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Juan Luis Martínez González

Annual 1921

La matanza de los inocentes

Este libro ha sido posible gracias a un proyecto de crowdfunding en Verkami. Estos han sido los mecenas:

Otros mecenas han preferido no aparecer en los créditos.

Agradecemos el apoyo de todos ellos.

Víctor Aceituno Bautista, Af2g, Ander Anbuhl Muñoz, Andoni, Arwa, Meritxell Beltrán, Maria Benejam Berger, Àngel Berna, Bruna, Candy Búfalo, Carmenbeilen, César Cerro,

Ildefons Checa, Asia Corella, Dani, Eduardo,

Elisenda Domènech Pascual, Sergio Enríquez,

Jose R. Ferreres Sospedra, Albert Font-Tarrés, Luis Garcia, Patricio García Fernández, Josep-Xavier Gayolà Vicedo, Grataka, Joan M. Gomis, Juan Carlos González,

Óscar Guardingo, David Holgado Moreno, Javier T.Isla,

Imma Izquierdo, Isidoro, Jordi, J. Jorge, Josep Maria, Josep Mª, JosuLorea, JZamudio, Katman, pedro layant, Nick Lekuona, Joan Maria Llorens i Cabot, Noe Loizaga, Jordi Lucea,

Pedro Luna, Marta Manconi Romero,

Juan Manuel Martínez Pérez, Xavier Marin, Mayca,

Miguel Angel Melero, Pilu Mera Costas, Jordi Monrabà,

Ángel Moral, Arantxa Morales, Jesús José María Máximo Muriel y Fernández-Pacheco, NQ, Joan Miquel Ollé Alba,

Joaquín Ossorio Castillo, Ona Pastor, Manuel Pena,

Anna Maria Pérez de la Poza, Jaime Pérdigo, Perisburu,

David Prado Sojo, Ignacio Quintanilla, Pedro Ramón Martínez, Jorge Ramos Reguera, Rdnaya, Javier Reig, Xavi Riera,

Gustavo Rodríguez, Eduardo Ros, Rafa Rubio, Salva,

Valentí Sancho Julià, Sara, sebas, Miguel Segura,

Vanessa Sevilla, Míriam Silvestre Domènech, Dani Solé,

Joan Soto Riera, Teresa Sotillo Ramo, Marcos Torres,

Duna Ulsamer Riera, Javier Ventosa, Xavi, Daniel Zafón

Presentación del editor y material adicional

Annual 1921. La matanza de los inocentes no es un libro fácil. Juan Luis Martínez González emprendió la escritura de esta novela histórica con el rigor que ya demostró en El horror y con un profundo respeto por los desdichados que perdieron la vida en el Rif.

El Desastre de Annual fue una catástrofe militar que pudo haberse evitado. No solo sucumbió el campamento que da nombre al desastre, también cayeron con suerte diversa pero similar resultado todas las posiciones españolas al oeste del río Kert.

Miles de soldados españoles y tropas nativas fieles al Ejército se vieron traicionados por su propio gobierno, por el alto mando y por una parte sustancial de la oficialidad. Fueron los soldados, cabos y sargentos, junto con los oficiales que supieron mantenerse en sus puestos, los que soportaron el suplicio en el que les habían metido.

Esta es una novela histórica, porque narra fielmente lo que ocurrió hace cien años; es una novela antibélica porque muestra el horror de la guerra y cuán mortífera puede ser la estupidez humana; también es una novela social, porque documenta la enorme brecha en las condiciones de vida de la España de la época. Una brecha todavía peor en el Ejército de África, nutrido en su mayor parte de campesinos y obreros, la mayoría analfabetos, que no habían podido reunir el dinero con el que comprar plaza en la península ni pagar un permuta que fuera en su lugar al Rif.

Si los campesinos y obreros españoles sufrieron las injusticias de su propio país, los rifeños pagaron un precio en sangre más oneroso y durante más tiempo. La colonización española los sometió a unas condiciones de vida espantosas, los expulsó de sus tierras cuando no pudo utilizarlos como mano de obra barata, cometió toda clase de abusos. Llegado el momento de la venganza desataron toda su furia con una desesperación insondable, de años, hecha de agravios que no podemos imaginar. No podemos justificar los sanguinarios hechos tras la rendición de Monte Arruit ni la de muchas otras posiciones, pero sí podemos entender el comportamiento de seres humanos llevados al límite. Al límite, también, de la deshumanización.

El Desastre de Annual fue un crisol de injusticias donde murieron y mataron los más desdichados y miserables de cada bando. La diferencia es que uno de los bandos afirmaba abanderar la civilización.

Juan Luis Martínez González, en Annual 1921. La matanza de los inocentes, abre la mente de los protagonistas usando un estilo cercano al de la época con un lenguaje que nos transporta cien años atrás. Ha preferido emplear ciertos anacronismos y escribir ciertas palabras como era costumbre. También ha incluido varias notas al pie que no distraen la lectura y aportan un contexto y trasfondo valiosos y ayudan a comprender la narración.

Este libro es una novela histórica, un documental de ficción, sobre un hecho real que conmocionó a dos países y sus gentes.

Bernat Ruiz Domènech

Editor

Material adicional

Disponéis de un mapa y una selección de imágenes que permiten ampliar la comprensión de la novela. Podéis acceder a ellas mediante las direcciones web o códigos QR. También están disponibles en papel.

Mapa del Rif 1921: https://apostroph.blog/2021/09/08/mapa-annual-1921

Postales de la Guerra del Rif: https://apostroph.blog/2021/09/08/postales-rif

El hogar

I

La primera luz de febrero despunta sobre los cerros velados de plomo. Desde la meseta, el viento del norte trae encajonada una niebla densa, preñada de agujas de hielo. Jirones lechosos se derraman por las laderas e inundan el llano dormido, un mar de terrones pardos saturados de humedad.

Dos figuras avanzan por la linde entre el encinar y el barbecho; embozadas, se vencen sobre el cayado y remontan la cuesta buscando el abrigo de la majada, un redil circular de piedra en seco coronado de escarcha. Ya en lo alto se liberan de la zamarra y el tapabocas; en camisa, restriegan las suelas pringadas de barro en una mata de espliego. El más joven, seco y largo como un sarmiento, descorre el cerrojo de la cabaña y cuelga las ropas de un gancho. Prende la lumbre y suelta los perros, dos mastines de pelo espeso, blanco y canela manchado de ceniza, que acuden pronto a la caricia del amo. Martín el viejo, recio, ancho de espaldas, el rostro curtido de soles y vientos, se alienta las manos ahuecadas mientras valora el destrozo. Con las últimas nieves se ha desplomado parte del muro. Los perros remolonean curiosos; no hay rastro de alimaña. El ganado, apiñado bajo el cañizo, yace tranquilo.

Se afanan en el muro hasta el mediodía. Las lascas, sin mortero, se han derrumbado hacia adentro. Martín el joven colma la espuerta en el pedregal al pie de la loma; el padre sopesa las piedras y las encaja una a una. Sudan las camisas al socaire del norte que gime entre los vanos. Clarea a trechos el telón desgarrado de la bruma. Un distante tañer de campanas resuena en los campos. El joven vuelve con una carga al hombro y la vuelca a un lado del montón; resuella con los brazos en jarra.

—¡Deje, padre! Eche usté un cigarro y descanse los riñones.

El hombre se acuclilla, deshace el nudo de la faja y saca un bolsillo de lana donde guarda la petaca, el librillo de papel y el chisquero.

Pa’ San José vamos a tener buen pasto. ¡Mira cómo luce aquella punta!

Por levante verdea un rodal en barbecho. Más allá, la dehesa moteada de encinas, algarrobos, islas de jara y retama, un pino solitario con una gasa de niebla prendida en la copa; a la orilla de la charca, un cenagal rizado de ondas, el viento agita las ramas desnudas de unos chopos jóvenes.

Echan un tiento del pellejo de vino y acuden a lavarse a la poza. En tierra de pastores la costumbre es ley: el ganado come primero. La mirada experta del padre vigila el mamar ansioso de los lechales, apartados con sus madres hasta el destete. Ovejas y borregos mascan alfalfa y unos puñados de panizo. Se alimenta el ganado del amo, la escusa1 del mayoral y, por último, la escusa del pastor. Solo entonces los hombres se sientan en la cabaña y apuran con gana el puchero de migas con tocino, uvas pasas y avellanas.

El padre pone a escurrir los peales y lía un cigarro grueso. Hay un ligero temblor en sus dedos, las manos cortadas de frío. Espera a que su hijo eche el bollo a los perros y lo enciende.

—Pronto sortean los quintos... —dice con voz ronca.

Martín asiente, los ojos fijos en las ascuas. Se descubre avergonzado frente al ritual inevitable, la primera conversación de hombre a hombre. Aunque le disgusta tratar el asunto, y en la casa le respetan los silencios, comprende que ha llegado el momento. Uno de los perros asoma el morro por el saco de arpillera. Apresa la enorme cabeza, lo acaricia bajo la carlanca2, bruñida al vivo rojo de la lumbre, y lo empuja fuera.

—Hay tiempo, no padezca usté —dice al fin—. Yo le ayudaré con el ganao hasta el último día.

—De momento me apaño bien. El dolor éste se va cuando los hielos.

—Y si no se va, se busca a alguien. Brazos no faltan.

—Te pones en lo pior —dice palmeando el humo que le sube a los ojos—. Aún puedes salir exento.

—¿Y qué voy a alegar? La talla la doy de sobras, y madre me ha medío el pecho lo menos diez veces, a ver si menguo. —Una sonrisa ilumina sus mejillas afeitadas cuando se inclina y acciona el fuelle—. Padre, yo quiero quedarme aquí con ustedes. Mi oficio es éste, de pastor. Pero si salgo quinto no voy a reclamar.

—Yo no he dicho de reclamar. Solo te pido que hables con tu primo Juan. Él ya ha pasao el trance y algún consejo tendrá.

A ruegos de la madre el sobrino ha prometido visitarles. Cumplió tres años en Melilla como machacante en un cuartel de intendencia; volvió recomendado y ahora trabaja en la capital, de oficial en una imprenta. Tiene mundo, recursos, y conoce las alegaciones que puede presentar una familia para librar a sus hijos del servicio.

—Por hablar no se pierde —insiste el padre.

—Juan es como un hermano, y oiré con gusto lo que tenga que decirme. Pero no voy a librarme yo pa’ que vaya otro en mi lugar.

Calla, azorado. Veinte años atrás, con otras leyes, los pastores trashumantes de la Cañada Real quedaban exentos del servicio militar. Su padre, como otros tantos, se acogió a este privilegio.

—¡Pues que sea lo que Dios quiera! —ataja con un suspiro.

Los mastines anuncian la llegada de Antonio. Sube con su trotecillo alegre, el repicar de las suelas de clavos sobre los cantos.

—¡Dice madre que bajen, que ya han publicao el bando! —anuncia en la puerta.

Es un torbellino que inunda de luz la exigua cabaña. Los perros le buscan la cara y con su danza de risas y gruñidos aventan la lumbre y llenan el aire de ceniza y chispas. Tiene los ojos vivos, de mochuelo; la frente ancha, nariz recta, labios llenos. Trae las mejillas coloradas de la carrera. Ha salido al padre en lo robusto; en lo hablador, no se sabe a quién. Es el varón que queda; si el hermano sale quinto tendrá que dejar la escuela y subir al monte en primavera. Se libra al fin de los perros y revolotea por la cabaña. Lo contemplan expectantes, a ver por dónde sale. El muchacho, incómodo, ojea el Calendario Zaragozano.

—¿Qué te ronda, mochuelo? —pregunta el padre.

¡Ná!

—¿No cuentas de la escuela? ¿Algo nuevo habrás aprendío?

—Poca cosa...

Impaciente, levanta la tapa del puchero, recoge las cáscaras y las echa a la lumbre; mira con disimulo al hermano. Cuando el padre sale a aliviarse deja caer el recado:

—Dice la mediana del mayoral que te espera luego a la noche, donde la noria...

—¿La has visto en el pueblo?

—No, en la casa. Ha venío a traer unos níscalos.

Antes de regresar a la aldea refuerzan el muro con unas estacas. A falta de mazo, Antonio se empeña en golpearlas con una gran piedra plana.

—¡A ver si vas a escalabrar a tu hermano y nos lo dejas exento! —bromea el padre sin mala intención.

Llovizna cuando bordean la charca y ascienden por una cuesta empinada hasta el collado. A la izquierda, mediado el ancho valle, se divisa el pueblo. Un corro de tejados ocres alrededor de la plaza, cuatro casonas y el convento; la fachada del ayuntamiento frente a la iglesia, el campanario chato envuelto por la andamiada; la raya de la calle mayor, quebrada en las placetas; chamizos, apriscos, huertas a la orilla del reguero, cortijos moteando el llano, cercos de cepa desnuda y rodales de barbecho; en el altozano, las eras de cantos relucientes, la paridera. Las sombras corren ladera abajo por el cerro coronado de ruinas. A una legua, al pie de las crestas donde se separan las cañadas de Levante y Andalucía, se alzan una docena de casas, el molino y la balsa. El paraje lleva el nombre de La Escondida por el manantial que brota entre unas peñas negras. Tras la casona del mayoral clarea la luz del hogar.

Antonio echa a correr de repente; cuando lleva unas zancadas de ventaja se vuelve entre risas y reta a su hermano. Bajan al llano y siguen por la trocha enfangada; una bandada de grajos alza el vuelo a su paso. Martín se echa a un lado para esquivar las pellas que le golpean el rostro; ha salido buen corredor y con sus largas piernas pronto se iguala al muchacho. Al llegar al huerto acorta el paso y se detiene doblado en dos, resopla, finge que no puede más. Antonio, puro azogue, cruza el umbral pregonando la victoria.

La casa es un cuadro de tres piezas de adobe encalado. La principal con la cómoda, una mesa de roble, cuatro sillas de paja trenzada, el aguamanil y el espejo junto a la ventana, el banco corrido donde duermen los hermanos; unas esteras de esparto visten el suelo de tierra prensada. En la pieza más pequeña hay un arcón tachonado de cobres, una cama de hierro y unos jergones atados. A un lado la cocinilla, con el hogar y la despensa; un escalón y la puerta de la cámara: ristras de chorizos, morcillas, tajadas de carne ahumada, con los pellejos de vino y aceite colgando de las vigas. En el corral, una docena de gallinas negras, el pozo, la gorrinera ahora vacía y una colonia de gatos; en un chamizo de tablas guardan los aperos y el grano. Carmen, la mayor, sirve en casa del mayoral. La noche del sábado duerme en la cama grande, con la madre. A las dos pequeñas se las llevó el tifus. A fuerza de ahorro y trabajo, viven en arriendo sin pasar grandes estrecheces.

La madre los recibe entre pucheros. Es menuda, enjuta, el rostro seco avivado por los grandes ojos negros. Una mirada le basta para saber que los hombres han hablado. Les conoce ese aire perplejo, atolondrado, cuando tratan cuestiones serias. Pone la mesa mientras se lavan en el corral. Cenan ropavieja, los restos recalentados del cocido, de la fuente común; el vino joven, del porrón.

—Han publicado el bando de alistados —dice la madre con el hablar fino, oído en la plaza.

Martín, taciturno, arrambla con los garbanzos como si no fuera con él la cosa.

—Sí, ya es tiempo —tercia el padre— ¿Y qué se dice en el pueblo?

—Lo de los años. La que tiene mozo en la casa, a poner velas. Y la que tiene novio... A penar hasta el sorteo. Ya están echando cuentas del que se libra y el que no.

—¿Y cómo lo van a saber, si aún no han hecho el sorteo? —pregunta Antonio.

Guardan silencio. El chico sonríe, inseguro; encuentra los ojos de la madre y se contiene.

—Sale un mozo que marchó hace tres años —prosigue ella—. Uno de los Alemanes, el que se fue a la Argentina.

—El Rubio... Pues si no aparece lo meten prófugo —dice el padre.

—Eso sería en tus tiempos. Los entendíos se lo tomaban a guasa.

—¡Se habrá casao con una india pa’ librarse del servicio! —suelta Antonio.

Todos ríen la ocurrencia, pero no se libra del pescozón del hermano.

—¡Come y calla, gorrión!

La madre lee en su rostro y calla prudente. Ha salido reservado, orgulloso, parco en ternuras cuando tiene público. Los ojos de avellana, la nariz fina, el mentón recio, aún imberbe, cortado por una cicatriz. Igualico que el padre, cuando llegó de la raya de Aragón y Navarra con aquel tratante.

Antonio, alegría y esperanza de la casa, relata sus progresos en la escuela. Dice la tabla del nueve en un suspiro. “Aunque tiene buena memoria y cabeza para los números —había dicho el cura— le falta disciplina para el seminario”. Y es que el muchacho digiere catecismos y gramáticas, pero prefiere buscar nidos. Después, cuando los padres se retiren, enseñará a su hermano a leer y a escribir.

El padre ya dormita con la colilla apagada en los labios. La madre esmota lentejas a la luz del candil. Zurcir, poner remiendos, salar tocino, siempre encuentra algo que hacer al arrullo de la voz del pequeño. Levanta la vista para contemplarlos. Antonio señala las palabras de la cartilla con el lapicero, mueve los labios sin quitarle ojo al mayor, extasiado. Y Martín... Aplicado, ceñudo, repite la lección como el que reza el rosario; remedo del niño que fue, antes de apartarse de su regazo, le ha descubierto una sonrisa amarga cuando se atasca. Para disgusto de las malas lenguas no le conoce maldad alguna, más allá de travesuras de muchacho. Nunca ha echado en falta un céntimo del jornal, las propinas del señorito cuando van de ojeadores a las dehesas. La taberna no la pisa; tampoco la iglesia, salvo el día de la patrona. Y si sale alguna noche... Ahora es un hombre entrado en quintas. Y, lo sabe, lo perderá pronto.

Terminada la lección besan a la madre y extienden los jergones sobre el banco; la piedra conservará el calor hasta el alba. Duermen cabeza con cabeza. Antonio se arrima, busca el roce, como un animalillo pillado en falta.

—¡Para quieto! —protesta Martín— ¡Qué me vas a pasar las liendres!

—¡Qué no tengo liendres! Es pa’ pasarte la lección —dice sofocando la risa. Y luego, ya serio—: Martín, yo no le he contao ná a madre...

—¿ de qué?

—De dónde vas por las noches... —susurra.

—Anda, duerme. —Y le tienta la cara, los párpados cerrados con la punta de los dedos.

Sale al poco y sigue la trocha en la noche sin luna. El viento ha cesado y no se oye más que el discurrir del agua en el reguero. Estremecido, aprieta el paso. Una sombra surge de entre los sauces, se revela en el blanco encalado de la caseta. Es Nieves, una de las hijas del mayoral. Se citan allí desde el verano, tras un primer encuentro de torpezas, hallazgos y aromas de siega. Sin palabras, se palpan los dedos en la tiniebla, se unen en un abrazo impaciente al abrigo del tabardo abierto. Martín toma su mano y se vuelve hacia la puerta; ella no se mueve. Busca sus ojos, que le devuelven un brillo de culpa. Sonríe y la besa. Ella se entrega al inquieto rebuscar de los labios, la lengua cálida en su boca. Aprieta el vientre contra el suyo y ahoga un gemido, apagado, delator cuando él pone las manos en su espalda, bajo el manto. La mira de nuevo, sonríe y ella accede.

Inclinada hacia atrás sobre una pila de sacos se levanta las faldas en un suave rozar de linos. Tiemblan de frío y deseo. Él desabotona el pantalón, apoya una mano en los sacos y se aproxima despacio, a tientas. Se funden al fin, encontrado el camino, siguiendo acompasados el rítmico batir de la noria.

II

Según la Ley de Reclutamiento1, el sorteo de quintos debía comenzar a las siete de la mañana del tercer domingo de febrero. Las mesas están alineadas ante el portón del ayuntamiento desde medianoche. Para protegerlas del viento han colgado las lonas de un camión en los soportales; unos cantos harán de pisapapeles.

El secretario y el alguacil han pasado la noche en vela; ahora esperan la llegada de los guardias con la esperanza de echar una cabezada. En una sala de la planta baja el alcalde comprueba los bombos al calor del brasero; cuenta las papeletas, revisa el acta, carga la pluma de reserva. El pueblo es cabeza de partido y se espera, como cada año, la asistencia de un diputado y varios prohombres venidos de la capital. Inquieto, de mal humor —poco ha dormido— sorbe el café con coñac que ha encargado en el casino.

El sorteo es la plaga anual que perturba la vida de todos los pueblos y ciudades de España. Bajo la desazón por la suerte que correrán los mozos late una protesta callada, el miedo de las familias a perder dos brazos fuertes, las manos que empujan el arado, el zagal en los pastos, el aprendiz de la fragua y el taller; el jornal de un hombre joven durante tres años. Las muchachas casaderas renuevan los votos de esperar al novio con la Virgen por testigo. Las madres los arrastran a la iglesia, prenden cirios, cuelgan medallas y escapularios del cuello tostado con un ruego en la mirada. Al caer la tarde acuden en secreto a una barraca junto a la alberca donde una gitana susurra la buenaventura.

El azar es la sequía, la epidemia, la inundación; una nube negra posada sobre el futuro, las modestas ilusiones del campesino en la plenitud de la vida. Los mozos han velado su inquietud, la vida que se acaba, la nueva etapa que comienza. Tras el ritual del sorteo serán hombres, y como tales han de comportarse cuando salga su papeleta. Desde que vieron su nombre impreso en el bando de alistamiento, y aun antes, sueñan con números.

Sortean los sesenta y cuatro mozos nacidos en 1899, que en el año corriente cumplen los veintiuno. Sacar un número bajo condena; un número intermedio prolonga la angustia; uno alto supone la liberación y, salvo amaño o guerra declarada, un sobresalto a olvidar tras el retorno a las rutinas del campo. Después vendrá la revisión médica y el que pueda o junte los cuartos podrá impugnar el resultado. “En el baile todos sanos, y al entrar en quintas cojos y mancos”, canta el pueblo con sorna. En tierra de hambres y miseria muchos no darán la talla; saldrán excluidos los enfermos graves, los lisiados de “dudoso potencial biológico”, inútiles para el servicio; también los braceros, jornaleros con familia a su cargo y el Certificado de Riqueza2 en blanco. Las gentes acomodadas pagarán las cuotas que reducen el tiempo de servicio en filas y sus hijos cumplirán solo diez meses, si abonan mil pesetas, o cinco si reúnen dos mil; servirán en la región, en el cuerpo que ellos elijan y podrán vivir fuera del cuartel. Si tienen vocación y cabeza para los estudios, llegarán a clases de tropa3.

Todos temen la peor de las suertes: salir quinto del cupo de filas y con destino en África. Todavía resuenan en el pueblo los ecos de las guerras coloniales, la pérdida de Cuba, Puerto Rico, Filipinas; la más reciente, la Guerra de Melilla en 1909, cuando el gobierno movilizó a los reservistas. Los viejos cuentan historias sobre el Barranco del Lobo y el moro Roghi, Sultán del Gurugú, prisionero en una jaula de hierro4. Ahora, los más avisados hablan de la campaña contra otro moro rebelde, El Raisuni5, que ha levantado a las tribus de la zona de Ceuta. A los quintos que se libren de servir en Marruecos les quedará el consuelo de un destino cercano, la posibilidad de algún permiso para visitar a la familia, ver a la novia y ayudar unos días en las faenas del campo.

Al fin, cada cual aceptará su destino. Son pocos los que emprenden el camino de la rebeldía. Es arriesgado y tiene un alto precio. Aún se recuerda el caso de un prófugo, con carné de socialista, que desapareció camino de Valencia; no se volvió a saber de él. Todos conocen el castigo para el que trata de huir: cinco años en un batallón disciplinario de Marruecos. Los cómplices, o aquellos que oculten al fugitivo, han de pagar una multa o cumplir condena en prisión si se declaran insolventes. Como recompensa, el mozo de la familia del delator evita el servicio en África y se le reduce a dos años.

La autoridad, implacable con el rebelde, se afloja un punto con los mozos en cuarentena. Durante los días previos al sorteo desfilan en pasacalles al son del tamboril y la pandereta; pasan el cestillo y recogen unos pocos cuartos, algún huevo, tajadas de tocino, roscos de vino y anís, más de un palo; beben, cantan, rondan a las mozas, alborotan en las cocinas. Los más bullangueros vienen de las aldeas y cortijos vecinos; bajan poco al pueblo y aprovechan la ocasión para desmadrarse: con el rostro oculto tras unas máscaras de carnaval saquean la cámara de un cuota y arrastran el botín, una ristra de chorizos, por la calle mayor. Las tabernas rebosan de tarambanas, fulleros y calaveras que se juegan al monte6 hasta la soldada por venir. Los veteranos, ya licenciados, imparten su magisterio: entre chanzas, disparates y rondas de gañote, dejan caer algún que otro consejo. En una casa apartada se pierde la vergüenza, y los pantalones. Las parejas se escurren entre las sombras camino de las cuevas del altozano y pasan la noche entre jadeos, sollozos y cordones de champiñón.

Los guardias tienen orden de evitar motines y escándalos; hacen la vista gorda y solo intervienen si en las riñas aparecen las navajas. Al caer la tarde salen al camino y echan el alto a los jóvenes; con ansia de recompensa sobresaltan a una comadrona por la sospecha de un disfraz. A cada ronda paran en el casino donde el sargento hace tertulia. Dan la novedá y aceptan una copita, para el relente.

Terminan de dar las siete de la mañana cuando aparece la corporación. La mayor parte de los mozos alistados se halla reunida en el atrio, pateando el empedrado, las manos ateridas en los bolsillos. Es domingo de fiesta y luto. El que las tiene, luce sus galas: los zapatones lustrosos de la boda del padre, pantalón negro de pana y faja ceñida del mismo color; la camisa blanca, relavada, chaleco de lana y zamarra de paño basto con vueltas de piel de oveja. Las ojeras violáceas y el tufo de vinaza y humo delatan a los trasnochadores. Pese al frío y la hora temprana, no dejan de acudir los curiosos, los desocupados y los veteranos guasones: la compasión es el miedo a sufrir la desgracia del otro, y ellos ya la padecieron en su día. Llegan también las familias, madres, novias y hermanas detrás del cura con el hisopo que se abren paso entre un silencio repentino, reverente.

Preside el acto el alcalde; toma asiento, revisa una vez más las pilas de papeles, consulta el reloj y sonríe ante la ansiosa concurrencia.

¡Alegrar esas caras, hombre! ¡Que esto parece mi gorrinera la víspera de San Antón!

Ya se le conoce la gracia, pero algunos, serviles, se la ríen. Con el rostro encendido y voz grave recita el edicto de llamamiento y los artículos de la ley referentes al sorteo. Se atasca con algún término, se inventa otros, pero toda aquella solemne jerigonza le cose el morro al bromista más osado. A continuación, lee el listado de mozos. A la mayoría se les conoce por el mote, y hay quien le descubre a alguno el apellido. El secretario, sentado a su izquierda, anota cada nombre en una papeleta. En otras iguales escribe los números, del uno al sesenta y cuatro. Se estiran curiosos los pescuezos. Una mujer rompe a llorar. Los rezagados empujan y hay un tenso movimiento de avance hacia las mesas. Un rumor se eleva entre la masa oprimida.

—¡Ya vienen los inocentes! ¡Los inocentes!

El alguacil trae prendidos del cuello a dos zagales que, según la costumbre, no pasan de diez años. Vienen alelados, aún medio dormidos. Miran confundidos los rostros de la gente, buscan a la madre; la vergüenza se les pasará pronto, cuando los números altos los colmen de propinas. Sin soltar su presa el alguacil los conduce a la sala para reaparecer al poco cargados con dos bombos con trama de alambre. Una comadre, viuda reciente, se empeña en bendecirlos. Tras mucho insistir, y ante las protestas de mozos y mirones, el alcalde accede. La mujer avanza despacio, roza cada esfera con la punta de los dedos y se persigna. Al fin, el secretario introduce una a una las bolas de madera que contienen las papeletas.

Martín y su padre han acompañado a las mujeres hasta la puerta de la iglesia y son de los últimos en llegar. Les hacen sitio en un extremo, saludan a los conocidos mientras las bolas comienzan a voltear. Pisa poco por el pueblo, pero se le tiene por mozo cabal y honrado. Antonio se ha unido a un corro de rapaces que remolonea por la plaza, pero los deja pronto para arrimarse al hermano. Uno de los inocentes hace muecas y recibe un pescozón. La risotada general destensa los gestos serios, concentrados en el giro y el repicar del destino. Los bombos se detienen y con el reposar de las bolas se hace el silencio. A una indicación del síndico el inocente encargado de los nombres extrae el primero y, mohíno, le entrega el papelillo:

—¡Gaspar Cepero Sainz!

Un mozo escuálido con calvas de pelagra da un respingo y, con los nervios, un paso al frente.

—¡Para servirle! —exclama.

Las risas se desbordan.

—¡Orden! —vocifera, gallito, un concejal.

La bola con el número se resiste entre las manos torpes del muchacho.

—¡Cuarenta y siete!

Gaspar ha tenido buena suerte. Hijo de jornalero, segundo de ocho hermanos, saldrá excedente. Los vecinos le felicitan. Confundido, no entiende lo que ha ocurrido.

—¡Eso es que te has librao, hombre! —explica un vivales, y le tira del brazo en busca del convite.

Van saliendo los números; hay lamentos y suspiros de alivio, se escapan juramentos, chispean ojos de alegría, se nublan otros. Salen el uno, el dos, el cuatro; también los más altos. Las madres invocan a la Virgen de las Nieves, hacen promesas, manos crispadas retuercen amuletos ocultos en los bolsillos. Martín se mantiene sereno; rodea con los brazos al hermano, que no para quieto. La sucesión de nombres y números, asociados a la fortuna o la mala estrella de sus conocidos, amigos desde la infancia, impide que un sentimiento duradero se asiente en su interior. No hay lugar para el cálculo, probabilidades, descartes. Solo desea que llegue pronto el desenlace y, una vez desaparecida la incertidumbre, marchar a la aldea y pasar el trago con su gente. Hace tiempo que decidió rendirse a la suerte y aceptar su destino. La vida del pastor es solitaria y nadie ronda sus días para meterle ideas en la cabeza, ni para sacarle las propias.

Al correr el día la gente se ha echado a la plaza. Se juntan en corrillos, pasean en pos de las manchas de sol que, caprichosas, se forman aquí y allá. Dan las diez en el reloj de la iglesia. El alcalde se impacienta por la demora de las autoridades. Debe hacer un receso para la misa y el cura es de los que desayunan lengua. Envía a un zagal a la entrada del pueblo con orden de dar aviso en cuanto aparezca el rápido7. Resuenan gritos, ecos de jarana en el patio de una taberna cercana, clausurada como el resto mientras dure el sorteo. Mandan a los guardias a poner orden y se reanuda el acto.

—¡José Alfaro Máñez!

José, un peón de albañil con ficha de sindicalista, se planta frente a la mesa, saca pecho y cruza los brazos. Todas las miradas se posan en él. Es bajo de estatura, cetrino, con un aire astuto en los ojillos negros, muy juntos; le faltan dos dedos de la mano izquierda.

—¡El seis! —canta el secretario.

El mozo murmura algo. Luego más alto:

—¡Impuesto de sangre!

—¡Qué dice ese maula! —exclama irritado el gallito.

¡Ná, hombre! ¡No ve que va chispao! —dice Nicasio, el herrero, tirando de él.

Se lo llevan en cuadrilla; bromean, alzan la voz para taparle el discurso. La gente se vuelve, expectante, hasta que desaparecen por una callejuela. Hay revuelo de capotes bajo los soportales; el cabo y un guardia se adelantan. El alcalde niega con gesto contrariado, no quiere jaleo, y ordena que prosiga el sorteo.

—¡Martín Ayala González!

El corazón se desboca; una leve punzada, un temblor incontrolable, inesperado, en las manos, las piernas. Le viene a la mente la imagen de la madre, arrodillada sobre las losas de la iglesia. El inocente extrae la bola.

—¡El tres!

Antonio se vuelve y busca el abrigo de su pecho; le flojean las piernas. Lo atrae y le acaricia el cogote rapado.

—Ya está. No pasa ...

Sonríe resignado al inocente. El muchacho le mira con los ojos muy abiertos, a punto de echarse a llorar. El padre se empeña en comprobar las papeletas, como han hecho los otros. Antonio se adelanta furioso. Allí están, el nombre de su hermano, el número fatídico, ante el secretario que le mira con disgusto. Los vecinos se acercan a consolarlo, le estrechan la mano con aires de pésame.

—¡Mala suerte, Martín!

¡Toavía falta el sorteo de caja!

En el extremo de la plaza la banda rompe a tocar al paso de dos autos cubiertos. “Diez mozos a la quinta van, de los diez cinco volverán”, canturrea una voz cascada mientras se alejan.

***

Ese día comen en casa de la tía Engracia, prima hermana de la madre. Enterada de la noticia, rompe a llorar en el umbral. Martín la abraza, bromea con ella:

—¿No tiene usté un platico de arroz con conejo pa’ este pobre recluta?

Exagera las chanzas, su inusitado buen humor; incita a Antonio para llenar los silencios, plagados de suspiros; pronto los entretiene con sus ocurrencias.

—¡Mira que si te ponen de marinero! —dice sorbiendo los mocos y la rabia.

—Podría ser. Por Levante seguro que hay cuarteles de la flota —afirma animoso el padre.

—Lo malo es que no sé nadar. Esta misma tarde empiezo a practicar en la charca.

Comen el arroz en los platos de domingo y echan buenos tragos del porrón, pa’ quitar las penas. Antonio, con permiso de la madre, bebe un dedal.

—Si te pudieras colocar en la capital... —dice la madre.

—Ahí solo van los señoritos, Pilar. Pero, ¿no está en Madrid el hijo del mayoral? Sería cosa de hablarle...

—Sí, hablaré con él, si a ti te parece bien.

—Hable usté con quien quiera, madre.

—Cuando viene con permiso se pasea de uniforme montao en la yegua —dice Antonio, algo achispado—. Una vez me dejó subir a la grupa.

—Anda, jinete, límpiate los morros, que relucen los trigos.

Al caer la tarde emprenden el regreso a la aldea. Caminan en silencio, a buen paso por la vereda donde se alargan las sombras, zarandeados por el viento helado que corre llanada abajo.

—¿Echamos una carrera, mochuelo?

—No tengo ganas.

Antonio va cosido a la madre, con tristeza fúnebre de domingo y vino. En la casa a oscuras acuden trémulos a la lumbre en ascuas. La vela a San Judas, en el poyete de la ventana, se ha apagado con la corriente. La madre reprime un lamento. Martín se acerca y la prende; descreído, como el padre, le irrita la fe milagrera, pero respeta su fervor.

Llega Carmen de la casona; un mantón negro perfila su rostro ovalado, pálido, con amapolas en las mejillas. El abrazo frío, por costumbre: nunca se han llevado bien. A Martín no le gusta que sirva a la gente del mayoral, aunque se pierde en los argumentos cuando discuten.

—¡Qué desgracia, Martín!

—Bueno, aún queda el sorteo de destinos. Con suerte me tocará cerca de la capital.

—¡Dios lo quiera!

Quedan mudos, evitan mirarse a los ojos. Está enterada de su secreto, ella misma ha hecho de recadera. Poco tienen que decirse.

Antonio sufre retortijones y esa noche duerme con la madre. Carmen va a verlos a la alcoba y se demora con ellos. Al salir, Martín la acompaña a la puerta, y un trecho del camino.

—Lleva llorando toda la tarde —dice. Y añade, ante el silencio del hermano—, Bien podrías darle algo en prenda.

—No te entiendo ¿Una prenda?

Ahora lo mira con ira.

—¡Anda, tira a dormir!

Ojea la gramática por hacer tiempo y evitar la conversación. El padre, con mal de riñones, no tarda en echarse en el jergón. Martín le remete el cojín y remueve las ascuas. Antes de acostarse sale con la excusa de fumar. Hace la ronda por el molino, la salceda agitada por el viento. Nada se mueve. Vuelve a la casa aliviado.