Ricardo Güiraldes fue un novelista y poeta argentino. Nació en el seno de una familia de aristocracia argentina de fines del siglo XIX. Su padre, Manuel Güiraldes, quien llegó a ser intendente de Buenos Aires, era un hombre de gran cultura y educación; también con mucho interés por el arte. Esta última predilección fue heredada por Ricardo, quien dibujaba escenas campestres y realizaba pinturas al óleo. Su madre, Dolores Goñi, pertenecía a una de las ramas de la familia Ruiz de Arellano, fundadora de San Antonio de Areco.
Un año después de nacer Ricardo, la familia se trasladó a Europa, donde permaneció durante algún tiempo. A su regreso, el niño tenía cuatro años de edad y se lo podía escuchar hablando tanto francés como alemán; y es el francés el idioma que dejaría honda huella en su estilo y preferencias literarias.
Su niñez y vejez se repartieron entre San Antonio de Areco y Buenos Aires, respectivamente. Sin embargo, fue en San Antonio donde se puso en contacto con la vida campestre de los gauchos y reunió las experiencias que habría de utilizar luego, años más tarde, en Raucho y en Don Segundo Sombra. Fue allí donde conoció a Segundo Ramírez, un gaucho de raza, en el que se inspiró para dar forma al personaje de "Don Segundo Sombra".
Tuvo una serie de institutrices y luego un profesor mexicano, que reconoció sus aspiraciones literarias y lo animó a continuar con ellas. Estudió en varios institutos hasta que acabó el bachillerato a los dieciséis años. Sus estudios no fueron brillantes. Comenzó las carreras de arquitectura y derecho, sucesivamente. Sin embargo, abandonó los estudios universitarios y emprendió varios trabajos en los que tampoco se mantuvo por mucho tiempo.
En 1910, viaja a Europa y Oriente en compañía de un amigo: visita Japón, Rusia, la India, Oriente Próximo, España para instalarse finalmente en París con el escultor Alberto Lagos. En la capital francesa, decide seriamente convertirse en escritor.
No obstante, Güiraldes se dejó seducir por la vida fácil y divertida de la capital francesa y emprendió una frenética vida social, descuidando sus proyectos literarios. Pero un día se le ocurrió sacar de un cajón unos borradores que había escrito: unos cuentos campestres, que luego incorporaría a sus Cuentos de muerte y de sangre. Les leyó los cuentos a unos amigos y lo animaron a publicarlos. Ya en estos primeros borradores se dio cuenta de que había forjado un estilo muy particular.
Volvió a México en 1912 después de haber decidido, de una vez por todas, convertirse en escritor. Al año siguiente, en 1913, se casó con Adelina del Carril, hija de una destacada familia bonaerense (la ceremonia se realizó el día 20 de octubre, en la estancia Las Polvaredas), y ese mismo año aparecieron varios de sus cuentos en la revista Caras y Caretas. Estos y otros de 1914 irían a formar parte de Cuentos de muerte y de sangre que, junto a El cencerro de cristal, se publicarían en 1915 animado por su mujer y por Leopoldo Lugones. Sin embargo, no tuvo éxito. Dolido, Güiraldes retiró los ejemplares de la circulación y los tiró a un pozo. Su mujer recogería algunos de ellos y hoy en día estos libros, manchados de humedad, tienen un gran valor bibliográfico.
A finales de 1916 el matrimonio Güiraldes, junto a un grupo de amigos, emprende un viaje a las Antillas, visitan Cuba y lo terminan en Jamaica. De sus apuntes surgiría el esbozo de su novela Xaimaca. En 1917 aparece su primera novela Raucho. En 1918 publica la novela corta Rosaura (rótulo de 1922) con el título Un idilio de estación en la revista El cuento ilustrado, de Horacio Quiroga.
En el año 1919 viaja otra vez a Europa con su mujer. En París establece contactos con numerosos escritores franceses. Frecuenta tertulias literarias y librerías.
Entre todos los escritores que conoció en esa visita, quien mayor huella le deja fue Valery Larbaud. En 1923 publica en Argentina la edición definitiva de Rosaura, muy influenciada por escritores franceses, y que es razonablemente bien recibida por público y crítica.
En 1922 vuelve a Europa y, además de establecerse en París, pasa una temporada en Puerto Pollensa, Mallorca, donde había alquilado una casa.
A partir de ese año se produce un cambio intelectual y espiritual en el escritor. Se interesó cada vez más por la teosofía y la filosofía oriental, en busca de la paz del espíritu. Su poesía es fruto de esta crisis.
Al mismo tiempo, sus ideas literarias empezaban a tener aceptación en Buenos Aires, ciudad que se veía asaltada por los movimientos vanguardistas. Güiraldes ofreció su apoyo a los nuevos escritores.
En 1924 funda la revista Proa junto con Brandán Caraffa, Jorge Luis Borges y Pablo Rojas Paz; la revista no tendría éxito en Argentina pero sí en otros países hispanoamericanos.
Tras el cierre de la revista, Güiraldes se dedica a terminar Don Segundo Sombra, novela a la que pondría el punto final en marzo de 1926.
Se lo incluye entre los integrantes del que se dio en denominar como Grupo Florida, grupo de escritores que se reunían en editoriales y confiterías cercanas a dicha arteria porteña como la Confitería Richmond, en contraposición dialéctica literaria con el Grupo de Boedo que publicaba en la Editorial Claridad y se reunía en el Café El Japonés.
En 1927 hace su último viaje a Francia, a Arcachon, y debido a su estado de salud es trasladado a París, donde muere en la casa de su amigo Alfredo González Garaño, víctima de la enfermedad de Hodgkin (cáncer de los ganglios). El cadáver es trasladado a Buenos Aires para darle sepultura en San Antonio de Areco.
Para mi hermana
LOLITA
en 1914
Lobos es un pueblo tranquilo, en medio de la pampa.
Por sus calles, franjeadas de árboles vaga un aburrimiento indiferente. Pocos peatones asonan en sus veredas, pasos delatores como lonjazos y salvo la hora del tren o los estivales paseos por la plaza, fresca de quietud nocturna, nada se estremece en la seria siesta que una moral de solterona impone a las expansiones francas.
Como todos nuestros pueblos, Lobos posee una plaza cuyos chatos canteros, rapados por un reciente sacrificio de plantas viejas, se estiran frente a la Iglesia, envanecidos de su artificial lozanía que refresca a diario el largo y flexible biberón de una manga.
La Iglesia es al estilo colonial, con grande atrio de baldosas rojas ribeteado por una escueta franja de mármol que simula un escalón. Frente al templo, plaza de por medio, está la comisaría con su escudo y comisario ad portas, mientras en la vereda el oficial toma aire al compás de los mates cebados por un policía ex-delincuente, que hace venias a destajo.
En una de las esquinas del cuadrado con que el caserío encierra a la plaza, la sucursal del Banco de la Nación mira de arriba pues tiene dos pisos. En la segunda, por orden de ostentación, invitan a hacer la tarde las gastronómicas vidrieras de la confitería del Jardín, que los parroquianos designan familiarmente por «lo del Vasco». Y mientras en la tercera ríen las percalinas claridades de la tienda, en la cuarta la botica recuerda que existen dolores.
Es cuanto requiere la comarca; justicia, dinero, ropa, vicio e ideal en módicas dosis.
Una de las calles laterales de la plaza, artería principal del vivir pueblero, se llama la calle Real y está empedrada. Entre el caserío apunta la pretensión de algún Luis diez y pico, atenuado por troncudos paraísos viejos que corren el riesgo de ser hachados por una intendencia progresista, que no los considere árboles finos.
Atraídos por el privilegio del adoquinado, ruidoso bajo las llantas y las herraduras, se han alineado; el «Hotel de París», el «Club Social», la «Platería del Globo», el «Almacén del Progreso», y la «Zapatería Modelo».
A cinco o seis cuadras del centro, constituido por diez manzanas, la edificación cerrada codo a codo en monótona seguidilla de edificios incoloros, comienza a alegrarse de una que otra planta cuya copa serena asoma por sobre los terrosos ladrillos de las tapias, rematadas en vértice como los castillos de barajas. Las fachadas lucen amarillos, verdes y celestes de papel secante. Los contramarcos de puertas y ventanas se recuadran de un tinte más oscuro. Y por los zaguanes, entrevéense parrales reflejados en las espejeantes baldosas del piso.
La pulpería arrabalera, antiguo hospedaje en el callejón, huele a desierto por más que casera e inofensiva la tornen un par de «tungos lagañosos» (uno palomo, otro picazo) durmiendo entre las varas de un «charré» chacarero.
Y las quintas hacen su guión efímero entre el pueblo y los vastos horizontes de las estancias, a las cuales los patrones de veraneo traen el único estrépito de vida rica del partido.
Lobos tuvo su alma sencilla y primordial como el macachín de otoño. Lobos pensaba, amaba, vivía a su modo. Mas vino la paralela infinitud de los rieles veloces y el tren, pasando férreo de indiferencia, de horizonte a horizonte, de desconocido a desconocido, esfumó sobre el caserío su penacho pasajero.
Lobos padeció de aquel veneno.
Venía esa tarde, en un vagón del F. C. S., un joven vestido a la Europea, irreprochablemente: Corbata-cuello, sombrero de castor y traje de briches, que auque gastado, guardaba en el revés de un bolsillo interior, la fecha de entrega y el membrete de la casa Poole. Casi hasta las rodillas, sus piernas se encañutaban en botas de curva impecable. A su lado tambaleaba una valija de gran casa londinense, policromada de papeles rectangulares que indicaban residencias en playas y balnearios de moda. Colgando de la incómoda percha, venía el gabán. Y los guantes de abultada costura fingían amputadas manos de indio, sobre la polvorienta mesa en cuyo centro bailoteaba un litro de agua, hecho esfera en la panzuda jarra de pretencioso cuello.
La prestanza del mozo, decía su educación ultramarina. Su tez mate, dividida por nariz descarnada, sus pómulos cetrinos, su porte de ósea rectitud, delataban un puro origen castizo; algo de silencioso y hurgador1 en las pupilas, decía varias generaciones de expectante2 vida pampeana; y una ingenua alegría de raza nueva hacía robusta su risa fácil.
El inspector lo llamó Don Carlos, al pedirle los boletos. Su edad podía avaluarse de fuerte, oscilando al parecer entre los veinte y cinco y treinta años. Su actitud era displicente, pues miraba en un diario los precios de las ventas en corrales.
Dieron los vagones una zamarreada a descompás, calló el asmático jadear de la máquina, pasó un farol amarillo fajado de un letrero ilegible, alzó el nivel de la tierra el andén limitado por un rango de plátanos; detúvose el tren frente al iluminado corredor de la estación, quedando así apartada la noche.
«LOBOS»
Bajó gente, subió gente. La caldera chistaba con alivio de globo que se deshincha. Un zumbido de avispero se exhalaba del gentío: Políticos en campaña, mozos elegantes de orión gris y capellada clara; personajes luciendo sus personalidades oficiales, compadritos de chambergo listo a escurrirse por la frente y melena engrasada de perfumes pringosos, cocheros esperando viajes, peones en busca de correspondencia o encomiendas, mientras como flores de aroma entre el bosque bruto, las exuberantes muchachas de Lobos iban y volvían, con discretos recatos o exageradas risas, nerviosas quién sabe por qué.
Tres pasaron del brazo marchando con pausa: una de celeste caramelo, otra de rosa caramelo, otra de amarillo caramelo. Hacia la ventanilla de Carlos miraron con tan descarada curiosidad, que este se sintió molesto, pronto a erguir el pecho y congestionarse en agresivas violencias de pavo. Para defenderse fijó la vista en una de entre ellas, pensando intimidarla, pero la chica aguantó la fuerza de sus pupilas, como una madera aguanta una cuña.
Alejábanse ya. Dos o tres veces recorrieron el andén de punta a punta, ablandando el andar con muelle pereza de engatusadoras3. Carlos no se ofendió más por si broma había y se satisfizo en amontonar su vista, sobre aquel cuerpito ondeante que se alejaba como a disgusto, o en concentrar sus ojos en las pupilas que se hacían penetrables y mansas.
Y es que ella, también se sorprendía de sentir sus ojos así abiertos, como ventanas descuidadas, y su cuerpo oprimido por extraña aureola de languidez.
Pero todo era broma y cuando el tren arrancó tras anuncio de pito y campana, como el mozo elegante les insinuara un saludo, rieron francamente corrigiendo tal incorrección con una escasa reverencia de cabeza que se desmaya hacia el hombro, casi como un abandono.
El furgón pasó ligero, golpeando los vidrios de la estación con vibrante eco cercano.
Se llamaba Rosaura Torres y era hija del viejo Crescencio, dueño de la más acaudalada cochería del pueblo, cuyo material no bajaba de cinco volantas tiradas por una caballada guapa para el trabajo, si Dios quiere.
Era grande hasta una media manzana, la propiedad de ladrillo y barro sin revocar.
Al frente principal daban el zaguán, el comedor, la cocina y los dormitorios. Formando reparo, por la parte interna, había un corredor, de cuyo alero caían como delgadas y largas boas sensuales, complicadas enredaderas voraces de abrazos. Una pequeña quinta poseedora de un ceibo, tres frutales y cuatro angostos caminos pálidos, crecía nutrida a ambos lados de un parral en bóveda.
Limitando este conjunto de cosas quietas, por donde las mujeres arrastraban sus faldas en domésticos quehaceres, un cerco de alambre tejido sostenía la urdimbre insidiosa de madreselvas y rosales.
El corralón era casi el campo con su techo de zinc de media agua para abrigo de los rodados, pertrechos y manutenciones, su corralito de mala muerte provisto de comedero y bebida para encerrar la mancarronada de turno, su gallinero que aprovechaba las sobras del yeguarizo, y su cordero guacho introducido, y dañino a pesar de su cencerrito y remilgos de niño bien.
Se llamaba Rosaura Torres y era bonita. Sus zapatillas le golpeaban los talones con indolencia de babuchas árabes; sus manos eran hábiles, su risa golosa, sus sueños sencillos; la vida esperaba curiosa, detrás de su boca infranqueada.
Para ella la mañana era alegre, vivir un regalo de todos los días, las flores hermosas, las tardes risueñas y quietas con algo de cuna que mece el cansancio.
Rosaura era bonita y esperaba meter las manos hábiles en la vida, como en su matinal canasto de flores.
Tenía que caminar dos cuadras por la estrecha vereda un metro más alta que la carretera polvorienta, para llegar a la calle Real.
Rosaura salía a eso de las cinco y media con su traje de amarillo4 caramelo, empolvada sin reparos y muy contenta de gozar los repetidos incidentes de su peregrinación hasta el andén-corso, donde esperaba como todos el paso del expreso de las seis y treinta y cinco.
A las cinco y media salía Rosaura, ignorando el milagro juvenil que llevaba en ella. Cruzando la bocacalle, cuidaba no pisar en falso con sus taquitos Luis XV, ni deslucir en la tierra arenosa el brillo tornasol de sus zapatos. A media cuadra dábanse las buenas tardes con la vieja Petrona, siempre de pie en el umbral de su casa blanqueada, los brazos cruzados sobre la muelle convexidad de su vientre tembloroso de gruesas risotadas.
-Adiós doña Petrona.
-Dios te ayude, hija... si vas hecha un alfiñique... ¡pobre mozada!...
Rosaura no oía el final, siempre crudo de aquellas bromas y apuraba el taconeo menudo de sus zapatitos tornasol, sabiendo que al cruzar la esquina los ojos masculinos le dirían mejor aún aquellos piropos halagüeños pero repulsivos.
Estaba en la calle Real. Lobos elegante se paseaba de la estación a la plaza, de la plaza a la estación, recamando de saludos y sonrisas el anterior silencio de las veredas.
Íbanse diligentes los minutos entre conversaciones hueras rectificadas por graciosas o importantes exterioridades. La palabra era como un traje sobre los sentimientos de hombres y mujeres codeándose: ellas con pretensiones de joya expuesta, ellos con prudencias de comprador interesado en ocultar sus predilecciones.
La tarde comenzaba a enredarse en los rincones sombríos, cuando el pasear hasta entonces sin rumbo se encauzaba hacia la estación. Allí crujían las planchas del salón de espera, por donde se accedía al andén invadido gradualmente.
Y era lo de siempre desde el ampuloso roncar de motores en el Bois de Boulogne, hasta el modesto resonar de tacos puebleros, allá en un punto perdido del mundo, donde se esfuman las pequeñas aspiraciones de una sociedad lamentablemente simple.
La estación es a Lobos lo que Hyde Park es a Londres, el Retiro a Madrid, las Aguas Dulces de Asia a Constantinopla. Si existe modesta y desconocida culpa suya no es.
Pero llega de afuera el primer tren. Son las seis, hora de apogeo hasta las seis y treinta y cinco, que marcará el paso del importante, del surtidor de emociones Bonaerenses.
Paseábase la gente, criticábase la gente y una maraña de romanticismos ceñíase exigente sobre el elemento joven.
Golpeábanse los minutos, barranca abajo del reloj que siempre camina.
Rosaura vio muchas veces pasar aquel mozo elegante. Las amigas siempre la embromaron por las miradas insistentes que ellas tal vez deseaban y la chica sintió algo extraño nublarle agradablemente la razón, cuando Carlos la miraba sonriente, espiando la posibilidad de un saludo.
Crecía en Rosaura la emoción de un suspiro más grande que su pecho henchido en la blusa de amarillo caramelo.
Barranca abajo de los días que siempre caminan repítense las horas y entre ellas la que trae al gran expreso. Sobre el flanco polvoriento de los coches podrían entrelazarse las iniciales de un idilio y Rosaura puso su nombre en aquel vagón-comedor que traía al elegante de la broma.
¡Oh maligna sugestión de la indiferente máquina viajadora para cuyo ojo ciclópeo el horizonte no es un ideal! ¡Tren despiadado que pasa abandonando al repetido aburrimiento del pueblito, la soñadora fantasía de la sentimental Rosaura que escribió en sus flancos su destino!
Pero la pequeña enamorada pertenecía demasiado al asombro del presente para presentir el desacuerdo de la gente estable con las grandes fuerzas que pasan. Y una tarde, como Carlos bajara so pretexto de caminar un poco y pasara a su lado, muy cerca, pareciole que iba a caer inexplicablemente arrastrada por el leve aire que lo seguía.
Jardincito con parra pequeña, jazmines olorosos, laureles blancos y fríos y claveles sexuales, algo está presente en ti para llenarte de tiernas eclosiones. En Rosaura la simple pueblerita de alma pastoral florece el milagro de un gran amor.
Rosaura vive cerrando los ojos para mejor poseerse en sus más intensas emociones. Ya no son inútiles sus coqueterías: es para él que sus brazos caen significando consentimiento; es para él que sus pupilas sufren como dos concentraciones sentimentales; es para él que el cuerpo se ablanda de pasividades ignotas, cuando camina absorta por turbadores ensueños; es para él también que el pecho se hace grande como un mundo.
¡Qué inmenso es ese mundo insospechado! A veces Rosaura piensa y teme: ¿Qué será de su vida desde ahora? ¿Es eso amor? ¿La querrá también aquel mozo inverosímilmente elegante y distinguido? Piensa y teme y deja irresueltos esos problemas que vagan imposibles de fijar.
Rosaura cierra los ojos para mejor poseerse en sus más intensas emociones.
Ya no son monótonos los días ni largas las horas en el pequeño jardín insospechado, allí en la pampa que canta su eterno cantar de horizonte.
Y la primavera que no es ensueño viene a florecer la glicina, colgando entre la torcedura de sus gajos llenos de abrazos, la pompa clara de racimos lilas, mientras en las enredaderas que caían del alero como delgadas y largas boas sensuales salpica blancas timideces de jazmín. Y a su vez la madreselva disemina efluvios de trópico vibrantes como un campanazo, que en sus macetas va a congestionar a los claveles, purpúreas crestas de orgullo sanguinario.
El alma de Rosaura se va en perfume de amor turbado como el oloroso llamado de las madreselvas. Sus mejillas se vuelven de jazmín, alucínansele las ojeras con transparencias de uva y en sangre le madura la boca con extraña necesidad de morderse los labios.
El alma de Rosaura lentamente se ingiere en su cuerpo.
Rosaura espera en inquieto pasear, el inconsútil idilio de las miradas declaratorias. ¿Vendrá? ¿No vendrá?
Anticipadamente evoca en el cuadrado de luz demarcado por la ventanilla, el perfil fino abandonando el diario para buscarla a ella con premura delatora, entre todas las muchachas del andén populoso.
Y son sus ojos nerviosos los que la penetran de una reacción potente cuando la siguen posados en sus trenzas negras, en sus hombros, en sus movimientos repentinamente acompasados por inexplicable molicie.
Mirarlo de frente es duro como una violencia material y solo el pensarlo le encarmina el rostro, produciéndole una peligrosa enajenación de ideas. Teme en esos momentos caminar torcido, caer ridículamente a causa de un paso mal movido, o darse embotada por momentánea ceguera contra alguna persona que adivine su turbación.
En tales evocaciones de dolorosa intensidad camina Rosaura del brazo de sus amigas, enredándose en conversaciones de una penosa insipidez para disimularse.
Pero cambia la señal luminosa de un verde plácido a la ensangrentada pasión de un rojo. A dos metros sobre las vías corre aumentando su lumbre la centella del ojo ciclópeo, que no mira desde la férrea frente de la locomotora apuntada al horizonte. Llega la estrepitosa emoción del hierro pasivo. Rosaura sufre colgada del brazo de sus amigas indiferentes con sus risas domingueras.
Y una tarde ¡qué extraño! mientras buscaba en el marco de la ventanilla el perfil considerado como un ideal intangible que pasa sin más misión que sugerir novelas irrealizables, lo vio bajar con gran valija, cruzar entre el gentío del andén para tomar uno de los coches del viejo Torres, con ademán de patrón que entra en sus bienes.
Rosaura sintió en su alma punzar angustias de virgen poseída.
No gustó de las bromas agresivas, directas y ahora con causa de sus amigas. Dejolas sin mayores cariños y risas recamar las veredas de insípidos saludos y conversaciones, para entrar en su casa sorprendida, temerosa como una torcaza encandilada.
Durante toda aquella noche de sueño irregular, Rosaura sufrió la persecución de un hecho vago y grande, cuya influencia sería definitiva en su existencia.
Ya despierta oyó a su padre andar por la cocina, quebrando leña para el mate mañanero.
Se levantó para reunirse al viejo sorprendido por aquella madrugada innecesaria.
-¿Por dónde irá a salir el sol?
-Es usted tata el que me ha recordao.
-Güeno andate por el gallinero y traite unas astillitas.
Despertaban claridades diurnas en el corralón cuando Rosaura en busca de las concebidas astillas vio la volanta de Lucio preparada para salir.
-Voy al Hotel niña a yevar un forastero que viene a ver haciendas.
-¿Y por qué has atao cadenero?
-Parece que vanos a andar mucho... tal vez hasta que cierre la noche.
Lucio ladeó la boca entreabierta haciendo sonar su lengua contra el paladar en señal de arranque; la atadura despareja desapareció por el portón y la volanta se descaderó en un pozo con cónica desvergüenza de china corrida.
-¡Hasta luego, niña!
Fue exageración del cochero; cuando Rosaura bajó a la tarde por la Calle Real, luego de haber saludado a doña Petrona, recibió como un golpe la sorpresa de ver a Carlos sentado en una pequeña mesa frente al hotel París, acompañado del caudillo Barros, del martillero de feria González, del Intendente Iturri y de otros personajes en momentáneo auge.
Fuerza fue que Carlos la saludara como los demás y fuerza fue que Rosaura respondiera cortésmente aunque se sintiera desnudada por el sonrojo. ¡Qué trabajo mantener el paso natural y qué vergüenza delatarse de esa manera, ante diez hombres de descarado mirar!
El amor propio de Rosaura sufría y la susceptible criollita herida por aquella supuesta delación de su sonrojo odió vehementemente al forastero. ¿Por qué no quedaron las cosas en su estado anterior, tan fácil?
Intensamente la poseyó el temor de tener que hablar en público con Carlos. Juzgaba sus coqueteos del andén tan demostrativos...
¡Oh, sí! le haría pagar su humillación de seguro comentada torpemente por los desvergonzados parroquianos del hotel de París y no tendría nadie motivo de hacer chisme a propósito de sus blanduras.
Y esa tarde, en el momento glorioso para Lobos, Rosaura herida en el pudor de su pasión romántica estuvo singularmente locuaz y atenta a la cháchara de sus amigas, respondiendo con gracia a las agudezas que le apuntaban como alesnas, mientras se ensañaba con energías de suicida en ridiculizar al elegante mozo del vagón-comedor, que la seguía en sus caminatas con ojos atentos como faros de automóvil prendidos a la ruta.
Cuando Rosaura llegó a su casa extenuada, convencida de haber perpetrado una cobardía inútil, se arrojó sobre el lecho donde patéticamente despeinada lloró con grandes hipos de dolor su pasión perdida.
Por suerte no duró aquel estado de cosas. Rosaura se hubiera muerto de pesar. No era posible llorar así durante días y días enrostrándose culpas tan grandes.
Carlos había partido al amanecer siguiente de aquella tarde para él incomprensible.
Faltábanle hechos o por lo menos palabras concretas para creer que aquellos coqueteos de la atrevida chica del andén, se debieran a algo más que a un pasatiempo de pocos minutos y herido por la insolencia de la mirona guaranguita de amarillo caramelo, no llevó más allá sus reflexiones, ignorando la gran pasión trocada en cuita inconsolable dejada detrás suyo al arrancar de la estación, en el cortante frío de una madrugada ventosa.
En el jardín oliente a jazmines, madreselvas y claveles, la pequeña Rosaura se doblegaba de quebrantos como una flor brutalizada por el zumbante paso de un mangangá viajero, que le sorbiera el perfume.
Concluiríanse para siempre las alegres salidas a las cinco de la tarde, los saludos a doña Petrona, los coquetos cuidados al cruzar las bocas calles, los remilgos de protesta ante las miradas brutales de los hombres estacionados frente al Hotel de París, los encuentros con las amigas y los transfiguradores paseos por el andén, bajo los ojos que la vivificaban de cálidas penetraciones.
No quedaba sino llorar, siempre llorar, sobre esos recuerdos de su vida rota.
Rosaura hubiera muerto pensando que el hermoso y elegante Carlos del vagón-comedor no volvería nunca más, o pasaría en el tren indiferente a ella como el ojo ciclópeo de la locomotora al ideal del horizonte.
Eran las cinco. Rosaura recordaba hasta con gestos la que fue su costumbre de años y años. La impaciencia precipitábala hacía el tocador pero una brusca presciencia de martirio la volteaba de rodillas ante el nicho exornado con palmas cruzadas en ojiva, donde mística rezaba por los siglos de los siglos su virgencita azul estrellada de oro.
¡Oh que se lo devolvieran con una sonrisa de perdón; que recibiera dos líneas de cariño para no morir ahogada por esa cosa más grande que ella!
Sonaron secos golpes de nudillos en la puerta anunciando la prudencia de alguna visita. Rosaura ordenó de prisa el patético desorden de su semblante y entró Carmen, la amiga de rosa caramelo tanto tiempo abandonada en el desconsuelo del quebranto amoroso. Y como el abrazo de Rosaura lleno de estrujones apasionados fuere una confesión, Carmen encantadora de consuelos habló sin disimulo:
-¡Ave María, estate quieta!... ¡si te traigo una noticia que te va a hacer reír!
Rosaura, vuelta hacia el muro para esconder sus lágrimas, vibraba de hombros a pies con temblores a veces sacudidos por hondos hipos de congoja.
-No llores así... Mejor sería que te ocuparas en prepararte un vestido bien paquete para el baile que da el Clu la semana que viene... ¿No te importa?
-No estoy para bromas, Carmen.
-¿Bromas? Sentate y escuchame que te voy a dar datos de primera... Ya sé quién es, lo que piensa de vos, para que ha venido y una punta de cosas más.
-¿Y quién te ha contado todo eso?
-González que fue el que le ofertó las vacas para Lorenzo Ramallo.
-¿Y qué tiene que ver con Ramallo?
-Poquita cosa, que es el hijo del no más.
Lejos de desesperarse por aquel nombre conocido entre los más copetudos estancieros, Rosaura exaltó su pasión con aquel nuevo imposible. Mientras Carlos pasara en el tren, mientras viniera de vez en cuando al perdido pueblito de Lobos y la mirara como hasta entonces, su amor no encontraría sino motivos para crecer.
-¿Qué más te ha dicho? musitó palpitante.
-Qué sos una maravilla y que va a venir al baile del Clu para conocerte. ¡Ahora llorá si querés!
Rosaura no lloraba pero empalidecía inverosímilmente. Sufría la tortura del placer y era dolorosa como una preñez aquella plenitud. Más que nunca alucináronsele las ojeras bajo los párpados medio caídos y mientras Carmen parloteaba con alegres comentarios, una sonrisa le ascendió a los labios desde el fondo calmo de su inmenso amor en contemplación.
Vino una época tranquila para la cochería de Torres. El jardincito germinaba acariciado de sol. La quinta abultaba sus legumbres a ambos lados del parral en bóveda. El ceibo aún rojo de copa esparcía finos reflejos en el aire claro de cambiantes luces. El guacho traveseaba entre las faldas femeniles, balanceando las plateadas notas de su cencerrito endeble como un ensayo de canto en un nido de jilgueros.
Bajo el alero limitado por la fresca florescencia de las enredaderas, Rosaura cosía recostada en su mecedora. Roturas de sol caían al través de lianas y hojas sobre su vestido; y cuando con indolente pie imprimía oscilaciones al sillón, aquellas imperceptibles caricias de calor, ondulaban a capricho de sus formas.
A su derecha un costurero de combadas patas abría como una nuez su cráneo rebosante5 de utensilios y a su izquierda, sobre un taburete desequilibrado por el desnivel de las baldosas, amenazaba caer una revista de modas, prestada por una amiga estanciera en ocasión del futuro baile del Club Social.
Feliz, la preciosa Rosaura de fisonomía atenta al trabajo, enhebraba promesas a su amor bajo el alero sombreado del jardincito quieto de germinaciones primaverales.
De entre los figurines Rosaura había elegido un modelo de muselina exornada con pimpollos y hojas de helecho finas como telarañas. El escote apenas fingiría un triángulo tímido y un gran cinturón con moño al costado se dilataría como una rosa abierta.
Cuánto sabía ahora sobre Carlos tan poco tiempo hacía misterioso y de vida ignorada. Carlos se había educado en Europa. A su vuelta don Lorenzo le había confiado el manejo de su campo en General Alvear, lo cual no fue impedimento para que hiciera nuevos viajes a países fabulosos para la imaginación de Rosaura.
¡Qué nuevo galón de gloria le valía todo eso en el corazón de la romántica pueblerita!
Ella iría con él como sucede en los cuentos de hadas, hacia tierras preciosas y encantadoras donde todo es fácil como el ensueño y donde amarse es cumplir el más sagrado de los deberes. Ella tendría su mano puesta en la de él y él todo lo explicaría sabiéndolo todo. Después volverían al jardincito de los viejos, y vivirían en la vecindad del corralón para recordar tiempos pretéritos.
Rosaura se pinchaba un dedo. Sonrojábase más intenso uno de los pimpollos de la muselina y fastidiada por la estúpida interrupción de sus mecimientos de visionaría, oprimía con rabia la yema del dedo herido haciendo fluir un pequeño manantial rojo.
Estuvo a tiempo concluido el traje.
A la vera de la calle empedrada, el Club Social acaparaba veinte varas con su fachada plomiza, desde cuyas ventanas radiantes de luces festivas manaba una promesa de alegría.
A las nueve de la noche latían de impaciencia los corazones de las jóvenes Loberas, siendo ésa la hora de dar los últimos toques a los trajes que valdrían menosprecios o envidias. Solo Rosaura, pálida como una desposada, ceñida de escalofríos en la primaveral galanura de su muselina floreada de pimpollos, permanecía indiferente a las mezquindades del éxito colectivo.
Se había ataviado respetuosamente calzando con cuidados de imaginera las largas medias de seda áspera, los escarpines de charol fulgente; su piel se había irisado al tacto de los hilos tersos de la ropa blanca estrellada de moños amarillos, que el corsé-estuche, rosado como un pudor, ajustaba contra sus flancos. Y había llamado a la madre para con grande miramiento, penetrar en los crujientes forros de su vestido.
Era la hora. Caminó hacia el espejo saboreando en las medidas genuflexiones del paso, la sutileza apenas tangible de las telas huyentes; caminó perfilada, con liviandades de aparición; sonrió apenas, alzando en desconcertado asombro sus cejas inquietas; y pensó que gustaría por aquella inefable docilidad de sus ojos anunciadores de milagro.
Era la hora y estaba lista, pura y vibrante como un cristal herido por la nota lejana de un campanazo broncíneo. Casi desfallecía en virginales madureces de sacrificio, sintiéndose así adorada por las intactas telas, solemnes en su pompa de ornatos requeridos para la ofrenda. «Oh sí, toda de él». Y una momentánea pérdida de conocimiento la tambaleó hasta el apoyo de la cómoda, donde quedó su mano exangüe y fría como un marfil sobre la roja lucidez de la caoba.
-¡Vamos, vamos!... Abríase la puerta, arrojando al cuarto breve y sonante vocerío. Eran las de Gómez que pasaban a buscarla, según convenio, Rosaura se cerró sobre sí misma, celosa como una sensitiva.
En el salón de fiestas del Club Social, inconsideradamente detallado por la crudeza hiriente de las luces, la comisión receptora, solemne de distinción, esgrimía un idioma de circunstancia.
Carlos, conociendo ya el recato enguantado de aquellas fiestas, había llegado temprano, para estarse cómodo en los rincones desapercibidos.
Dominaba ya un espíritu de ingenua cordialidad, y era mayor la costumbre del traje ocasional, cuando el rematador González, pasando su mano de izquierda a derecha pronunció quedo los nombres:
-El señor Carlos Ramallo, la señorita Rosaura Torres.
Para Rosaura, aquel acoplamiento de sus nombres, cobró la significación de una pregunta ante el altar.
-Mucho gusto señor -dijo-, y le pareció haberlo dicho todo.
Él le ofreció el brazo como debía ser:
-Por mi parte confieso que era casi una necesidad hablar con usted, considerándola ya como una amiga de mucho tiempo.
Sonrojábase Rosaura:
-Es verdad, nos hemos visto tanto.
¡Oh el musical encanto de caminar así, los brazos unidos y la palabra emocionada, en proximidades de confesión!
¡Y todo Lobos que los veía!
-¿Quiere que nos sentemos?
-Como guste.
Salieron hacia el zaguán, rumbo a un banco entrevisto en el patio, de pronto engrandecido de luminosas elaboraciones estelares, allí, muy lejos en el cielo infinito recuadrado por la ingenua cornisa de color plomizo.
-Aquí se está bien.
Sintiéronse aliviados de ficciones; la noche nada sabe de etiquetas y el amor está en todo, naturalmente.
Callaron. Rosaura, quedamente, mirando el broche de su guante puesto para la fiesta, interrogó en el tono fraternal que la noche imponía:
-Yo quisiera saber algo de usted. ¿No le incomoda contarme? He vivido tan solita aquí.
Permanecía Carlos en silencio. Narrar a la pequeña Lobera, sencilla como los macachines del otoño sus complicadas aventuras de elegante, fuera sacrilegio de Tenorio barato.
-No crea que valgan gran cosa mis diversiones.
-¿Pero, y todo lo que ha viajado por esas tierras de Dios?
-De algunas tengo buenos recuerdos.
Y dejándose resbalar en fantasías sugeridas por Rosaura, atenta en espera de fantásticos relatos, pareciole encontrar recién a las cosas lejanas sus verdaderos encantos.
Sorprendiose al oír su voz pronunciar con sincero acento:
-Esos viajes entristecen cuando uno los hace solo.
¿Qué ridiculeces más iba a decir?
Pero Rosaura columbrando una indirecta alusión jugó más atenta que antes con el broche de su guante, comprado para la fiesta.
Maliciando una moda, otras parejas siguieron a Carlos y Rosaura hacia el patio y la noche, quebrada en su silencio, perdió imperio. Carlos recordó otras escenas donde también gorjeaban risas y mareaban perfumes.
-¿No quiere bailar?
Pero un mozo reclamó de Rosaura el compromiso para aquella polca. Carlos se encontró de pronto solo y como pasara cerca su amigo el rematador, rogole que le presentara niñas, diciéndose que así disimularía el motivo de su asistencia a la fiesta.
La hija de Barros era una hermosa guarangota de voz llamativa, de cuya rolliza delantera de paloma buchona salían en balumba los más desconcertadores discursos.
Qué descanso, qué placer, cuando nuevamente se encontró con la simple Rosaura, toda amor, en un banco del patio ahora desierto por la gula que despierta el ambigú, donde se engulle gratis.
-¡Oh, señorita, cómo me cansan sus amigas!
-No me diga señorita.
-Gracias Rosaura, como me aburren todas estas personitas de fiesta. Si no me fuera casi necesario sentirme amigo al lado suyo, escaparía a todo galope. Quédese conmigo un rato, tan largo como quiera o pueda sin compromisos, y le agradeceré.
-Ya ve que pronto nos entendemos -rió Rosaura. Pero desgraciadamente tendría mucho que sufrir del chisme, si me quedara con usted el tiempo que quisiera.
-¿Y es mucho ese tiempo?
Rosaura volvió a absorberse, atenta al broche de su guante y callaron subyugados por lo que recíprocamente se adivinaban.
Y fuerza es, cuando no quiere decirse lo que el alma dicta, tocar puntos sencillos para no distraerse de lo que en uno canta.
-¿Siempre se aburre, Rosaura?
-Antes no. Me bastaba con los quehaceres y los paseos a la estación o la plaza, donde me encontraba con mis amigas y nos divertíamos con bromas y pavadas. Ahora me faltan otra porción de cosas. Me parece tan triste el pueblo y pienso que usted corre tanto mundo, conoce tanta cosa...
-Y sin embargo ya ve que vengo al pueblo.
Por decir algo, sintiéndose aterrorizada por la consecuencia de sus propias palabras, Rosaura murmuró:
-Algún motivo tendrá.
-¿Y no lo sabe?
-¿Cómo lo he de saber?
-Esas cosas se adivinan.
Esta vez Rosaura sufría. En las cejas de Carlos una contracción decidida endurecía su expresión. Algo vago en la sonrisa presagió no sé qué frase terrible.
-Por favor Carlos, cállese.
Descansaron las cejas, borrose la sonrisa forzada:
-No necesitamos decirnos mucho.
Era la verdad y como estuviera en pie difícil aquel diálogo fraternalmente comenzado, Carlos volvió a contar cosas de su vida inquieta ante la infantil atención de la pueblerita de ojos crédulos.
Pasado un grande rato fácil y de confiadas charlas, Carlos tomando rango de consejero dijo en chanza:
-Bueno y ahora vaya a bailar con sus amigos, sino van a decir que somos novios.
-¡Ave María!
-De todos modos ya somos buenos amigos.
-Sí... ahora, vaya a saber cuándo vuelve.
-Ya verá... tengo arreglado un programa para que no sea tan de tarde en tarde.
Rosaura entró al salón, separose de Carlos sin ocurrírsele una pregunta explicativa.
Y esa noche concluyó la primera entrevista de la pequeña pueblera con el joven elegante del vagón-comedor, convertido ya en cordial amigo, lo cual es mucho para un ideal que pasa sugiriendo grandes ensoñaciones irrealizables.
Desde aquel día de fiesta, tan saturado de aproximaciones amorosas, el tren de las seis y treinta y cinco dejó de pasar como un ideal intangible, al joven del vagón-comedor en el recuadro de su ventanilla lumbrosa. Carlos había encontrado solución mejor y haciendo el sacrificio de voltear perezas de mal dormido, a las cinco de la mañana embarcábase para pasar el día en Lobos.
Los pretextos aunque malos, eran suficientes: ver a su amigo el rematador González, asistir inútilmente a sus ferias, o simplemente cortar las seis monótonas horas de ferrocarril.
Pero: ¿Qué son los pretextos frente a la obligatoria confluencia de dos vidas?
Blanqueaba ya muy arriba el sol, cuando Carlos descendía del tren entorpecido por su valija londinense cuadriculada de avisos hoteleros.
Pocas personas en el andén, tan concurrido en la media hora encerrada por el paso de los expresos, de las seis y seis treinta y cinco. Un coche del viejo Torres lo llevaba hasta el Hotel de París, donde «hacía la mañana» con González, Iturri y otros personajes de auge momentáneo. Almorzaba con apetito de viajero y dormía una reponedora siesta hasta las cuatro, hora en que tomaba té a la vera de la calle empedrada, amagada de precursiones paseanderas.
Y todo esto sólo por la media horita de la tarde, en el andén populoso de la estación, abigarrada de compacta concurrencia: políticos en campaña electoral, mozos de orión gris y capellada clara, personajes luciendo sus personalidades oficiales, compadritos de chambergo listo a escurrirse por la frente y melena engrasada de perfumes pringosos, cocheros esperando viajes, peones en busca de correspondencias o encomiendas. Mientras como aromáticas flores entre el bosque bruto, paseaban las muchachas de Lobos coquetas y burlonas.
De punta a punta del andén, flanqueada de sus amigas la de rosa caramelo y la de celeste caramelo, Rosaura marchaba con muelle pausa de engatusadora, respondiendo con sonrisas de flor que se abre a las miradas de Carlos, su amigo de cariñosas palabras.
Y Carlos amontonaba su vista en torno al cuerpito gentil y querido que se alejaba como a disgusto, o concentraba sus ojos en las pupilas penetrables y mansas como ventanas abiertas para una cita de amor.