Las Iglesias
El lugar también se conoce como “El Barril”. Este cañón, en sus tiempos, fue muy codiciado, pues tenía un buen ojo de agua que hace unos 30 años se agotó porque, no lejos, perforaron y acá, en el ejido, el agua dejó de salir, ya que el pozo fue en un rancho particular.
Cuando empezamos a explorar el sitio, se contaba con unas modestas huertas de duraznos. El ejido se ha ido despoblando y ahora no hay ni 10 familias, que se dedican al pastoreo y nueve de ellas queman candelilla en una sola paila, por lo que se tienen que turnar para extraer la preciada cera.
Algunos tallan lechuguilla a mano, pues no se han podido hacer de una desfibradora eléctrica. En el ejido se cuenta con energía, pero lo que se cerró fue la escuela, y quedan sólo las ruinas del salón donde se trabajó como plantel “unitario”, es decir, con un profesor para los seis grados. Ahora los escasos escolares tienen que ir a comunidades como Fraustro o Rancho Nuevo y, si no, hasta Ramos Arizpe.
Este sitio es muy antiguo, y los grabados se han mimetizado a tal punto que se ha igualado la pátina, mientras que otros se grabaron en épocas posteriores, pues el color así nos lo indica. Los motivos son variados y van desde naturalistas ―como manos y figuras humanas, plantas, huellas de osos y venados― hasta motivos astronómicos y cuentas a base de puntos. Sin embargo, los más abundantes son los abstractos, esas figuras que no podemos interpretar pero que algo dicen, pues todo lo que se grabó es parte de la comunicación de nuestros ancestros.
Aquí en Las Iglesias, o El Barril, se localiza uno de los grabados abstractos más hermosos del norte de México, por lo bien elaborado y abigarrado. Lo conocemos como “el ovni”. La roca madre que lo soporta es inmensa, de arenisca pura. Este grabado era de difícil acceso, se dificultaba mucho tomarle fotografías. En una ocasión llevamos una escalera de tres metros, luego utilizamos los telefotos de las cámaras y, por último, el huracán Alex, de hace algunos años (junio 25 a julio 2 de 2010), aflojó la tierra y la enorme roca se rodó hasta el llano, sufriendo una pequeñísima fractura pero, con tan buena suerte, que la figura quedó hacia arriba, viendo al Poniente. De haber quedado hacia abajo, se hubiera perdido totalmente.
A esta representación se le ha interpretado de diversas formas: como una figura extraterrestre, como un plano de distribución de un poblado indígena y algunas otras. El lector, al observar este hermoso grabado de los nativos, podrá sacar sus propias conclusiones. Lo cierto es que el agua y la abundancia del peyote propiciaron ritos en los que se pedía por el bienestar de los miembros de la tribu. La estancia ahí pudo ser prolongada, pues el ojo de agua era un imán para la sobrevivencia; prueba de ello es que en los años ochenta aún salía el preciado líquido, y brindaba sus beneficios a propios y extraños.
En el entorno hay nopaleras, palmas y mezquites, y en el arroyo principal, el compañero Ventura y yo encontramos más de seis morteros fijos en los que se molían semillas, mezquites y frutos deshidratados, con lo cual se ayudaban en la precaria dieta diaria.
En épocas tardías, quizás a finales del siglo XVII y principios del XVIII, se levantaron casas de piedra y lodo, de las cuales aún podemos ver algunas ruinas. También se construyeron modestas terrazas para sembrar maíz y frijol, aprovechando las bondades del ojo de agua. Más tarde, allá por los años primeros del siglo XX, el aguaje se canalizó y llevó el líquido a la nueva comunidad. Casi junto al ojo de agua se construyó una enorme pila de 20 por 20 metros, con un metro de profundidad, de donde se controlaba el flujo del recurso. El canal abierto aún se conserva, y al final se enmarcó como un acueducto, para llevar el agua a las huertas y al poblado.
En el sitio hay grabados históricos y uno de ellos llama la atención, pues data de 1806 (siglo XIX), lo que nos indica la presencia de españoles y tlaxcaltecas desde el siglo XVIII. La fecha se complementa con un símbolo religioso de los sacerdotes que, en su afán de evangelizar, recorrieron estos apartados parajes.
Al salir del cañón hay una mojonera que nos recuerda la división de territorios ejidales. Aquí en los alrededores se observan no pocos grabados, unos naturalistas y otros geométricos. Uno de ellos es una figura humana (chamán) levantando un brazo. Otros son los que llamamos “pizzas”, es decir, círculos divididos que semejan el sabroso platillo.
Ya fuera del cañón, en la orilla norte, se halla representado un venado completo, de más de un metro de la cola a la cornamenta, y rodeando el cerro Sombreretillo dimos con otros grabados de factura antigua y de un exquisito trazo. Desde allí se ve el Pico de Galindo, una de las máximas elevaciones de estos rumbos, y que el compañero Ventura y yo hemos prometido subir algún día hasta la cúspide, para observar el hermoso panorama desde esas alturas. Tendremos que ir pronto, pues a mí se me ha estado acumulando la edad y, de no hacerlo próximamente, quedará sólo en un proyecto.
Algunos grafitis se han puesto encima de los petrograbados, lo curioso es que uno de ellos está en inglés: to heaven, que se traduce como “al cielo”. Junto al ejido, en el lado sur hay un promontorio con pinturas en color rojo que atestiguan también la presencia del agua desde tiempos remotos. Asimismo, en el lado poniente de las pinturas, se dibujó un tablero de grandes dimensiones con grabados abstractos, donde los círculos y los concéntricos son abundantes.
Por último, el nombre del ejido quedó grabado en dos lugares: uno junto al ejido y el otro al final del arroyo. Otro letrero que llama la atención es uno con fuerte carga política, pues habla de migrantes y cierra con una súplica, invitando a no votar por Salinas de Gortari.
En el ámbito de la cultura del estado de Coahuila, los referentes de la antigüedad que fueron heredados por los pueblos nómadas de cazadores–recolectores, representan los primeros vestigios humanos que perviven hasta nuestros días, ofreciéndose como signos de identidad invaluables para reconocernos como norestenses.
Debido a esto, el descubrimiento, valoración y divulgación de tales vestigios resulta una actividad de relevancia que requiere ser reconocida de forma creciente, así como el papel que cumplen tanto los especialistas académicos como los aficionados cuya pasión por recorrer senderos y localizar sitios los lleva a ser grandes descubridores, capaces de heredar el legado de sus propios hallazgos para la posteridad.
Es en esta línea donde se inserta la encomiable labor de Rufino Rodríguez Garza, quien por cuatro décadas, y haciendo uso de sus propios recursos, ha recorrido el tercer estado más grande del país para realizar descubrimientos sin los cuales la arqueología y la paleontología coahuilenses no serían las mismas. Junto con colegas suyos, en especial al lado de José G. Flores Ventura (otro de los autores que hemos tenido el honor de sumar en Quintanilla Ediciones), Rufino Rodríguez ha dado pasos invaluables para detectar huellas remotas y pretéritas, a fin de ponerlas al alcance de un número amplio de personas, a través de publicaciones constantes en El Periódico de Saltillo y de libros como el que ahora ponemos a disposición del público (y que abarca textos periodísticos aparecidos entre febrero de 2017 y noviembre de 2021 en el citado medio). Así, este título continúa con la línea de difusión que tuvo como antecedente el exitoso libro impreso Coahuila indígena, elaborado por nuestra casa editorial para la Secretaría de Medio Ambiente y Desarrollo Urbano del Estado de Coahuila de Zaragoza en el año 2018.
Esperamos que las lectoras y los lectores de todas las edades disfruten de este nuevo título de nuestro autor y, por qué no, encuentren en estas páginas la motivación necesaria para emular los pasos y trayectos de los grandes descubridores que, como Rufino, han podido acercarnos a la herencia de nuestros antepasados.
Quintanilla Ediciones
Prólogo
Una vez más recibimos de Rufino Rodríguez Garza una serie de textos en que se describen los demasiados esfuerzos que ha realizado por conocer lo que no existe sino hasta que alguien lo descubre. Sabemos que en Coahuila hay centenares de sitios arqueológicos o de simples vestigios que no alcanzarían la denominación de “sitios”, puesto que son huellas de los antiguos habitantes.
Cualquier material, un sencillo objeto o restos de una pintura rupestre, añade algo nuevo a los muchos datos que se tienen y obliga a los investigadores a tomar en cuenta algo que ignoraban. Los conocimientos generan nuevos conocimientos y éstos orillan a repensar lo ya sabido para transformarlo en ciencia, y ésta tiene siempre un momento: el suyo.
Aquí es importante retomar el sentido profundo de la palabra “verdad”, que en la antigua Grecia se decía aletheia, cuyo significado hondo es: sin ocultamiento o, más precisamente, descubrimiento, que implica quitarle a algo lo que lo cubre. La idea es clara, porque estos pequeños textos que llenan el volumen proponen quitar el velo que los cubría, así que son des-cubrimientos. Alguien podría alegar que encontrar algo que se desconoce no es un descubrimiento. Se equivoca. Los miles de vestigios materiales existentes a lo largo de la geografía están ahí, pero no se conocen antes de que alguien los ponga a la disposición de los demás, en este caso de los lectores. Es, en ese sentido, que el conocimiento nos acerca a verdades, que son certezas una vez que las conoces, y no antes.
Rufino ha caminado, visto y observado miles de esos “documentos” que hace milenios o centurias fueron creados por los habitantes indígenas que vivieron en estas regiones. Sus sistemáticas salidas al campo, que ya se cuentan por miles, lo han conducido a descubrimientos que ayudan (o pueden hacerlo) a comprender ese larguísimo pasado. Quiero decir que sin el trabajo de este atento y obsesivo explorador, seríamos todavía más ignorantes de lo que somos. Lo más interesante de sus escritos es que en cada uno nos regala un pedacito de conocimiento, y una vez que esos elementos se reúnen porque se multiplicaron, conducen a otra forma de conocimiento.
El trabajo rinde, y más si se hace de manera sistemática. De Rufino sabemos que ya cumplió 40 años de búsquedas. Sale cada fin de semana al campo simplemente a recorrerlo. A veces regresa a lugares que había visitado años atrás y, según declara, encuentra algo que no había advertido en la anterior visita. Esto significa que su perseverancia recompensa el esfuerzo, mismo que traducirá en un escrito como los muchos que podemos leer en éste y en sus anteriores libros.
Deseo añadir que, además de fotografiar los rastros de los indígenas, también destina horas a pasar sus observaciones a sus muchísimos diarios de campo que algún día serán tan valiosos como las fotos, puesto que en esos cuadernos traza con insistencia los dibujos que advirtió en una roca, una cueva, un conjunto de piedras, un pequeño guijarro con esbozos diversos (arte móvil que puede referir a cuestiones trascendentes, a deseos relativos a la vida amorosa o, simplemente, a los seres vivos que rodeaban a los nómadas). Sus más de 100 mil fotografías lo colocan como el dueño del acervo más importante del pasado indígena en nuestra entidad.
Este libro puede ser considerado un nuevo apoyo al saber y a la revaloración de la cultura ancestral de los antiguos habitantes de Coahuila. De ahí que su lectura pueda orientar a científicos que buscan nuevos datos.
El hecho de que se nos entregue en pequeños capítulos ayuda a que su consulta sea más personalizada y, sin duda, más lógica. No cabe duda que este vademécum es un aporte a considerar.
Carlos Manuel Valdés
Guachichiles
y franciscanos
Por problemas de presupuesto en el Consejo Editorial del Estado, se vio retardada la salida de un nuevo libro del maestro Lucas Martínez Sánchez, Guachichiles y franciscanos, el cual contiene temas históricos de principios de la época colonial.
Este joven historiador es muy prolífico y desde hace algunos años tiene a bien elaborar uno o dos libros por ciclo de diferentes tópicos, que van desde leyendas de Monclova hasta biografías de héroes nacionales y de revolucionarios coahuilenses.
En esta ocasión Lucas nos entrega un libro que resume una investigación de legajos antiguos que corren de los años de 1586 a 1663 en archivos religiosos de Charcas, San Luis Potosí.
De 348 páginas, en gran formato, de 17 por 24 cm, con un prólogo de nuestro amigo el Dr. Carlos Manuel Valdés, e ilustraciones de Omar Campos Hernández, el libro se encuentra dividido en nueve capítulos y un extenso anexo documental.
Para efectuar este estudio, Lucas investigó una amplia bibliografía y se documentó en archivos nacionales y extranjeros. Hizo también uso de archivos digitales y de registros que documentaron los mormones.
También es de admirar el trabajo de paleografiado (ciencia que permite descifrar las escrituras antiguas) de escritos de finales del siglo XVI hasta mediados del XVII.
El libro más antiguo del convento de Charcas da mucha información sobre los chichimecas y los grupos que fueron evangelizados por los curas franciscanos y que, al bautizarlos, anotaban el origen del individuo, su nuevo nombre pero también el nombre que tenía en su tribu.
Gracias a estos datos se conoce el registro de 14 etnias que son las siguientes: chichimecas, negritos, guachichiles, bosales, tocas, borrados, alazapas, imañoa, rayados, juquialan, pisones, amuegui, cazuiaman y vocalos.
Lucas menciona al franciscano fray Juan García como el religioso que, al bautizar, no sólo preguntaba el nombre, sino la parcialidad a la que pertenecía el bautizado.
En los alrededores de Saltillo quedan algunos nombres que quizá provienen del lenguaje común de los chichimecas, en este caso de los guachichiles en la sierra de Zapalinamé y en Jamé, que es una comunidad de Arteaga, Coahuila.
El texto llena un enorme hueco que existía sobre el tema indígena norteño de los guachichiles. El trabajo que se despliega es novedoso y pleno de datos y significados.
En el anexo documental (p. 243), el maestro Lucas destaca un reporte elaborado por Pedro de Ahumada (1562) al virrey Luis de Velasco, donde le informa de la rebelión de los indios zacatecos y guachichiles y “la alteración que pusieron en todo el reino […]”. Describe a los guachichiles como: “[…] gente que andan desnudos hechos salvajes, no tienen ley ni casas ni contratación, ni labran la tierra ni trabajan más que en la caza y de ella y de los frutos silvestres y raíces de la tierra se sustentan […] Su principal mantenimiento son las tunas y mezquites […]”.
El libro bien vale la pena para estudiosos en la materia y todo aquel que le guste ahondar en la vida de los cazadores–recolectores del semidesierto mexicano.
El maestro Lucas ha escrito su mejor obra hasta el momento, y esperamos con ansia la publicación de otra en un futuro no lejano.
Astronomía
prehistórica
No es frecuente la publicación de libros de temas de arte rupestre, pero celebramos al menos la publicación de un texto que trata precisamente de los astros tales como la Luna, el Sol, planetas como Venus, y no se diga de meteoritos, cometas y la bóveda celeste. Otro tema hermanado es el calendárico.
En su más reciente libro, Los astros en las rocas de Coahuila: arqueología de los antiguos habitantes del desierto, Yuri de la Rosa Gutiérrez, en referencia de Coahuila, establece que las cuentas a base de puntos y rayas son más que motivos relacionados con calendarios en su mayoría lunares.
Llama la atención que no cite a William Breen Murray (†), antropólogo que en los años 80 recibió al Dr. Aveni en la ciudad de Monterrey, donde comentaron el calendario de Presa de la Mula y otras cuentas calendáricas hechas a base de puntos.
Coahuila ocupa casi 8% del territorio nacional, y en arte rupestre se encuentra en el tercer lugar con sitios registrados, sólo por debajo de Baja California y Nuevo León; en el último caso, no porque tengamos menos sitios que el vecino estado, sino porque, a la fecha, no se han hecho las documentaciones de más lugares que, día a día, se van localizando, lo cual, de hacerse, sin lugar a dudas nos colocaría en el segundo lugar nacional con más manifestaciones de gráfica rupestre.