Animación a la lectura. Diez principios básicos
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Diseño de cubierta: Equipo Laberinto
© del texto: Juan José Lage Fernández
© de la presente edición: Ediciones del Laberinto, S. L.
ISBN: 978-84-1330-785-5
THEMA: DSY / BISAC: LAN010000
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«Nosotros, los pedagogos, somos unos ávidos usureros. Poseedores del saber, lo prestamos a interés. Tiene que rendir».
Daniel Pennac
«El sistema educativo ha hecho de la lectura y de la literatura un potro de tortura para muchos adolescentes. Tanto que lo mejor que podría hacer el sistema es olvidarse de los clásicos. Pues clásico que toca, clásico que odian los adolescentes».
Víctor Moreno
«Los niños adivinan que la pedagogía se ha inventado para arrebatarles la niñez».
Miguel de Unamuno
«La pedantería puede boicotear a la pedagogía».
Fernando Savater
«Como han sabido siglos de dictadores, una multitud analfabeta es más fácil de gobernar; dado que el arte de leer no puede desaprenderse una vez que se ha adquirido, el segundo mejor recurso es limitar su amplitud. Por consiguiente, los libros, más que ninguna otra creación humana, han sido la perdición de las dictaduras».
Alberto Manguel
«El libro es la libertad. Esta es la razón por la que los pedagogos no lo quieren».
Jean de Viguerie
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Introducción
AUTODIDACTISMO
«¿Es usted autodidacta? Su maestro es un ignorante».
John Constable
«Lo poco que sé, se lo debo a mi ignorancia».
Platón
La expresión «animación a la lectura» se ha ido manipulando y tergiversando poco a poco para el provecho de intereses divergentes: por este sencillo y explícito concepto se entienden desde propuestas para la comprensión o análisis de un texto —lo que desde siempre se conocía como «comentario de tex-tos»— hasta actividades folclóricas en toda la gama de parafernalias.
Sin embargo, «animar a leer» es para mí un si-nónimo de «sentido común», lo que significa ni más ni menos que no se trata de refugiarse o disculparse
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en grandes estrategias didácticas o pedagógicas, sino simplemente de ponerse en el lugar del que no está animado, dar actividad a lo inanimado, incitar, exci-tar, divertir, alegrar: «animar» procede del latín ani-ma; alma.
Es decir: no hace falta recurrir a grandes terapias y proyectos, sino simplemente conocer al desamparado, reconocer su debilidad —si hay que animarlo es que está desanimado— e implicarse en recuperarlo con el tratamiento adecuado, que debido a su anorexia lectora podemos resumir en pocas palabras: sugerir lecturas que estén a su nivel, que le ayuden a crecer, que se adapten a su sensibilidad, que le resulten diver-tidas, además de paciencia y tiempo para recuperarse y lograr los objetivos…
Ningún docente con los que he compartido años de infancia y juventud tuvo la capacidad o voluntad de transmitirme la pasión por la lectura, todos ellos más obsesionados por la historia de la literatura, y el consiguiente atiborramiento de apuntes, nombres y títulos, que por la educación literaria o fomento de la sensibilidad lectora.
Por ello, para la redacción de este manual, más que en opiniones personales, en actitudes y aptitudes que se resumen en las cuatro palabras antes propues-tas, he profundizado en las ideas de profesionales de reconocida experiencia, de los que me he tenido que servir para apasionarme y no caer en los errores de mis crepusculares tutores, los imbuidos por «la letra con sangre entra», sin ser conscientes de que
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«la letra con letra entra». O sea, me considero un «huérfano pedagógico».
Dicho con otras palabras: la lectura y relectura de documentados textos me hizo ver que a menudo, mis, en ocasiones inseguras y dudosas, opiniones persona-les —aunque «la duda es la madre de la invención», decía nada menos que Galileo Galilei— coincidían en la mayoría de los casos con las ajustadas opiniones de ilustres e ilustrados intelectuales, por lo que he re-currido a sus citas y referencias para quitar lastre y dar lustre y valor a este poliédrico volumen, al que he configurado con al menos diez caras que tienen ex-clusiva dedicación a favor del fomento de la lectura.
Y nunca olvidar que el término maestro procede del latín magister, o sea, «de gran mérito entre los de su clase», y del cual derivan palabras como «ma-gistral», opinión en la que sin duda coincide García Márquez: «tengo un gran respeto, y sobre todo un gran cariño, por el oficio de maestro, y por eso me duele que ellos también sean víctimas de un sistema de enseñanza que los induce a decir tonterías».
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Prólogo
¿PUEDE LA ESCUELA FOMENTAR LA LECTURA?
«Es un crimen de lesa cultura que el alumno termine odiando la Lengua y la Literatura de su propio idioma».
Salvador Gutiérrez Ordóñez
Pedro Salinas en su tratado El defensor, diferen-ciaba entre «leedores y lectores»: «La mayoría de la gente ha aprendido a leer para servir a una mez-quina conveniencia, del mismo modo que se apren-de a contar para llevar la contabilidad y que no le engañen a uno en los negocios...». Y añade: «esta galería de leedores es copiosa: el estudiante que se deshoja en víspera de examen sobre el libro de texto; el funcionario en retiro que demanda a las páginas del libro la mejor manera de invertir sus ahorros...».
«Frente a estas legiones, en escasa minoría, los lec-tores: el que lee por leer, por el puro gusto de leer, por
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amor invencible al libro, por ganas de estarse con él horas y horas, lo mismo que se quedaría con la ama-da. Ningún ánimo de sacar de lo que está leyendo ganancia material, ascensos, dineros...».
¿Está la escuela actual preparada para formar los lectores que demanda Salinas? ¿Son los lectores una especie a extinguir a favor de los leedores? ¿Qué papel le corresponde a la escuela en la crisis de la lectura?
Nuestra respuesta es, al respecto, clara y contun-dente: la escuela que tenemos posee una gran respon-sabilidad en la crisis de la lectura y eso es precisamente lo que pretendemos demostrar en las líneas que siguen.
En principio y debido a lo que Savater llama el eclipse de la familia, la escuela debe atribuirse compe-tencias que solo a aquella debieran competer, como es el caso de la «socialización primaria»: los niños acce-den a la escuela con un núcleo básico de socialización, insuficiente para encarar con éxito la tarea de apren-dizaje. «Cuando la familia socializaba —dice citando a Juan Carlos Tedesco— la escuela podía ocuparse de la enseñanza».
Los maestros conocemos demasiado bien el tiem-po que diariamente debemos emplear en dar pautas de comportamiento, llamar al orden, en que desplie-guen su atención, aprendan a escuchar, cumplan las normas básicas, etc. «El pobre maestro, controlando el aprendizaje y la disciplina, no sabe con cuál que-darse y al final, ocurre que no controla ninguna de las dos», confirma Emilia Ferreiro.
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Pero, además, la escuela debe entrar también en competencia con lo que Savater denomina la «sub-versión de los medios digitales»: «lejos de sumir a los niños en la ignorancia les hace aprenderlo todo desde el principio sin respeto a los trámites pedagógicos... El maestro antes podía jugar con la curiosidad de los alumnos, deseosos de llegar a penetrar en misterios que aún les estaban vedados y dispuestos para ello a pagar el peaje de saberes instrumentales de adquisi-ción a menudo trabajosa. Pero ahora los niños llegan ya hartos de mil noticias y visiones variopintas que no les ha costado nada adquirir».
Alejandro Gándara incide con otras palabras en la «curiosidad» de los alumnos: «cuando yo era peque-ño leer era salir de la pobreza, alimentarse como es debido... si leías aprendías. Todo estaba en los libros, porque alrededor no había nada».
Es decir, mamábamos de los libros, crecíamos con ellos. En cambio, ahora «los libros ya no guar-dan secretos ni conocimientos contra la miseria... No se comen ni aseguran el crecimiento. Tampoco ofrecen garantías para un porvenir más dudoso cada día. Solo te contentan, como cuando te rascan la es-palda».
O sea; un maestro atento podía jugar a despertar sentimientos y emociones, insinuando a través de las páginas de un libro, pero ahora esos juegos de insi-nuaciones ya despiertan escasas iniciativas.
Y en medio, la demanda de otras competencias, la exigencia de otras cosas, sin que realmente esté prepa-
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rada para desarrollar ninguna con plenitud. «Se pide a la escuela que se ocupe de muchas cosas —dice José Luis García Garrido— desde la educación física a la educación cívica, desde la instrucción sexual hasta el respeto ecológico, desde el cuidar de la alimenta-ción a conocer las normas de tráfico, y la sociedad contempla consternada cómo las criaturas no solo no aprendieron tales argumentos, sino que cada vez leen y escriben peor».
Esta multiplicidad de objetivos conduce a la inde-finición de la escuela, a la imposibilidad de definir un objetivo prioritario, o de priorizar objetivos: ¿Cuál es el objetivo fundamental de la escuela? ¿Queda lugar para leer, para el encuentro gozoso con el libro?
Si consideramos como cierta la premisa savateria-na de que «después de la palabra oral, la voz escrita es el más potente tónico para el crecimiento intelectual que se ha inventado», la priorización de objetivos ten-dría que encaminarse a desarrollar un programa de actuaciones cuyo fin último sería consolidar hábitos lectores entre niños y jóvenes, que técnicamente saben leer, pero funcionalmente son analfabetos.
Pero como se dijo anteriormente, los niños de hoy están hartos de mil noticias que no les ha costado es-fuerzo adquirir, y tanto el aprendizaje de la lectura como su consolidación requieren la puesta en circu-lación de determinadas capacidades —constancia, rigor, orden, concentración, método— y de cierto gra-do de disciplina y esfuerzo que seguramente no están dispuestos a ofrecer. Y Savater lo reafirma con estas
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palabras: «mal criados en la cultura del zapping, que fomenta el picoteo histérico y les hace incapaces de ver o escuchar nada de principio a fin, es difícil que aguanten una clase completa de algo que no les apa-sione sin tregua y, aún peor, les obligue a esforzarse un tanto». Para añadir: «Y no es posible ningún pro-ceso educativo sin algo de disciplina».
Además de la ley del mínimo esfuerzo, son tam-bién el abandono de la memoria, la supresión del silencio, el olvido de la narración oral, los factores, entre otros, que se consolidan como determinantes en la pérdida de sensibilidad lectora. ¿No estamos en el imperio de la vulgaridad y de lo frívolo, del desprecio hacia el rigor y la investigación? Y sometidos también a continuos mensajes contradictorios: por un lado, se les pretende inculcar desde la escuela el valor del es-tudio, la importancia de la disciplina y del esfuerzo, pero la realidad circundante les empuja a contemplar el soterramiento de la cultura, la falta de referentes lectores, el triunfo de lo chabacano...
Dice al respecto Pedro Salinas: «Por desgracia, nuestro siglo no se aparece como el más indicado y propenso al bien leer... Nuestro siglo justificaría el mote de siglo de la chapucería, de la pacotilla y la baratija... Primor, esmero, escrúpulo se dan por ven-cidos... No hay tiempo para la perfección».
E incluso podemos añadir un factor decisorio, aunque olvidado: la eliminación a edades demasiado tempranas de las connotaciones mágicas de la lectura a las que aluden Bruno Bettelheim y Karen Zelan: si
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la clave de la atracción hacia la lectura estriba en que «leer es un arte que permite acceder a mundos mági-cos», con la supresión de la magia de modo radical la lectura no se verá fuertemente investida desde el punto de vista emocional.
«Hay motivos para creer —dicen los citados auto-res— que solo aquellos para quienes la lectura estuvo dotada, en una edad muy temprana, de algunas cuali-dades visionarias y de significado mágico, no ajena al ego, llegarán a ser instruidos».
Y están presionados por un sinfín de actividades de diferente índole, que diversifican enormemente sus opciones, sin que les dé tiempo para elegir, tiempo para leer. A lo que sin duda se debe añadir el agobio del boom, el exceso de producción literaria, que les desconcierta y confunde en buena medida.
La escuela sigue, a pesar de las profundas trans-formaciones sociales, con su «aire senatorial» y los maestros no son ajenos a las presiones mediáticas. Por un lado, se enfrentan a la continua duda, a la in-certidumbre ante el avance de las nuevas tecnologías: ¿para qué sirve leer en la era de la informática?; ¿para qué el libro en el siglo digital?; ¿no habrá llegado la hora de dar el paso a la cultura audiovisual?
Además, aunque es cierto que ha descendido la ra-tio profesor-alumno —más por motivos demográficos que por pericia administrativa—, las especialidades y optativas han dejado poco espacio para la acción del tutor, para plantearse un plan formativo serio que in-cide en la lectura día a día. Y el enfrentamiento con-
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tinuo entre dos mentalidades, entre unos niños que quieren jugar y unos adultos que pretenden enseñar, produce estrés emocional y pérdida de autoestima, que conducen en un buen número de casos a un re-pliegue táctico que impide plantearse otros objetivos que no sean los del cómodo refugio del libro de texto, lejos de objetivos más audaces como deberían ser los de despertar aficiones lectoras. Aficiones lectoras fru-to a veces de pasiones individuales y que en ocasiones se ven contrariadas en los cambios de ciclo, que rom-pen un proceso iniciado y que no tiene continuidad.
«La solución del gran drama de la lectura —dice Pedro Salinas— está, para mí, en la enseñanza de la lectura. En la formación del lector. Al precepto del dómine forzudo “la letra con sangre entra”, sustitú-yase el del pedagogo inteligente “la letra con letra entra”. El aprendizaje del bien leer se logra ponien-do al escolar en contacto con los mejores profesores de lectura: los buenos libros. El maestro, en esto de la lectura, ha de ser fiel y convencido mediador entre el estudiante y el texto. Porque todo escrito lleva su secreto consigo, dentro de él, no fuera como algunos creen... Se aprende a leer leyendo buenas lecturas, inteligentemente dirigido en ellas, avanzando gra-dualmente por la difícil escala».
Las actitudes lectoras tampoco deben verse con-trariadas por un exceso de celo o impaciencia: el afán de controlar, las prisas por la comprensión, la impo-sición de lecturas obligatorias, han generado muchas deserciones y que «excluyan los libros de su mundo».
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O el afán por animar de docentes poco animados, que ha llevado a tomar por estrategias de animación lo que solo son camufladas actividades de comprensión textual, de transversalidad o de divertimento, que no dejan espacio para la reflexión, y donde la «acción sustituye a la pasión».
Marc Soriano se expresa así: «la enseñanza co-mienza por imponerles una lengua diferente de la que hablan y que les resulta extranjera: el metalenguaje de las gramáticas, el lenguaje estereotipado… y el idioma rico y puro, pero por lo general arcaico de los gran-des clásicos. El alumno, bajo pena de fracaso escolar, debe familiarizarse lo antes posible con esas lenguas escritas que jamás hablará… La escuela tradicional, después de enseñarle al niño los mecanismos de lectu-ra, no logra despertar el interés por los libros».
Gianni Rodari es de la misma opinión: «El encuen-tro decisivo entre los chicos y los libros se produce en los pupitres del colegio. Si se produce en una situa-ción creativa, donde cuenta la vida y no el ejercicio, podrá surgir ese gusto por la lectura con el cual no se nace, porque no es un instinto. Si se produce en una situación burocrática, si al libro se lo maltrata como instrumento de ejercitaciones —copias, resúmenes, análisis gramatical, etc.—, sofocado por el mecanis-mo tradicional «examen-juicio», podrá nacer la téc-nica de la lectura, pero no el gusto. Los chicos sabrán leer, pero leerán solo si se les obliga...».
Debe tenerse en cuenta también la escasa forma-ción literaria de nuestros docentes, hijos de una gene-
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ración de no lectores y de una sociedad ignorante en buena medida de una literatura infantil y juvenil que no tiene tradición en nuestro país, que sigue siendo aún la «literatura invisible». «En la universidad espa-ñola la literatura infantil es una asignatura a la que se le concede una mínima importancia», confirma Ra-món F. Llorens, que añade: «solo si existe una buena relación del niño con la literatura, el niño querrá con-tinuar manteniendo una relación con ella». El docen-te, pues, debe ser también un animador, para lo cual se requieren aptitudes y actitudes positivas que no todos poseen o adquieren. «Un mal maestro puede matar cualquier texto y uno bueno puede revivir un periódi-co o un menú» dice el editor y bibliotecario mexicano Daniel Goldin. O la desconfianza de muchos hacia un tipo de literatura que creen no goza de los parámetros de calidad suficientes, tildándola como infraliteratura y a los que el citado boom ha pillado a destiempo. Por no hablar de las maltratadas y olvidadas bibliotecas escolares, el ámbito más propicio, tras la familia, para la consolidación de hábitos lectores, puesto que «está demostrado que cuando una biblioteca funciona, el índice de lectores aumenta», testifica con acierto el profesor Juan Mata.
Y después de todo esto, Daniel Pennac nos da unos consejos que debemos tomar como referen-cia: «El niño seguiría siendo un buen lector SI los adultos que lo rodean alimentaran su entusiasmo en lugar de poner a prueba su competencia, SI estimu-laran su deseo de aprender en lugar de imponerle el
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deber de recitar, SI le acompañaran en su esfuerzo sin contentarse en esperarle a la vuelta de la esqui-na, SI consintieran en perder tardes en lugar de in-tentar ganar tiempo, SI hicieran vibrar el presente sin blandir la amenaza del futuro, SI se negaran a convertir en dura tarea lo que era un placer, SI ali-mentaran este placer hasta que se transmutara en deber, SI sustentaran este deber en la gratuidad de cualquier aprendizaje cultural, y recuperaran ellos mismos el placer de esta gratuidad».
Y como colofón, una cita de Antonio Muñoz Molina en el artículo El libro ilimitado que, posi-blemente, esté emparentada con todo lo anterior: «La enseñanza pública se deteriora irreparablemen-te gracias a una conspiración de ignorancia trama-da desde hace años por la chusma política y la secta pedagógica. ¿Cuántos lectores no llegarán a exis-tir gracias a la gran conjura de los necios y de los comisarios políticos que han asolado la educación española?».
O la aún más contundente de Valle-Inclán —y aún muy vigente— en su obra Luces de bohemia: «En Es-paña es un delito el talento. El mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza. En España se premia todo lo malo».
En resumen: «La escuela, cuya pretensión es precisamente organizar el porvenir, vive de conti-nuo retrasada una generación», afirmaba ya José Ortega y Gasset, hecho que se hace muy evidente en los temas relacionados con el fomento de la lec-
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tura, y por diferentes motivos que se sintetizan en los siguientes:
Una falta de objetivos claros y prioritarios.
Una falta de tradición cultural y lectora en buen número de docentes.
Un desconocimiento histórico de la literatura in-fantil y juvenil.
La precariedad de las bibliotecas escolares.
El maltrato del libro como instrumento de ejer-citaciones.
La imposición de lecturas obligatorias.
La competencia de los medios digitales.
Las estrategias de animación sin criterio.
Diez principios básicos
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1.Excitar la curiosidad y despertar sensibilidades
«El niño no es una botella que hay que llenar, sino un fuego que es preciso encender».
Michel de Montaigne
«El interés también se crea, se suscita y se educa, y depende del entusiasmo y de la presentación que hace el profesor de una determinada lectura».
Isabel Solé
Tras estos evidentes pronósticos, vamos a plantear en primer lugar tres principios iniciáticos:
El primero es que «no nacemos no lectores, sino que nos hacemos no lectores», o lo que es lo mis-mo, que todo lector incipiente necesita de deter-minados estímulos para consolidar el hábito.
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«Todos los niños nacen con el don innato de la curiosidad, que, si no se excita, se desvanece», Charles Dickens.
«La capacidad de atención del niño es limitada y debe ser constantemente espoleada por la provo-cación», Albert Camus.
El segundo es reconocer que la animación o moti-vación es un proceso previo a todo acto didáctico. «No existe el deseo sin provocación», afirma Geor-ges Jean. «El asombro es la semilla del conocimien-to», dice Francis Bacon, y «que una curiosidad no se fuerza, se despierta», mantiene Daniel Pennac.
Es decir, cuando un niño empieza a leer lo hace por curiosidad: de saber, de aprender, de conocer. Leer es efecto de la curiosidad y también es su causa, porque cuanto más se lee, mayor es el deseo de saber. El buen lector nunca se da por satisfecho.
Si entonces leer es el efecto de la curiosidad, entramos en el tercer principio: ¿qué se puede hacer para despertar la curiosidad y educar la sensibilidad lectora?
Aunque es cierto que los caminos que conducen a la lectura son a veces insondables —la mayoría de lectores deben su formación a un estímulo, a un con-tagio de virus, aunque en muchos casos las causas son muy personales— podemos afirmar que «todo aque-llo que estimule el interés, afine la sensibilidad o abra
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la inteligencia, todo esto prepara la vida hacia la lec-tura», dice Geneviève Patte.
O sea: cualquier estrategia es válida si funciona, si sirve para excitar el interés y la curiosidad. Por lo tanto, tenemos que hechizar, excitar, fascinar, seducir, provocar, educar la sensibilidad, motivar.
Y se puede describir toda una tipología de activi-dades o estrategias que pueden servir para excitar la curiosidad: actividades de descubrimiento, de anima-ción alrededor de un libro, de placer, de gestión, de utilización, de producción de documentos…
No obstante, estoy de acuerdo con Pedro Salinas cuando aconsejaba que «la animación a la lectura está dentro del libro y no fuera como muchos piensan». Es decir: que un niño se va a hacer lector cuando un libro excite su sensibilidad dormida, cuando se adapte a sus gustos y preferencias, cuando despierte su curiosidad y su placer, no el placer físico o sensorial, sino el placer al que aludía Spinoza, «el de sentirse crecer y aumentar».
Daniel Pennac da en el siguiente ejemplo dos inte-resantes consejos para excitar la curiosidad:
«Leí Guerra y paz por primera vez a los doce o trece años. Desde el comienzo de las vacaciones, veía a mi hermano enfrascado en un enorme novelón:
—¿Es muy buena?
—Formidable
—¿Qué explica?
—La historia de una chica que quiere a un tipo y se casa con otro. —Mi hermano siempre había poseí-do el don de los resúmenes.
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—¿Me lo prestas?
—No, no, te lo doy.
Cinco años mayor que yo, mi hermano no era completamente idiota y sabía perfectamente que Guerra y paz no podía ser reducida a una historia de amor. Solo que conocía mi predilección por las pasiones sentimentales y sabía excitar mi curiosi-dad con la formulación enigmática de sus resúme-nes (mi hermano era un “pedagogo” aún sin ser-lo)».
En definitiva; en primer lugar, conocía sus gustos literarios y, en segundo lugar, sabía excitar su curio-sidad con la «formulación enigmática», es decir, con el enigma o misterio en sus comentarios, resúmenes y expresiones y «dándoles a oler que detrás de cada libro hay una orgía de placer».
Mi experiencia personal tras 40 años implicado en el fomento de la lectura, me lleva a otra reflexión similar: la importancia de la «lectura de fragmen-tos enigmáticos» o la «narración fragmentada» —lo que denominábamos en la biblioteca escolar del Co-legio Público La Ería, de Oviedo, «entremeses para picar»— como incitadora de la curiosidad.
Recuerdo las expectativas despertadas tras la lec-tura de un capítulo del libro de Peter Härtling Ben quiere a Anna, obra que tiene como protagonistas principales a un chico de 10 años, Ben, que se ena-mora de su compañera Anna, una niña polaca recién llegada a su clase:
1. Excitar la curiosidad y despertar sensibilidades
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*
Anna sacó un pedazo de chocolate de un bolsillo. Luego se sentó en el colchón. Anna, aquí, parecía mucho más segura de sí misma que en la escuela. «Así me gusta», pensó Ben.
Se sentó a su lado y se repartieron el chocolate. Ben no sabía qué decir. Fue Anna la que le habló de la carta.
—¿Es verdad lo que me escribiste?
—¿Qué?
—Que te gusto.
—Sí, es cierto.
—Tú a mí también me gustas.
Ben no la miró, masticaba el chocolate.
—¿Sí?, preguntó.
—Sí, sí —dijo ella— De verdad.
—Tengo sueño —dijo Anna dejándose caer so-bre el colchón—. Échate tú también.
Se quedaron así un buen rato. Ben de espaldas a Anna.
—Date la vuelta.
Ben se dio la vuelta. La cara de Anna estaba al lado mismo de la suya. Ben sentía su aliento en la mejilla y en la frente. Cerró los ojos. Anna le pasó el dedo por el rostro. Luego, de repente, por los labios, haciéndole cosquillas.
—Mira que te muerdo, eh.
—Atrévete —dijo ella.
Ben la atrajo hacia sí, sin abrir los ojos, y…
*
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Cerrar el libro tras la lectura de este fragmento y ordenar a los alumnos que se pusieran a hacer las tareas asignadas en el horario, supuso desencadenar todo un clamor de peticiones para que continuara la lectura y conocer el desenlace. Libro, por cierto, que desapareció de las estanterías de la biblioteca durante mucho tiempo1.
Y también, recordar que una cómoda —«el placer que proporciona la lectura depende de la comodidad del lector», confirma Alberto Manguel—, atractiva, estética y bien organizada biblioteca escolar —ni un museo, ni un calabozo, el gimnasio para fortalecer los músculos del cerebro— puede servir de estímulo para despertar sensibilidades lectoras. «Hay que edu-car en el hábito de lo bello», dice Paul Hazard.
«Una biblioteca no es un espacio inerte donde amontonar libros, sino un lugar lleno de vida que aco-ge todo tipo de eventos, además de una oficina de in-formación para toda clase de preguntas… En Estados Unidos no se veía a esos viejos bibliotecarios polvo-rientos con sus viejos y polvorientos métodos», afirma Jella Lepman.
Savater nos da tres consejos:
1.«Para despertar la curiosidad de los alumnos hay que estimularla con algún cebo bien jugo-
1 En el apartado «Anexos (VI)», pág. 269 en adelante, se inclu-yen tres fragmentos o «entremeses».
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so, quizá anecdótico o aparentemente trivial; hay que ser capaz de ponerse en el lugar de los que están apasionados por cualquier cosa me-nos por la materia cuyo estudio va a iniciarse».
2.«Hay que pasar de los hechizos literales a los hechizos literarios».
3.«Antes de aprender a disfrutar con los mejores logros intelectuales, hay que aprender a disfru-tar intelectualmente».
Salvador García Jiménez: «Una de las parcelas misteriosas que hay que abonar dentro de la educa-ción literaria es la de la sensibilidad, casi apenas teni-da en cuenta por los charlatanes de la didáctica».
«Quien no accede a la lectura es porque no le han enseñado a desenvolver un potencial que existe en to-dos», afirmaba el catedrático de Literatura y exrector de la Universidad de Oviedo José Miguel Caso.
No hay que olvidar que cuando se educa la sensibili-dad, estamos suministrando materiales a la inteligencia. Todo plan de educación lectora debe ir acompañado de un proyecto de juegos imaginativos con el cual apren-dan a disfrutar intelectualmente, para que la lectura «se convierta en una prolongación de nuestros juegos imaginativos», en palabras de Luis García Montero. Se trata nada menos que de subir la autoestima de los alumnos, pues como dice Víctor Moreno: «niños con la autoestima por los suelos, niños que tienen dificul-tades lectoras».
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En definitiva, ¿está predispuesta la escuela para educar la sensibilidad?: «La escuela no educa la sensi-bilidad. Es lugar común repetir que solo busca el “sa-ber útil”, rapidez de lectura y cálculo para la efectivi-dad del trabajo, la técnica, oficios e información… La educación de la sensibilidad es el enriquecimiento fun-damental que proporciona materiales a la inteligencia y le permite desarrollarse», dice Román López Tamés.
A continuación, presentamos una serie de Experien-cias. Todos los apartados así denominados son anécdo-tas o curiosidades literarias propias o de diferentes au-tores que, sin duda, enriquecen la praxis del animador.
EXPERIENCIA I
El profesor y escritor Emili Teixidor descri-be una curiosa táctica, un simple ejemplo peda-gógico, que nos demuestra de qué manera una creativa y sencilla idea puede disparar la curio-sidad y el interés de sus alumnos: un profesor lleva tres libros al aula, comenta solo dos y deja uno de ellos sin comentar, que precisamente es el que desea que sus alumnos lean.
Cuando los alumnos le preguntan por qué no comenta el susodicho libro, responde vagamen-te y con divagaciones excitantes. Precisamente será el libro en cuestión, el no comentado, el que les generará interés y el que todos querrán to-mar en préstamo.
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Es simplemente la curiosidad lo que este cu-rioso profesor consigue excitar en esta curiosa anécdota.
EXPERIENCIA II
En la biblioteca de un centro escolar, un día antes de los tres periodos vacacionales, la biblio-teca permanecía abierta para así facilitar que los alumnos pudieran elegir libremente los libros que desearan tomar en préstamo y disfrutar le-yendo en época aliviada de tareas escolares.
Recuerdo la entrada de dos alumnas de 2º de ESO. Mientras una de ellas se afana en buscar el título propicio entre las estanterías, su acompa-ñante —alumna repetidora y poco proclive a la lectura— la espera tranquilamente sentada.
Le pregunté que si no estaba interesada en ningún libro y qué tipo de temáticas le gusta-ban, a lo que su amiga responde textualmente: «está enamorada, dale uno que hable de amor, verás como le gusta».
Tomo de la estantería el libro Gretchen se preocupa, de Christine Nöstlinger, y le explico grosso modo que el tema central se basa en una chica más o menos de su edad que está enamo-rada de un joven, que no le hace mucho caso e incluso se mofa de ella ante sus amigos.
Tras las vacaciones, al volver a ver a la alum-na y preguntarle si le gustó, me responde que
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«mucho» y seguidamente me pregunta por otros libros con temáticas similares.
El libro citado es la segunda parte de una tri-logía, cuya primera parte es Una historia fami-liar y la tercera Gretchen, mi chica. Se lo hago saber, pero también le digo que aún no los tene-mos catalogados entre los fondos disponibles. Semanas después, la joven adquiere los libros y entra gozosa con ellos en el aula.
En resumen: siempre hay un libro para un lector, el problema es encontrarlo y acertar con sus gustos e intereses.
TEXTO2
«La biblioteca está, como casi siempre, cerra-da. Últimamente los profesores no saben qué ha-cer con ella. Falta espacio en el centro y sobran li-bros. Ángel ha intentado abrirla, establecer unos turnos de guardia, pero parece que lucha contra gigantes: que si ya verás como no sirve de nada, que si antes que estar cuidando la biblioteca hay que vigilar los pasillos, que para qué abrirla si acuden solo para comer y charlar, que las vitri-nas tienen que estar cerradas con llave, que es preferible que bajen allí los castigados que me-
2 Todos los apartados así denominados son fragmentos signifi-cativos extraídos de diferentes expertos en la materia.
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rodean por todo el instituto y no sabemos dónde meterlos… Unos por convicción de que el orden bibliotecario es la manera que tienen de vivir los libros y que es preferible no abrir a desordenar y otros porque están cansados, aburridos de inten-tarlo; los unos por los otros, la casa sin barrer. En realidad, la biblioteca es el calabozo de los libros. Se les oye gritar, removerse en los estan-tes, golpear los cristales de las vitrinas, quieren salir, quieren que alguien los lea. Sus historias no avanzan sin los lectores».
Eliacer Cansino, Una habitación en Babel. Anaya, 2013.
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