“Los dependientes afectivos buscan el amor donde no está. No lo buscan en quienes los cuidan, les dan ternura y los protegen. No lo buscan en el compañero o compañera que da ciertas seguridades de presencia y compromiso, ni en quien quiere un proyecto de permanencia y contratos claros.
No. La persona codependiente encuentra su dosis en la pasión. El momento en que se siente el centro del universo es porque ha logrado que el otro, un ser inaccesible, ausente, distante y narcisista, la mire. Siente que le ganó al destino y a su historia.”
Patricia Faur
A los niños heridos.
A los que transformaron esas heridas.
A los que confiamos en que lo mejor vendrá.
El buen psicoterapeuta combate la oscuridad y busca la iluminación, mientras que el amor romántico se sostiene en el misterio y se pulveriza al ser examinado.
Detesto ser el verdugo del amor.
Irvin D. Yalom
Hace diez años escribí No soy nada sin tu amor. El mundo ha cambiado demasiado desde entonces en el universo de los vínculos. Se derribaron estereotipos de género; las luchas por la igualdad de derechos de las mujeres ganaron las calles, sus voces se alzaron para denunciar violencias y abusos; se avanzó en materia de diversidad sexual, de identidad de género y de nuevos modelos de familia. La tecnología cambió de manera radical nuestro modo de relacionarnos: las aplicaciones de citas, el sexo virtual y la posibilidad de vivir online facilitaron algunos aspectos de las relaciones y complicaron otros.
Y finalmente, el “tsunami” del cambio llegó con la pandemia de COVID-19. Un mundo que no habíamos siquiera imaginado y que cambió los rituales, las reglas y, por qué no, nuestra manera de amar.
Sin embargo, hay algo que permanece igual. Muchas personas siguen sufriendo por amor. Aferradas a relaciones que solo traen desdichas, se preguntan cuál es la poderosa atracción que les impide alejarse del dolor y buscar el buen amor.
Hace más de cuarenta años que hablamos de dependencia emocional, a pesar de que es un concepto que tuvo mucha resistencia para formar parte del mundo académico en el campo de la Psicología.
Mucho se ha hablado en estos años sobre la codependencia. No fue fácil para los terapeutas que trabajamos en este tema darle una categoría académica y científica a este término. Recibimos críticas y menoscabos por el solo hecho de que este concepto provenía del mundo de los grupos de autoayuda y no de los claustros universitarios.
Sin embargo, la labor clínica fue contundente y este patrón vincular de relación obligó a revisar y a estudiar sus características. Los últimos veinte años pudimos tener más claridad en las investigaciones y el avance de las Neurociencias nos permitió una comprensión más acabada. El hecho de que aún no esté incluido como una categoría diagnóstica en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, DSM) que publica la Asociación Americana de Psiquiatría no fue un impedimento para que muchos profesionales continuáramos en la búsqueda de elementos diagnósticos y terapéuticos para delimitar y esclarecer el terreno.
Pasaron los años y quienes nos especializamos en el tema fuimos afinando el lápiz para ponernos de acuerdo con lo que queríamos decir.
¿Qué es la codependencia? ¿Es lo mismo que dependencia emocional? ¿Es eso que la divulgación llama relaciones tóxicas? ¿Es cierto que se trata de una adicción? Nuestro primer capítulo intenta responder a estos interrogantes.
Las razones por las cuales algunas personas permanecen en relaciones altamente conflictivas hunden sus raíces en las maneras en que fueron amadas en sus primeros años de vida. Nuestra labor como psicoterapeutas consiste en entender cuáles son las características particulares que las llevan a vincularse de este modo y a trabajar sobre las posibilidades de cambiar estos patrones de relación que se repiten una y otra vez.
En ocasiones, se nos pregunta si cualquier individuo puede quedar atrapado en un vínculo patológico en su vida adulta. ¿Los dependientes afectivos son personas a las que les gusta sufrir? ¿Tuvieron problemas graves en su infancia? ¿No se quieren a sí mismos? ¿Se sienten los redentores de la Humanidad? Dar respuesta a estos interrogantes será uno de los objetivos de este libro.
La vulnerabilidad infantil genera un estilo de apego patológico que se refleja en la búsqueda y la permanencia en relaciones inconvenientes. Podemos decir que existe una manera insana de relacionarse que tiene una estrecha relación con el modo en que las personas se vincularon con sus padres en la primera infancia.
En consecuencia, cabe preguntarse si, obligadamente, quien ha tenido estas historias infantiles disfuncionales tendrá amores turbulentos al llegar a la adultez. Desde ya, adelantamos que la respuesta es: NO. La vulnerabilidad no lleva hacia un destino inexorable. Es una tendencia, una predisposición que encontrará terreno fértil si se dan ciertas circunstancias.
Pero ¿qué es un estilo de apego patológico? ¿Es que hay apegos que no lo son? El apego es un concepto que remite a la interacción de los niños con la figura que le proporciona seguridad, confianza, contacto y cuidado. Esta figura puede ser la madre, el padre o quien ocupe ese lugar parental. No interesa si son hogares monoparentales, homo o heterosexuales. Se trata de que los niños sientan que hay padres disponibles. Disponibilidad, seguridad y confianza que les permitirán salir a explorar el mundo. Los tres primeros años de vida son fundamentales en la formación del estilo de apego, porque es cuando los niños dependen enteramente de su cuidador, es decir, de la persona que les provee confianza y protección.
El apego es saludable cuando los niños sienten que quienes cumplen la función parental son “una base segura”, como definía el psicoanalista inglés John Bowlby. Si siente que sus padres están y pueden ocuparse de sus necesidades, podrá alejarse con la tranquilidad de quien siente un respaldo. Si no es así, tendrá dificultades en su proceso hacia la autonomía.
Hoy sabemos que los niños que han tenido que cuidar de sus padres o de alguno de ellos −los cuidadores de sus cuidadores− conservan secuelas de este particular estilo de apego en su manera de vincularse en la vida adulta. No menos cierto es que estos “niños adultos”, en los términos de Arnold Washton y Donna Boundy, responsables y obedientes, han soportado una carga psicofísica que en el futuro tendrá consecuencias tanto en su vida emocional como en las repercusiones somáticas.
Padres infantiles, adictos, ausentes, depresivos, narcisistas o, sencillamente, aquellos que atravesaron grandes dificultades en los primeros años de la crianza y que no pudieron estar disponibles para sus hijos. Padres que murieron a una edad temprana de sus hijos. Viudos y viudas en duelos desgarradores que no podían ni con sus propias vidas. Padres que habían perdido algún hijo y sobreprotegieron a otro. Estos son los padres que fueron modelando estilos de relación ansiosos, desapegados o evitativos.
Algunos de esos niños crecieron inseguros, con una fuerte sensación de vacío interior, con la angustia y la exigencia de quien sabe que no tiene dónde resguardarse. Para no padecer más pérdidas, se esforzaron por ser complacientes y necesitaron desesperadamente de la aprobación de los otros. El otro les daba existencia.
Por esta razón buscaron otros que los necesitaran. Almas en pena, desertores de la esperanza, adictos perdidos, adultos infantiles, explotadores o perversos fueron el blanco de estos cuidadores desmesurados que salían en medio de la noche a buscar un suministro de afecto que les calmara la sed de amor.
No lo encontraron. En su lugar, las parejas que tuvieron los dejaron con más sensación de desamparo. Pero su incapacidad para soportar las pérdidas los dejó amarrados a un desamor sin esperanzas y a la condena de no ser sin el otro.
Encolumnados en la militancia del “amor para toda la vida hasta que la muerte nos separe”, se quedaron esperando lo que nunca llegaría. Y no es solo porque el otro no se lo diera. Es porque ellos no existían para sí mismos.
Aterrados por la soledad, se acurrucaron en la relación sin hacer mucho ruido para que el otro no se fuera nunca. Hasta que no pudieron más. Pero el final implicaba para ellos algo parecido a la muerte. No se podía concebir la vida sin ese otro que les daba oxígeno, aunque fuera un aire viciado.
También es cierto que muchos otros niños, los más resilientes, lograron transformarse frente a la adversidad y tomaron los retazos de confianza que les dieron algunos otros adultos que se cruzaron en su camino. Estos “tutores de resiliencia”, como dice el neuropsiquiatra y psicoanalista francés Boris Cyrulnik, les ofrecieron el apoyo incondicional para construir esa confianza básica.
No obstante, la infancia se termina y no se puede volver a vivir. Es lo que fue. Pero nosotros somos lo que nos contamos de nuestra historia. Y este relato es el que se puede modificar. Podemos puntuar en los acontecimientos más penosos que nos dejaron desvalidos o podemos mirar con optimismo lo que esos adultos pudieron hacer por nosotros. Y salir en la búsqueda de lo bueno que faltó.
Ya de adultos, aprender a aceptar, sacar al otro de la idealización y bajarlo del pedestal en el que se lo colocó, construir y fortalecer un yo empobrecido para poder ser sin el otro es una tarea que demanda tiempo de recuperación.
Separarse bien será también un arte. Habrá que entender que el amor no es para toda la vida. El amor es una red que dos personas tejen, a veces, durante toda la vida y a veces, no. Para poder hacer ese duelo será necesario sostenerse de algo. Y ese algo es lo que hay que construir. Si una persona crece sintiendo que es nadie, no puede separarse porque el otro le provee identidad. No consigue separarse sin tomar revancha con los hijos y sin que estos sufran un conflicto de lealtades.
La separación, el fin del amor, la pérdida de los ideales, la aceptación de un abandono, la crudeza de la infidelidad, los finales escandalosos con estafas incluidas, los hijos como rehenes, los crecimientos desparejos, la imposibilidad de despegarse, el otro como una droga que no se puede dejar son algunos de los temas que abordaremos en este libro.
Al separarse las parejas dejan algo más que heridas. Se trata de un intento del amor que no funcionó o que funcionó durante algún tiempo. Aprovechar lo que ese amor nos enseñó, lo que se pudo, lo que se construyó, así como también los caminos que no se quieren volver a repetir será uno de los objetivos para no irse con las manos vacías.
Cuando se logre recuperar esa identidad dañada será posible rescatar lo que se pueda, aceptar la pérdida, elaborar el duelo y partir hacia la búsqueda de un amor más libre, más auténtico y más real.
El tiempo pasa, las heridas se cierran y las personas se paran frente a la vida con sus miedos, sus dudas, sus nuevas esperanzas y su desilusión. Una nueva identidad surge: ser sin el otro.
Y tal vez el comienzo de la posibilidad de ser con otro. O el descubrimiento de una nueva y apacible soledad.
La salida del desamor ofrece una nueva oportunidad. Un nuevo amor: el amor por la vida.
Patricia Faur