978-84-16842-72-8-72.jpg

foca investigación

187

Diseño interior y cubierta: RAG

Ilustración de cubierta: Antonio Huelva Guerrero

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Para comunicarse con el autor: vicente.romero.ramirez@gmail.com

Los reportajes de televisión citados en el texto pueden verse en Internet en estas direcciones: Informe Semanal: [https://www.rtve.es/television/informe-semanal/]; En Portada: [https://www.rtve.es/television/en-portada//]; Buscamundos: [https://www.rtve.es/television/buscamundos/]. También se puede acceder a ellos en varios canales de YouTube como Más Que Crónicas [ https://www.youtube.com/channel/UCjcsOTVoiIOP67imy9Z7_qQ/videos?view=0].

© Vicente Romero, 2021

© Ediciones Akal, S. A., 2021

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-16842-73-5

Vicente Romero

Cafés con el diablo

Descenso a los abismos del mal

Prólogo de Jean Ziegler

Cafés con el diablo describe algunos abismos del mal entre los que ha transcurrido y aún transcurre nuestra existencia, a los que sólo nos asomamos de forma ocasional y somera en reportajes de televisión y artículos de prensa, cuya brevedad –y, últimamente, escasez– no nos permite mantenernos conscientes de su gravedad ni, por tanto, combatirlos. En sus páginas se refleja el horror de los delitos de lesa humanidad de los que Vicente Romero ha sido testigo a lo largo de los años en escenarios tan distintos como las tiranías del Cono Sur americano, la barbarie yanqui en Vietnam, la locura de los Jemeres Rojos en Camboya o las atrocidades de la actual «guerra contra el terrorismo».

Se trata de un libro insólito, fascinante –como afirma Jean Ziegler en el prólogo–, en el que el autor teje sus propias experiencias con entrevistas personales a algunos de los peores administradores del mal de la historia más reciente: criminales de lesa humanidad, genocidas, torturadores y asesinos en masa, diablos que se expresan con escalofriante frialdad ante un periodista que saben enemigo. Y junto a estos arrogantes centuriones, despiadados dirigentes políticos y altos funcionarios, convencidos todos de cumplir una misión histórica…, figuran sicarios obedientes, subalternos amedrentados y soldados o policías disciplinados.

Cafés con el diablo ofrece una información movilizadora sobre una realidad que estamos obligados a conocer. Porque traicionar la memoria de las víctimas del horror es traicionarnos a nosotros mismos.

Vicente Romero Ramírez (Madrid, 1947) es uno de los nombres más reconocidos en el periodismo español. Como enviado especial ha cubierto los principales conflictos internacionales, desde las guerras de Vietnam y Camboya hasta la actualidad de los refugiados de Siria o las cárceles secretas de la CIA y Guantánamo. Corresponsal volante, primero del diario Pueblo y después de TVE, ha informado desde un centenar de países. Autor de más de 350 reportajes en Informe Semanal y En portada, además de crónicas para Telediario, ha dirigido dos series de documentales y el programa Buscamundos, y publicado una docena de libros. A lo largo de su larga carrera ha recibido numerosos galardones, como –entre otros– el Ondas Internacional, el Víctor de la Serna de la Asociación de Prensa de Madrid, los premios del Club Internacional de Prensa, del Festival de Nueva York, el Cirilo Rodríguez o el Bravo, así como el de la Asociación Pro Derechos Humanos de España, el de Unicef o la Medalla de Oro de Cruz Roja Española.

Agradecimientos

A mi hijo, Miguel Romero Grayson, por sus ideas y sugerencias, su participación en algunas de las entrevistas contenidas en este volumen, su colaboración directa y su apoyo.

A mi amigo Jesús Espino, editor de este libro, por sus orientaciones y su trabajo enriquecedor de los textos.

«Ignorar el mal es convertirse en su cómplice.»

Martin Luther King

«El torturador es un funcionario.»

Eduardo Galeano

«Lo más grave en el caso de Eichmann es que hubo muchos

hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos

ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo,

terrible y terroríficamente normales.»

Hannah Arendt

«¿Cómo es posible que hasta ahora no me haya

vuelto loco? ¿O estoy loco?»

Imre Kertész (La última posada)

Este libro está dedicado a todas las víctimas del mal. Y a cuantos resistieron y aún combaten a los sicarios y verdugos de las tiranías. Especialmente a las mujeres de Argentina, como Sacha, Chicha, Mirta, Nora y tantas otras.

Prólogo

Vicente Romero, testigo obstinado

En El mito de Sísifo (1942), Albert Camus plantea esta cuestión: «¿Quién respondería en este momento a la terrible obstinación del crimen si no fuera la obstinación del testimonio?».

Vicente Romero es sin duda uno de los periodistas y ensayistas más prestigiosos e influyentes de nuestro tiempo. Entre su rica y variada obra de más de una decena de libros, mi favorito es el magistral Habitaciones de soledad y miedo, publicado en 2016, que condensa cuatro décadas de lúcido análisis y lucha.

Romero es ese testigo obstinado, indispensable, del que habla Camus. Corresponsal de guerra en Vietnam, Camboya, Afganistán, Iraq, Siria, Angola, Yugoslavia, Somalia, presente en la Sierra Leona sometida al virus del ébola, testigo de las guerrillas de Suda­mé­rica, las dictaduras de Chile y Argentina, del genocidio en Ruanda, etc., publicó en los principales medios de comunicación crónicas que marcaron profundamente la conciencia colectiva. Grand reporter de la radio televisión estatal española (RTVE), ha ejercido una influencia a menudo decisiva en varias generaciones políticas y millones de espectadores, a través de los emblemáticos programas Informe Semanal y En Portada, mediante más de 350 reportajes y documentales.

Cafés con el diablo es una obra insólita, fascinante: una colección de confesiones de algunos de los peores torturadores y asesinos en masa de la historia reciente. Vicente Romero está dotado de una excepcional y rara capacidad de comprensión psicológica. Eso le permite sacar a la luz –a través del cuestionamiento, del diálogo, y siempre con naturalidad, como si nos estuviera contando una historia cualquiera– las patologías y motivaciones más ocultas de sus interlocutores. ¿Monstruos? Vicente los conoció, en ocasiones, cuando ejercían su poder absoluto con total impunidad. Pero Cafés con el diablo es, en especial, el relato de sus visitas a los monstruos después de sus caídas. Esta vez, se encuentra con ellos en locutorios tras los barrotes de la prisión o en sus últimas residencias.

Con todas sus fuerzas, con su formidable inteligencia, Vicente intenta captar en estos crueles seres los mecanismos mortíferos de destrucción de los demás, y del odio que los animó. Diálogos despiadados, rechazo de todo perdón, voluntad absoluta de comprender los crímenes sangrientos. Vicente Romero, testigo obstinado. ¿De dónde viene la efectividad de su cuestionamiento, la verdad de estos diálogos? ¿Por qué conversan los diablos con él? La fuerza que alienta en todo el libro es la empatía indeclinable que el interrogador mantiene por las víctimas. Ellas no hablan en estas páginas, pero están presentes en cada línea como objetos de la crueldad de los monstruos. Al confesarles sin piedad, Vicente arranca del olvido a decenas de miles de sus víctimas. ¡Para siempre!

Queda una pregunta: ¿por qué los verdugos, conscientes de sus crímenes, acceden a hablar, a entregarse? Las respuestas son múltiples: primero, está la fama de Vicente. Los verdugos se sienten honrados de debatir con el célebre periodista español. Luego está el placer perverso de los criminales al enfrentarse a un hombre que saben un adversario ideológico irreductible. Finalmente, existe –como una constante– la voluntad de los monstruos de intentar legitimar los actos abominables que cometieron. Cualquiera que sea la intención de sus discursos, cualesquiera fuesen sus motivaciones internas –obediencia a la jerarquía, opciones y convicciones políticas, disfrute del poder ejercido sobre los demás, venganza, placer sádico–, Vicente los escucha y registra sus palabras frente a un café, con la exigente atención del investigador sin par que ha sido a lo largo de su vida.

Romero encontró a Prak Khan en su modesta casa de campesino en el agro camboyano, donde vive en paz con su esposa y cinco hijos. Cuando era un joven de veintitantos años, había sido en Phnom Penh uno de los torturadores más feroces de la antigua escuela de Toul Sleng, transformada en principal centro de interrogatorios del Gobierno de los Jemeres Rojos, el S-21 (hoy día, Museo del Genocidio). Allí, en tres años, se dio muerte a más de 14.000 hombres, mujeres y adolescentes entre atroces sufrimientos.

«Casi todos llegaban llorando y juraban que eran inocentes», explica Khan. A diferencia de los monstruos chilenos o argentinos, no sentía personalmente odio alguno hacia sus víctimas. Tenía una tarea que cumplir, para la que había sido específicamente entrenado. Punto. Era un funcionario estatal. ¿Su cometido? Quebrar –mediante la mutilación, el dolor– la voluntad de su víctima, forzarla a «confesar», es decir, a jurar sumisión a los Jemeres Rojos. Prak Khan, que se reconvirtió en agricultor en los regadíos del Mekong, hace su relato sin emoción ni arrepentimiento alguno. Recuerdos de juventud, nada más.

Cafés con el diablo es una lectura absolutamente fascinante. Vicente Romero nos revela, en estas conversaciones sutiles, las patologías singulares de algunos de los monstruos más espantosos de los últimos tiempos. Pero otros siguen matando, torturando, con toda indiferencia, de Damasco a Rangún, de El Cairo a Juba.

Francisco de Goya, que pintó los terribles fusilamientos de El tres de mayo de 1808 en Madrid, dio en 1799 el siguiente título a uno de los grabados de su serie Caprichos: «El sueño de la razón produce monstruos». Y en la entrada del Museo Internacional de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja, en Ginebra, se exhibe esta frase sacada de Los hermanos Karamazov de Dostoievski: «Cada uno de nosotros es responsable de todo frente a todos».

Depende, en efecto, de cada uno de nosotros y de nuestra razón despierta que los monstruos asesinos desaparezcan para siempre de la faz de nuestro planeta.

Vicente Romero ha escrito un libro de una importancia histórica mayor. Le debemos admiración y gratitud profunda.

Jean Ziegler

Advertencia previa

Cafés con el diablo ofrece al lector dos partes claramente diferenciadas. La primera presenta cinco momentos históricos de otros tantos países, a modo de posibles ejemplos del ingrediente fundamental de una receta eterna para imponer o mantener el dominio de la sociedad, mediante el despliegue de aparatos represivos y, sobre todo, militares. En la segunda, se profundiza con mayor detalle en todos los aspectos del ejercicio del mal por parte de la dictadura militar argentina. Chile, Vietnam, Nicaragua, Camboya y los Estados Unidos de Norteamérica constituyen una muestra de situaciones de violencia radicalmente distintas. Argentina, convertida en paradigma del terrorismo de Estado, permite evidenciar con mayor detalle los «antivalores» y consecuencias comunes del recurso a la fuerza, el atropello de los derechos humanos y la ausencia de planteamientos éticos. Podría haber incluido otras descripciones y testimonios de barbarie extrema que me ha tocado conocer en mi largo ejercicio de la profesión periodística, desde el genocidio de Ruanda y la limpieza étnica de Bosnia hasta el terror militar en Liberia o Sierra Leona. No me ha parecido necesario extender la «galería de los horrores» que constituye este libro, con el riesgo de saturar al lector.

Introducción

Descenso a los abismos del mal

La capacidad humana para la maldad, la crueldad y la perversión carece de límites. Pero hay situaciones que la potencian, llevando el ejercicio del mal a un paroxismo aterrador. No hace falta recurrir a elementos imaginarios para producir pesadillas. Basta con narrar situaciones reales –por increíbles que parezcan– que retraten la naturaleza perversa de nuestro mundo y la infamia de entidades y personajes detentadores de distintos poderes sobre la sociedad. Los más irrenunciables principios éticos, básicos para que la vida transcurra con un mínimo de dignidad, son sistemáticamente violados por poderosos ejércitos que conciben la victoria como aniquilación del enemigo, por gobiernos autoritarios que atropellan los límites de la razón, por organizaciones políticas que propugnan utopías transformadoras del hombre, y por grupos económicos que recurren a delitos de lesa humanidad como parte de sus estrategias comerciales.

Desequilibrado y radicalmente desigual, el orden mundial representa un sistema criminal, con el terror y la miseria como elementos consustanciales, donde paz y guerra se imbrican en un común «despliegue de maldad insolente». La imposición de con­di­ciones sociales aberrantes supone un logro económico; el someti­miento del adversario, incluso su exterminio, representa un triunfo político, y la muerte constituye una finalidad militar. Todo ello forma parte de los conjuntos ideológicos dominantes, arraigados en movimientos que se consideran fieles a rancias civilizaciones basadas en una religión –cristiana o musulmana– de supuesta validez universal o a unos «ideales revolucionarios» que pretenden transformar el mundo. En definitiva, modelos malignos que proclaman la «imposición» por la fuerza de los mismos conceptos que degradan o liquidan: libertad, justicia, democracia, equidad, respeto… Y regidos por dirigentes con el alma anestesiada por reglamentos sacralizados, manipuladores de convicciones falsificadas, al servicio de sistemas despiadados.

Por frío y desprovisto de detalles morbosos que trate de ser, el relato veraz de algunos acontecimientos provocados por ese orden criminal resulta insoportable para cualquier persona con sensibilidad y valores morales mínimos. Jean Ziegler asegura que, si nos atreviésemos a ver el mundo como realmente es, nos volveríamos locos. Pero desviar la mirada o cerrar los ojos ante el horror conduce a una locura aún mayor: la pasividad, porque la inacción incuba complicidad. Hace falta conocer cómo se produce el mal para enfrentarse a él, e incluso escuchar a algunos de sus practicantes para comprender, que no explicar o justificar, las causas que les empujaron a la máxima ignominia.

Cafés con el diablo no es un libro fácil de leer, como tampoco lo ha sido de escribir. Porque trata de presentar una visión, dura aunque sucinta, de algunos «abismos del mal» entre los que ha transcurrido y aún transcurre nuestra existencia, a los que sólo nos asomamos de forma ocasional y somera en telediarios, reportajes de televisión y artículos de prensa escrita, cuya brevedad –y, últimamente, escasez– no nos permite mantenernos conscientes de su gravedad ni, por tanto, combatirlos. Estas páginas han sido tejidas con recuerdos de momentos trágicos, que viví personalmente o conocí a través de testigos, y con las confesiones que algunos destacados administradores del mal vertieron en entrevistas con un periodista al que sabían enemigo.

Tales materiales informativos reflejan el horror profundo y constante en escenarios políticos tan distintos como las tiranías castrenses del Cono Sur de América, la barbarie yanqui en Vietnam, las luchas políticas de América Central, la locura de los Jemeres Rojos en Camboya o la llamada «guerra contra el terrorismo». Sin embargo, sólo cuentan algunos episodios significativos, a modo de ejemplos, que ni siquiera constituyen un «catálogo de atrocidades», sino tan sólo una muestra inarticulada de situaciones repetidas en algunos de los infiernos más significativos de las últimas décadas, expuestas mediante breves narraciones casi a mo­do de crónicas. Si no forman un lienzo completo sobre realidades que muchas veces se mantienen ocultas o caen en el olvido, al menos ofrecen unas pinceladas bruscas como gritos de espanto e im­potencia.

Esos relatos giran en torno a un puñado de entrevistas con personajes que, en momentos álgidos de sus vidas, podrían pasar por encarnaciones del mal. Mis cafés refieren conversaciones serenas con autores –instigadores o ejecutores– de crímenes repugnantes, que reconocen haberlos cometido e incluso intentan justificarlos. Hombres comunes, aunque se crean héroes o elegidos, con quienes he tenido el privilegio de hablar serenamente, evitando enfrentamientos, aunque muchas veces haya requerido un enorme esfuerzo mirarlos a los ojos sin dejarme llevar por la ira. En torno a una mesa y compartiendo unas tazas de café cuando fue posible, conscientes de que nuestra charla estaba siendo fielmente recogida en una grabación, les pregunté sin ambages por sus graves responsabilidades, cuando no directamente por los asesinatos y torturas de que fueron autores. Y escuché de sus labios declaraciones que constituyen tremendas actas de acusación contra los regímenes políticos a los que sirvieron.

Diablos parece una denominación demasiado simple, casi infantil, para categorizarlos. Pero, ¿cómo denominarlos si no? La figura del demonio constituye un símbolo maligno, un mito popular común a distintas culturas, como el persa Arimán y sus huestes de daevas, o el Satanás bíblico con millones[1] de diablos a sus órdenes. Espíritus de la oscuridad y portadores de la muerte, la iconografía moderna bien podría actualizar sus temibles figuras caracterizándolos con modernos uniformes castrenses, al frente de ejércitos represores, o enmarcándolos en sofisticados aparatajes financieros, rodeados de gestores económicos. Mis diablos son tipos de diferente naturaleza, arrogantes centuriones con máxima capacidad de de­cisión, poderosos dirigentes e ideólogos, altos funcionarios convencidos de cumplir una misión histórica…, pero también sicarios obe­dientes, subalternos amedrentados, soldados y policías disciplinados. Con diferentes grados de implicación, todos se esforzaron en conseguir la máxima eficacia de las máquinas de matar estatales. Pero hay jerarquías en el infierno, a las que corresponden diferentes grados de responsabilidad y, también, distintas maneras de afrontar el ejercicio del mal. Los grandes demonios son gentes orgullosas, como el almirante argentino Emilio Massera, que ante la Justicia se declaró «responsable de todo y culpable de nada»: niegan sus delitos o los vindican como «actos necesarios», carecen de sentimientos de culpa, se sienten injustamente juzgados y lamentan no haber consumado la aniquilación de sus enemigos. Los pequeños diablos a sus órdenes suelen manifestar remordimientos, aunque casi nunca arrepentimiento, y achacan sus conductas monstruosas a la obediencia, acaso para sentirse capaces de seguir viviendo. Los de menor graduación, con funciones tan groseras como las detenciones, la tortura o la eliminación de cadáveres, son los que Eduardo Galeano calificaba de burócratas de la muerte, ejecutores de los designios de demonios con más galones. Pero éstos, a su vez, también actuaban al servicio de «intereses supremos» –y, por tanto, ajenos–, aunque a veces su poder les cegara y creyeran demasiado en su propia importancia.

¿Por qué, conociendo mi trabajo, esos demonios aceptaron hablar conmigo? Nunca he acabado de entender qué les impulsó a hacerlo. Acaso porque se trata, finalmente, de seres humanos destruidos por la maldad que los abdujo, a la que sirvieron con fe ciega, con un sentido de la disciplina que anulaba su capacidad de discernir hasta suplantar su propio juicio. Hombres que, como todos, necesitan mirarse en el espejo de los demás para contrastar su autoestima, pero cuya imagen –una parte fundamental de ella– resulta transparente. Tratan de engañarse con maquillajes ideológicos, para verse y ser vistos como desearían, mintiendo porque su única «verdad» posible es falsa. Y esperan, sin solicitarlo, olvido y perdón. ¿Es posible otorgárselos? El cardenal Francisco Javier Errázuriz pidió que no se recriminara a los verdugos de Pinochet[2] «porque también ellos están sufriendo enormemente y necesitan de nuestra cercanía». Seis días antes, la Iglesia había publicado un informe sobre la dictadura que contenía testimonios escalofriantes[3]. Aunque resulte muy difícil alcanzar las cumbres piadosas del derechista monseñor chileno, acaso se pueda perdonar, pero no cabe olvidar cuantas barbaridades se cometieron, porque –como me explicó Ramón J. Sender, hablando del fusilamiento de su esposa a manos de los falangistas– «el perdón depende de nuestra voluntad, pero no así el olvido».

Pero hay otros infiernos, como Milton anunciaba, aún más profundos y anchos que los de guerras y tiranías: la pobreza extrema, el hambre, la enfermedad y la muerte, destinos «insoslayables» para millones de seres, impuestos por todopoderosas organizaciones económicas, constituyen los mayores abismos de maldad. Los gobiernan demonios elegantes, desde los consejos de adminis­tración de corporaciones multinacionales, cuyas decisiones siembran una miseria insuperable por todo el planeta. Al editar estos cafés con el diablo, me he preguntado si ellos me habrían concedido unas entrevistas semejantes, para abordar los criterios morales de las empresas que rigen. Tampoco sé si yo sería capaz de guardar la compostura o si las arcadas me impedirían escuchar sus argumentos.

Aunque de modales más «elegantes» que los de torturadores o asesinos políticos, me resultan aún más repugnantes los altos ejecutivos y accionistas que, protegidos por una legislación internacional hipócrita, organizan crímenes masivos para maximizar los beneficios de entidades desalmadas. Grandes demonios que ejercen el sicariato de un poder mundial tan tiránico como invisible, formado por el medio millar de corporaciones que –según datos del Banco Mundial– controlan más del 60 por 100 de la riqueza del planeta: monopolios que negocian tanto con las patentes de medicamentos esenciales como con el expolio de recursos naturales, y grupos financieros que especulan con el precio de los alimentos básicos –incluso con el agua potable, considerada desde finales de 2020 como «valor bursátil»–, gestionando las hambrunas como un genocidio programado.

No existe ya un justiciero «fantasma que recorre el mundo», como anunciaba el Manifiesto comunista, sino un nuevo espíritu diabólico que lo domina, el capitalismo como mal absoluto, mientras esa quimera inventada que denominamos «comunidad internacional» cierra los ojos, sin abordar jamás los cambios imprescindibles. Constatarlo, a lo largo de muchos años de trabajo periodístico, ha dejado en mi ánimo una indeleble huella de fondo. Sobre ella flota la constante desazón causada por todos los horrores de que he sido testigo. Este libro responde a la necesidad de compartir la angustia y, también, a la obstinación de contar la realidad, como quien da una inútil voz de alarma sabiendo que no habrá respuesta.


[1] La Iglesia católica afirma que su número exacto es de 1.758.640.176, según estableció en 2000 Corrado Balducci (1923-2008), sacerdote y teólogo italiano, amigo íntimo del papa Juan Pablo II, miembro de la Curia y exorcista de la Archidiócesis de Roma, además de prelado de la Congregación para la Evangelización y la Sociedad para la Propagación de la Fe.

[2] Tras celebrar la eucaristía, el 6 de diciembre de 2004.

[3] Con el título de Prisión, política y tortura, fue elaborado por una comisión presidida por el obispo Sergio Valech y recogió numerosos testimonios verificados de víctimas de la represión pinochetista. «Me obligaron a tomar drogas, sufrí violación y acoso sexual con perros», decía uno de ellos, «me introdujeron ratas vivas por la vagina, me obligaron a tener relaciones sexuales con mi padre y con mi hermano que estaban detenidos, y tuve que escuchar cómo eran torturados».

Primera parte

Algunos lugares oscuros de nuestro tiempo