Coordinación editorial
Iliana Ávalos González
Jefatura de diseño
Paola Vázquez Murillo
Cuidado editorial
Sofía Rodríguez Benítez
Diseño y diagramación
Maritzel Aguayo Robles
Canciones de lejos. Complicidades musicales entre Chile y México
se terminó de editar en septiembre de 2021, en las oficinas de la Editorial Universidad de Guadalajara, José Bonifacio Andrada 2679, Col. Lomas de Guevara,
44657, Zapopan, Jalisco
Para la formación de este libro se utilizaron las tipografías Karmina y Karmina Sans, diseñadas por José Scaglione y Veronika Burian.
Índice
Chile y México: contigo en la distancia
Gonzalo Planet y Enrique Blanc
Prólogo. México para Chile, y Chile para México
ayeaye
Arribo y consolidación de la música mexicana en Chile
juan pablo gonzález
Lucho Gatica y México: encadenados
marisol garcía
Monna Bell, Sonia la Única y Palmenia Pizarro: las chilenas que triunfaron en México
macarena lavín
Los Ángeles Negros en el corazón de México
mauricio durán
Mayita Campos: la heroína chilena del rock mexicano
rainiero guerrero
La Ley en México. Chilenga banda
david ponce
Café Tacvba y Los Tres: un viaje a sus adentros
gonzalo planet
El prisionero y yo. Una vida de Jorge González en México
pedropiedra
La exiliada del sur: Los Bunkers en México
johanna watson
Hoppo! y su doble nacionalidad
enrique blanc
Manuel García, se hace camino al cantar
lara lópez
Mon Laferte, la voz del Chile feminista que conquistó a México
natalia cano
Quemasucabeza en México: un idioma común
rodrigo alarcón
El México musical, colorido y resistente de Ana Tijoux
angie giaverini
Muevan las industrias. La invasión chilena a México
claudia jiménez
Imágenes sonoras de chilenos en México
carlos juica
Anexos
Playlist 1. Chile y México: un romance a la distancia. Los clásicos
Playlist 2. Chile y México: un romance a la distancia. La segunda ola
Playlist 3. Chile y México: un romance a la distancia. La tercera ola
Playlist 4. Chile y México: un romance a la distancia. La era digital
Playlist 5. Lucho Gatica y México: encadenados
Playlist 6. Monna Bell, Sonia la Única y Palmenia Pizarro: las chilenas que triunfaron en México
Autores
Chile y México: contigo en la distancia
Que aún en la Costa Chica de México, entre Oaxaca y Guerrero, se canten chilenas —una derivación de la cueca asentada por marinos e inmigrantes chilenos a mediados del siglo XIX— y que la ininterrumpida popularidad de las rancheras desde su arribo a Chile durante la primera mitad del siglo XX casi las convierta en un género propio del país austral, no es un simple dato anecdótico: es quizá la constatación de una relación histórica siempre estrecha, constante y duradera que cubre las más amplias capas culturales posibles entre Chile y México, dos naciones separadas por hemisferios y miles de kilómetros de distancia, enlazadas por un cúmulo de experiencias, manifestaciones y expresiones, además, y sobre todo, por una pulsión.
A través de una serie de detallados textos redactados por plumas interdisciplinarias provenientes de ambos países, este libro revela algunas de las singulares claves que conjugan lo anterior con la música popular como eje central.
Del bolero al rock, de la canción romántica a la vanguardia y de la ranchera al pop, los aportes de nombres insignes y diversos como Sonia la Única, Lucho Gatica, Café Tacvba, Los Bunkers, Pedro Infante, Los Ángeles Negros, Jorge Negrete, Los Tres, Hoppo! o Mon Laferte, por mencionar sólo algunos, son revisados a través de la crónica periodística, el ensayo musicológico y el testimonio directo de quienes incluso han sido testigos de los hechos, en una mirada intergeneracional para una alianza genuinamente fraterna entre la nación del norte y la del sur.
Se trata, no obstante, de una fracción de los ricos e innumerables intercambios artísticos entre Chile y México desarrollados por más de dos siglos, pero que conforma una muestra representativa y sobre todo amplia en el modo de abordar cada fenómeno musical que, desde distintas veredas, ha contribuido a cimentar una relación bilateral de larga data.
Producida y editada en plena pandemia global del coronavirus, esta publicación se construyó en gran medida a distancia a raíz de las restricciones de todo orden aplicadas a nivel mundial, lo que supuso desafíos permanentes para su realización y dejó a más de un colaborador en el camino.
Es innegable cómo la música en tanto expresión creativa materializa identidades, emociones y creencias. Chile y México, tan lejos y tan cerca, se han encadenado con la canción. Tal como entonara alguna vez el propio Pedro Infante:
Y, sin embargo, sigues unida a mi existencia
Y si vivo cien años
Cien años pienso en ti.
***
Gran parte de la labor de publicación de este libro está ligada al auge que los mercados musicales han venido teniendo en años recientes en el contexto latinoamericano. Fue en su seno, particularmente en alguno de estos, como los chilenos Imesur, Fluvial y Pulsar o el mexicano Fimpro, donde sus responsables no sólo se conocieron y hablaron sobre las muchas correspondencias existentes de años a la fecha entre ambos países, sino que además fraguaron la idea de constatarlas a través de una serie de textos que las relataran con detalle y con la pasión que inevitablemente envuelve a la música.
Fue así que, sentados en una mesa de algún cafetín de Santiago, los títulos de posibles temas y sus responsables comenzaron a brotar con la espontaneidad con que se recordaron canciones, discos, festivales y complicidades. Habrá que aclarar que las cosas a continuación no fueron del todo fáciles y que transcurrieron más o menos tres años para que todo comenzara a materializarse.
Determinante fue el compromiso que estableció la Editorial Universidad de Guadalajara con el proyecto, a la par del pacto de apoyo al mismo por parte de Chilemúsica. Alentadora fue la respuesta inmediata de varios talentos conocidos en el universo musical y del periodismo que se sumaron a ojos ciegos a esta iniciativa. Fue así que, a fines de 2019, el barco de este proyecto zarpó de buen puerto con la mira puesta en su publicación.
Con toda seguridad, aquí no están todas las historias que son, mas el libro en su conjunto, nos parece, aporta una visión amplia de muchos de los intercambios que Chile y México han tenido con la música como puente en los años recientes.
Atestiguar su paulatina conformación fue como seguir de cerca el proceso de gestación de un nuevo ser al que vas reconociéndole rasgos y acentos de personalidad. Su magnetismo inicial detonó que a la postre aparecieran nuevos aliados dispuestos a seguir sumando esfuerzos. Así fue como llegó el fotógrafo Carlos Juica, quien ofreció su archivo al servicio del mismo. O el musicólogo Juan Pablo González, quien de forma generosa nos hizo llegar también un manojo de las imágenes que ilustran estas páginas.
Sirva este texto para agradecer asimismo a los muchos entusiastas que hicieron eco de esta aventura cuando escucharon sobre ella. La música ha sido siempre uno de los vehículos más eficaces para iniciar y refrendar amistades. Ya Chile y México lo han corroborado en múltiples ocasiones, como aquí se ilustra. Esperamos que las páginas que tienes en tus manos reflejen con intensidad, como nos propusimos desde su origen, esta luminosa e innegable verdad. Y que, de la misma manera, sirvan de punto de partida para inspirar nuevos intercambios a futuro.
Gonzalo Planet y Enrique Blanc
Verano boreal, invierno austral de 2021
Prólogo México para Chile, y Chile para México
Ayeaye
Chile es un albur, como también el ingrediente sabroso para cualquier preparación culinaria. Así como siempre veremos a un mexicano sonreír ante una cuidada salsa, de igual forma saluda con empatía a quien viene desde Chile. Es curiosa la relación de dos zonas tan distantes entre sí, geográficamente en polos opuestos y tan similares bajo cierta idiosincrasia. Asombran ciertas interacciones donde el solo nombre de un país facilita las dinámicas de un compadrazgo a distancia, un país que remite a órgano sexual y a la variedad del picor, un sentido picaresco del humor e ingrediente culinario para definir una receta cultural separada por más de siete mil kilómetros y cortada por la línea del Ecuador, que hasta hace que el agua gire en direcciones opuestas. Por cierto, hay veces en que el agua desemboca en los mismos lugares.
Todas las vorágines tienen manifestaciones de corte creativo como testigos directos del acontecer, y con los puertos como entrada. Pasó con la administración del presidente Porfirio Díaz a fines del siglo XIX, cuando México se abrió al mundo y a Chile arribaron los valses de Juventino Rosas. Su popular composición titulada “Sobre las olas”, que nos lleva directamente a las gradas de cualquier circo local, se vendía en partituras en Valparaíso mientras estudiantinas chilenas adaptaban jarabes tapatíos a su repertorio.
Las dinámicas del registro del disco en el siglo XX harán que el público se identifique con el repertorio popular y sus intérpretes, que junto al auge de la radio darán origen al estrellato popular. Sólo diez meses separan a Chile de México si de primeras transmisiones radiales se trata, entre 1921 y 1922, en días en que Gabriela Mistral, futura Premio Nobel de Literatura, merodea por México en misiones culturales, bajo la incipiente Secretaría de Educación Pública, que cambiarán la visión de su director, el intelectual José Vasconcelos.
Mientras el mundo trastabillaba, las industrias del cine y la radio frotaban sus manos con estrategias de marketing asociadas a las voces del disco. Ya en los años treinta, cine y radio se retroalimentan sin pudor, consolidadas y ligadas al consumo. Es en este periodo donde podríamos señalar el inicio masivo de la identificación de las audiencias chilenas con respecto a las manifestaciones populares artísticas de México.
El año 1937 marca el inicio de la moda del cine mexicano en Chile, un fenómeno de masas de Arica a Punta Arenas que se vive con el desenfrenado recibimiento de la película Allá en el rancho grande, dirigida por Fernando de Fuentes y con Tito Guízar como protagonista, arquetipo de galán y cantante.
En este punto la ranchera ya ha penetrado tanto en su país natal como en Chile, motivando esa característica melodramática de la idiosincrasia mexicana proyectada por el cine y reforzada por la radio, justo cuando ambos países inician en esas fechas las migraciones desde el campo hacia las ciudades. Ídolos del cine y el canto en México, como Pedro Infante y Jorge Negrete, desataron verdaderas olas de histeria al visitar Chile, movilizando seguridad pública donde quiera que se presentaran. Agrupaciones chilenas adaptaron ciertos detalles al imaginario local creando una canción de características mexicanas casi textuales tanto en lo musical como en lo estético. Esta sucesión es amparada por sellos musicales como en Odeon o Victor primero editando rancheras y corridos propios de México y después a artistas chilenos como Los Veracruzanos, Los Queretanos y Los Huastecos del Sur, con nombres que son alusiones directas a México como estrategia para poder ser identificados comercialmente en ambas naciones.
El huaso chileno se mexicaniza, al punto de crear una identidad de país basada en la figura mediática del cantante de rancheras y de los mariachis urbanos. Es sorprendente la curiosidad de los mexicanos cuando descubren que en el campesinado chileno estos géneros se asumen casi como propios.
Son los orígenes de un intercambio que se mantendrá constante y fluido las siguientes décadas con nuevos nombres y medios, tal como en algún punto la televisión se sumará a la tríada entre industria discográfica, radiofónica y cinematográfica, con un público chileno totalmente familiarizado con modismos mexicanos gracias a las producciones de los emblemáticos estudios Churubusco, con Televisa reforzando lo anterior con El Chavo del ocho y sus omnipresentes telenovelas.
Volvemos entonces al punto donde si le contamos a un mexicano que los festivales de música ranchera chilenos comparten el mismo desenfreno, que una larga y angosta faja de tierra señalada en un mapa parece un chile serrano, y que chile además de ser ingrediente es albur, se hace urgente la humorada del inmortal Mario Moreno Cantinflas en el teatro Orfeon despidiendo a Los Queretanos en los años cincuenta: “¡México para Chile, y Chile para México!”.
Coatepec, Xalapa
Mayo de 2020
Cortesía de Juan Pablo González
Arribo y consolidación de la música mexicana en Chile
Juan Pablo González
Si se realizara en nuestro país (Chile) una encuesta para determinar cuál es la música que más escucha y repite el pueblo, seguramente no constituiría una sorpresa el que fueran las repeticiones al infinito de los cantos sobre medida del cine mexicano.
Enrique Bello (1959), ensayista chileno
La llegada de música mexicana a Chile antecede bastante a la eclosión producida por la influencia del cine mexicano en América Latina, pues la música de salón decimonónica encontró una salida hacia el exterior en México gracias a la apertura comercial desarrollada durante el extenso gobierno de Porfirio Díaz (1876-1911), por ejemplo, en los valses “Amelia” y “Sobre las olas” de Juventino Rosas (1868-1894).
Desde comienzos de la década de 1920, la editorial Casa Amarilla en Chile incluía el rubro “canción mexicana” en su catálogo de música popular, publicando bajo este concepto canciones tan diferentes como “Estrellita” de Manuel M. Ponce, “Ojos tapatíos” de José Elizondo, “Mi viejo amor” de Alfonso Esparza Otero y “Las mañanitas”, del folclor.
En esa época, México no contaba aún con una música que lo representara ante sí mismo y el mundo. Mientras el tango, la rumba y el foxtrot invadían las radios, cines y pistas de baile de América Latina, lo que hoy denominamos música mexicana no estaba totalmente definida como tal. La variedad y riqueza del folclor mexicano resultaba más un impedimento que un elemento facilitador para el desarrollo de un repertorio aglutinador de representación nacional. ¿Por cuál género decidirse? ¿Qué región favorecer? ¿Qué difundir en las ciudades y qué irradiar a los campos?
Resulta entonces sintomático que tres de los cuatro bailes difundidos en la primera transmisión de la emblemática radio XEW de Ciudad de México en 1930 fueran el tango, el foxtrot y el one-step, ya que todavía no estaba consolidado el mariachi urbano, dirigido a la gran clase media que formaría el nuevo público radial. Además, simultáneamente surgía un público rural y de inmigrantes urbanos de insospechadas dimensiones, el que unido por poderosas cadenas radiales y por una industria discográfica que llegaba a cada rincón del planeta requería de un repertorio de expresión simple y directa, vinculado a valores tradicionales del campo y de la vida en el rancho. Estos requisitos fueron plenamente satisfechos por la canción ranchera, el corrido y los grupos de mariachis, desarrollados de la mano de la pujante industria cinematográfica y musical mexicana; desarrollo del que Chile se verá muy beneficiado.
La canción ranchera surgía de la necesidad de adecuar la canción romántica y el bolero al gusto de los sectores rurales mexicanos expuestos a la cultura de masas, intensificando su carácter machista y dejando de lado los refinamientos y ambigüedades del mundo urbano moderno, expresados en el nuevo bolero de Agustín Lara. El género ranchero, en cambio, desarrollado a partir de la polka —que gozaba de gran popularidad en América Latina–, logró tipificar “lo mexicano” tanto dentro como fuera de México, atribuyéndose su invención al empresario Emilio Azcárraga. Las canciones de Manuel Esperón en la música y Ernesto Cortázar en la letra —el dúo de autores más prolíficos del cine mexicano de la década de 1930— consolidaron el estilo de la canción ranchera que, diseminada por México y exportada a toda América Latina, alimentó la imaginación y el sentir de amplios sectores de chilenos que a partir de fines de los años treinta comenzarían a proveerse sus propios músicos rancheros.
La canción ranchera fue desarrollada por grupos urbanos de mariachis que sumaban dos o más trompetas a la tradicional formación jalisciense de guitarrón, vihuela y violines. Estos grupos se constituyeron en emblema nacional mexicano no sólo por la difusión que lograron con una industria musical y cinematográfica que apoyaba decididamente el nuevo género, sino debido al renovado nacionalismo surgido durante el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940), que expropiaba el petróleo de manos de compañías estadounidenses, con el consiguiente temor a una invasión. Como señala el doctor Roberto Cantú, el mariachi eclipsaba otras tradiciones mexicanas en virtud de la unidad nacional, reafirmaba la naturaleza mestiza del mexicano e idealizaba la herencia campesina patriarcal cuando México avanzaba claramente hacia su industrialización.
El género ranchero constituyó el sustento central del pujante cine mexicano de fines de los años treinta, contribuyendo a fijar uno de los tipos característicos de la cinematografía mexicana: el charro cantor, el macho de opereta. Entre los charros cantores que llenarían las pantallas de los cines mexicanos y latinoamericanos destacan Tito Guízar (1908-1999) y José Mojica (1895-1974) en la década de 1930; Jorge Negrete (1911-1953) y Pedro Infante (1917-1957) a partir de los años cuarenta y Miguel Aceves Mejía (1915) desde la década de 1950.
Todos ellos, salvo Infante, llegarían a Chile en la cima de sus carreras. Negrete, por ejemplo, arribó a Santiago a mediados de 1946 y fue recibido en andas en la Estación Mapocho, procedente de Viña del Mar, creando un tumulto que produjo destrozos, desmayos y heridos. La comitiva de periodistas, admiradoras, carabineros y curiosos tapizaron, como nunca se había visto, el centro de Santiago hasta llegar al elegante Hotel Carrera frente al Palacio de la Moneda.
Negrete actuó en el Teatro Baquedano de Santiago y ofreció cinco audiciones en Radio Prat, transmitidas en cadena con radios de Valparaíso, Rancagua, Curicó, Talca, Chillán, Concepción, Temuco y Valdivia. Como señala el historiador César Albornoz, la visita de Negrete a Chile demostró que una estrella de la canción podía producir conmoción pública, lo que resultaba especialmente preocupante para los sectores conservadores, debido al “éxtasis fuera de todo pudor” con que las chilenas recibieron al macho cantor. Algo similar sucedería más tarde con la actuación de Aceves Mejía en el Teatro Municipal de Iquique, quien entró sobre su característico caballo blanco al escenario cantando “Allá en el rancho grande”, lo que causó el delirio del público.
El corrido, a diferencia de la canción ranchera, tenía raíces históricas profundas y una existencia popular no mediatizada, lo que puede explicar, en parte, la atracción que ejerció entre los sectores campesinos tanto mexicanos como latinoamericanos. Es a partir de los sucesos revolucionarios ocurridos entre 1910 y 1928 en México que el corrido alcanzó mayor visibilidad, narrando hechos de la Revolución en forma concisa, transmitidos en hojas sueltas y a través de un canto sobrio pero de una expresividad con ribetes épicos. Cuando el corrido parecía llegar a su fin al desaparecer el contexto revolucionario que lo había difundido, fue tomado por una industria musical ya en consolidación. A través de la radio, del cine sonoro y de la grabación eléctrica, alcanzaría una nueva vida.
Durante la década de 1930 se continuaron componiendo corridos en México en recuerdo de figuras de la Revolución, que ahora se difundían a través de la industria musical, como el “Corrido villista” (1935) del chileno Juan S. Garrido con letra de Ernesto Cortázar para la película El tesoro de Pancho Villa; “El rifle” de Lorenzo Barcelata y Ernesto Cortázar, y el “Corrido a Emiliano Zapata” (1938) de Concha Michel, junto a corridos referidos a la figura del presidente Lázaro Cárdenas y su apoyo a sectores campesinos y obreros. Desde la década de 1940 se escribirán corridos en homenaje a las grandes estrellas de la música ranchera en el año de su muerte, como el “Corrido de Lucha Reyes” (1944) de Pepe Castillo, y el “Corrido de Jorge Negrete” (1953), los nuevos héroes populares de la cultura de masas.
El cine fue un importante difusor del corrido en Chile desde 1938 y, al igual que sucedía con el tango y el bolero, sirvió de tema y argumento cinematográfico, como en el filme La feria de las flores (1942) de José Benavides, por ejemplo, basado en un corrido que narra la vida de Valentín Mancera.
Los grandes tenores del bolero, como Pedro Vargas, que actuaban en Chile desde 1934, incluían también el corrido en sus presentaciones, permaneciendo en el repertorio que difundieron en el país durante los años cuarenta. Los profesores de baile lo incluirán dentro del repertorio enseñado en sus academias, junto al tango, la rumba, el foxtrot, el vals y la cueca durante la segunda mitad de esa década. Paralelamente, era editado en partituras desde 1935 y el sello Victor mantenía desde 1938 una oferta creciente de corridos, ahora con estribillo, según la tendencia desarrollada en la música popular desde comienzos del siglo XX.
Luego de la llegada de los primeros espectáculos costumbristas mexicanos de revista, exhibiciones de charros y películas, comenzaron a visitar Chile auténticos músicos rancheros. La presencia más impactante se produjo después del devastador terremoto que azotó el sur de Chile en 1939, con el envío, por el gobierno de México, del barco Cuauhtémoc, que desembarcó en Valparaíso insumos y personal médico junto a grupos de charros y mariachis que caminaban por las calles llevando un poco de alegría a la atribulada población. Dos años más tarde llegó el afamado Trío Calaveras, anunciado como grupo artístico exclusivo de la National Broadcasting de Nueva York, que se presentó durante las fiestas patrias en la boite Lucerna de Santiago.
El trío era dirigido por el guitarrista, cantante y compositor Lorenzo Barcelata (1898-1943), considerado uno de los precursores del cine sonoro en México. El sello Victor ofrecía en Chile, en 1940, una abundante discografía de Barcelata y el Trío Calaveras, destacándose los corridos “Jalisco nunca pierde”, de la película La rancherita del Carmen, y “Tú ya no soplas”, de la película ¡Ora, Ponciano! (1936), ambos editados en partitura por Casa Wagner en 1937 y 1938. El Trío Calaveras, que acompañaría a Jorge Negrete en su visita a Chile, también fue visto en el país en la película La feria de las flores (1942) con Pedro Infante.
Entre tanto macho cantor destaca una mujer, Lucha Reyes (1906-1944), una de las máximas exponentes de la canción ranchera. Apodada “La reina del mariachi”, se hizo conocida en el país luego de triunfar en Estados Unidos, como ocurría con muchos artistas latinoamericanos de las décadas de 1930 y 1940.
El pueblo chileno se sintió atraído por la música mexicana, identificándose con la temática rural, pasional y machista imperante en ella, e impactándose con una música orquestal ranchera como la del mariachi, y con el macho de opereta, primera estrella masculina de la canción adoptada en el mundo campesino chileno. Asimismo, existían ciertas condiciones para la incorporación de géneros mexicanos binarios al acervo musical chileno. Como en la música tradicional chilena predominan los metros ternarios de danza —además, la tonada no se baila y la cueca es compleja para bailar—, el corrido, un baile simple de pareja enlazada con movimiento lateral, contribuía a prolongar el baile y ponerlo al alcance de todos, accediendo también al contacto físico de la pareja, algo que la cueca no permitía.
El deseo del propio chileno de acercar la música mexicana a su vida cotidiana y festiva produjo primero la incorporación del corrido al repertorio de los dúos femeninos del campo y masculinos de la ciudad, y finalmente, la aparición de solistas y conjuntos chilenos especializados en los estilos mariachi y norteño. El dúo Bascuñán-Riquelme, intérpretes urbanos de tonadas y cuecas, sumó con naturalidad el corrido mexicano y la ranchera argentina a su formación de arpa y guitarra. En “Adiós, huasita linda”, corrido grabado para Odeon en 1946 como lado A, el dúo chileniza el corrido popular mexicano, incluyendo tópicos del campo chileno en la letra, introduciendo punteos de tonada, manteniendo una pronunciación campesina y absteniéndose de emitir los característicos gritos en falsete en los interludios instrumentales a cada estrofa, práctica que constituye una marca de identidad mexicana. La primera cuarteta dice:
Mañana dejo el fundo
en que tengo mi amor
me voy para Santiago
mandao por el patrón.
La modernidad asociada a un género llegado del exterior y la identidad tradicional conseguían un sincretismo inédito en el país.
Los conjuntos chilenos especializados en música ranchera y regional mexicana empezaron a aparecer en Santiago a fines de los años treinta, destacándose Los Queretanos, Los Veracruzanos y Los Huastecos del Sur, considerados los mejores exponentes chilenos del cancionero azteca en los años cincuenta. Hacia 1940, Los Queretanos realizaron su primera gira al exterior, recorriendo toda la costa del Pacífico en el barco mexicano Durango, que había venido a Chile con una embajada de deportistas, músicos y bailarines. En México fueron contratados por la emisora XEW como intérpretes de música chilena y mexicana, proyectando la música nacional a través de esta potente emisora a todo México y los países vecinos. Asimismo, realizaron giras por el país azteca mezclando siempre repertorio chileno y mexicano. Antes de su regreso a Chile, fueron despedidos en el Teatro Orfeón y Mario Moreno Cantinflas los anunció diciendo: “¡México para Chile, y Chile para los mexicanos!”.
Los conjuntos chilenos de charros —que también se incorporaban a elencos de compañías de revistas, tan proclives al costumbrismo musical— grababan desde 1944 para el sello Odeon repertorio de películas mexicanas exhibidas en Chile, aprendido, en muchos casos, por los músicos chilenos durante las funciones de cine. Realizaban además publicitados viajes a México para traer nuevo repertorio, lo que aumentaba su legitimidad frente al público nacional. A comienzos de la década de 1940, la revista Radiomanía elegía el mejor conjunto de estilo mexicano del año, y en 1943 le otorgó el galardón a Los Queretanos. La revista Ecran destacaba la calidad y la permanencia en nuestro medio de este grupo, comparándolo con Los Quincheros y Los Provincianos. Ese mismo año, Los Queretanos habían grabado para Odeon los corridos de Manuel Esperón y Ernesto Cortázar “¡Ay, Jalisco, no te rajes!”, de la película homónima de 1942, y “Así se quiere en Jalisco”, y en 1947 comenzarían a grabar con acompañamiento de mariachi. Sin embargo, los intereses comerciales de los sellos impedían que grabaran música mexicana regional, debiendo enfatizar los ritmos bailables.
De este modo los músicos chilenos desarrollaban un repertorio que alcanzaría altos índices de consumo, satisfaciendo sus necesidades económicas con música mexicana y sus necesidades espirituales con música chilena, como ellos mismos confesaban.
Junto a los conjuntos chilenos especializados en música mexicana sobresalió una cantante, Guadalupe del Carmen —Esmeralda González Letelier— (1917-1987). Se inició en la vida artística a comienzos de los años cuarenta cantando en el tren de Santiago a Valparaíso junto a un músico ciego, y con los Hermanos Campos en la Vega Central de Santiago. Debutó en el Teatro Cousiño como Sandra la Mejicanita y en 1949 adoptó el nombre que unía a las patronas de México y Chile: la Virgen de Guadalupe y la Virgen del Carmen.
Comenzó interpretando canciones de Jorge Negrete, a quien admiraba y del que sabía todo su repertorio difundido en Chile, destacándose “Tequila con limón” y “Así se quiere en Jalisco”. Junto con los Hermanos Campos y con Jorge Landy realizó extensas giras de Arica a Punta Arenas, presentándose en cada pueblo y ciudad como una compañía chileno-mexicana. En sus presentaciones mezclaban tonadas y cuecas con canciones rancheras y corridos de compositores mexicanos y chilenos, ya que los sellos incentivaban a los músicos nacionales a que escribieran su propio repertorio.
Este es el caso de “Ofrenda”, corrido de Jorge Landy grabado para RCA Victor en 1949, y con el cual Guadalupe del Carmen obtuvo en 1954 el primer Disco de Oro otorgado en Chile, por la venta de 175 mil ejemplares. Tanto los punteos de las guitarras de Los Hermanos Campos como la letra ponen de manifiesto la temática de la tonada chilena mezclada con el corrido de ritmo binario. El estribillo dice:
Y en su blanca cordillera
donde el cóndor se pasea
allí en lo alto flamea
el emblema nacional.
Por eso canto a esta tierra
tan hermosa y soberana
igual a la mexicana
por su historia y lealtad.
En noviembre de 1952, la revista La Voz de RCA Victor informaba que Guadalupe había nacido en Chihuahua de madre mexicana y padre chileno, que había llegado a Chile a los tres años y que cuando niña era acunada con canciones mexicanas. En realidad no era más que una estrategia publicitaria de RCA Victor para legitimarla como exponente del cancionero mexicano en Chile.
Sin embargo, su legitimación se la daba el propio público, que abarrotaba los cientos de presentaciones que hacía cada año a lo largo del país. Sólo en 1954, la compañía chileno-mexicana de Guadalupe del Carmen recorrió 76 ciudades y pueblos del sur de Chile. Desde 1955 actuaba en Santiago y Valparaíso, en especial en la Quinta El Rosedal y en la boite Zeppelin de la capital, en el Rancho Criollo y la Quinta Forestal del puerto. “Me gusta lo mexicano, tiene alegría y tristeza, tiene de todo, es tan complejo que a una la llena por todas partes”, decía Guadalupe del Carmen.
Las hermanas Violeta e Hilda Parra también contribuyeron al cultivo de la música mexicana en Chile con sus actuaciones en los bares La Popular y El Tordo Azul del barrio Matucana y El Banco de Franklin, así también en boites del centro de Santiago como El Patio Andaluz y Casanova. En abril de 1944 cantaban en el programa semanal de Radio Agricultura llamado Rapsodia Panamericana, que era presentado como “Un saludo de la tierra de Méjico”. Su participación se realizaba en forma alternada con grabaciones de Agustín Lara, Pedro Vargas, Alfonso Ortiz Tirado y Jorge Negrete. “Me sobran los Valentinos, los Gardeles y Negretes”, cantaría Violeta dos décadas más tarde.
El cine mexicano, que trataba temas de charros, amores fatales o la dura vida del desposeído, en melodramas rurales y urbanos, incluía con bastante frecuencia canciones interpretadas por los propios protagonistas del filme o por artistas invitados. Sin duda que este cine, en especial el llamado ranchero, influyó en la popularidad de la música mexicana, que penetró hondamente en el corazón del chileno. La fama que Jorge Negrete tenía en Chile desde el impacto de su gira de 1946 continuaba con Pedro Infante, quien heredaría gran parte del público que dejaba Negrete luego de fallecer en 1953, y con Miguel Aceves Mejía, que empezaba a hacer giras hacia América del Sur acompañado de mariachis en 1954 y filmaría 64 películas entre 1955 y 1962, de amplia difusión continental. Asimismo, con el cine mexicano de temática urbana —de gánsteres, cabarés, mulatas de fuego y boleros—, continuó la difusión en Chile del cancionero de Agustín Lara, Pedro Vargas, María Antonieta Pons, Toña la Negra, Los Panchos y Libertad Lamarque, quien trabajaba en México, lejos del gobierno de Perón. Todos ellos se convirtieron en figuras de culto para el público chileno y latinoamericano.
Es así como la música mexicana, una vez consolidada como producto de exportación, alimentó el sentir y la imaginación de amplios sectores de chilenos que expandían sus horizontes culturales. Al mismo tiempo, esta música nutrió las carreras de muchos músicos nacionales, que pudieron vivir gracias a ella, proporcionándoles nuevos materiales para desarrollar expresiones modernas enraizadas en elementos tradicionales, que ponen de manifiesto aspectos comunes de la cultura mestiza latinoamericana.
Cortesía de Marisol García