Portada: Los nombres prestados. Alexis Ravelo
Portadilla: Los nombres prestados. Alexis Ravelo

 

Edición en formato digital: enero de 2022

 

Esta edición ha contado con el patrocinio de

En cubierta: fotografía de © Freddie Marriage/Unsplash.com

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Alexis Ravelo, 2022

Autor representado por
The Ella Sher Literary Agency, www.ellasher.com

© Ediciones Siruela, S. A., 2022

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18859-93-9

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Acta de la reunión del Jurado calificador del Premio de Novela Café Gijón 2021

UN CHICO, UNA MUJER, UN HOMBRE, UN PERRO

LA SANGRE DERRAMADA

LOS MONSTRUOS

EL ÚLTIMO ALMUERZO

LA VOZ Y EL BOSQUE

VERSIÓN OFICIAL

VIDA DE ROCO

Agradecimientos

Acta de la reunión del Jurado calificador del
Premio de Novela Café Gijón 2021

Reunido el Jurado calificador del Premio Café Gijón, compuesto por Rosa Regàs, Mercedes Monmany, Antonio Colinas, Marcos Giralt Torrente, José María Guelbenzu, en calidad de presidente, y actuando como secretaria Patricia Menéndez Benavente, tras las oportunas deliberaciones y votaciones acuerdan por mayoría conceder el Premio Café Gijón 2021 a la novela Los nombres prestados presentada a concurso bajo el seudónimo Larsen. Abierta la correspondiente plica, el ganador resulta ser Alexis Ravelo.

Se trata de un thriller psicológico con una trama político-social protagonizado por una traductora que esconde un pasado terrorista y un excomisario que le ha seguido la pista durante años. La novela, muy bien estructurada, se sirve de un narrador omnisciente para abordar temas de fondo tan importantes como la identidad, el perdón, la redención, la evolución y la verdad.

 

Café Gijón, Madrid

20 de septiembre de 2021

 

ROSA REGÀS, MERCEDES MONMANY,
ANTONIO COLINAS, MARCOS GIRALT TORRENTE
Y
JOSÉ MARÍA GUELBENZU

 

Esta historia transcurre a mediados de los años ochenta del pasado siglo en Nidocuervo y San Expósito, lugares inventados situados en un país que sí existe.

UN CHICO, UNA MUJER, UN HOMBRE,
UN PERRO

 

El perro surgió del bosque y se plantó en el camino.

El chico también se detuvo.

Pasaron unos segundos en los que no ocurrió nada. Después, el perro abrió la boca y contrajo los carrillos hasta mostrar los dientes.

Cualquier otro que no hubiese sido el chico habría huido o buscado un palo, una piedra, algo con lo que asustar al animal enorme y desconocido. Pero lo que él hizo fue acuclillarse y fijar la vista en el suelo, mordisqueándose el labio inferior en un ensayo de sonrisa. Entonces, el perro corrió hacia él moviendo el rabo y lo olisqueó. El chico le acarició la cabeza y el cuello, le hizo cosquillas detrás de las orejas. Cuando le dio el primer lametón en la cara, se dejó caer hasta quedar sentado, y el perro se puso a menear el rabo cada vez más deprisa mientras se le echaba encima para lambucearlo a sus anchas.

Así fue como empezó todo.

 

El chico se llamaba Abel y era diferente. Para darse cuenta bastaba con verle los andares, cómo se le perdía la mirada o la torpeza con la que, pese a su fuerza descomunal, cogía las bolsas cuando acompañaba a la mujer a las compras.

Solía ir vestido con un chándal de sintético azul marino siempre limpio, por lo cual se sospechaba que tenía varios iguales. Lo que no cambiaba jamás era la mochilita de nailon celeste en la que nadie del pueblo sabía exactamente qué llevaba.

Era persona de hábitos. Y el principal era caminar. Caminar sin tino ni destino desde la antigua casa de Clemente hasta la ermita, desde el barranco de las Lágrimas a las plataneras de la Condesa, desde el molino de Ginés hasta la carretera a San Expósito. Eso sí: nunca cruzaba el barranco que hacía de frontera al término municipal. Al llegar al cartel que lo indicaba, daba media vuelta y, si acaso, salía del arcén y se arrimaba al mirador del Charco para quedarse un rato contemplando, más allá de la desriscada, la ciudad que había nacido en torno al antiguo muelle pesquero y que en aquellos años comenzaba a crecer hacia el interior. Y, más allá, el brazo de mar que la separaba del continente, surcado por barcos de pequeño tonelaje, por el ferri, por alguna barquita de pesca. Luego regresaba con la misma prisa con la que había llegado, los pulgares enganchados en las correas de la mochila, los hombros encogidos, los pasos cortos y rápidos como si tuviera los tobillos atados con un hilo invisible.

Si se lo miraba de lejos, parecía un hombre más que un adolescente, pero visto de cerca resultaba fácil adivinar que su mente pertenecía, más que a un adolescente, a un niño. Su cuerpo era grande y robusto. Demasiado grande y demasiado robusto. Eso acentuaba su expresión infantil, la imberbe cara de luna en medio de la cabezota de cabello rubianco y lacio, la nariz desproporcionadamente pequeña y la boca de dientes algo torcidos que, cuando se ponía nervioso, mordisqueaban el labio inferior. Aun así, siempre se adivinaba en aquellos labios un atisbo de sonrisa, quizá porque una de las creencias que la mujer le había inculcado era esta: las sonrisas son llaves que abren todas las puertas.

Aquella sonrisa llave maestra era la que enarbolaba cuando hacía algún recado para la mujer en la ferretería o en lo de Rita. Eso ocurría dos o tres veces a la semana. Entraba en el establecimiento y se situaba en un rincón, sonriendo y mirando a las paredes o al suelo hasta que le tocaba la vez. Entonces ponía sobre el mostrador un papel doblado en cuatro donde la mujer había anotado nombres y cantidades y que envolvía el billete con el que habría de pagar. Siempre eran cosas chicas: un puñado de tachas, un bote de cola, unas ramas de canela o doscientos gramos de jamón, productos de poco valor y menos importancia, como si, más que necesitarlos, la mujer los utilizara como excusa para mantener ocupado al chico. Luego, metía la compra y las vueltas en su mochilita y se marchaba.

 

Todo el mundo daba por hecho que la mujer y el chico eran madre e hijo. Ella parecía tener edad suficiente para haberlo parido y, en cuanto a él, nadie sabía exactamente cuántos años tenía.

No habían nacido en Nidocuervo, pero ya formaban parte del paisaje, como el bar de Emilia o el surtidor. Llegaron sin ruido, confundidos entre los turistas que cada verano alquilaban casas en la zona, y, tras una rápida mudanza, se instalaron en la antigua casa de Clemente (a quien solo los más viejos recordaban haber conocido), una construcción terrera y oblonga reciamente levantada con piedra y cal, la última antes de llegar a las faldas del pico Encarnado, que disponía de un par de gavias de terreno cultivable. Aquella tierra era fértil, y la mujer dedicaba sus ratos libres a trabajarla. En una de las gavias plantó un pequeño huerto. En la otra siempre había habido frutales y allí siguieron, con los mismos cuidados que los ancianos recomiendan desde que el mundo es mundo: regar, abonar, podar y rezar. Estaba claro que la mujer lo hacía más bien por entretenerse y, acaso, por inculcar en el chico cierto sentido de la responsabilidad. De cualquier manera, no podía ser su ocupación principal, pues el terrenito apenas habría dado para el consumo de una familia y a ellos no parecía faltarles de nada. Así que la mujer debía de disponer de alguna fuente de ingresos regulares, aunque al principio nadie sabía exactamente cuál.

Lo que sí estaba claro era que no se asemejaba a ninguna de las mujeres de Nidocuervo. Respondía al nombre de Marta Ferrer, pero, a sus espaldas, casi todos la llamaban la Colorada, no solo porque vivía en pico Encarnado, sino por la melena de rizos ingobernables del color de la arcilla recién mezclada. Era amable y reservada, con ese tipo de seguridad que dan los estudios universitarios, la sofisticación urbana, el hecho evidente de haber visto mundo. Ese carácter, al principio, fue interpretado como soberbia por la gente del pueblo; ella supo cambiar esa opinión prodigando sonrisas, regalando frascos de mermelada casera y llevando a casa en su Ebro Siata a viejitas que habían calculado mal sus fuerzas a la hora de hacer la compra. Y no tardó en ganarse la confianza de Rita, de Emilia y de don Andrés, que se sintieron privilegiados por su amistad y le fueron apañando las relaciones públicas, cada uno desde su lado del prestigio. Así, poco a poco, Nidocuervo se acostumbró a su cara lavada, su melena de rizos salvajes, sus pantalones vaqueros y sus camisas de leñador, todas aquellas cosas que podrían haberle dado una apariencia menos femenina y que, paradójicamente, la hacían inolvidable.

Por supuesto, cuando comenzó a aparecer por los comercios de la plaza, algunos se preguntaron por qué una mujer que parecía educada y de posibles había venido a vivir a uno de esos sitios de los que la gente tiende más bien a marcharse. Pero alguien se la encontró un día en San Expósito, recogiendo al chico a las puertas de la escuela especial, y no tardaron en entender que ese debía de ser el motivo, porque se sabía que aquella escuela era buena para chicos como él. Tan buena que su fama sobrepasaba los límites de la comarca.

También, y en relación con el chico, se especuló mucho sobre su estado civil. Los biempensantes quisieron creerla viuda. No obstante, ya hacía unos años que se había aprobado la Ley del Divorcio y, como dijo Blas una tarde desde detrás de su vaso de ron, por buena que estuviese la Colorada, era normal que, con un crío así de por medio, el padre hubiera salido por patas dejándole el paquete. ¿Quién lo habría culpado de no querer comerse aquel marrón? Por supuesto, la Emilia lo mandó callar, pero nadie se tomó la molestia de contradecirlo.

 

De sus paseos vespertinos, el chico era capaz de regresar con los objetos más insospechados: pétalos de buganvilla, hojas, trocitos de cristal tallados por los elementos, el caparazón de una cucaracha devorada por las hormigas, una piedra cuya forma le había recordado al pelo de la mujer, ramitas que hacían una cruz, caracoles resecos o semillas caídas de los árboles de la vereda. Esas eran las cosas con las que iba llenando aquella mochilita de nailon que vaciaba luego en el cajón de su mesa de noche. Allí era donde guardaba lo que él llamaba «la colección».

De ordinario, Marta lo dejaba hacer y, a la mañana siguiente, mientras él estaba en la escuela especial, vaciaba el cajón, aunque nunca del todo: siempre dejaba una piedra, un trozo de madera o una concha para que al chico no le doliese la ausencia.

Sin embargo, en cierta ocasión ocurrió algo desagradable: una mañana, al revisar el cajón, la mujer se encontró el cadáver de un pájaro depositado sobre un lecho de hojas de eucalipto. Ella no entendía de aves, no habría sabido decir si se trataba de un ruiseñor, un jilguero o un gorrión, pero ahí, patas arriba, estaba el pobre pajarillo de plumaje parduzco, con el pecho anaranjado buscando un cielo que ya no volvería a surcar, la cabecita orientada hacia un lado, las alas desplegadas como si un dios caprichoso lo hubiese petrificado en pleno vuelo.

La mujer pensó largamente en cómo abordaría el asunto. Al chico le conocía las mañas, los tiempos, el temperamento. No quería agobiarlo pero debía hacer algo.

A mediodía, cuando fue a recogerlo, obvió el asunto. Como siempre, le preguntó qué había hecho en el centro. También como siempre, él desplegó su anecdotario, que ese día incluía plastilina, la figurita de una pastora, un cuenco que Tito le había chafado a Verónica.

Tampoco sacó el tema durante el almuerzo. No lo hizo hasta después, hasta que hubieron lavado y secado los platos (la rutina, el orden y la asignación de tareas eran importantes para el chico y por eso siempre lo hacían juntos: ella lavaba y él secaba y colocaba la loza en el aparador), hasta que se hubieron lavado las manos, la cara y los dientes. Entonces fue cuando ella lo llamó por su nombre y le dijo que la acompañara al huerto. El chico, que tenía aprendido lo que significaba aquel tono, la siguió con gravedad hasta un rincón sin cultivar del bancal de los calabacines, donde la mujer había colocado una banqueta. Sobre esta, encima de una hoja de periódico, había un par de guantes, una cuchara de plantar y un pajarillo muerto.

Marta esperó a que Abel comprendiese sucesivamente que aquello no era usual, que había algo que no estaba en su sitio y que lo que no estaba en su sitio era el cuerpecito del ave. Él lo había dejado la tarde antes en el cajón de la mesilla de noche donde guardaba la colección y ahora estaba ahí, sobre el periódico. Al adivinar en el rostro del chico la confusión y la inquietud, que él siempre expresaba mordisqueándose el labio sin dejar de sonreír, le dijo:

—¿Sabes qué es esto, Abel?

—Un pájaro.

—¿Un pájaro?

—Un pájaro.

—¿Y de dónde salió?

—Del cajón.

—Del cajón —repitió ella, asintiendo—. ¿Y antes?

Abel pensó un poco. Luego respondió:

—De mi mochila.

—De tu mochila. ¿Y antes?

—Del camino.

—Del camino. Bien, ¿de qué parte del camino?

—De abajo. De donde los perros grandes.

—¿De las fincas?

—Sí.

—¿Y ya estaba muerto cuando lo encontraste?

Abel guardó silencio. Solo en ese instante pareció darse cuenta de que el pájaro era un pájaro muerto. Marta repitió la pregunta:

—¿Estaba muerto cuando lo encontraste?

—Sí —dijo Abel.

Ella se sintió aliviada por el hecho de que no hubiese sido Abel quien lo había matado. De esto último ahora ya no tenía dudas, porque el chico podía olvidar las cosas o callárselas, pero jamás mentía a una pregunta directa.

—Muy bien —dijo—. Tranquilo, no pasa nada, cariño. Pero el pajarito está muerto.

—Muerto —repitió él, como hacía cuando sabía que debía aprender algo.

—Y tú lo metiste en el cajón como si fuera una piedra.

—Sí. Lo junté en la colección. Como las ramas y las piedras.

—Eso es. Pero no es una piedra. Es un pájaro muerto. No es como una piedra, ¿entiendes? Este pájaro era un ser vivo.

—¿Y ahora es un ser vivo?

—No. Ahora ya no está vivo. Está muerto.

—Como una piedra.

Marta amplió su sonrisa e intentó explicárselo.

—Sí, pero no es lo mismo. La piedra nunca ha tenido vida. Siempre ha estado muerta. El pájaro no. El pájaro, antes, estaba vivo. Volaba, comía, cantaba. Pero luego se murió. Y no lo puedes tratar igual que tratamos a las cosas que no tienen vida.

—Pero no tiene vida.

—No, pero la tuvo.

El chico se quedó pensando. No terminaba de comprender. La mujer sabía que, llegados a ese punto, se imponía crear una norma que le sirviese al chico para guiarse.

—A partir de ahora, solo puedes añadir a la colección cosas que nunca hayan estado vivas.

—Cosas que nunca hayan estado vivas —repitió el chico.

—Muy bien —dijo ella entregándole los guantes—. Y ahora, vamos a enterrar al pajarito.

—¿Enterrarlo?

—Sí. Eso es lo que hay que hacer cuando un ser vivo deja de estar vivo: hay que enterrarlo. Anda, ponte los guantes. Lo harás tú, que cavas muy bien.

Siguiendo las indicaciones de la mujer, el chico cavó un hoyo, depositó el cuerpecito en el fondo, lo tapó con la tierra suelta y la aplanó. Luego le preguntó si debían regarlo y ella, reprimiendo una risita, le dijo que no, que no era necesario. Aunque, si quería, estaría bien plantar sobre él alguna planta bonita.

—¿Por qué? —preguntó el chico.

—Si estuviese vivo, seguro que al pájaro le gustaría estar en un sitio lindo, con flores.

Esa tarde continuaron con su rutina habitual: ella volvió al estudio y Abel salió a su paseo, volvió con anécdotas y objetos, merendó y se puso a trabajar un rato en el huerto. Al anochecer, cuando ella salió al patio trasero para fumar un cigarrillo antes de preparar la cena, descubrió que faltaba una maceta en el porche, mientras que allá donde habían enterrado al pajarillo había unas gerberas.

 

Detrás del perro vino el hombre. El chico tampoco lo vio llegar, pero debió de salir de entre los mismos matorrales y, entretenido en los jugueteos con el animal, él no se percató de su presencia hasta que lo oyó llamar:

—¡Roco! ¡Aquí!

El perro atendió enseguida y corrió a sentarse junto a su dueño, aunque continuó sin quitar ojo al chico con la mirada brillante y la lengua fuera.

Intimidado por la presencia del desconocido, el chico se levantó. El hombre constató su inquietud y decidió no moverse de donde estaba, mantener aquella distancia respetuosa, inspirar confianza sacándose la mano del bolsillo y rascándose la nuca, sonriendo. No era demasiado alto, pero sí cargado de espaldas. El pelo lo había ido abandonando hasta despejarle la frente, salvo por unos cabellos frágiles y unas gruesas patillas que acentuaban aquella alopecia. El bigote negro recortado con precisión intentaba sin éxito disimular la prominencia de su nariz, y las cejas pobladas enmarcaban unos ojos oscuros y brillantes.

—Roco es muy juguetón. Espero que no te haya asustado —dijo.

Abel fingió no reparar en él. Se mordisqueó una y otra vez el labio a la vez que se sacudía el polvo del chándal. Luego dio media vuelta y regresó hacia el pueblo, mientras la voz del hombre, que lo llamaba y le preguntaba si se encontraba bien, se hacía cada vez más lejana.

El hombre, finalmente, se calló, se encogió de hombros y volvió a internarse en la espesura. El perro lo siguió.

 

Esa tarde, ella trabajaba cuando el chico entró en el estudio y ocupó el silloncito que le estaba reservado para leer tebeos. El estudio era amplio y el escritorio estaba situado de espaldas a la puerta, frente a un gran ventanal que daba a la carretera. La mujer no se volvió hacia el chico, pero levantó la vista al ventanal y dijo:

—Qué temprano vienes hoy. ¿Te aburriste en el paseo?

El chico guardó silencio y la mujer repitió la pregunta. Sabía que en ocasiones había que insistir para atraer su atención. Como tampoco contestó esta vez, se giró y observó cómo movía la cabeza arriba y abajo. Hacía eso cuando algo lo alteraba. Así que la mujer se puso en pie, llegó hasta él y se agachó.

—¿Qué te pasa, Abel? ¿Te ha ocurrido algo?

Aún le quedaba polvo del camino en el pantalón del chándal y ella se lo sacudió varias veces, con suavidad, mientras le preguntaba de nuevo.

—Vi un perro —dijo el chico al fin, sin dejar de balancearse.

El rostro de la mujer se iluminó un instante. Sabía que le tocaba hacerse la sorprendida, comenzar a preguntarle para jugar a uno de los juegos favoritos de Abel.

—¿Ah, sí? ¿Viste un perro?

—Sí.

—¿Un perro pequeñito?

—No.

—¿Un perro grande?

—Sí.

—¿Un perro blanco?

—No.

—¿Un perro... marrón?

—No.

—¿Un perro... ¡verde!?

—¡No!

Ambos se rieron y entonces, con la risa, se acabó la partida, como siempre. También cesó el balanceo convulsivo del chico.

—Negro. Un perro negro —dijo.

—¿Y dónde estaba el perro?

—Por ahí.

—¿Y te ladró?

—No. Me lambió.

—Te lamió. Se dice «me la-mió».

El chico miró al techo, como siempre que memorizaba una enseñanza de Marta. Marta sabía mucho y, cuando lo tomaba por los hombros y lo miraba a la cara para enseñarle algo, él sabía que debía intentar memorizarlo.

—Me la-mió —repitió.

—Muy bien. Te lamió.

—Y jugó conmigo.

—Qué bien. ¿Y luego?

—Vino un señor y lo llamó. Se llamaba Roco.

—¿El señor?

—No, tonta. El perro.

—¿Y cómo se llamaba el señor?

—No lo sé.

—¿No lo conocías? Al señor ¿no lo conocías?

El chico negó con la cabeza.

—¿No era del pueblo?

Abel volvió a negar. Marta perdió la sonrisa. Aún no estaba segura de si debía inquietarse, pero no le pareció cosa de poca importancia:

—¿Cómo era el señor?

—No sé bien. Mayor. Calvo. Tenía bigote.

—¿Te habló?

—Sí.

—¿Qué te dijo?

—No me acuerdo.

—¿Y tú hiciste lo que yo te tengo dicho?

—Sí.

—¿Y qué es lo que te tengo dicho?

—Que no hable con desconocidos.

—¿Y...?

—Que si un desconocido me quiere hablar, me dé la vuelta y corra pa casa.

—Pa-ra casa.

—Para casa.

—Eso es, mi amor: para casa.

—Para casa.

El chico se quedó mirando al techo. La mujer, aún en cuclillas ante él, le acariciaba los hombros y lo miraba a la cara, pensando en quién podría ser el individuo del perro. Se aproximaba el verano. El del perro podía ser un turista. A fin de cuentas, llevaban ya bastante tiempo allí. Lo más probable era que se hubieran olvidado de ellos. De ella. Seguro que tenían asuntos más urgentes de los que ocuparse. Así que dio una última sacudida al chándal y se puso en pie.

—Anda, que te has puesto bonito de tierra. Venga, marchando a la ducha, guarrete. Luego merendamos.

Abel salió del estudio y recorrió el pasillo hasta el cuarto de baño. La mujer aprovechó para cambiar el disco, que se había terminado poco antes de la llegada del chico, y volvió al escritorio. Mientras él se duchaba, podía trabajar un poco más. Decidió que no tenía por qué preocuparse. El desconocido del perro tenía que ser un turista. Sí, eso era: un turista.

 

El hombre no era un turista. Decía llamarse Tomás Laguna y había alquilado, a través de una inmobiliaria de Los Álamos, la antigua casa de los guardeses de la finca de la Condesa. Él y su perro habían desembarcado del ferri en San Expósito a bordo de un Jimny azul y ascendido por la carretera de Nidocuervo como si la conocieran de toda la vida. Tampoco existía mucha posibilidad de perderse: la casa era la primera del pueblo si se venía desde la costa, la que se encontraba a la derecha en la intersección con una pista que se internaba en las plataneras.

Al llegar, Laguna comprobó que todo estaba en orden, revisó el agua corriente y la electricidad, exploró el patio trasero, donde había una pileta y un gallinero abandonado. Una valla de un metro de altura lo separaba simbólicamente de un camino real. Se le ocurrió que estaba muy expuesto, pero después pensó que no tenía nada que temer. Volvió a la parte delantera y se sentó un rato en el porche, fumando un cigarrillo, haciéndose al sitio mientras Roco inspeccionaba los alrededores. El poyo de piedra estaba a cubierto, no era incómodo y ofrecía una vista perfecta de la carretera. Compraría una mesita de camping y la pondría allí. Sería un buen puesto de vigilancia.

Apagó el cigarrillo en un macetero donde agonizaba un geranio y comenzó a sacar del vehículo los pocos bultos que constituían su equipaje.

 

La primera vez que Marta Ferrer vio a Tomás Laguna fue al día siguiente del encuentro de Abel con Roco. Ocurrió por la mañana temprano, cuando llevaba al chico a la escuela. Al salir del pueblo y mirar a su izquierda descubrió varias cosas al mismo tiempo: que alguien estaba viviendo en la casa de los guardeses, que tenía un todoterreno azul y un perrazo negro, y que ese alguien tenía que ser el hombre a quien había visto Abel, porque, sentado en el porche de la casa, había un tipo de cabello escaso y bigote negro que miraba a la carretera. No pudo ver más en ese momento, aunque el chico, desde el asiento del copiloto, confirmó el descubrimiento al señalar al perro, gritando:

—¡Mira! ¡Es Roco!

La mujer no detuvo la furgoneta. Siguió camino, pero preguntó al chico:

—¿Ese era Roco?

—Sí.

—¿Y ese era el hombre que viste ayer?

—Sí.

No preguntó nada más. Prosiguió con su rutina diaria: dejó a Abel en la escuela especial, fue a la oficina de correos y a la papelería antes de regresar a casa para trabajar hasta que se hiciese la hora de recoger al chico. Al pasar de nuevo ante la casa de los guardeses, ralentizó un poco la marcha. El hombre continuaba allí sentado, fumando, con un libro en las manos. Levantó la cabeza al oír el motor y la miró. Ella pitó a modo de saludo y continuó.

Durante el resto de la mañana le costó concentrarse. Pensaba en el perro, en el todoterreno, cuya matrícula había olvidado anotar, en el hombre tranquilo concentrado en el libro, pero tan atento a la carretera.

A mediodía, cuando bajó para traer al chico, no estaban ni el hombre ni el perro.

 

En uno de sus primeros paseos por Nidocuervo, Tomás Laguna se acercó al cementerio y se entretuvo un buen rato leyendo las inscripciones de las lápidas. Luego volvió sobre sus pasos y rodeó la ermita de San Agustín, contemplando los sobrios muros de piedra, el techo en bóveda, la pequeña campana de bronce que no se elevaba más de ocho metros del suelo. Le echó un último vistazo a la doble puerta de madera antes de subir la calle del Responso para regresar al casco. Don Andrés, sentado en un murete que había en la esquina, lo había estado observando y aprovechó que Roco se le acercaba para saludar al recién llegado.

—¿Quería ver la ermita por dentro? —le preguntó.

—Curioseaba, más bien.

—Aún se oficia, ¿sabe? —dijo don Andrés señalando el pequeño templo.

—¿De verdad?

—Una vez a la semana. Los sábados por la tarde. Viene un cura para confesar y decir misa. Para la gente mayor y la que no puede desplazarse a San Expósito.

—No está de más saberlo —dijo Laguna—. Igual me acerco este sábado.

—De todos modos, si quiere ver la ermita, yo se la enseño —dijo don Andrés sacándose del bolsillo un manojo de llaves—. Da la casualidad de que hago las veces de sacristán.

No esperó una respuesta a su ofrecimiento. Simplemente, empezó a bajar la calle hacia la ermita. Tomás lo siguió.

—En realidad, no hay mucho que ver. Ya vio cómo es por fuera: no es una joya arquitectónica, que digamos —comentó mientras encontraba la llave adecuada y la introducía en la cerradura.

—Bueno, será austera, pero tiene su belleza —dijo Laguna—. Además, no es la arquitectura lo que me interesa.

Don Andrés ya había abierto la puerta y se quedó mirándolo con las cejas enarcadas.

—Ah, entonces, lo que le interesa es la fe.

Tomás Laguna asintió. Pensó, pero no dijo, que, aunque él no lo habría expresado así, era esa la forma más exacta de hacerlo. El viejo sonrió y, con un gesto de la mano, le franqueó el paso.

—Pues ha venido al lugar adecuado —dijo al mismo tiempo—. Esto es tan pequeñito que aquí solo cabe la fe.

Laguna no supo si se refería a la ermita o al pueblo entero. Estuvo a punto de preguntárselo pero no lo hizo. Tomó el camino que se le indicaba y enseguida se encontró en la penumbra del templo. Cuatro banquitos ofrecían espacio para diez, acaso quince personas. Calculó que, de pie, bien organizadas, cabrían otras diez más. A la derecha de la entrada, había un pequeño confesionario. Enfrente, una pila de agua bendita hecha de la piedra gris que abundaba en las casas de la zona. Avanzó hacia el altar, presidido por un crucifijo de madera donde expiraba un cristo de bronce. A un lado, había una imagen de san Agustín. Al otro, una talla de la Virgen de Coromoto. El sacristán en funciones no había mentido: el interior era de una sencillez devastadora.

Y, sin embargo, la ermita resultaba acogedora. Dios prefiere los rincones humildes, solía decirle Carmela. Al recordar esto, Laguna reparó en que el viejo no había entrado tras él: se había quedado fuera y ahora, a través de la puerta, lo vio agachado, haciéndole cariños a Roco. El hombre le regaló una mirada fugaz y luego le dio la espalda, concediéndole un permiso tácito, una implícita intimidad. Tomás Laguna comprendió: se persignó, se arrodilló ante uno de los bancos y rezó.

 

Cuando salió y le dio las gracias, el anciano se presentó como Andrés Luján Domínguez.

—Practicante, alcalde pedáneo de Nidocuervo y sacristán cuando hace falta —añadió, con cierta sorna.

—Tomás Laguna. Corredor de seguros jubilado.

—¿Tan pronto?

—Una retirada a tiempo es una victoria.

—Así que no está jubilado, sino jubiloso. Suerte la suya.

Sin consultarse, habían echado a andar hacia el pueblo.

—¿Vino de vacaciones? —preguntó don Andrés.

—A quedarme un tiempo. Para ver qué tal me va. Alquilé una casa que hay a la entrada del pueblo.

—La de los guardeses.

—Esa.

—Pero ¿cómo es que eligió Nidocuervo?

Tomás Laguna se encogió de hombros:

—No sé. Lo que quería era un sitio tranquilo. De lo que me ofrecieron en la inmobiliaria, era lo que mejor me venía.

Don Andrés hizo un mohín de sorpresa. Pero solo comentó:

—Bueno, si lo que busca es tranquilidad, dio con el sitio adecuado.

 

Más tarde, compartiendo un café con gotas en el bar de Emilia, don Andrés le contó a Laguna que la casa que él había alquilado era, como la ermita, un vestigio de otros tiempos que no volverían. No sabía si mejores o peores, pero tiempos idos al fin, aquellos en los que la Condesa y su familia hacían y deshacían, no solo en Nidocuervo, sino en la mitad de la comarca. Las plataneras se mantenían, pero las explotaba la empresa a la que la Condesa las había vendido antes de mudarse al continente. Ahora daba poco empleo fijo. La plantilla estable era una cuadrilla pequeña que se ocupaba de podas, trasplantes y fumigaciones. El invento del riego por goteo permitía que un solo hombre controlara el agua de toda la plantación. Cuando apretaba la demanda y no daban abasto, traían aparceros de fuera para unos cuantos días. Pero eso era todo, salvo un par de arrendatarios que habían continuado manteniendo sus fincas en las afueras del pueblo. Por eso los jóvenes se habían ido marchando a San Expósito o a Los Álamos, a trabajar en la hostelería o la construcción. Claro que subían a Nidocuervo, los menos descastados, los fines de semana, por Pascua o en verano, para visitar a los padres o para que estos pudieran disfrutar de los nietos.

—Por eso —añadió don Andrés señalando a la plaza desierta— el sábado o el domingo podrá ver a algún chiquillo correteando por ahí. Pero, que yo recuerde, en esa ermita que vio usted no se bautiza a nadie desde el año del Mundial.

Tomás Laguna, acodado junto a él en la barra, miró hacia la plaza.

—Eso no me viene mal —comentó—. Lo que busco es precisamente un sitio donde envejecer tranquilo.

—Aquí nos dedicamos sobre todo a eso: a hacernos viejos.

Tras decir esto, don Andrés intercambió una mirada de complicidad con Emilia, que los había estado escuchando mientras repasaba vasos.

—Hable por usted, don Andrés —dijo ella con socarronería—. Que algunas estamos en la flor de la vida, oiga.

Tomás Laguna se fijó por primera vez en la mujerona y le calculó unos cuarenta y tantos bien despachados.

—Es verdad, mi hija —concedió el alcalde pedáneo—. Tú estás mocita todavía.

—Para unos cuantos bailes doy, no me diga que no —dijo Emilia agitándose en un par de meneos de cadera como si alguien hubiese empezado de pronto a tocar una cumbia.

Ambos se rieron y Laguna se permitió esbozar al menos una sonrisa.