© Sergio Lotauro
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Lotauro, Sergio
Políticamente incorrecto : reflexiones inconvenientes para surfear el presente / Sergio Lotauro. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Grupo Abierto Libros, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-47891-7-4
1. Inteligencia Emocional. 2. Autoestima. 3. Feminismo. I. Título.
CDD 152.401
Contenidos
Prólogo de Tipito Enojado
Introducción: Patear el tablero de la corrección política
Estrés
Autoestima
Fanatismo
Autoestima II
Opinión
Gente tóxica
Partidismo
Pensamiento
Interpretación
Emociones
Inteligencia
Ofendiditos
Género
Estupidez
Género II
Ciencia
Pseudociencia
Neurocosas
Feminismo
Religión
Patriarcado
Enamoramiento
Patriarcado II
Duelo
Violencia de género
Castigos
Psicoanálisis
Aprendizaje
Belleza
Tinder
Status social
Salud mental
Optimismo
Amabilidad
Bondad
Límites
Libre albedrío
Fracaso
Responsabilidad
Propósito
Éxito
Palabras finales
Para saber más sobre estos temas
Si la vida fuera un juego de esos que tenemos en el teléfono, vivir en la Argentina sería hacerlo en el “modo difícil”, sin batería y en el fondo de un río.
Inflación, inseguridad, corrupción, desempleo, mala educación, mala salud, impunidad, narcotráfico, corrupción de nuevo, pandemias y pobreza son solo algunos de los problemas que cada uno de nosotros padecemos día a día. Y si por alguna razón milagrosa ninguno nos afecta, a alguien de nuestro círculo seguro que sí.
La Argentina es, sin duda, un barco que se hunde. Y esto no es una exageración, porque nuestros problemas no son el resultado de un castigo divino o un desastre natural sino de políticos, sindicalistas, funcionarios, jueces, empresarios o algún pariente de alguien. Que se entienda que no estoy culpando a los parientes, sino a las pésimas decisiones que toman quienes ocupan cargos por impericia, complicidad o porque son testaferros de quienes solo defienden sus intereses o los de su entorno.
Incluso si ustedes, queridos lectores, son el mesías que este país estaba esperando, van a ser el mesías de una sola cosa, quizás el que acabe con la inflación, o el que mejore la educación, o quien termine con el desempleo, porque, lamentablemente, una vida no alcanza para cambiar todo lo que es necesario.
Es hora de que empecemos a aceptar algo: algunos de nuestros problemas son inevitables, sin embargo, gracias a esa inevitabilidad, puede que dejen de ser “problemas” y muten hacia algo distinto.
Vayamos a un ejemplo poco feliz: supongamos que en un terrible accidente perdemos una pierna. Nuestra vida se volverá exponencialmente más compleja porque perder un miembro significará también limitar la cantidad de trabajos que podremos hacer, será sumar tiempo a las tareas más sencillas como preparar un café o subir las escaleras, será frustración, depresión, estrés, inseguridad, etc. Y todo eso, sin solución.
Sin embargo, esa última condición, la de que no tiene solución y es inevitable, es lo que puede cambiar todo. Cuando algo no tiene solución o el alcanzarla escapa a nuestras posibilidades, nuestro problema no es más un “problema”, sino que es una condición.
No hay nada que podamos hacer para que nuestra pierna vuelva a crecer, o para que termine la pobreza, la inseguridad o la pésima calidad de la educación. Frustrarnos por no poder hacer nada es, literalmente, hacerse un problema de un problema. O, lo que es lo mismo, un problema autoimpuesto.
Y ojo, no digo que el solo hecho de aceptar la inevitabilidad de un problema nos libere, sino que la constante tortura sí va a empeorar el resto de los problemas que tienen solución.
La incomprensión ante lo inevitable vuelve lo evitable más difícil de evitar. Y no es un juego de palabras.
Acá es donde entra este libro, no es una solución a todos nuestros problemas, sino una descomposición de ellos para que podamos detectar exactamente en qué punto la realidad dejó de golpearnos y empezamos a flagelarnos por lo inevitable.
Este libro es una guía práctica para ver qué problemas pueden ser resueltos y cuáles son simplemente una condición.
Espero que lo disfruten tanto como yo.
Cordialmente,
Tipito Enojado
https://www.youtube.com/TipitoEnojado
INTRODUCCIÓN
DE LA CORRECIÓN POLÍTICA
Tan pronto como la gente se entera de que soy neuropsicólogo, una expresión de extrañeza se dibuja en sus caras como si acabaran de escuchar que soy marciano o algo parecido. Una vez superada la sorpresa inicial y cuando les explico de qué se trata mi profesión, invariablemente ocurre lo mismo: una catarata de preguntas relacionadas con la mente humana. No importa si ocurre en una fiesta, en un taxi o en la cola de un banco: las personas quieren saber qué pueden hacer para resolver sus problemas.
Todas esas preguntas tienen un común denominador: se refieren a cómo pensamos y nos comportamos en el día a día. En pocas palabras, aluden a la vida misma.
Nuestra conducta es el software que corre sobre un hardware, un soporte físico que no es otro que el cerebro. Esta es, en parte, la razón por la que decidí escribir mis dos primeros libros en los que me propuse dar respuesta a muchas de esas preguntas que con frecuencia me hacen pacientes, alumnos y también seguidores que me contactan a través de las redes sociales.
Sin embargo, para este tercer libro la motivación fue otra.
Desde hace unos años vengo notando una marcada tendencia a la polarización en la forma de pensar. Se ha instalado y enquistado la idea de que hay una manera correcta de considerar los diferentes problemas que nos aquejan como sociedad. La que no coincida con esa forma es incorrecta.
Y esto implica en sí mismo un nuevo problema, o más bien, un meta problema, pues se erige por encima de todos los demás, los engloba, y no solo no nos ayuda a resolver nada, sino que nos arrastra a un estado de mayor de enojo, desesperanza y frustración, justo en un contexto social e histórico en el que el mundo necesita que seamos inteligentes, creativos, críticos y que procuremos ver las dificultades de la vida cotidiana desde un ángulo diferente, no convencional, libre de la influencia, siempre nefasta, del pensamiento único.
Necesitamos aprender a tomar distancia del miedo, de la inflexibilidad, del fanatismo y de las ideas preconcebidas por otros como políticamente correctas.
Es por esto que me decidí a escribir estas reflexiones que reflejan mi manera de pensar sobre diferentes temas de actualidad, como el estrés, la autoestima, la inteligencia, la ciencia, el feminismo, la bondad, las emociones, el amor y la salud mental. Queda claro que no pretendo agotar en su complejidad ninguna de estas cuestiones, sino dar el puntapié inicial para que el resto corra por cuenta de ustedes.
Tal vez les parezca que los distintos temas que abordo no guardan relación entre sí. Sin embargo, hay un hilo conductor implícito. Confío en que, al finalizar la lectura, podrán ver la imagen completa que muestra el rompecabezas ya armado en su totalidad.
En tiempos en que la corrección política lo ha invadido todo (cine, televisión, teatro, medios de comunicación, literatura) busco desmantelar creencias e ideologías fuertemente instaladas en nuestra sociedad. No lo hago por capricho o para provocar porque sí, sino a partir, la mayoría de las veces, de investigaciones y de datos que provienen de la filosofía, la sociología, la psicología experimental y una pizca de neurociencia cognitiva.
Entiendo que mi mirada es poco complaciente y que, tal vez, a muchos les termine pareciendo incómoda o irreverente. Es probable también que, en ocasiones, sientan que lo que están leyendo desafía el sentido común y la sabiduría convencional. Dicho sea de paso, estas dos formas de conocimiento, con frecuencia, suelen llevarnos por el mal camino.
Por el contrario, en otros capítulos tal vez se sientan identificados y descubran en esas páginas a un interlocutor o a un vocero para gente que se autocensura o reprime su forma de pensar, que no se atreve a manifestar su opinión por temor al “qué dirán” o al escrache mediático, tan en boga en estos tiempos.
Pregono la idea de que podremos salir adelante, tanto a nivel individual como social, cuando podamos renunciar el pensamiento colectivo, desarrollar al máximo el juicio crítico y asumir nuestra responsabilidad en cada una de las cosas que hacemos. Esa es parte de la premisa principal que ofrece este libro y que, a partir de ahora, desarrollaremos en las próximas páginas.
Debemos buscar la manera de redoblar energías y evitar sustituir el esfuerzo que conlleva pensar por nuestra cuenta en contra de las conclusiones impuestas por alguien más y que, en general, llevan agua para su propio molino.
Los invito a que nos atrevamos a encarar este desafío.
1
Riesgo país por las nubes, dólar fuera de control, inflación galopante, crisis económica permanente, corrupción en todos los estratos de la vida cotidiana, incertidumbre laboral, desigualdad social en aumento, altos índices de criminalidad y otras calamidades crónicas nos llevan a la conclusión inexorable de que no hay salida y nos hunden en un estado de desesperación. Es lo que algunos psicólogos llaman, con acierto, estado de indefensión.
En un contexto como este, recurrente en la Argentina, signado por el estrés constante, lo primero que debemos saber es que, en el plano cognitivo, desaparece la capacidad de pensar con claridad, de proyectar y de anticipar las consecuencias de nuestras decisiones y conductas.
Vamos de mal en peor desde hace décadas y, desde un punto de vista fisiológico, tiene sentido que así sea. Es un círculo vicioso, en el que el estrés atenta contra el buen desempeño del cerebro y, a su vez, un cerebro que no funciona bien nos lleva a tomar malas decisiones y a que nos carguemos aún más de tensión.
Vivimos estresados y el estrés nos pone en modo supervivencia. Las áreas pensantes y reflexivas del cerebro se bloquean y toman el control otras regiones asociadas a la subsistencia. Se trata de una ecuación de economía mental en la que todo lo innecesario se desactiva, incluida la capacidad de planificación a futuro, y que nos deja a merced de la inmediatez del presente.
Alcanzado este punto, tomamos cualquier oportunidad pasajera que aparezca, por más nociva que sea, para que nos proporcione algo de alivio temporal: cigarrillo, alcohol, drogas, sexo casual, redes sociales y la televisión basura se encuentran entre lo más nefasto, común y extendido.
Si nos estamos ahogando, es natural que nos agarremos del primer tronco que pasa flotando. Es así como nos volvemos reactivos, impulsivos, caemos en los brazos de la gratificación instantánea y tomamos malas decisiones. Cuando todos nuestros recursos intelectuales son reclutados al servicio de la supervivencia nos consumimos en nuestra propia estupidez.
Entramos en un estado de pesimismo y esto hace que se dispare la tasa de enfermedades mentales y de trastornos psicológicos.
Inmersos en este contexto, no debería extrañarnos que en los últimos años se hayan multiplicado exponencialmente los casos de depresión, ataques de pánico y otras bellezas psicológicas asociadas a la incertidumbre y la sensación de que no tenemos el control de nuestra vida.
Terminamos viviendo a la defensiva, esperando todo el tiempo que algo malo ocurra, con la sensación de que la catástrofe está agazapada y nos acecha a la vuelta de la esquina. Y pocas cosas tolera tan mal el ser humano como la amenaza permanente. Y eso es, ni más ni menos, lo que en los inicios del siglo XXI ofrece la Argentina: amenaza permanente.
La falta de previsibilidad y el miedo disminuyen drásticamente los niveles de serotonina del cerebro. Un déficit crónico de este neurotransmisor implica una hecatombe mental y física: es lo que se encuentra en la base de la inseguridad personal, la falta de confianza en uno mismo, la irritabilidad generalizada, la hostilidad hacia el prójimo a propósito de nimiedades y el debilitamiento del sistema inmunitario. Esto, a su vez, acarrea una mayor prevalencia de enfermedades de todo tipo, infelicidad a la orden del día y varios etcéteras que desembocan inevitablemente en una disminución en la expectativa y calidad de nuestra vida.
Sí, esto último también es real: los argentinos vivimos en promedio cuatro años menos que nuestros vecinos chilenos y siete años menos que nuestros parientes italianos y españoles.
Todo lo anterior lleva, como veremos en los próximos capítulos, a que se deteriore nuestra autoestima y seamos más vulnerables ante propuestas poco inteligentes pero manifestadas con aparente convencimiento y orgullo, como la que ofrecen el partidismo, la ideología y la religión.
Alcanzado este punto, acorralados y con nuestro sentido de valía personal hecho añicos, es natural y esperable que procuremos sentirnos mejor apelando al consuelo y la fortaleza que provee el grupo.
Las causas mayores, sobre todo las que ofrecen ideas certeras, aunque muchas veces también mal concebidas, o rígidas e inflexibles, como las que en general pregonan las ideologías, pueden ser terriblemente seductoras y se nos presentan como el antídoto perfecto a la soledad, el temor y el desamparo.
Ahora bien, imaginemos que vamos caminando por una calle solitaria y de repente nos encontramos asediados por un posible ladrón o un depravado sexual.
¿Qué hacemos? Lo típico, y con mucho sentido, es que procuramos huir hacia un lugar público, intentamos refugiarnos en algún sitio atiborrado de gente de manera tal que podamos ganar seguridad y sentirnos protegidos.
¿Qué ocurre si quitamos de la ecuación al ladrón y lo reemplazamos por otra forma de amenaza, como puede ser un estado más sutil pero generalizado de inseguridad, sustentado en tasas crecientes de criminalidad en las calles? ¿O la posibilidad de quedarnos sin empleo ante una crisis económica brutal e indiscriminada? ¿O el miedo a enfermar en un contexto donde prima un sistema de salud precario e ineficaz que sabemos que nos dejaría abandonados a nuestra propia suerte, tanto a nosotros como a nuestros seres queridos? ¿O una presión impositiva atroz, superior a la de los países desarrollados, que pone en jaque nuestra empresa o emprendimiento sin que nos devuelvan ningún beneficio a cambio?
El común denominador a todos estos escenarios posibles es el estrés. Y en países como la Argentina, más que escenarios posibles son todos escenarios reales, verificables, día tras día. No algunos, todos.
El estrés hace que corramos hacia el calor de las masas, que nos refugiemos en cualquier grupo pincelado con ideas marketineras y seductoras, como la contención, la camaradería, el consuelo y la promesa de protección.
Así se alimentan las sectas. Pero también el partidismo político, el feminismo radical, el fundamentalismo religioso e, incluso, muchos deportes.
La razón por la que adherimos ciegamente a los grupos en contextos de incertidumbre y estrés es porque necesitamos con urgencia llevar algo de solidez a nuestra autoestima tambaleante y nuestra estructura psíquica deteriorada.
Y como una cosa lleva a la otra, en una especie de efecto dominó imparable, las otras personas, esas que están paradas en la vereda de enfrente y militan en el grupo antagónico, se convierten de manera automática en nuestro enemigo, cuando en realidad no lo son: simplemente se trata de seres humanos tan vulnerables y asustados como nosotros, que hacen lo que pueden con sus debilitados recursos personales.
No debemos crucificarlos ni quemarlos en la hoguera por herejes, aunque lamentablemente esto es lo que se observa a diario.
No digo que sea sencillo ya que, como vimos antes, vivimos sumergidos en un estrés omnipresente que ahoga las áreas reflexivas del cerebro. Sin embargo, pienso que el camino es procurar aceptar la responsabilidad por la propia vida. Culpar a los demás o al contexto no es un enfoque adecuado ya que no nos permite que nos hagamos cargo de nuestros propios errores y, si aspiramos a mejorar, conviene que prestemos atención a aquellos aspectos de nuestra vida sobre los que tenemos algún grado de control.
El camino que tenemos por delante puede que sea largo y sinuoso, pero también puede ser gratificante.
2
Antes que nada, es necesario que hablemos de qué es la autoestima.
Para decirlo de una manera simple, la autoestima es la opinión que tenemos de nosotros mismos.
¿Cómo llegamos a construir esa opinión? Así como observamos el comportamiento de los demás y a partir de allí nos formamos una idea sobre las características que definen a esas personas, en parte utilizamos el mismo procedimiento respecto de nosotros mismos. Extraemos conclusiones sobre cómo somos, sobre cuáles son nuestras virtudes y defectos, qué fortalezas y debilidades tenemos, luego de observar, durante años, cómo nos desempeñamos en las diferentes áreas de la vida cotidiana. Sobre este punto voy a volver en detalle más adelante, sobre el final del libro.
Las personas con baja autoestima, por definición, tienen una pobre opinión de sí mismas. Y el problema radica en que eso las lleva a creer que los demás las ven como ellas mismas se observan, es decir, de una forma muy desfavorable.
Como veremos en los capítulos siguientes, caen en la trampa del razonamiento emocional y dan por sentado que, si se sienten poco inteligentes, interesantes o atractivas, es porque necesariamente tienen que ser poco inteligentes, interesantes o atractivas.
Lo que luego sigue (invariablemente) es el auto reproche. Se dicen a sí mismas cosas nefastas, horribles, como si le hablaran al más despreciable de los seres humanos. Y esto constituye una extraña paradoja ya que a nadie se le ocurriría, en la vida real y a los fines prácticos, escribirse una carta descalificadora o enviarse un WhatsApp lleno de insultos, para luego leerlo y ofenderse. Sin embargo, eso es exactamente lo que hace la gente con baja autoestima: se critica, se desprecia, se trata como basura, y luego se siente mal, derrotada y angustiada, convencida de que no vale nada.
Hay un doble parámetro implícito aquí. Si les dijera que son ignorantes, fracasados o incapaces de hacer algo bien en sus vidas, con seguridad se defenderían con vehemencia, argumentarían que estoy equivocado y buscarían evidencias concretas entre sus recuerdos para demostrarme que no tengo razón.
Pero quien posee una autoestima deteriorada pierde de vista que su propia opinión negativa no es la realidad, sino tan solo una opinión posible entre tantas otras.
Y es fácil que esto ocurra, ya que, como esta idea negativa es producto de su propio pensamiento y el pensamiento es un proceso invisible del que no llegamos a tomar plena conciencia, quien posee baja autoestima termina por confundir lo que él cree con lo que creen los demás.
Como corolario debemos decir que, incluso, en muchos casos (sino en todos) nuestro sentido de valía personal es irrelevante a los fines prácticos. Por el contrario, tiene mucho más peso la opinión que se han forjado sobre nosotros los demás o la reputación que tenemos ante ellos.
Me explico: si cuando nos miramos al espejo no nos gusta lo que el reflejo nos devuelve porque nos vemos gordos, viejos o feos, al tiempo que nuestra pareja nos ve como un ser angelical, un adonis creado con la mejor materia prima del Olimpo, entonces lo único que realmente importa para que la relación funcione es su opinión y no la nuestra. Por lo tanto, no deberíamos contradecirla.
Si nuestro jefe nos considera como uno de los mejores empleados que tiene la compañía, pero nosotros no estamos conformes con nuestro desempeño laboral, nuevamente lo único que cuenta para que conservemos nuestro trabajo es la opinión de quien en primer lugar nos ha contratado, no la nuestra. No deberíamos ponerlo en tela de juicio, sino más bien tratar de incorporarlo e internalizarlo.
Me encantaría poder saber de todos mis lectores, pero eso es imposible. No los conozco, por lo tanto, no puedo saber cuán fuerte o débil es su autoestima. No obstante, alcanzado este punto, voy a aventurar una hipótesis. Tal vez se sientan identificados (tal vez no), pero es algo que, en general, observo entre mis pacientes.
Nadie nos conoce mejor que nosotros. Si hay algo en lo que nos consideramos expertos, es en nosotros mismos. Llevamos un inventario de todas las malas decisiones que tomamos a lo largo de la vida, conocemos al detalle cada defecto que marca nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestra personalidad. Sabemos de nuestros miedos, culpas y vergüenzas como nadie más sabe.
Lo que está vedado para la mayoría de la gente, por mucho que nos conozcan, para nosotros es moneda corriente. Nuestras imperfecciones nos acompañan adonde vayamos, no podemos librarnos de ellas.
Ese conocimiento profundo, miserable (y la imposibilidad de compararlo en un plano de igualdad con el resto de los mortales), es tal vez la base para que sintamos que somos seres indignos. Como no podemos contrastarlo con los demás, y normalmente los demás tienden a mostrar en público su lado más brillante y luminoso, es fácil caer en la fantasía de que nuestras debilidades son solo nuestras y, también, muy evidentes.
Pero la dinámica es una trampa, una estafa mental. El truco radica en que los demás tienen con seguridad tantos muertos en su ropero como nosotros en el nuestro, solo que no lo sabemos, ya que nadie sube a sus historias de Facebook o Instagram sus fracasos más estrepitosos, solo exhiben sus éxitos o aquello de lo que están orgullosos. Incluso, muchas veces, lo que las redes sociales muestran es una falacia rotunda.
La clave está en no perder de vista que los otros son, con seguridad, tan calamitosos como nosotros, pero también debemos procurar aceptar nuestro lado oscuro y falible con naturalidad, incorporarlo a nuestra personalidad como elemento constitutivo y capitalizarlo de la mejor manera posible.
No digo que sea fácil. Tal vez necesitemos hacer terapia, pero definitivamente no es una utopía. Vale la pena intentarlo. Esto se los dice alguien que durante muchos años sufrió de baja autoestima, sobre todo cuando era niño y adolescente. Pero con el tiempo aprendí a reinventarme, también logré resignificar la mayor parte de lo que pensaba: me di cuenta de que había gente que me miraba con mejores ojos que con los que me miraba a mí mismo y que su punto de vista sobre mi persona era tan válido como el mío.
Ellas veían algo en mí que yo no podía ver y muchas de estas personas eran seres sensibles e inteligentes, por lo tanto, no podía despreciar o minimizar sus opiniones como si no valieran nada. En todo caso, debía aprender a cuestionar mi propia opinión, no la de ellos.
Caí en la cuenta de que tenía un punto ciego respecto de mí mismo. Eso me ayudó a equilibrar la balanza.
Recuerden siempre esto: nuestra opinión es solo nuestra opinión; hay otras posibles y probablemente más favorables.
3
Los seres humanos somos una especie gregaria. Es decir, desde tiempos ancestrales, hemos vivido en comunidad. Por esa razón, pienso que intentar comprender cómo funciona el cerebro separándolo de la cultura y la sociedad a la que pertenece es tan artificial y absurdo como pretender estudiar los hábitos de un pez si lo sacamos del agua.
Somos seres sociales y eso nos deja en un lugar de vulnerabilidad frente al fanatismo si el concepto que tenemos de nosotros no es sólido o se encuentra algo desdibujado, como ya vimos antes.
El sentimiento de pertenencia que se desprende del hecho de ser miembro de un grupo puede así contribuir a sostener una autoestima endeble. Por lo tanto, cuantas más características positivas otorguemos a nuestro grupo, ya se trate de un partido político, un club de fútbol o lo que fuera, mejor nos sentiremos con nosotros mismos.
En casos como este, la identidad social puede llegar a fusionarse con la identidad personal y eso tendrá un impacto directo sobre cómo nos sentimos y actuamos. Si pienso que el grupo que me ha acogido es fantástico, eso me convierte también a mí, como ser individual, en un ser fantástico. Y es aquí donde encontramos el germen del fanatismo: quienes luchan con tenacidad (e incluso llegan a morir literalmente en esa lucha) para defender los estandartes del grupo. En última instancia, están defendiendo su propia autoestima pues sienten que está en peligro.
Las investigaciones en psicología postulan una ecuación simple: cuanto más pobre es nuestra autoestima, mayor es la necesidad de identificación con una comunidad poderosa que nos ayude a repararla o, al menos, sostenerla.
Cuanto más inseguros nos sintamos y dudemos de lo que valemos, más fuerte será el impulso de poner a salvo nuestro orgullo personal asociándolo con un grupo sólido de pertenencia.
Por supuesto que esta ecuación no es matemática, no aplica al 100% de las personas. Pero sí lo hace para muchas de ellas. Al menos en occidente, que es el lado del planeta de donde provienen las investigaciones, la correlación entre baja autoestima y fanatismo es significativa.
Lo que siento que no tengo busco que me lo provea el grupo. Tenemos aquí la tierra fértil sobre la que se erige, de manera muchas veces acrítica, algunos de los peores defectos que tenemos como especie. He aquí algunos ejemplos:
El orgullo patriótico recrudece notablemente cuando, además, lo acompaña un sentimiento de moralidad que creemos inherente a nuestra sociedad, como la idea de que “Dios está de nuestra parte”, o “El bien siempre triunfa sobre el mal, y nosotros somos los buenos”.
El debate por la despenalización del aborto en la Argentina, que tuvo lugar durante los años 2018 y 2019, es un claro ejemplo, pues llevó a buena parte de la sociedad a dividirse en dos bandos opuestos e irreconciliables, en tanto que los aspectos morales y los argumentos científicos quedaron relegados a un segundo plano, eclipsados por una discusión superficial en la que no importaba alcanzar conclusiones lógicas, sino la victoria de la propia postura sobre la contraria.
Como veremos más adelante cuando hablemos del patriarcado, culpar a alguien más o demonizar al adversario nos provee la excusa perfecta para que no nos hagamos cargo de nuestras propias frustraciones.
La moral alemana había quedado devastada luego de la Gran Guerra. En ese contexto de crisis generalizada y autoestima social alicaída, Hitler supo cómo canalizar la frustración y hablarles para que empezaran a sentirse orgullosos de ser quienes eran. Con una autoestima tan deteriorada, el pueblo alemán no pudo evitar resistirse a entregar el poder a Hitler con los resultados que ya conocemos.
“Es más fácil engañar a la gente, que convencerlos de que han sido engañados”, decía Mark Twain.
Es habitual escuchar que mucha gente exclama cosas como: “¡Ganamos! ¡Somos los mejores!”, cuando el equipo por el que simpatizan triunfa. Esto evidencia el deseo personal de alcanzar la mayor identificación posible con su grupo.
Por el contrario, es difícil que escuchemos a alguien decir: “¡Perdimos! ¡Somos los peores!”, ante la amarga derrota. En este segundo caso, lo esperable es no involucrarse y tomar distancia del equipo vencido para no quedar asociados a la deshonra: “¡Perdieron! ¡Son los peores!”
Solo aquellos que no se sienten bien parados en la vida tratan de mejorar su autoimagen vinculándola con personas exitosas. No buscan el prestigio en sus propios logros, sino en el de alguien más.
En el otro extremo, quienes tienen una buena opinión de sí mismos no necesitan reforzarla apelando a la gloria ajena.
Es válida la premisa de que, a mayor intransigencia respecto de una idea o doctrina, es probable que más deteriorada se encuentre la autoestima y el sentido de identidad personal del individuo que la pregona. Llegamos a sentirnos superiores, en todas las formas posibles, en la misma medida en que nos convencemos de que nuestro grupo es el mejor. Esta es una de las peores falacias en las que podemos caer.
4
Los psicólogos están entrenados para reconocer de inmediato los indicadores que señalan que un paciente posee baja autoestima. Pero, ¿qué hay de la gente común que no cuenta con mayores estudios en psicología?
Ya sea que empecemos a salir con alguien o que hayamos cambiado de trabajo y ahora tengamos un nuevo jefe o queramos hacer nuevas amistades, aquí les dejo varias recomendaciones sencillas que los ayudarán a identificar cuándo una persona tiene baja autoestima, para que estén prevenidos y mejor parados ante la eventual emergencia de cualquier conflicto.
Estas son algunas de las características que permiten reconocer a alguien con baja autoestima:
“La gente se da cuenta de que soy tonta”, me dijo en una ocasión una paciente que hacía terapia conmigo.
“En realidad esa opinión es suya, no sabemos lo que piensan los demás, pero podríamos preguntarles”, le respondí.
Pongo este punto en primer lugar porque es sobre el que se apoyan los que siguen a continuación.
En una ocasión, escuché a una chica decir a quien parecía ser de su interés romántico: “Soy la persona más fea del mundo”.
Estaba buscando, sin duda, que el chico le respondiera al menos algo así como: “Para nada. He conocido personas mucho más feas que tú”.
Para alguien con la autoestima deteriorada, un comentario como este puede representar un gran consuelo y un aliciente.
Cuando esto pasa, en general, responden de dos maneras opuestas y estereotipadas: se angustian y deprimen, o bien se ponen a la defensiva y luego contraatacan. Una tercera opción combina las dos anteriores.
“¿Cree que usted tiene alguna cuota de responsabilidad en lo que pasó?”, le pregunté a un paciente que acababa de relatarme una discusión con su pareja.
“¿Me está diciendo que yo tengo la culpa de todo?” me respondió visiblemente enojado ante lo que él entendía que era una acusación directa.
Recuerdo el caso de un paciente que durante la semana se había enojado muchísimo con su novia porque ella había subido a Instagram una foto en la que estaba posando en bikini en la playa.
“¿Por qué subes esa foto?”, quiso saber, indignado. “¿Para quién es? ¿A quién le quieres gustar? ¿Por qué nunca pones fotos en las que estamos juntos?”
Fue tal el escándalo que hizo, que la chica terminó por acceder a reemplazar la “polémica” foto por otra acorde con las inseguridades de mi paciente.