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Primera edición 2021

Cuidado de la edición

Edna Portillo

Diseño de portada

Jonathan Boarini

Diseño de interiores

María Fernanda Angulo

Coordinación gráfica

Michelle Orozco Blanco

Gerente de producción editorial

Daniel Esteban Cacia

Directora

Irene Piedrasanta

Sobre la obra:

© 2021 Patricia Sorg

© 2021 Editorial Piedrasanta

5.a calle 7-55 zona 1 Guatemala ciudad

PBX: (592) 2422-7676

ISBN Imrpeso 978-9929-562-53-0

ISBN Digital 978-9929-562-59-2

www.piedrasanta.com

EditorialPiedraSanta

@editorialpiedrasanta

Prohibida la reproducción parcial o total de este libro por cualquier método, digital, fotográfico, fotomecánico, sin la autorización de Editorial Piedrasanta

Esta es una obra de ficción para entretenimiento del lector. Nombres, personajes, negocios, lugares, pueblos, ciudades, eventos, dialectos e incidentes son producto de mi imaginación y utilizados de manera ficticia. He tomado mi tierra natal como inspiración artística únicamente.

Patricia Sorg

Dedicado a mi amado esposo, Michael, mi mejor amigo y mayor apoyo en mi carrera artística.

Prólogo

Era la primera vez que se volvían a juntar los tres ancianos en aquella majestuosa mansión, desde que habían muerto. ¡Qué inolvidables recuerdos de cuando jugaban juntos! Gratas memorias de cuando vivían… ¡Ah, qué vida tan intensa la que habían tenido! La mesita donde tomarían el té estaba lista, todo servido en la vieja y primorosa vajilla de porcelana. No faltaban las rosas rojas que Juan Ignacio le había llevado a Sara, y que el viejo trataba de arreglar con dificultad dentro del florero, pero sus temblorosas manos apenas podían sostenerlas.

—¡Si sumáramos la cantidad de años de los tres! —dijo riendo.

—¡Centenares! —contestó Sara.

La tierna mirada de sus ojos azules dejaba entrever la gentileza de siempre y aún mantenía el esplendor que Sara tanto amaba. Además de su elegancia campestre, como ella lo definía, seguramente por su alta estatura, aunque últimamente caminaba muy encorvado e inclusive le costaba permanecer parado.

—Estas piernas —se quejó—. ¡Siempre me dan problemas!

—Siéntate —insistió ella.

Se sentó con dificultad. Sara observó sus manos finas y avejentadas que revelaban no haber hecho muchos trabajos pesados durante su vida. Ese hombre había sido siempre su gran amor.

—Estás hermosa, como siempre —le susurró al oído.

—¿Acaba de temblar? —entró preguntando Rogelio con algo de alboroto y observando el candelabro barroco de hierro forjado moverse de un lado a otro.

—Suavemente —le respondió Sara—, nada del otro mundo.

—Ahora todo es del otro mundo. ¡Nosotros tres somos del otro mundo! Hay que abrir bien las cortinas para ver el panorama —observó extendiendo más el cortinaje hacia los extremos de la ventana.

Rogelio se adentró en la sala, se acercó a la chimenea frotando sus manos para calentarse y ponerse cómodo. Había sido siempre el mejor amigo de Sara y Juancho. Mantenía la misma apariencia campesina de cuando niño: baja estatura, sombrero de paja raído, sonrisa de dientes disparejos y una piel curtida por el trabajo de campo que dejaba marca a manera de profundos surcos. Tenía un caminar muy lento y encorvado.

—Es para ver el internado y el campanario desde aquí. Además, el atardecer está bellísimo. Miren cómo se ven las siluetas de los volcanes en ese cielo de magentas y naranjas.

—¿Té? —les ofreció ella sin dejar de mirar hacia afuera de la ventana. Los dos viejos observaban las temblorosas manos de Sara, deleitados por sus precarias habilidades para sostener la tetera china.

—¡Cómo saltábamos como borregos cuando éramos niños! ¡Siempre felices, inocentes y maravillados!

—Lindos recuerdos —dijo Juan Ignacio sonriendo y meneando la cabeza con deleite.

—Bueno —interrumpió Rogelio, frotándose las manos con excitación e impaciencia—, ¿vamos a contar la historia, sí o no?

—Claro —dijo Sara—, ahora que la tenemos reciente en la memoria. ¿Qué dicen?, ¿La recapitulamos?

—¿Por dónde empezamos? ¿En el convento? ¿En la ciudad? ¿En el internado? —preguntó Rogelio.

—Lo mejor será narrarla como ella misma lo haría, ¿no creen? Al fin y al cabo, es ella quien la vivió en carne propia —concluyó Sara.

Capítulo I

La decisión entre otra copa o un Alka-Seltzer era fácil: la copa. No quedaba mucho en aquella botella y la jaqueca que venía era inminente. La puerta se abrió y alguien entró. Intenté poner la copa sobre la mesa, pero me quedé corta, cayó al suelo y se rompió. Sonia entró en ese momento a mi apartamento.

—Perdón, la puerta estaba abierta.

Me miró, vio los vidrios rotos en el suelo, y me miró nuevamente en silencio con una gran interrogante, mientras yo intentaba incorporarme.

—Voy por una escoba —logré decir antes de trastabillar. El dolor de cabeza me pegó como un rayo despiadado.

—Solo tomé unas copas —me excusé, tratando de minimizar aquella escena embarazosa.

En ese momento vi las rosas casi marchitas que traía en las manos.

—¿Me perdí de algo? —Asintió preocupada y sorprendida por mi pregunta.

—El funeral, el funeral del gerente de la empresa PROE S. A., donde trabajamos, ¿te acuerdas?

No lo podía creer, se me había olvidado. Traté de excusarme.

—Mira, estoy de negro.

—Tú siempre estás de negro.

—¡Mierda! —dije en voz baja, sin poder excusarme.

—Soy una idiota. ¿No te dijo el ahora difunto que yo era una chica muy manipulable y un montón de otras cosas que no hablaban muy bien de mí?

—Brisa, ¿qué pasa contigo? Esa es una pésima excusa.

Miró alrededor para entender mejor la escena.

—¿Has comido algo? —preguntó abriendo el refrigerador de mi minúsculo apartamento.

—¿Vodka, vino y cerveza? ¿Qué es esto? ¿Es esta tu vida?

Mientras tanto, yo me preparaba un Alka-Seltzer. Me miró incrédula.

—¡No fuiste al funeral! ¡No fuiste al entierro de la última persona en la empresa que, a pesar de todo, confiaba en ti! ¿Lo haces a propósito para sabotearte? ¡Te estás destruyendo!

—Ya está muerto, ¿qué más da? Todos se mueren, se van, desaparecen, ¡puff! —dije satíricamente, pero a ella no le pareció gracioso.

—No lo puedo creer, todo este año me has parecido como otra persona.

Se sentó en la mesa de la cocina tirando la toalla ante la situación.

—Brisa, tú sabes que nadie más que yo agradezco lo que me ayudaste cuando realmente necesitaba un amigo. Estuviste conmigo en cada momento. Sin embargo, has estado actuando tan extrañamente en los últimos meses. Mi deber es hacértelo saber.

Me le quedé mirando pensativa. En realidad, Sonia tenía razón. No sé qué pasaba por mi mente. Era como si mi reciente separación de Mariano me hubiera llevado a un rincón sin salida, en donde solo pensaba en vengarme. Sin explicar más, decidí seguir con mi actitud sarcástica.

—¿Y qué? ¿Les hice mucha falta?

—Ángela estuvo preguntando todo el tiempo por ti, Brisa. Te llamamos muchas veces. Siempre nos tiraba a buzón.

Ambas nos quedamos viendo el buqué de rosas casi marchitas que ella todavía sostenía.

—Estas son las flores que me habías pedido. Supongo que eran para el funeral —dijo tirándolas sobre la mesa.

—¿Qué querrá Ángela? ¿Despedirme? —pregunté reaccionando un poco.

—Espero que no, Brisa, pero la cosa no luce bien —

suspiró.

—Dice que quiere verte.

—¿Cuándo? ¿Mañana?

—Sí, a las nueve de la mañana.

Me senté y me recosté sobre la mesa tapándome la cara y rascándome la cabeza.

—¡Maldita sea!

—Tienes que bañarte y acostarte.

Se quedó viéndome a la cabeza con curiosidad.

—¿Tú te tiñes el pelo? ¿Eres rubia? Tienes una gran raíz de pelo claro.

—Sí, porque me lo pinto —respondí de inmediato.

—No creo que a las rubias las respeten igual en el trabajo, a las castañas las perciben con más autoridad.

—Brisa, tú sabes que el color del pelo no tiene nada que ver. Tus prioridades están patas arriba. ¡Y yo que siempre te he envidiado! Eres bonita, tienes no sé cuántas especialidades, todo te ha venido fácil. ¿Qué estás haciendo con tu vida?

—¿Fácil? ¿Tú qué sabes? —refunfuñé abriendo la puerta del baño.

Se quedó viendo el pequeño dormitorio y notó que había una cuna de bebé.

—No sabía que… y, viéndome a los ojos, se quedó analizando por un momento.

—¿Qué estás haciendo con tu vida?

Tomé fuerzas, tomé otra botella de vino empezada y me serví otra copa.

—Sonia, siempre has sido metiche. ¡Dedícate a lo tuyo! Siempre estás pendiente de las desavenencias entre Mariano y yo, que si a él le gusta esta o aquella, lo que opinó mengano...

—Solo te quería apoyar durante el divor...

—¡Anulación! —interrumpí—. Él anuló el matrimonio, ¿recuerdas?

—Porque tú...

—¡Ya para, Sonia! —me levanté y, aún con la copa en la mano, grité—, ¡Sal de este apartamento! ¡Sal de mi vida! ¡No te aparezcas más en mi horizonte!

Me vio indignada, cogió las rosas y salió hacia el pasillo.

—¡Nadie estará en tu horizonte, Brisa! ¡Nadie! Ese es tu problema, ya espantaste a todos de tu vida. Lo que te sucede es que solo miras la parte vacía de tu vaso… de alcohol, dijo mirando mi copa con desdén. Tu perspectiva de la vida está patas arriba. ¿No que eres arquitecta? ¡Hay tantas oportunidades esperándote! ¿Es que las tienes tan cerca que ya ni tú misma las ves?

Me enseñó el dedo erecto, tiró las flores en el basurero del pasillo y se alejó.

—¡A las nueve con Ángela!

La cabeza me estallaba. ¿Cómo podía explicarle a Sonia la desesperación que sentía? Desde mi separación había terminado mi vida personal y también la profesional.

Yo me alejé de mi carrera para dedicarme al hogar, dejándole a Mariano todos mis proyectos en la empresa.

Como pude, recogí las desmanteladas rosas, entré a la cocina y traté de revivirlas poniéndolas en agua. ¡Si tan siquiera pudiera revivirlas un poco! Toqué sus delicados pétalos y pensé cuán frágiles eran. Las arreglé lo mejor que pude, pero estaban muy decaídas, tal como me sentía yo.

Me dirigí al baño a pintar mi cabello de café oscuro, con mi copa de licor en la mano. El tinte me quemaba el cuero cabelludo y empeoraba mi jaqueca, pero tenía que estar presentable para el día siguiente. Me dirigía a la cocina para tomar un segundo Alka-Seltzer cuando casualmente miré las rosas rojas. Lucían hermosas y renovadas, pero podía ser únicamente mi percepción por el efecto del alcohol. Últimamente no confiaba ni en lo que veían mis ojos. No confiaba en nada ni en nadie.

Al día siguiente me dirigí nerviosamente hacia la oficina. Subí jadeando las gradas de la entrada. El rótulo “PROE S. A., Constructora” se erguía imponente sobre mí, intimidándome aún más. Este podría ser el último día que entraba por esa puerta.

Subí al segundo piso, directo a la percoladora de café, y me vi en el espejo del pasillo. Estaba ojeruda, enfermiza, temblorosa. Sonia pasó a mi lado y me vio sin decir nada. Esa era su manera de decir las cosas. Podía ver que estaba muy molesta conmigo, lo que no ocurría muy a menudo, pues yo siempre había sido paciente con ella, especialmente durante sus problemas y sus enfermedades previas.

Sonia era guapa, de constitución algo gruesa, simpática y siempre estaba sonriente. Era muy llevadera con las demás personas, pero yo le caía muy mal esa mañana.

Entré a mi oficina primero, observé las pocas cosas personales que tenía ahí: fotos, diplomas… Vi mi nombre sobre el escritorio: “Brisa Murillo. Arquitectura e Ingeniería Civil”. Metí todas las cosas en una caja y las dejé listas para recogerlas a mi regreso de la reunión. Vi los últimos planos que había ejecutado y les di una mirada. Era el proyecto “Cumbres de Antaño” que había preparado hacía unos meses, tanto en el diseño como en el cálculo estructural. Sentí nostalgia de pensar en que ya no lo construiría. Me consoló la idea de que al fin y al cabo yo no quería pasar tanto tiempo lejos de la capital, específicamente no quería vivir en Antaño, donde sería la urbanización.

Vi la espalda de un hombre que pasó frente a mi oficina. Era Mariano, mi ex. Fingió que no me había visto.

Salí al pasillo y volteé a verlo, sacándole discretamente el dedo del medio. No era la persona que deseaba ver esa mañana.

Titubeé frente a la oficina de Ángela, respiré profundo, me apliqué un toque de espray de aliento y, finalmente, entré.

—Pasa, Brisa.

—Siento mucho lo que le pasó al ingeniero López. Era un gran director ejecutivo y persona —me anticipé, temiendo dejarla hablar.

—Yo más. Siéntate, quiero hablarte de algo serio.

—Ya, entiendo Ángela, y quiero que sepas que estoy agradecida por…

No me dejó seguir, me enseñó unos planos y preguntó:

—Estos planos los elaboraste tú, ¿verdad?

Eran mis planos del proyecto Cumbres de Antaño.

—Los arquitectónicos y estructurales —respondí con manos temblorosas y pestañando nerviosamente, pues no entendía a qué venía la pregunta.

—Veo que estás nerviosa. Iré al grano, Brisa. Quiero darte el proyecto de Antaño, el de la finca Herradura. Quiero que tú lo ejecutes.

—¿Perdón? —me temblaba la voz.

—¿Es en serio?

La secretaria entró y le entregó unos documentos y yo la vi con incredulidad. ¡Era un contrato!

—Creo que el difunto ingeniero López estaba pensando dártelo a ti.

—Pero él ya no está.

—Mira cómo es la cosa, Brisa: Mariano, tu exmarido, quiere el contrato, pero yo creo que tú debes hacerlo. Él ha estado trabajando duro para lograrlo durante todo este tiempo que te ausentaste, mientras se divorciaban y todo eso.

—Fue una anulación —la corregí.

—Pues eso, lo que sea. Creo que tú puedes y debes hacerlo. “Cumbres de Antaño” es tu diseño, tú debes ejecutarlo. Eso sí, es muchísimo trabajo, exige una gran devoción, tiempo y dedicación. Hubo un corto silencio en el que ella me analizaba minuciosamente.

—¿Te extraña mi propuesta?

—Por un lado, francamente sí—, logré comentar— pero por otro… bueno… —titubeé— al fin y al cabo, fui que yo quien elaboró los planos.

—Pero no has estado en la jugada últimamente. Simplemente no has estado. Ya ni vienes a la empresa, con eso de que te ibas a dedicar a la casa y a los hijos.

—Eso ya pasó —interrumpí.

Tomé un gran sorbo de agua y quise sacar un cigarrillo tratando de evitar que notara cuánto me temblaban las manos. La miré, reaccioné y lo guardé de inmediato. Obviamente, en PROE S. A. no se fumaba.

—Ángela, yo pensé…

—¿Que te iba a despedir? Créeme que lo pensé. Quiero darte una oportunidad, pero debes dedicarte al proyecto en cuerpo y alma. Con la muerte del ingeniero, me toca decidir a mí y este proyecto tiene urgencia. Es ahora o nunca.

—No entiendo, Ángela. ¿Cuál es la prisa?

—La UNESCO está por declarar Patrimonio de la Humanidad a la ciudad Antaño, por su obvio valor histórico colonial. Por lo tanto, este proyecto se debe llevar a cabo antes. Tendrás que vivir allá temporalmente mientras dure la construcción.

Dudé. Tenía razones personales para no querer vivir en esa pequeña ciudad.

—¿Puedo pensarlo?

—¿De verdad tienes alguna objeción? —preguntó con un tono casi burlón. —¿Cuál puede ser? ¡No dejas de sorprenderme, Brisa!

—Es que… —tenía que decirlo—, yo nací en Antaño y, después de hacer estos planos, me prometí no volver nunca más a ese lugar. Además, es un pueblo muy atrasado —me excusé.

—¿De verdad naciste ahí? ¡Yo también! ¡Qué coincidencia! Todos jurábamos que eras mexicana porque ahí te contratamos y ahí te especializaste.

No dije nada.

—¿Cuál es el problema? —preguntó viéndome a los ojos—. ¿Realmente vas a dejar ir esta oportunidad y regalarle el proyecto de Cumbres a tu ex?

Me levanté de la silla viendo hacia las otras oficinas de aquel ancho pasillo lleno de empleados y me serví un café aun con las manos fuera de control. Vi salir a Mariano de su despacho con una arquitecta que le hablaba muy confianzudamente, envolviéndolo con su coqueteo. ¿Sería ella la ‘otra’?

—No quiero parecer malagradecida, Ángela. —Miré titubeando para todos lados mientras ella tenía los ojos fijos en mí. Tomé los planos y los vi detenidamente.

—Sí, Ángela, por supuesto que acepto. Gracias.

—Perfecto —agregó satisfecha mientras ojeaba unos documentos.

La secretaria entró de nuevo.

—El señor alcalde de Antaño, Don Pablo Mencos, ya está aquí.

—Cinco minutos —respondió Ángela.

Volteó a verme y notó mis manos temblorosas que sostenían el vaso de agua.

—Brisa, tú puedes con este proyecto, yo confío en ti. Pero eso sí, tienes que dejar la bebida para hacer esto como Dios manda.

—¿Cómo sabías que yo…

—Brisa, todos lo saben. Pero no te sientas mal por eso. ¿Crees poder dejarla?

Me tomó un momento responder adecuadamente.

—Tengo suficiente fuerza de voluntad —dije viendo hacia abajo. Hubo un silencio incómodo mientras llegaba el alcalde.

—Pasa Pablo —dijo sonriente.

—Ella es la arquitecta Brisa Murillo. ¿Se conocen?

Él me tendió la mano.

—Pablo Mencos.

—Sí, nos conocimos en Antaño, cuando estábamos midiendo los terrenos.

—Siéntate, Pablo. Brisa está a bordo del proyecto. ¿Tienes alguna novedad?

—Solo faltan dos permisos. Son licencias locales fáciles de obtener con el Consejo Nacional para la Protección de Antaño. ¿Usted está al tanto de las demoliciones que hay que hacer? —preguntó mirándome.

—Sí.

—Pues la escuela que está junto a las ruinas del convento se va también, lo que era el internado de señoritas.

—¿Y la mansión vieja de la entrada? Es una casa colonial hermosa. Como ustedes sabrán yo había propuesto conservar las ruinas españolas para eventos sociales, bodas, etcétera. ¡La mansión sería perfecta para un salón de eventos y la casa club del residencial! Hice el estudio estructural, los edificios están en perfectas condiciones; además, eso le daría el toque colonial a Cumbres.

—¡Es un cúmulo de ladrillos viejos!— exclamó Ángela—. Eso también se va. Los temblores han destruido la parte de arriba, pero por el momento el primer piso nos sirve de oficina. Es una casa muy antigua, sí, pero no colonial. Ahora, demoler el resto del convento quizá nos traiga un poco más de problemas. Eso sí podría ser considerado patrimonio colonial porque todavía existe parte de las ruinas. Sin embargo, está dentro de nuestros terrenos y lo estamos resolviendo. ¿No es así, Pablo?

El alcalde se sentó y le preguntó a Ángela:

—¿La arquitecta ya conoce todos los obstáculos?

Los miré intrigada.

—Sí —dijo Ángela—. No es nada del otro mundo, pero hay un obstáculo. Un pariente de apellido Herradura resultó con demandas sobre los derechos adquiridos por PROE S. A., pero ya el departamento legal se está encargando. Recuerda que aquí tenemos un gran equipo de asesores. Brisa, tú supervisarás la demolición de los edificios existentes después de los movimientos de tierra y la nivelación del terreno, para luego proceder a la construcción de tus planos. ¿Le puedes explicar a Pablo más detalles del proyecto?

Dudé un poco en contestar.

—Bueno, si no hay otros cambios, trabajaremos los primeros seis meses en la demolición de los edificios de la entrada y de todo el caserío abandonado que existe en los terrenos de abajo, por la hondonada. Se hizo un presupuesto de una demolición mecánica y como ustedes saben, son casas viejísimas abandonadas que aparentemente pertenecieron a los trabajadores de cuando esa finca estaba funcionando. Luego tenemos que hacer los movimientos de tierra y nivelar el terreno. Hablamos de seis meses antes de comenzar la edificación. A partir de este momento entramos a la construcción de las calles para el acceso del material.

—No tiene problema con demoler un viejo convento de monjas, ¿verdad, Brisa? —preguntó el alcalde—. ¿Es religiosa?

—Absolutamente no. Quisiera insistir en salvar la mansión y las ruinas por estética arquitectónica. Con el derribo de lo que fue el internado no tengo ninguna objeción. Yo se lo sugerí a la empresa de demolición que hizo la planificación previa y el estudio técnico de las características de los edificios. Es muy fácil excluir la mansión y las ruinas. Les sugiero reconsideren mi propuesta completa.

—Luego veremos eso con detenimiento —interrumpió Ángela sin ponerle mucha atención a mi iniciativa.

—Yo soy de botar todo y hacer un proyecto cien por ciento nuevo —bromeó Pablo—. No me gustan los edificios viejos llenos de moho. Es irónico que con tanto temblor que hay en las tierras de Antaño se tenga que hacer tanta demolición. ¡Ojalá viniera uno fuerte que nos ayudara a salir de todas esas ruinas de una vez! Pero bueno, ¡manos a la obra!

—dijo sonriendo y dándome una palmada en el hombro.

—¡Tú puedes! —afirmó Ángela.

—No los defraudaré —aseguré, forzando una compostura que no tenía.

—Por lo que entiendo, vivirá usted allá —dijo él sonriente—, así que la veré a menudo.

—Gracias, señor alcalde.

—Pablo —insistió él.

—Brisa, Pablo es socio principal de la empresa. Claro, indirectamente, a través de una sociedad anónima, ya que el ser alcalde lo inhabilita legalmente. —Apenas pude contener mi sorpresa. Mucho había cambiado desde que había diseñado el proyecto.

—Cuando esta urbanización termine, consideraremos la posibilidad de asociarte a la empresa, ¿te parece?

—Te prometo que nada se interpondrá en el éxito de este proyecto. Nada ni nadie.

—¡Bienvenida de nuevo a PROE S. A. y al proyecto ‘Cumbres de Antaño’! —comentó Ángela. Los dos se levantaron y me dieron la mano.

Salí de la oficina pensando en Ángela. No la conocía muy bien y tenía que asegurarme de que ella no conociera más de cerca mi frágil estado emocional. No le podía dar ninguna muestra de inseguridad. Ella siempre había sido un enigma para mí. Era licenciada en administración de empresas, y ahora, con la muerte del ingeniero López, ella quedaba como directora administrativa. No éramos muy cercanas, es más, yo hubiera jurado que no le agradaba. Ella era una mujer un poco mayor que yo, seis u ocho años tal vez, morena, de ojos verdes, complexión huesuda, pómulos altos y boca delgada. Era exótica, diría yo, atractiva, ambiciosa y con mucho liderazgo. Parecía muy culta, aunque de vez en cuando se le dejaba entrever un gesto pueblerino, a pesar de sus intentos por ocultarlo.

Yo estaba confundida y excitada, con una gran resaca que se hacía cada vez más punzante. Volteé nuevamente para verme en el espejo que estaba al final del pasillo y me vi desmejorada y frágil.

—¿Podrás, Brisa? —le pregunté a mi reflejo.

Subí al elevador, me dirigí a una de las tiendas de abajo, compré media botella de vodka y la metí cuidadosamente dentro de mi cartera, temerosa de que me vieran. Junto a la entrada de la oficina estaba una cafetería bistró con un minibar muy ecléctico y urbano. Me senté en la esquina de la barra frente a un hombre que no me quitaba la mirada de encima; no se perdía ninguno de mis movimientos.

—Un whiskey sour —dije de manera automática, para luego corregirme—. Quise decir, un jugo de naranja.

Miré de reojo a aquel alto, hosco, ceñudo y guapo hombre que estaba frente a mí. Tenía la cabeza medio agachada y sus ojos café avellana clavados en mí con una mirada intensa que hacía que todo mi cuerpo reaccionara. No sé qué me preguntaba, no sé qué me decía, pero sus ojos penetraban todo mi ser casi sin parpadear. Llevaba el cabello peinado muy al descuido, alborotado, una camisa arrugada y un sombrero vaquero levantado que lo hacían ver como finquero, ganadero o… qué se yo; lo que sí era obvio es que se veía fuera de lugar en este bistró tan de la gran ciudad.

Una mano me jaló para atrás sacándome de mi estupor.

—¡Nunca, nunca harás ese proyecto! —gritó Mariano con los ojos llenos de rabia.

Era mi momento de triunfo, de mostrarle cómo le había ganado, de ver su mirada de derrota. Me le quedé viendo con un gesto de victoria y noté, para mi sorpresa, que ya no sentía nada por ese hombre, ciertamente ni amor ni odio.

—Una cerveza —le pidió al cantinero antes de sentarse en la barra.

El enigmático hombre de la esquina puso su mano impidiendo con autoridad que Mariano tomara la cerveza que el cantinero le acababa de servir.

—Vete —logré decir soltándome.

—La señorita le está pidiendo que la deje en paz —dijo mirándolo fijamente.

Mariano lo vio lleno de rabia, pero no iba a pelear, no de esa manera.

—¡Me las pagarás! —me dijo amenazante, y salió abruptamente del establecimiento.

El desconocido pidió su cuenta y antes de pagar se inclinó hacia mí, muy, muy cerca:

—Parece que tiene usted muchos enemigos, señorita. Soy Sebastián Salguero —dijo extendiendo la mano y sin dejar de mirarme.

—Brisa Murillo —logré decir con nerviosismo.

—Cuídese mucho, buenas noches —dijo tocándose el sombrero como ademán de despedida, como si fuera el dueño de aquel recinto.

Lo vi salir sin voltear y suspiré con alivio.

—¡Qué día! —le dije al cantinero.

—La cuenta por favor.

—Ya la pagó su nuevo amigo —me dijo sonriente.

Capítulo II

—¡Has regalado casi todo! —exclamó Sonia al entrar a mi departamento.

Sonó el timbre.

—Es el arquitecto Calderón que viene por nosotros.

—Veo que has estado haciendo tu tarea —observó al ver las revistas y los libros históricos y turísticos de la pequeña ciudad de Antaño, que tenía sobre la mesa—. Es un lugar encantador para los turistas, pero aburrido para vivir. Será interesante trabajar juntas, Brisa. Este es un proyecto enorme, tanto para ti en la construcción, ¡como para mí en su venta!

Miró al vacío imaginándose: “Sonia Paz, Gerente de Mercadeo”.

—El nombre de Antaño tiene su gracia, es un concepto que puede vender el lanzamiento de un proyecto. Una remota ciudad dominada desde el principio por la familia Herradura —concluyó circunspecta.

—¿Herradura? —pregunté—. No había sido un detalle relevante durante la etapa de cálculos.

—Sí, la ciudad colonial fue fundada por el famoso Francisco de Herradura, y su familia ha continuado siendo relevante hasta la fecha. Yo diría que es un pueblo congelado en el tiempo, aunque ahora lo llamen ciudad.

—Al menos tiene muchas ruinas coloniales interesantes.

—Ruinas, escombros, gente anticuada y leyendas de espantos. Lo bueno es que eso vende y podré usarlo para el proyecto de lanzamiento. A los turistas les fascinan todas esas cosas.

—Gracias por el consuelo.

Sonia me vio consternada.

—Brisa, éste puede ser un nuevo comienzo para ti. ¿Te acuerdas cuando tú me ayudaste a mí a empezar de nuevo? ¡Yo siempre lo recuerdo!

—No necesito un nuevo comienzo —me defendí—. Y de ser así, ¿por qué comenzar en el lugar de donde vengo?

—¿Tú eres de Antaño? —preguntó extrañada—. Pensé que eras mexicana. He visto fotos de tus padres y de tu vida en México, tus diplomas de especialización son de México; allí conociste a Mariano…

—Pues ya ves —dije sin dar mayor explicación.

Bajamos las gradas hacia la calle y el arquitecto nos abrió las puertas del auto.

—Suban —se presentó—. Arquitecto Carlos Calderón, pero en Antaño me dicen Carlitos, allí todo es más familiar —sonrió.

—Interesante. Gracias, Carlitos —dije—. ¿Y el auto que te dio la compañía? —me preguntó Sonia.

—En el taller.

—Va a necesitar un buen auto, arquitecta —dijo él.

—Brisa —lo corregí—. Trabajaremos juntos un buen tiempo, así que deberíamos llamarnos por nuestro nombre. Yo lo voy a llamar Carlitos.

—El terreno donde haremos el proyecto es muy quebrado y desnivelado —continuó—, y todas las calles del pueblo son empedradas. Ya verá cómo arruinan los autos, sobre todo en el invierno.

—Lo sé, tengo un auto adecuado, pero todavía está en reparación. Gracias por llevarnos.

La carretera hacia Antaño era espectacular, rodeada de hermosos valles y volcanes y, a medida que nos acercábamos a la pequeña ciudad, se podían ver rosales silvestres que invadían los campos con un encantador tono rosa escarlata.

—Hay grandes invernaderos que se dedican a cultivar la rosa de estas montañas específicamente para exportar a Holanda. Como usted sabe, este tipo de rosales son únicos, pues crecen como enredaderas escaladoras, esto los hace únicos en su especie.

—Los códigos de construcción se han puesto más estrictos desde que la UNESCO se interesó por Antaño, ¿no es cierto? —pregunté adentrándome al tema de trabajo.

—Sí, y le han cambiado el nombre también. El nombre oficial siempre ha sido Antaño de Herradura, pero ahora será simplemente Antaño.

—Antaño. Su nombre hace alusión a un lugar muy pequeño y remoto. ¡Y pensar que si bajamos de allí en línea recta sin detenernos llegaríamos al mar! —comentó Sonia embelesada.

—Usted nació ahí, ¿verdad?

—Sí, soy antañense. Vivir ahí es como regresar en el tiempo, lo noto cada vez que regreso de la ciudad capital.

—El equipo de demolición ya se está instalando, arquitecta —continuó, volviendo al tema de trabajo.

—Por favor, Carlitos, llámeme Brisa —insistí.

—Brisa —se corrigió tímidamente. —La empresa mexicana de demolición para la asistencia técnica empezó su trabajo y ya tenemos a un ingeniero de planta. Creo que usted fue quien la recomendó. Tiene profesionales altamente calificados. ¿Sabe quién hizo los cálculos?

—Yo hice los planos arquitectónicos y estructurales.

—¿Así que también es ingeniera especialista en estructuras antisísmicas?

Asentí.

—Vamos bien con los permisos de construcción, ¿verdad?

—Faltan algunas cosas. Es mucha burocracia. Como usted informó en su correo, si empezamos por la demolición de abajo y nivelamos terreno vamos ganando tiempo, mientras tanto salen los permisos que faltan. Con respecto de su oficina, usted me dirá qué espacio quiere al ver las instalaciones—. Se notaba que era muy conocedor del proyecto. Yo tenía mucho que absorber. Durante varios kilómetros trate de visualizar mi nueva incursión en Cumbres de Antaño.

Volteé a ver a Sonia.

—Espero que me hayas disculpado por lo de la otra tarde —dije apenada.

—Olvídalo, Brisa. Ya te has disculpado varias veces. No hay problema, ¡Ya eres la Brisa que conozco! Sentí alivio de que Sonia no me resintiera.

Seguimos nuestro recorrido en silencio por un buen rato.

—Esto es un pueblo en realidad, un pueblo donde tiembla la tierra. Aunque me han dicho que con el tiempo ya no se sienten los temblores. —Comentó él repentinamente obviamente tratando de parecer ameno.

—Uno se acostumbra —respondió Carlitos—. ¡Si tan solo uno supiera cuándo va a temblar la tierra! Bueno, Brisa, usted debe saber, ¿no? Digo, por su especialidad.

—No se puede saber, Carlitos, sólo se trata de tomar medidas al ejecutar los cálculos estructurales

—¿Usted se especializó en México?

—Sí.

—Brisa —intervino Sonia—, en la empresa me dijeron que hubo una tal Madre Rosa en un antiguo convento que se encuentra dentro de nuestros terrenos. Dicen que es muy conocida en el lugar. Se podría aprovechar su notoriedad para cuando se promueva el proyecto.

—¿Una monja? No la he oído mencionar —miré curiosamente a Carlitos— lo que sé es que hay ruinas de un convento y una escuela vieja que vamos a demoler, un internado que no es colonial. De una monja no sé nada.

—Se refiere a nuestra beata Madre Rosa —explicó Carlitos.

—¿Beata?

—Sí, terminología del Vaticano, es cuando se va a canonizar a una persona. Mucha gente piensa que es leyenda, pero realmente existió. Los creyentes como yo la consideramos la santa patrona del pueblo, pero para los turistas es sólo un objeto de curiosidad. Se venden souvenirs de ella.

Sonia y yo nos miramos sorprendidas por su fervor. Él observó nuestro escepticismo y agregó, sin tratar de ocultar su devoción:

—A mí me ha hecho milagros.

Carlitos era un arquitecto local de Antaño, graduado de la pequeña universidad del lugar, y estaba expuesto a las muchas supersticiones de una ciudad tan pequeña.

—¡“Los Arcos”! ¡Ya llegamos! —exclamó Sonia con emoción—. Esa es la posada “Los Arcos”, será tu casa por un tiempo, Brisa, y yo misma me quedaré ahí algunos días. Aparentemente, pasaré mucho tiempo aquí también —suspiró no muy emocionada—.

Carlitos asintió con la cabeza.

—Yo me bajo de una vez —dijo ella.

La posada era de lo más pintoresca, estilo colonial y rodeada de flores, especialmente de rosales rojos que justamente escalaban los muros de la construcción.

—Yo seguiré al proyecto con usted, Carlitos. Te veo al rato, Sonia.

Llegamos a los terrenos donde se encontraba el proyecto, ya en su fase de inicio: la limpieza del terreno. Allí estaba aquella mansión que tanto me había impresionado, una construcción muy antigua, aunque no colonial, que, para mi sorpresa y desilusión, ahora estaba destinada a ser demolida junto con los otros edificios para la obra.

—Va a ser una lástima derrumbarla —dijo él, como si pudiera leerme la mente.

Me quedé viendo el edificio hipnotizada. Un señor muy viejo rondaba la puerta principal. Parecía ser un campesino o un peón. Me sonrió tímidamente, dejando ver su torcida dentadura, y se levantó el sombrero levemente en señal de saludo.

—Bienvenida, arquitecta.

Pude sentir su aliento a alcohol. Busqué la mirada de Carlitos para ver su reacción con respecto a aquel hombre, pero él ya se había adelantado; no parecía haberse percatado de su estado de embriaguez, pero yo sí, yo era una experta. Me inquietó mucho el encuentro con esta persona. ¿Cómo podía trabajar en el proyecto, cómo podía estar en planilla? No quise preguntarle a Carlitos en ese momento. No quería criticar a ningún trabajador así, de entrada. Me abstuve de comentar.

Esa noche nos propusimos no acostarnos tarde, cosa que era difícil con Sonia, a quien le encantaba charlar hasta deshoras. Yo quería amanecer descansada y salir temprano de la pensión hacia el proyecto.

—Primera aventura —dijo Sonia al día siguiente cuando llegamos al proyecto y nos bajamos de aquel mini taxi, un carruaje pequeño de madera halado por un caballo, la forma más fácil de moverse en Antaño sobre las estrechas calles empedradas.

—Llegan temprano —saludó Carlitos cuando salió a recibirnos—. ¿Les gustó la experiencia de nuestros taxis? Son pintorescos, ¿verdad?

—Pintorescos sí —dije mientras me estiraba un poco y reacomodaba mi ropa—. Pero veníamos rebotando por esas calles de piedra.

—Pasen adelante, aquí está nuestro centro de trabajo, les mostraré cómo ubicamos las oficinas provisionales. Usted me dirá, Brisa, los cambios que quisiera hacer más adelante.

Entramos al gran vestíbulo y de inmediato noté que sobre nosotros guindaba un bello y majestuoso candelabro de hierro forjado

—Ese es nuestro sismógrafo —señaló él sonriendo.

—¿Su sismógrafo? —preguntó Sonia.

—Nuestro propio medidor de sismos —dije uniéndome a la broma.

El vestíbulo se conectaba con unas gradas señoriales que subían al segundo piso, y los grandes ventanales con arcos dejaban entrar la luz de una forma que lo hacía ver muy misterioso, pero fascinante. El lugar estaba en muy mal estado, las gradas desgastadas y las paredes descascaradas y con hendiduras. Carlitos señaló hacia lo que parecía haber sido el comedor y la biblioteca, ahora oficinas con los primeros empleados. En el fondo se lograba ver una gran sala con una hermosa chimenea, vacía con excepción de unos cuantos muebles antiguos apilados en una esquina, por lo que, a medida que avanzamos en el recorrido, podíamos oír el eco de nuestras pisadas.

—Puede disponer de toda el área vacía, hemos ubicado a los empleados en los espacios más pequeños —comenzó a señalar—. Allá se encuentran temporalmente los arquitectos auxiliares, ésta es la sala de planos, al fondo en aquel espacio está la oficina del departamento de demolición… Habrá más personal conforme nos acerquemos a la construcción. Usted dirá qué desea hacer, podemos contratar un tráiler cómodo para que sea su oficina temporal.

Caminé hacia las salas vacías. Una cúpula sobre grandes ventanales dejaba ver en la distancia los volcanes circundantes, las ruinas de una iglesia con su viejo campanario. La vista era maravillosa, pero no dejaba de ser siniestra. Pensé en cuánta gente había residido allí y me pregunté cómo habría sido su vida personal. De mucha riqueza y abolengo, eso sí era obvio.

—Hay rajaduras en el techo —me hizo notar Sonia.

—No son estructurales —comenté.

—¿Aquí no espantan, Carlitos? —preguntó Sonia en tono de broma. Podía notar que a ella le incomodaba la casona.

—Bueno, como ya sabrán, estamos rodeados de campos electromagnéticos —respondió él sonriendo—. Dicen que la gente confunde esos fenómenos con espantos. Usted tal vez sabrá más de eso, Brisa.

—No es mi campo de experticia —expliqué—, pero cuando un ambiente está permeado de estos campos, se pueden presentar energías que alteran ciertas realidades cotidianas y la gente se confunde. Lo cierto es que los fantasmas no existen, Sonia —dije mirándola burlonamente.

Una joven, casi niña, pasó ofreciéndonos una taza de café.

—¿Gusta, seño?

—Gracias, Selena —dijo Carlitos tomando las tazas— . Selena nos ayuda con la limpieza —me explicó.

—Gracias, Selena. Espero que en la tarde me presente a todos los empleados y colegas, Carlitos —sonreí—. Recuerde también que necesitaremos una sala de conferencias para juntas corporativas. Puede ser aquí en esta área donde está la chimenea, a la par de mi oficina. Desde aquí puedo ver a los trabajadores y tengo un hermoso paisaje enfrente —dije con un recién adquirido entusiasmo que a mí misma me sorprendió.

—¡Veamos qué hay arriba! —dijo Sonia—. ¿Por qué pusieron esta cinta amarilla de precaución?

—Porque las estructuras pueden estar frágiles —contestó Carlitos.

—Es verdad, mira todo esto descascarado y rajado —notó ella mientras subíamos—, ya veo por qué nadie sube al segundo piso.

—No es estructural —aclaré luego de analizar las grietas—. Eso se soluciona repellándolas, es cosmético. Es más, yo podría dormir aquí —comenté con cierta fascinación al entrar a una de las habitaciones. Era la alcoba principal de la casona. Sentí una inmediata fascinación por aquella habitación, casi como si siempre la hubiese conocido.

—¿Podría dormir aquí? —repitió Carlitos, incrédulo de mi comentario.

—Claro que sí.

—Bueno, podría comprarle muebles nuevos en el centro del pueblo —titubeó—, ahora cooperando con mi idea.

—Estos están perfectos, sólo necesitaría una cama nueva que combine con esa cabecera antigua.

—Podemos subir los cables de luz —continuó él, y tener listo el lugar, pronto.

Nos acercamos a la ventana desde donde se veían la escuela, las ruinas de la iglesia y el inmenso campanario.

—Es una lástima que esta vista no la tendrá por mucho más tiempo —dijo él.

De pronto el campanario empezó a sonar. ¡Ding, dong!

—Ese campanario está vacío, ¿verdad? —pregunté confundida.

—Sí, está abandonado —se dio cuenta de mi confusión y me aclaró—. Son palomas, les encantan los edificios viejos.

—Estás muy callada, Sonia.

—Es que tú tienes que estar loca de remate, Brisa. No te puedes quedar a vivir aquí. Esto es… ¡El castillo de Drácula! —concluyó bromeando, muy inquieta.

—Miremos los otros dormitorios —dije adentrándome al pasillo atraída por unos ruidos que provenían del fondo. —¿Qué será ese sonido? ¿Será que hay alguien aquí?

—No, está prohibido subir hasta aquí.

—Yo siento como si alguien nos observara

—susurró Sonia.

Nos adentramos hacia el fondo del pasillo.

Los demás dormitorios estaban llenos de polvo y telarañas, había muebles antiguos esparcidos por todos lados y las paredes aún sostenían viejas pinturas y fotografías decoloradas y con los vidrios rotos. Era como regresar en el tiempo a la era de las familias de los primeros privilegiados colonos españoles. Una fotografía en blanco y negro de una mujer mayor llamó mi atención, tenía un aspecto siniestro, casi fantasmagórico.

—Es doña Delfina Herradura. Ésta ha sido la casa de los Herradura por más de un siglo, creo que ella fue la última que vivió aquí. Tiene mala fama la señora, parece que no era muy buena.

—Puede haber ratones en estos cuartos tan abandonados —dijo Sonia asqueada.

—Fumigaremos hoy mismo —se apresuró a decir Carlitos. Se oyen ruidos porque aquí todo truena, la casa se asienta con los cambios de temperatura, solo le hace falta una buena limpieza.

—Brisa, tengo escalofríos en la espina dorsal ¿Cómo te vas a quedar aquí, Brisa? ¿No que te dan ataques de pánico? Era obvio que Sonia le había cogido aversión a la mansión.

—No, ninguna construcción me asusta; además, amo los edificios viejos como buena arquitecta, eso va con mi profesión.

—Sí, pero no como para vivir en ellos —agregó, viendo sigilosamente a su alrededor— ¿Sabes qué? Mejor volteemos el retrato de esta señora, tiene la mirada oscura y rostro de pocos amigos. Te juro que siento como si alguien nos observara, ha de ser esa anciana. Vivir aquí es una pésima decisión.

Se alejó por el pasillo para bajar de una sola vez. Carlitos y yo seguimos inspeccionando los antiguos dormitorios.

—Se lo tendré listo en unos días —me dijo él en voz baja para que no oyera Sonia.

Desde la mitad de las gradas se podía observar la majestuosa chimenea de la gran sala de abajo.

—Amo ese tipo de chimeneas —le dije a Sonia cuando llegué a la sala—, de estilo barroco que de verdad calentaban, no como las de ahora. Ingeniosa ingeniería la de entonces.

Sonia me miró incrédula meneando la cabeza en desaprobación.

—Los espero afuera —se alejó acelerando el paso—, necesito aire fresco.

Salí detrás de ella y me puse a caminar alrededor mientras Sonia y Carlitos hablaban con los jóvenes profesionales. Yo quería conocerlos en una junta más oficial. Encontré nuevamente al anciano con peste a alcohol y se me acercó nuevamente.

—Estos son los terrenos de nuestra santa Madre Rosa —dijo mirando hacia el viejo campanario y señalando las ruinas del convento.

Lo miré con algo de desconfianza, no entendía cómo permitían a alguien ebrio en el proyecto, habría que comenzar por evaluar al personal, pensé. No quería hablar con él, me desagradaba su presencia. Carlitos se nos acercó y decidí mejor preguntar por la popular monja.

—Así que va a ser canonizada la madre… ¿Cómo es que se llama? —me dirigí a Carlitos, ignorando a don Rogelio.

—Pues así dicen. Cuentan que durante un temblor se abrirá su féretro y, cuando la encuentren, ella estará intacta, incorrupta, con muchas rosas rojas; ese será el inicio de la reforma de sus enseñanzas que han sido olvidadas por el tiempo. Para nosotros ella es la santa Madre Rosa y se veneramos sobre todo en las aldeas de alrededor.

—Gracias por la explicación —dije sin mirar al anciano, quien parecía esperar entrar en la conversación.

—Usted no es creyente, ¿verdad? —preguntó Carlitos al ver mi cara.

—No —dije sonriendo pues no quería ser pesada.

—¿No cree en nada de Dios o del más allá?

—No, ni en milagros, ni religión, ni muertos. En realidad, no creo ni en los vivos —dije con sarcasmo mientras entrábamos de nuevo a la mansión que muy pronto sería mi casa.

—Pues aquí dicen que ella se aparece por el área y no faltará quien le haga el comentario de fantasmas y muertos que asustan, son cosas de pueblos, por eso yo vivo en el centro, allí no hay fantasmas —dijo bromeando—. Si gusta le presento a los que trabajan en la oficina — añadió cambiando el tema.

—En la tarde, Carlitos. Organice una junta de presentación para después del almuerzo.

—Mire, Brisa —me dijo serio—, antes de que se me olvide y ya que tal vez no debe esperar, al internado viene una persona que no trabaja con nosotros, parece que es una delegada del Ministerio de Cultura, siempre visita el edificio sin permiso. Yo le he explicado que ya no puede entrar, que esto ahora es propiedad de PROE S. A., pero ella no me hace caso, tal vez usted podría lidiar con ella, se llama Marta y lleva el uniforme y el gafete del Ministerio de Cultura.

—¿Es ella? —pregunté al ver a una pequeña mujer que abría la puerta del internado.

—¡Mire qué casualidad! Sí, es ella. Mire qué casualidad. Bueno, pero por ahora, volvamos a su nueva casa —dijo sonriente señalándome la misteriosa residencia.