a Lisboa.

El silencio de la mujer de los ojos irritados era mucho más elocuente que sus lamentos. Lo de su hija había sido una tragedia, había tenido muy mala suerte; en un pueblo como aquél no solían pasar aquellas cosas, pero le tuvo que suceder a su hija. Ahora reparo en que si la chica era su hija, ella probablemente no era la anciana que yo recuerdo. Es más, quizá sólo era un poco mayor de lo que somos nosotras ahora. La represento en mi memoria con el pelo blanco, pero no era su abuela. Ni la madre ni la hija habían vivido nunca en otro lugar que no fuera La Campana, a pesar de que desde allí resultaba fácil llegar a Lisboa. Pero es probable que ninguna de ellas estuviera interesada en la melancolía ni en ninguna de las experimentaciones de las que habla Pessoa. La chica tuvo su propia desgracia en un pueblo donde no sucedía nada, donde era imposible cultivar nada porque la tierra es muy seca, donde la mayoría de las casas—igual que el castillo—se estaban derrumbando y donde se apreciaban muchísimas estrellas en aquellas noches de verano como las que yo pasé allí para llegar a Lisboa.

La chica de la foto no había aguantado más y se había quitado la vida. Creo que en el tiempo interminable que pasamos ante la madre que parecía una anciana, presentando nuestros respetos, estuve preguntándome de qué modo pudo hacerlo. Tal vez la mujer balbució alguna pista. Yo me preguntaba de qué manera se había ido. También pudo tratarse de una decisión definitiva, un fatal acto de rebeldía y rechazo hacia las cosas que no sucedían nunca en aquel pueblo.

De haberse encontrado en una situación parecida, la astróloga que sabía de morfopsicología habría recordado los rasgos de la cara de la chica, sus tristezas y sus heridas; y de haber llegado a tiempo, podría haber ayudado a evitar su final. ¿Por qué enlazo en causas y efectos imposibles acontecimientos sucedidos con tanto tiempo de diferencia que parece como si hubiesen ocurrido en vidas diferentes? Quizá porque necesito convencerme y convencerte de que efectivamente he aprendido a mirar y que ya no tengo tanto miedo, o por lo menos no tanto como cuando necesitaba que fuera Alejandro el que decidiera el mejor camino para llegar a Lisboa. Me proporciona una cierta paz absurda pensar que si la chica de la foto sin rostro hubiese podido detectar en su mapa astral la tragedia que la merodeaba, hubiese sabido que le convenía tener cuidado y desconfiar de las melancolías y las nostalgias heredadas que conmueven como los fados, aunque no se entiendan. Así, podría no haber sentido la fatal necesidad de irse. Algunas melancolías inmovilizan y te convierten en algo parecido a una piedra, como las que se amontonaban en la cima de la colina donde en otro tiempo hubo un castillo. ¿Crees que todo esto supone algún aprendizaje? ¿Es una historia con moraleja?

Aquel verano era muy joven y casi todo me daba miedo. Por eso, el título Libro del desasosiego, paradójicamente, me apaciguaba y me animaba a imaginar lo que podía ser una vida, porque en aquellas páginas el desasosiego no podía ser nada malo: algo así como una emoción que garantizaba mucho conocimiento y mucha experiencia y que te ayuda a continuar. Tú y yo nos refugiábamos con frecuencia en la biblioteca de casa. Reescribimos muchos libros a partir de lo poco que sabíamos o que habíamos escuchado en las conversaciones de los adultos. Lo más importante era la musicalidad de las palabras. Ahora pienso que la conjunción de muchas de ellas funcionó como una suerte de carta astral. Conceptos idénticos a astros cuya posición determina el mundo mental e imaginativo en el que íbamos a desarrollarnos. Tal vez, como a la chica de la foto, si la astróloga que conocí hace poco nos hubiese dibujado los planetas que regían en el cosmos en el momento de nuestro nacimiento, habríamos estado advertidas y nos habríamos protegido mejor de todo lo que vino después. No estoy insinuando que vaya a pedirle ahora que dibuje mi carta astral, pero sí que me propongo seguir buscando la luz dorada y transparente de esta tarde. Sigo pensando que una luz como ésta debe regir sobre el mirador de Santa Lucía. Lástima que la idea de viajar a Lisboa te parezca una frivolidad.

RITUALES DOMÉSTICOS

Últimamente, hago la cama cada mañana. Primero, ventilo bien la habitación para que no quede ningún rastro de ningún olor relacionado con el cuerpo. Luego, después de sacudirlas, estiro muy bien las sábanas. Tenso la tela y paso la mano para eliminar cualquier posible resto de arruga.

Cuando regresé a casa decidí que todas las noches encontraría la cama hecha antes de ir a dormir. Así parece como si me recibiera mejor, como si anunciara algo agradable que disipa cualquier amenaza. Cuando era una niña, pasaba mucho miedo durante la noche. Lo peor era el momento en que se apagaba la luz y se extinguían los sonidos en la casa.

Hacía tiempo que ya no me daba miedo ir a dormir, pero hoy temo que los bichos de la humedad se hayan colado entre las sábanas que tan a conciencia he estirado esta mañana. Hay personas que les llaman pececillos de plata, pero yo opino que no es un nombre que les corresponda. Un pececillo de plata evoca un cuento lleno de fantasía que le cuentan a los niños antes de dormir para que no tengan pesadillas y sueñen con animalillos mágicos que les protegen con la magia de su amistad.

En esta casa hay bichos de la humedad y de todo tipo, por todos lados. Porque está rodeada de jardines frondosos y recibe muy poco sol. Nuestro jardín está bastante abandonado; sería preciso arrancar las malas hierbas que lo cubren y que han crecido tan altas por doquier. Siempre hay muchas tareas pendientes aquí. Ya lo sabía antes de venir, y entonces pensaba que tendría fuerzas para hacerlo todo. No es que me desagrade, es sólo que ahora, una vez aquí, me doy cuenta de que son muchísimas las tareas de cada día.

Lo peor es el olor. Desde el primer día, en cuanto entré, fui consciente de que había algún problema grave con las cloacas o los desagües: es un terrible olor a putrefacción. De la misma manera que lo percibo yo, deben de hacerlo los demás, aunque nadie se ha quejado.

Pronto empezaré a despejar los rincones. Es posible que, al agitar trastos y bártulos, aparezcan y se revuelvan muchos, muchísimos bichos de la humedad como los que están minando mi cama en estos momentos. No me gustaría tardar mucho más en ir a acostarme. Dudo que pueda esperar a que los insectos salgan de entre las sábanas. ¿Qué podría hacerles salir? Ignoro si son agresivos, si pican o contagian enfermedades más allá de la repulsión que provocan. Creo que se alimentan de tejidos, como las polillas. Si hay personas que les llaman con un nombre tan cariñoso como pececillos de plata debe ser porque no provocan demasiadas molestias. De todas maneras, si he de dormir en una cama repleta de alimañas, lo haré, cosa que, en efecto, es muy diferente a un niño que cae en el sueño pensando que está rodeado y protegido por mágicos peces de plata. No tendré ningún problema para dormir entre insectos. Ya sabía a qué me enfrentaba si regresaba aquí. Con el tiempo, he aprendido que hay muchas personas a las que no les preocupa ese tipo de cosas que para otras hacen casi imposible la existencia. Hay que aprender a no mirar hacia lo que nos resulta nocivo.

Voy a empezar a poner orden. No se trata de comenzar de nuevo. He regresado a la que es mi casa, aquí puedo seguir siendo quien era antes de irme e incluso mientras estaba fuera. No va a haber nada nuevo, sino todo lo contrario: voy a recuperar lo mucho o lo poco que ya tenía antes de irme.