Edición en formato digital: enero de 2022
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© Martín Casariego Córdoba, 2022
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© Ediciones Siruela, S. A., 2022
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-19207-11-1
Conversión a formato digital: María Belloso
PEDRO CASARIEGO CÓRDOBA, 1980
La serie de Max Lomas está dedicada
a los que quiero y a los que me quieren.
Creo que, felizmente, son los mismos.
Palabrucos como el im-poder del in-ahora sin ser =, la única forma de poder el poder igualitarista, todas mandamos y gobernamos por igual, de este mundo sacaras lo que no metas, = igualitarismo,
Si usted estuvo conmigo en El Gato Azul en 1996, dé un salto adelante de ocho años. En caso contrario, retroceda, cambie la fecha de su ordenador, móvil, calendario o lo que tenga más a mano. Rebobine. ¿Ve qué sencillo? Ha viajado a diciembre de 2004, un año en el que en Madrid proliferaban los ajustes de cuentas entre criminales extranjeros, los delitos crecían, se calculaba que había dos mil delincuentes repartidos entre cien bandas organizadas, se hablaba, con algo de exageración, de que la capital era un hipermercado armamentístico. En marzo, unas bombas colocadas en unas mochilas en diversos trenes de Madrid por terroristas islámicos habían matado a cerca de doscientas personas. Ante ese panorama, figuras que merecerían una cuidadosa atención podían pasar más o menos desapercibidas, y escribo esto pensando en cierto sujeto diabólico apodado Chucky, o Demian.
Habían cambiado muchas cosas, el tiempo no pasa en balde. En México dejé de beber, casi. Me ganaba la vida pilotando una avioneta, fotografiando cultivos para poder analizarlos y mejorar su rendimiento. Incluso fundé una familia, pero aquella nueva vida terminó siendo un viaje a los infiernos. Y para dejar atrás todo, incluso para acabar conmigo mismo, hui a Irak, antes de retornar a Madrid.
Mi madre me había donado un ático con unas vistas espectaculares de la ciudad: el Retiro, la puerta de Alcalá, Correos, Cibeles, el edificio Metrópolis, el Círculo de Bellas Artes, se mostraban ante mí...
Y la ciudad, como queriendo recaudar su tributo, me aplastó. Cayó entera sobre mí: sus paseos y avenidas, sus calles estrechas, sus edificios históricos, sus parques, sus bares elegantes y sus antros, sus museos, sus restaurantes, su vida. Y, especialmente, cayó sobre mí la sombra de Elsa. Su sonrisa, su expresión levemente irónica, su piel. Habían pasado ocho años desde lo de El Gato Azul, pero, a las dos semanas, fue como si hubieran pasado ocho horas. Y todo porque un mal día entré en el Bar Tolo.
Abandoné la idea de trabajar, pues me sentí sin fuerzas incluso para volver a huir.
Atrapado.
Embrujado.
Y no había mucha diferencia entre que estuviera viva dentro de mí o que estuviese muerta. Yo estaba también muriéndome, porque la estaba olvidando poco a poco. «Si nuestro afecto a los muertos se va debilitando, no es porque hayan muerto ellos, sino porque morimos nosotros». Eso escribió Proust. ¿Y acaso no sentía yo algo así?
Y volví a beber, cambiando el whisky por el tequila, y El Gato Azul por el Tolo.
Así que está a finales de 2004 y tiene la suerte de estar conmigo. Y es que, pese a todo, estoy enamorado de mí: hay tantas cosas en mí que son tan deliciosas...
Hoy, la pizarra de fuera anuncia: «¡Comida casera! ¡Los mejores mejillones de España!». No son los mejores ni de esta calle. ¿Caseros? Yo vi cómo abrían las latas. ¿Las croquetas? Congeladas. En cuanto al infantil uso de exclamaciones, para reforzar el mensaje, me recordaba a los títulos de los episodios de El capitán Trueno: «¡La astucia de Omar!», «¡Los jinetes fantasmas!», «¡La furia llameante!».
¿Huele la fritanga? Pues ya está allí. El Tolo se hallaba a diez minutos caminando desde mi ático. Bartolo era quien lo regentaba. Gracias a un alquiler de renta antigua podía llevar un bar que, en uno de los barrios más caros de Madrid, parecía detenido en los años setenta, con un televisor siempre encendido, colgado del techo, afortunadamente con el volumen bastante bajo por lo general. Él tenía cincuenta, peludo por todas partes excepto por la cabeza. Había enviudado a los nueve años de casarse, y desde entonces era un célibe involuntario. Fruto de su matrimonio tenía una hija, Josefina, mucho más espabilada que él.
En aparente contradicción con su carácter pacífico, era un aficionado a las historias de crímenes, secuestros, asesinatos y dedos cortados. No solo coleccionaba recortes de periódicos y revistas con noticias de sucesos, sino también objetos relacionados con los casos. Y no cabía ninguna duda de que conocía lo del tiroteo en El Gato Azul, de cómo ocho años atrás alguien se había cargado a García y toda su banda en tres minutos. Lo que ignoraba era que yo había sido el único superviviente de aquella ensalada de plomo, sangre y pólvora. Y tampoco sabía que en esos mismos tres malditos minutos había muerto Elsa, la mujer que había bendecido la tierra durante veintiocho años. Y no cabía ninguna duda, digo, porque tras la barra, entre las botellas, se erigía la escultura de la diosa egipcia del amor y la resurrección. Una copia idéntica, pensé el mal día en el que entré y la vi, la diosa egipcia con el medallón de Jepri, el dios Sol, el escarabajo que empuja el disco solar, símbolo de la resurrección. Y me senté y pedí un tequila, y Madrid entero cayó encima de mí, y la gata mirándome, haciendo presente la muerte de Elsa, de García y de sus muñones. Y pregunté al camarero qué era esa escultura. Me explicó que la había sacado de otro bar, un bar que se llamaba El Gato Azul, en el que había habido un duelo de pistoleros al estilo del Lejano Oeste, que le gustaban las historias de crímenes, y que ese gato lo había visto todo y por eso había pagado mil duros por él.
Así que no era una copia: era la misma escultura.
Y fue como un puñetazo que me noqueó.
Y ese era el verdadero y casi único motivo por el que acudía a diario al bar, como imantado por esa maldita gata egipcia y azul, que reapareció en mi vida por casualidad.
Si Bartolo conociera mi identidad, me trataría con más respeto. Pero le había dicho que me llamaba Samuel Espada. Quería mantener una especie de anonimato. Samuel Espada, Sam Spade, un guiño a las novelas negras que habían entretenido mi adolescencia. Samuel Pala me gustaba menos.
—¿Te pongo algo, Samuel?
—El camello es el animal que más aguanta sin beber. ¿Tengo pinta de camello?
Siempre me lo preguntaba, aunque supiera la respuesta. Dos días sobraban para conocer mis costumbres.
—¿Qué va a ser?
—Un tequila.
—¿José Cuervo?
—El único que tienes.
—Intenté localizarte el otro día. Pero como no tienes móvil...
Esa era Josefina, la hija de Bartolo, con quien vivía en la parte de arriba del bar, cerrada al público, donde había un baño con ducha y dos dormitorios. Cocinar, comer y ver la tele lo hacían abajo. Bartolo creía que era virgen, casta y pura. Yo no.
—No me gustan los móviles. Soy un clásico. —Señalé la botella de tequila sobre la barra.
No iba con el siglo. No navegaba por internet, no tenía móvil. Nada de nada. A veces sentía que todo lo que tenía me sobraba. Y la ausencia de Elsa era algo casi físico. En Madrid, tras Irak, empecé a tener mis escarceos, sin repetir ni una sola vez. Quizá fuese un modo de escapar del recuerdo de Elsa. O quizá sea, simplemente, que soy un hombre y la carne es débil. No lo sé. Lo que sí sé es que soy lo opuesto a Bartolo: un imán para las mujeres. A partir de los quince metros, ellas son brújulas y yo el Norte. Es algo propio de un superhéroe: un don y, a la vez, una maldición.
Bueno, ese era el paisaje de mi vida en los últimos tiempos: Bartolo, su hija y un bar anodino.
Tolo se acercó con un periódico entre las manos. Últimamente le obsesionaba Alfredo Galán, el Asesino de la Baraja, cuyo juicio se estaba celebrando en esos días. Había cometido seis asesinatos con una Tókarev TT-33, calibre 7,62, comprada en Bosnia, cuando estaba allá como cabo del Ejército en una misión humanitaria. Le costó unos cuatrocientos euros. De vuelta a España dejó el Ejército y olvidó su misión humanitaria. Tal vez pensara que ya había hecho bastante bien, y que tenía que equilibrar la balanza.
—Je, mira lo que dice aquí. El asesino siempre daba los buenos días a sus víctimas y les pedía «por favor» que se arrodillaran antes de dispararles «porque la educación es lo primero en la vida». Comenzó cargándose a un conserje de un edificio de la calle Alonso Cano, delante de su hijo de dos años. Qué bicho más malo. En el segundo asesinato, en Alameda de Osuna, dejó un as de copas. A otro le pegó un tiro en la cabeza y tuvo suerte, no murió. Más suerte tuvo su amiga, la pistola se le encasquilló cuando iba a disparar. ¿Y sabes por qué se encasquilló? Por una bolsa de ajos que sujetaba al cargador con cinta aislante para no perder los casquillos. Me encantan esos detalles. Ahí es donde está la salsa, en los detalles. La bolsa de ajos de allí —señaló los cachivaches que, entre las botellas, acompañaban al gato azul— no es la original. Imposible conseguirla, pero es idéntica. Comprada en el mismo supermercado.
Josefina desapareció escaleras arriba. Aprovechaba los tiempos muertos para estudiar. Estaba en segundo de Derecho, y andaba sacándose el carné de conducir.
—Alfredo Galán es una «persona normal, con muchas amistades y a la que le gusta gastar bromas», según un excompañero suyo del Ejército. Se entregó en Puertollano, diciendo a los agentes: «Soy el Asesino de la Baraja, y estoy harto de la ineficacia policial».
Bartolo continuó con su cháchara habitual, pero yo estaba ya en mi nube.
Y mi nube no era precisamente el hogar de un ángel.
Salí de El Gato Azul biológicamente vivo y anímicamente muerto. «Un ave de presa se ha adherido a mi alma. Sus garras han desgarrado mi corazón. Su pico ha traspasado mi pecho y el batir de sus alas ha nublado mi lucidez». Los versos de Munch parecían haberse escrito para mí y para ese momento.
Escapé. No de la policía, sino del cadáver de Elsa. Hecho añicos, no me preocupé de incinerarla o de buscarle sepultura. Cobarde, me desentendí. Hui de todo. Ni siquiera pasé por un hospital. Con la ropa manchada de sangre, con la herida de una bala que no había tocado ningún órgano vital, encontré en la guantera de su coche su último regalo: un millón de pesetas en billetes de cinco mil, birlados a García. Me cambié de ropa, limpié la herida, escondí las pistolas, fui a Barajas y pillé el primer vuelo. Mi destino fortuito fue Bogotá, cuando el Cartel de Medellín ya había desaparecido, y el Gobierno colombiano, con la inestimable ayuda del Cartel del Norte del Valle, estaba acabando con el de Cali, el que había encargado el asesinato del señor Montaner. Estuve luego en Argentina, aumentaron las muescas en mi historial y conocí mundo, pero como un zombi, lo que hace muy discutible que conociera nada.
Y en México algo cambió. Escuché por primera vez Believe, de Cher, Do you believe in life after love... Durante años, esa había sido la cuestión. ¿Crees en la vida después del amor? Bailaba borracho esa canción en discotecas y puticlubs, en los que únicamente me dejaba el dinero en alcohol, pues con quince años me había prometido no pagar jamás por sexo, y me respondía. Sí. O no. Pero el caso era que decidía seguir vivo. Porque lo cierto era que, pese a que Elsa continuaba siendo todo para mí, la vida debe vivirse hacia delante, aunque solo pueda comprenderse mirando hacia atrás. Tardé un par de años en saber la respuesta.
Sí, hay vida después del amor.
Aunque es una vida de quinta categoría.
Bailando esa canción, se me acercó una chica, Adela. No era lo mismo que Elsa, pero era lo que necesitaba. Dulzura y simplicidad. Me asenté. Inicié una nueva vida. Incluso engendré un hijo, Daniel. Murieron, y hui a Irak, con un pañuelo amarillo amorosamente doblado en un bolsillo, un futuro regalo para hacerle castor cuando Daniel cumpliera seis años, seis años que nunca cumplió.
Medio año allí, quince mil euros limpios al mes. Había vuelto a no importarme morir, y eso me salvó. Como escribió Montaigne, «cualquiera que desprecie su propia vida se hará dueño siempre de la de los demás». Aunque nada es seguro: tampoco le importaba mucho a Ramón Rull, un antiguo compañero mío del colegio, y murió luchando con los kurdos. Presencié su impresionante funeral. Quizá un funeral así justifique una vida.
Escuché mil veces In the Army Now y Blood Brothers, vi Band of Brothers y Black Hawk Down, vi mucha muerte y mucha destrucción, muchas calles desiertas y muchas personas, hombres, niños, mujeres, que podían ser tus enemigos, y luego regresé a Madrid, en marzo de 2004. No descubrí nada nuevo acerca del ser humano; simplemente confirmé que puede ser un ángel o un dragón, cuando no ambas cosas a la vez, y las bombas en los trenes madrileños reafirmaron mi opinión, a los cuatro días de mi regreso.
En Irak repasé las lecciones americanas sobre el hedor, la crueldad y la miseria, y aprendí kárate. Aparte de las lecturas y las pesas, era mi forma de matar el tiempo. Entrenaba varias horas diarias con un instructor yanqui, y si siempre he sabido pegarme, allí subí un escalón. Se llamaba Abel y se apellidaba Cain. Y prefería que le llamaran por su apellido. Como había otro lector, The Philosopher, que había llegado antes, a mí me apodaban Yellow, por el color del pañuelo que llevaba, imprescindible para protegerme del polvo y la arena, y al que consideraba una especie de amuleto. Me reconfortaba haber sido capaz de volverme abstemio. Pero bastó entrar en el Tolo para sentir la pulsión del abismo y que todo mi pasado, y Elsa, y la ciudad, clavaran sus uñas en mí.
Madrid no le suelta a uno. Es una madrecita que tiene garras.
Recordaba la frase de Mark Twain: «Dejar de fumar es la cosa más fácil del mundo, lo sé porque lo he hecho miles de veces». Volví al suicidio lento del alcohol para continuar igual de muerto e igual de vivo. Caí en aquella espiral que ya conocía, «One drink is too many and a thousand not enough», como dicen en Alcohólicos Anónimos. Una copa es demasiado y mil copas no son suficiente.
Pero vayamos al grano. No es para contar lo de Irak, ni mucho menos lo de la afición de Tolo por los crímenes, por lo que estoy tecleando en este ordenador. Ni siquiera lo de mis años de abstinencia, ni mi fulminante recaída.
No, y tampoco es para hablar de Colombia o de México, sino para contar lo que empezó aquella noche, cuando entró por la puerta un tipo...
... de 1,90 de estatura, la nariz partida, una pequeña cicatriz en la frente y un traje de Cortefiel una talla menor de la apropiada. Fue como una bofetada que me llevó volando a San Sebastián. Federico Pozo, Fede, alias Robocop. Los fantasmas del pasado siempre acaban por presentarse.
Le conocí a finales de los ochenta, en un curso del Ministerio del Interior que formaba a futuros escoltas, tras el cual compartimos destino en San Sebastián. En una prueba de tiro una esquirla le hirió en la cara, dejándole esa señal. Pero de ninguno de mi promoción, yo incluido, podría decirse que fuese un jardín sin flores. Ahí estaban mi rodilla y mi cuello para dar fe de ello, y la cuchillada en el abdomen, sin contar con las marcas en mis nudillos. En el País Vasco era el típico comehoras, que hacía todo para ahorrar lo más rápido posible y pirarse cuanto antes. Yo aguanté hasta que la mezquindad del paisaje moral vasco pudo conmigo. Ver a jóvenes y viejos choteándose de víctimas del terrorismo que iban en sillas de ruedas. Tantas cosas.
O te liabas a tiros o te ibas.
Y como no estábamos tan ciegos de odio como los batasunos, al final todos nos íbamos.
—Hola, Max. ¿Sorprendido de verme?
—Hola, Robocop. Si buscas a Velma Valento, aquí no la vas a encontrar.
Me miró sin entender, y nos abrazamos. Estaba algo fondón, aunque todavía fuerte. Las notables entradas auguraban una pronta calvicie. Seguía manteniendo la cerviz inclinada, como si estuviera presto a embestir.
—Quedamos pocos de la vieja época. Dicen que a García te lo fundiste tú.
—¿Eso dicen?
Hizo una mueca, mostrando los dientes como una hiena.
—¿Te enteraste de lo del Chino?
—No. —Di un trago—. Estoy bastante desinformado. Pregúntame quién ganó la última Liga.
—¿Quién ganó la última Liga?
—Ni idea.
—Pues es verdad, estás muy desinformado. El Valencia. Me encontré al Joseba de casualidad, se quedó allá. Bueno, él era de allí. Ahora es segurata, ochocientos euros al mes, y sus hijos casi no tienen amigos. Conejero, divorciado, deprimido, y Montero, en la cola de Cáritas, no tiene ni para comida. Eso es lo que hace este país por los que lucharon por la democracia, da asco.
Bartolo nos miraba asombrado. Empezaba a vislumbrar algo de mi pasado. Yo era otro. Incluso mi nombre era otro.
—Eh, tú, en vez de mirarnos con cara de pasmado, ponme un gin-tonic, con más gin que tonic.
Bartolo se apresuró a obedecer.
—Pues al Chino lo mataron en Granada, hace unos meses.
El Chino. Me advirtió sobre García, y no le hice caso. Cuántas veces me he maldecido por ello.
—Tres tiros a quemarropa. El hijo de uno que le había contratado, y que había aparecido muerto un año antes. ¿Te acuerdas del comecocos ese, el que nos dijo que había que matar al padre? Pues ese pavo no tuvo que hacerlo, lo hicieron por él. Y mató al que no había sabido protegerlo, al Chino. Un poco rara la noticia del periódico. Ahí había algo más, un lío de faldas, o de dinero, o de drogas, o de todo a la vez, bueno era el Chino. Las cosas de la vida. O de la muerte. —Sonrió para celebrar su propio ingenio—. ¡Eh, tú! —Se volvió hacia Bartolo—: Rellénamelo hasta arriba, no me seas pitufín. Ahora que lo pienso se podría decir que tú sí mataste al padre, García era casi un padre para ti, ¿no?
—Eso decía, aunque no se lo creía ni él. Y cambiando de tercio, ¿qué tal te va, Robo?
Paso por ser más bien asocial. Y sin embargo, a veces me esfuerzo por resultar simpático. Esa pregunta, por ejemplo. ¿A mí qué me importaba cómo le fuera a Robocop?
Se encogió de hombros.
—Ahora soy más chófer que guardaespaldas. Aquí no es como en el País Vasco. Me da la sensación de que soy un abrepuertas, de que mi jefe me tiene más por imagen que por necesidad. Aunque cuando me lleva al yate... ¡Qué tías se suben, Max! Para ponerse babero y quedarse mirando hasta la puesta de sol. Aunque la que está más buena es Renata, su mujer. Pero ya no es como en aquellos tiempos, cuando cobrábamos un kilo al mes.
Me aburren los que mitifican el pasado. Y me preguntaba qué hacía allí aquel charlatán musculoso y más plano que la pista central de Roland Garros. No se había sorprendido al verme. Había venido a buscarme a mí, no a Velma.
—¿Y cuando nos contrataban los ricachos, en vez de Interior, eh? Éramos guardaespaldas, sí, pero también chóferes y asistentes. Y en las compras, nos quedábamos el diez por ciento, o los descuentos, ¿te acuerdas?
Hablar le daba sed. Ya casi se había fundido el combinado.
—Yo no lo hacía. El tiempo libre solía pasarlo en Madrid, aireándome.
—Es verdad, tú siempre has ido de pureta, y tenías esa novia en Madrid de la que hablaba García, Elsa, ¿no?, y que nunca te fue a ver a San Sebastián. —Por un momento se le agrió el gesto, pero disimuló rápidamente, soltando una risotada—. ¡Qué puñeteras eran las tías! Todavía me acuerdo de cuando iban de compras y a la pelu, las señoras de los déspotas, te puteaban bien. Aunque alguna fue muy amable. —Me guiñó un ojo, antes de suspirar filosóficamente—. Pero todo eso acabó, me casé, tuve una criatura, y hace tres meses otra, y... chófer, ya ves. Aunque con pistola. ¿Y tú? Ni costilla ni niños, ¿verdad?
—Algo así.
Miré a Bastet, que no me quitaba ojo, sentada sobre sus cuartos traseros.
Por qué demonios ese idiota tenía que recordarme a Elsa.
Por qué demonios tenía que hablar de niños.
—Haces bien, casarse es como despertar de una borrachera. Las tías... ¿Te sabes el chiste del loro? El menda que se compra un loro y está fastidiado, porque resulta que es hembra. ¿Y qué más da?, le dice su colega. Pues que en vez de repetir lo que digo, me lo discute.
Robocop se volvió hacia la barra, tras apurar el vaso de un largo trago. Un rasgo que me gustaba de él era que no celebraba sus propios chistes con carcajadas.
—Ponme otro gin-tonic, pitufín, que son dos días.
Bartolo tardó en reaccionar. Me miraba como si fuese Jesucristo resucitado.
Robocop se volvió hacia mí.
—Casarse es la jodienda, los primeros meses, bien, pero enseguida empiezan los hoy no, que me duele la cabeza, hoy no, que estoy cansada, hoy no, que no estoy de humor, hoy tampoco, que me ha venido la regla. ¡Coño, cada vez me acuerdo más de El Conejo de la Suerte!, ¿te acuerdas tú?
Era un puticlub de carretera, con un conejo de neón enorme en la puerta. Entrabas por debajo del Bugs Bunny, entre las patas. Un sitio con clase a raudales.
Bartolo me miraba asombrado.
—Déjalo, Robo, el pasado es un país al que no me gusta regresar.
—Bueno, bueno, no te pongas así. —Se había ofendido—. ¿Es cierto eso que dicen, que fuiste a Irak?
Dios Santo. ¿Iba a decirme de una vez qué hacía allí?
Comencé a escuchar un pitido. Me concentré, intentando saber con seguridad si su origen estaba dentro de mí.
Al comprobar que no contestaba, Robocop repitió la pregunta:
—Di, ¿fuiste a Irak?
En Irak comprendí el auténtico significado de la palabra «carnicería». Estuve dos meses protegiendo un oleoducto. Nos desplazábamos siempre en grupo. Yo formaba parte de un equipo de siete, dos ingleses, dos estadounidenses, un croata, Jerko Cindric, y un belga. Como en los chistes, pero sin gracia. Nos había contratado una empresa privada. No éramos mercenarios, no estábamos a las órdenes de militares, aunque con el chaleco antibalas, el fusil de asalto, las gafas oscuras y la ropa militar, la diferencia no era tan evidente. Después, cambiamos el oleoducto por un ministro.
—Sí. Hubo un momento en que creí que no había hecho otra cosa, y decidí volver a Madrid.
El pitido había desaparecido.
—Te perdiste la boda de Felipe y la Leti, allí fue donde se corrió la voz de lo que pagaban en Irak, fue la comidilla, eso y la princesa, nos había enamorado a todos, en el telediario, y ahora estaba allí, como una princesa de cuento. Nosotros pensando en ir y tú ya te habías vuelto, siempre fuiste un espabilado, el primero de la clase, el listillo que se queda con el dónut. A mí se me pasó por la cabeza, pero SK paga bien. Y por eso estoy aquí.
Acabáramos.
—Bueno, Robocop, basta de cháchara. —Mi paciencia se había agotado, y lo de SK, Solomon Kirschenbaum, amigo de mi padre y socio suyo en muchos negocios, era por fin algo directo—. Conseguirías que una lapa saliera corriendo. ¿Vas a decirme de una vez a qué has venido y cómo me has localizado?
—Lo de localizarte es fácil: eres una leyenda. Pasas menos desapercibido que la buenorra esa, la Paris Hilton. Lo otro es más complicado. SK me pidió nombres y le di varios, entre ellos el tuyo, y aquí estoy. Suele recurrir a un enanín para estos asuntos, bueno, hasta le pide consejo a veces en cosas de negocios, pero parece ser que no le ha localizado. Resulta que te conoce. Le hacía ilusión volver a verte.
El pasado corre mucho más que tú. Por muy detrás que lo dejes, de pronto esprinta y te alcanza.
¿Cómo eludirlo, si lo que somos hoy está hecho con lo que fuimos ayer?
—¿Y qué quiere el viejo?
—Una extracción. Su hija se ha metido en un buen lío. Está en la Cañada Real, con unos búlgaros. Yo tengo dos criaturas, no me meto allí. Pero tú has estado en Irak. Tienes que rescatarla.
En todos los países hay zonas tranquilas y zonas peligrosas. Lo que diferencia a unos de otros es la desigual extensión de esas zonas: pueden ocupar el territorio casi por completo, o ser pequeñas bolsas. España era uno de esos países seguros, y la Cañada Real, una de sus pequeñas bolsas. Ser un niño allí, crecer en ese ambiente, significaba que el destino había puesto una cruz en tu nombre.
—¿Por qué no va a la policía?
—Se hablaría, saldría en los periódicos, y es lo último que necesita esa niña, volver a salir en los periódicos. Además, sería más lenta, tú eres más rápido, y no hay pruebas de nada, es solo un soplo. Es una operación para un comando que se salte las leyes, no para cuatro maderos que tengan que andarse con pies de plomo y órdenes judiciales y pollas en vinagre. Para cuando llegaran, la chavala ya podría haberse sacado el carné de conducir.
—¿Un soplo?
—Una llamada anónima, una mujer. Esta es la dirección.
Me dio un papel en el que ponía: «Cañada Real Valdemingomez sector 6. Local de Chilicof el vulgaro».
Miré a los ojos a Robocop. No era una broma. Siempre fue un misterio para mí cómo pudo aprobar los exámenes teóricos.
Chilicof el vulgaro. El crimen organizado, producto nacional aparte, se nutría de colombianos, italianos, chinos, malayos, albano kosovares, dominicanos, chilenos, cubanos, ecuatorianos, rumanos, moldavos, armenios, peruanos, polacos, nigerianos. Hacía años que en Madrid había ya de todo, como en la ONU, y todos querían su porción del pastel. Tráfico de personas, de drogas, de coches, de armas, prostitución, pornografía infantil, extorsión, robos, asesinatos.
—Pon Cher, Tolo.
Obedeció al instante. Me estaba convirtiendo en un ídolo para él. Comenzó a sonar Strong Enough.
Una parte de la Cañada Real Galiana, un ancho camino utilizado durante siglos por los pastores y sus rebaños, unos quince kilómetros, se había llenado de asentamientos ilegales, con muchos gitanos e inmigrantes. Era como un surco, como una vena pobre y enferma, dividida en sectores. Y el más degradado y peligroso era, ni que decir tiene, el 6, podrido por la venta y consumo de drogas. Una herida a la que la sociedad prefería no mirar.
—¿Y qué ha hecho Helena para que la inviten los búlgaros?
—No es Helena. Es Sibila, la pequeña.
—¿La pequeña?
—Sí, Sibila. Una chica muy espabilada de trece años. De esas que juegan a tener dieciocho años y dieciocho novios. La han llevado a la Cañada porque allí es más difícil entrar que en uno de sus chalés.
’Cause I’m strong enough / to live without you / strong enough...
Miré el reloj. Marcaba las diez en punto.
Sí. Estaba siendo suficientemente fuerte como para vivir sin ella.
Aunque quizá el que no me importara demasiado morir significase lo contrario.
Conocía algo del tal Chilikov gracias a las enseñanzas de Bartolo. La palabra proviene de «acero» en turco. Podría ser tanto un apodo como un apellido. A dos de sus hombres, con pasaportes falsos eslovenos a nombre de Alexander Molnar y Kuzma Vojtch, los habían ametrallado el año anterior, en Ciudad Lineal, ante docenas de testigos, mientras cambiaban una rueda de su Cherokee. Su lugarteniente respondía al mote de Sabonis. Su antecesor, el que lo había montado todo, Mikhail Danailov, estaba en busca y captura. Los búlgaros habían comenzado siendo los principales especialistas en el robo y el tráfico de vehículos de lujo. Los coches, con documentación falsa, los llevaban por carretera a Italia, de allí en ferri a Grecia, y luego los vendían por el este de Europa, Turquía y el golfo Pérsico. Pero desde hacía unos años habían ido diversificándose. Apuestas, drogas en discotecas, burdeles, cobro de deudas, extorsiones, palizas por encargo, falsificación de tarjetas, trata de blancas, venta de armas. Chilikov tocaba todos los palos, era un Da Vinci del crimen. Habían colocado a cerca de cien matones como porteros en discotecas, antiguos boxeadores, exmilitares y toda la gama de angelitos que a uno se le pueda ocurrir, y se habían adueñado de la seguridad privada de la noche madrileña. Practicaban artes marciales, y si les pinchabas, salían anabolizantes a chorros. La mayoría eran compatriotas de Chilikov, aunque también había rumanos, ucranianos, polacos y algún que otro español. Se les conocía como los Rompecostillas. La muerte de un chaval de dieciocho años, al que un portero había reventado la caja torácica de una patada, les había puesto bajo el foco.
—Quieren sacarla a medianoche, por carretera. Tiene que ser ya.
¿Era imbécil, o había querido ponerme las cosas aún más difíciles?
—¿Entonces, por qué me has entretenido con tanta cháchara? ¿Por qué no me lo has dicho desde el principio?
—No te mosquees, Max. Tenía ganas de hablar contigo. Ya me conoces. Soy muy sentimental, y llevábamos mucho tiempo sin vernos. Quería volver a darte las gracias por haberme salvado la vida. Aquí tienes un adelanto. El triple si vuelves con la niña sana y salva.
Me dio un cheque a mi nombre firmado por Solomon Kirschenbaum.
Era una buena cantidad.
Valía más que mi vida.
Pero no iba a hacerlo por eso. Tenía ya bastante, lo que se unía al privilegio de no ser uno de los adoradores del becerro de oro. Lo haría porque se trataba de una niña. Y hermana de otra que yo había conocido, Helena.
Las hermanas siempre lo complican todo. Elsa y Rosa, Helena y Sibila.
—Dile que en el segundo cheque quiero el triple y luego un cero más. Y que el cero no vaya delante, mi sentido del humor se ha cogido una excedencia.
Bartolo me miraba como si fuera Napoleón, o Charles Manson, o a quien quiera que él venerase.
Robocop, de espaldas, hablaba por el móvil. Se volvió hacia mí.
—De acuerdo en lo del cero. Pero tienes que ir ya. Quizá la manden a Qatar, a los Emiratos, o a cualquier sitio podrido de dinero donde gusten los chochitos rubios. Me ha recordado que también te dé esto.
Me dio un sobre. Miré en su interior. Había mil euros en billetes de cincuenta. SK conocía de sobra, por haberla practicado, la máxima de Filipo, rey de Macedonia: «No hay fortaleza inexpugnable si una mula cargada de oro puede llegar a ella».
Saqué el cargador de mi inseparable Walther P99, descendiente de la Walther PPK, popularizada por Sean Connery en su papel de James Bond, comprobé que tuviera los quince cartuchos 9 mm Luger, e hice lo mismo con el de repuesto.
—No vayas, Max —habló al fin Bartolo—. Ya te he contado cómo las gastan los búlgaros. Nadie ha conseguido entrar. Y si alguien lo ha hecho, no ha salido. Esa niña, es una lástima, pero hay que darla por perdida.
Apuré el tequila de un trago, concentrándome en su sabor como si fuera el último. Me dirigí hacia la puerta.
—Eh, Max.
Me volví. Robocop me miraba no sé si con lástima o con admiración. Su canción favorita era I will always love you, de El guardaespaldas, y si estaba más marchoso e igual de romántico, I’m every woman, de El guardaespaldas. Su actor preferido era Kevin Costner, en El guardaespaldas. La actriz o cantante con la que se la meneaba era Whitney Houston, por El guardaespaldas, lo que a estas alturas sería una especie de necrofilia. ¿Su película favorita? Sí, pueden ustedes presumir de adivinos: El guardaespaldas.
—¿Mataste a muchos en Irak?
—Vamos, Robo. ¿Qué clase de pregunta es esa? Pareces más crío que Kevin.
—¿Cómo sabes que mi hijo se llama Kevin?
No me volví.
—¡Joder, Max! —gritó—. ¿Quién te lo ha contado?
Pero yo ya estaba saliendo del bar.