RESILIENCIA
Con Dios podemos levantar vuelo desde las cenizas... y volver a sonreír.
Aldo Stumpfs, Andrea Blawdziewicz, Beatriz Orco, Carolina Flores, Claudia Leonczyk, Cristian Gallo, Cristina Torrez, Daniel Ramos, Diego Armando Mejía, Esther Fellove, Esther Szczerba, Eugenia Sánchez, Ezequiel García, Gladys Lareu, Jorge Martínez, Laura Díaz, Laura Rodríguez, Leiry Suriel, Leo Tomeo, Lucas R. Salas, Magalí Núñez, Marcelo Laffitte, María Augusta Rivera, María Luján Barros, María Magdalena Álvarez, Nancy Rodríguez Gómez, Pablo González, Sandra Longoria, Valeria Ashllian, Videlma Vogel, Waleska de Sánchez, Yonny Tarón.
Resiliencia: con Dios podemos levantar vuelo desde las cenizas... y volver a sonreír / Aldo Stumpfs... [et al.]. -1a ed.- Pilar: M. Laffitte Ediciones, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8901-06-0
1. Vida Cristiana. 2. Autoayuda. I. Stumpfs, Aldo.
CDD 248.4
Copyright © 2021 - Autores Varios
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M. Laffitte Ediciones
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Coordinadora de Antologías
Esther Szczerba
Todos los derechos reservados conforme a la ley. Prohibida la reproducción de esta obra, salvo en segmentos pequeños, sin la debida autorización de los autores.
ISBN 978-987-8901-05-3 (Papel)
ISBN 978-987-8901-06-0 (ePub)
Diseño & Diagramación
Slater Designer / www.slaterdesigner.com
Fotografía de Flor de Bess Hamiti en Pexels / foto de Tierra de James Frid en Pexels
ÍNDICE
Prólogo
Mis manos
Por Magalí Núñez
No quiero ser fuerte, ¡quiero ser feliz!
Por Videlma Vogel
¿Por qué a mí?
Por el pastor Leo Tomeo
Nadie más resiliente que Jesucristo
Por Eugenia Sánchez Cisneros
Mi milagro me sonríe
Por Sandra Longoria
De cómo Dios utilizó el Covid para impactar mi vida
Por el pastor Jorge Martínez
Dios siempre hace su parte, yo trato de hacer la mía
Por Carolina Flores
Cuando la vida triunfa
Por Claudia Leonczyk
Una sola palabra tuya bastará
Por Yonny Tarón
Los sueños que nadie puede robar
Por la pastora Gladys Lareu
No se trata de mí
Por Waleska de Sánchez
Semblanzas
Por Daniel Ramos
¿Por qué?
Por la pastora Esther Szczerba
Mi milagro tiene color Azul
Por Cristina Torrez
¿Por qué algunos sí y otros no?
Por Marcelo Laffitte
Todo ayuda para bien
Por María Augusta Rivera
Los consejos están para que nadie los tome
Por Beatriz Orco
Renovados por Él
Por Ezequiel García
Mujer: fuiste creada para algo mayor
Por Valeria Ashllian
¿Resiliente?
Por María Luján Barros
Noé, ¿varón justo y perfecto?
Por Lucas R. Salas
No temas volver a empezar
Por Esther Fellove
La vida empuja y Dios ataja
Por Andrea Blawdziewicz
Levántate y resplandece
Por Nancy Rodríguez Gómez
Sirviendo sin límites
Por la pastora Leiry Suriel
De la persecución al avivamiento
Por el pastor Aldo Stumpfs
Ella será tu sonrisa
Por María Magdalena Álvarez
Levanta tus ojos y mira
Por Laura Rodríguez
Sueño cumplido
Por Diego Mejía
¿Libertad con sabiduría o libertad con miedo?
Por Laura Díaz
No te rindas
Por Cristian Gallo
PRÓLOGO
Las personas resilientes son aquellas que tienen adentro un sol que nunca se pone. Podrán ser alcanzadas por nubes grises que lo opacan por un tiempo, pero ese sol vuelve a brillar.
Resiliencia es volver de la tragedia.
Es apagar las lágrimas y recuperar la sonrisa.
Es la capacidad de hacer frente a los dolores de la vida y transformar ese sufrimiento en vientos favorables para salir fortalecidos.
Este libro encierra la congoja de treinta personas. De treinta personas de fe. Pero también cuenta sobre la recuperación que experimentaron después. A mí a esas situaciones me gusta llamarlas “resiliencias con Cristo”. En ellas, la noche más oscura es vencida por la mañana más esplendorosa.
Es que ser lastimados en la vida es inevitable, pero de ninguna manera significa ser abatidos.
Dijo Kahlil Gibrán: “Del sufrimiento surgen los espíritus más fuertes. Los caracteres más sólidos están plagados de cicatrices”.
Si has pasado por una tragedia no significa que ya estás roto y no sirves para nada más. Significa que Dios te puso a prueba y no te has desmoronado.
Dios nos promete algo maravilloso: que Él mismo vendrá a enjugar nuestras lágrimas… y yo agrego: y a devolvernos la paz, el gozo y una nueva fortaleza.
Marcelo Laffitte
Director de M. Laffitte Ediciones
Mis manos
Lo que fue objeto de estigmatización hoy es herramienta de creación. Dios me devolvió al diseño original por dentro y por fuera. Y el perdón me trajo la paz que solo Él da.
Por Magalí Núñez
Vivo al lado de un parque y una noche de tormenta se cayó un árbol sobre el costado izquierdo de la casa. Gracias a Dios no hubo daño material fuera ni dentro y la mañana siguiente vinieron de la municipalidad a cortarlo.
Ese día me acerqué y vi lo que quedaba de él: Era un pedazo pequeño de tronco, cortado en dos. Parecía que el hacha se había ensañado, dividiéndolo. “¡Te portaste mal al caerte, chico!”. ¿Ese era el mensaje? Había pedazos de tronco por todas partes. Ramas rotas, hojas desparramadas. ¿Acaso no era un bonito árbol, lleno de vida, que cobijaba pajaritos y cuyas ramas daban una linda sombra?
Renaciendo de lo roto
No. Ya no había árbol. Había desaparecido. Solo quedaban los pedazos en el suelo sin vida, destrozados, vulnerables, solos. ¿Acaso no lloraba? ¿Cuántas personas fueron necesarias para destruirlo? ¿Dos o tres? ¿Qué utilizaron? ¿Sierra eléctrica? ¿Hacha? ¿Por qué tenían que partir en dos lo poco que emergía del suelo? ¿El propósito era que no vuelva a crecer? ¿Qué te hicieron, querido árbol? Primero la tormenta te derribó. Y para rematar, al día siguiente los empleados te cortaron en pedazos.
Pasaron varios meses y un día, al pasar por ahí, vi que de una de las partes dañadas habían nacido hojas. Usted me dirá: “He visto muchas veces esa maravilla de la naturaleza”. Yo solo había visto fotos. Y ahí estaba, delante de mí, palpable y admirable. Era un mensaje a mi alma. Me quedé absorta un buen rato, y le saqué una foto.
Mis pensamientos giraban en torno a esas hojas verdes, brillantes; hasta diría que eran alegres, sentía que me sonreían. Esa naturaleza emergente, airosa y debutante. ¡Tan real! De lo roto, de lo quebrado, de lo desechado, de lo caído… se puede renacer, volver a empezar, y creo que a veces mejor de lo que era antes.
Manos de lana
No sé por qué, pero esta imagen me recordó a mí. ¿Cuándo comencé a romperme? Porque de niña no me autolesioné, e igual que al árbol, hubo personas que destrozaron mi alma. ¿Fue por etapas? ¿Cuándo me di cuenta de que no podía unir mis pedazos rotos? Había algo en mi interior que me decía que no nací destrozada. Pero mis recuerdos llenos de heridas en el alma, etiquetas negativas, rechazo, miedos y desilusión, se entremezclaban. Igual que el árbol, había tenido un buen inicio. E igual que el árbol, me vi rota en mi interior, sola y abandonada.
Hoy solo hablaré de un pedazo de vida: mis manos. Recuerdo que cuando era niña solía frecuentemente dejar caer algo: una taza, un platillo, etc. ¿Tenía problemas de atención? No sé. ¿Será que hacer caer la primera cosa fue tan terrible para mí que el miedo hizo que vuelva a hacer caer las siguientes? Tampoco sé. Solo sé que me gané un sobrenombre: “Manos de lana” o “de trapo”. Quien me llamó así fue mi madre. Esa etiqueta negativa siempre estaba acompañada de apreciaciones sutiles sobre mi personalidad, denotando que era muy temerosa e insegura.
¿Y qué fue creciendo en mí? Por un lado, las tazas por el suelo eran la evidencia que gritaba mis fallas; y por el otro, el sentimiento oscuro, pesado, que se encriptaba en mi alma: “No sirves. Eres inútil. No puedes llevar ni una simple taza. Dudo que puedas lograr algo en la vida”.
Esos sentimientos de inutilidad, fracaso, impotencia e ira, de no lograr las cosas más simples, fueron marcados por otras experiencias tristes que se acumularon dentro mío. Era un mar de sentimientos dolorosos, de pedazos del alma que navegaban sueltos en mí, sin rumbo. Solo el dolor, que iba en aumento.
Dentro de los recuerdos que aún conservo, era una niña muy tímida, de pocos amigos. No solía corretear, porque siempre terminaba en el piso. Y si alguna vez trepé un árbol fue con nefastas consecuencias. Lo único bueno que solía hacer era estudiar y leer. Mi primer libro, a los nueve años, fue “Corazón”, de Edmundo De Amicis. Y desde entonces hasta ahora no dejé de leer. Mis libros son mis amigos y compañeros de la vida.
Decidí estudiar psicología pese a que quería estudiar arquitectura. Puse en la balanza costos, y además en esa época no era aún una opción común para chicas. Antes de concluir mi carrera, hice terapia. Logré hablar de algunos de mis miedos. Después que me gradué, comencé a trabajar.
Trabajé bien. Tenía estabilidad económica. Viajaba de vacaciones al exterior, y lo disfrutaba mucho. Todo parecía marchar bien, pero no era así. En mi interior los sentimientos de desvalorización crecían como hierba mala en un jardín descuidado. Trataba de disimular los síntomas, pero había un vacío que aullaba de dolor.
Había una niña que escondía sus faldas tras un paraguas de miedo. Veía cómo ese sentimiento de nulidad se desplazaba por mi mente con descaro, mostrándome los huecos inmensos en el piso de mi personalidad. Por prescripción propia comencé a consumir antidepresivos. Tremendo error. Creo que consumí alrededor de un año.
Conociendo a Jesús
Una noche, unos amigos me invitaron a una reunión. No me explicaron que era de oración, y menos de evangélicos (en esa época era una buena católica). Las alabanzas me gustaron mucho (eran canciones de Marcos Witt), pero lo que me impresionó fue la seguridad de ese hombre delgado con acento brasilero que daba el mensaje de Dios y hablaba como si Él fuera su gran amigo. Era el pastor José María Gontijo.
Me impactó. ¿Este hombre realmente hablaba con Dios? Pensaba: “¿Será cierto? ¿Se podrá conversar con Él?”, y esa noche me rendí al amor de Dios, a Su presencia. Regresé a casa con esperanza. Esa esperanza se convirtió en convicción. Esa convicción se transformó en decisiones. Esas decisiones dieron curso a una nueva vida, hasta el día de hoy.
Fue una maravillosa noche estrellada de septiembre en 1992 cuando recibí al Señor en mi corazón. De ahí, a bautizarme y disponer la casa para un grupo de oración de jóvenes, fueron decisiones en secuencia. Inmediatamente dejé los antidepresivos. ¡Qué alivio! Después descubrí que estaba escrito en la Palabra de Dios: “Venid los que están cansados y yo los haré descansar”.
Estaba cansada de las pastillas, y me quitó esa carga. A cambio puso gozo en mí. Nunca más volví a probar un antidepresivo. Todo esto ocurrió casi en los tres o cuatro primeros meses después de esa reunión. Mi angustia se convirtió en paz, esa paz que sobrepasa todo entendimiento, y la inseguridad aterradora se transformó en fortaleza.
Me aferré a la Palabra de Dios. El primer versículo que recuerdo es 2 Timoteo 1:7: “Porque Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio”. Llegó a lo más profundo de mi corazón. Fue escrito para mí y era una invitación a mi sanidad. Jesús sabía lo que me pasaba. No podía ocultarle nada. Él quería mi restauración, unir todos los pedazos rotos. Abrazaba mi alma y me valorizaba. Estaba en un pozo y me sacó, limpiándome con tanta delicadeza y ternura que vi cómo llenaba de amor mi vaso vacío.
Mi madre
Así empezó mi caminar con Jesús. Me hablaba a través de su Palabra, y todo lo que aprendía estaba bajo su dulce mirada. Caminar con Él es sencillo. No hay un ápice de confusión. Por ejemplo, cuando le pregunté por qué mi madre me mostraba rechazo, me llevó a una nueva forma de ver la relación, haciéndome preguntas que fueron ordenándose muy lentamente, con amor:
“Magalí, ¿sabes cuántos años estuvo tu madre en un internado de monjas?” Respondí: “Casi diez”. A los ocho años, mi madre y mi tía Fanny fueron enviadas a un internado de monjas italianas. Terminaban las clases y en vacaciones viajaban mis abuelos y las llevaban a casa. Pero a veces decidían vacacionar solos y las dejaban todo el verano en el internado. “Y tú, ¿cuántos años estuviste en un internado?”. Quedé en silencio, porque Él sabía la respuesta: Apenas logré soportar un año. Al siguiente me mudé a la casa de una amiga.
Con mucho amor y respeto siguieron las preguntas sobre la vida mi madre. Quería estudiar bioquímica, pero mi abuelo quebró económicamente y ella abandonó su anhelo de ir a la universidad. A cambio, sostuvo la casa de sus padres no solo en lo económico, sino haciéndose cargo de sus hermanos.
Comencé a caminar a través de recuerdos, revisando cada circunstancia que tuvo que enfrentar mi madre: la discapacidad de su hermano como consecuencia de la polio; el fallecimiento de su hermana menor a los veintiséis años, quedando su hijo bajo la tutela de mi madre y sin el apoyo expreso de mi padre, quien luego le fue infiel y abandonó el hogar. Quedamos tres hijos y ella embarazada de cuatro meses.
Y así, soportó adversidad tras adversidad. Todo en silencio, sin queja, refugiándose en Dios. Solo la vi llorar desconsoladamente cuando recibió la noticia del fallecimiento de mi tía. También cuando murieron mis abuelos. Y hace nueve años, cuando falleció su último hermano. Solo lloraba ante el dolor de la muerte.
Nunca vi a mis abuelos dar un abrazo a mi madre. ¿Se sintió ella amada por sus padres después de todo lo que hizo por ellos? No sé. ¿Recibió valoración de parte de mi padre? Tampoco sé. Cuando mi padre se enfermó de cáncer tuve que viajar a buscarlo a otra ciudad para internarlo aquí. Ella fue a visitarlo a la clínica. Volvía a verlo después de más de treinta años de divorcio, y lo hizo con una actitud de verdadera hija de Dios, con respeto. A la semana falleció, y estuvo en el velorio y en el entierro, viendo sepultar al único hombre que conoció y amó.
Cuando el Señor terminó de mostrarme su soledad y carencia de amor, me preguntó: “¿Puedes transformarla? ¿Puedes cambiar ese dolor?”. Dije: “No”. Entonces, dulcemente dijo: “Solo ámala. Es mi creación”. Nunca más pregunté el porqué de su rechazo. Simplemente aprendí a disfrutarla cuando ella me lo permitía. Y aprendí a perdonar con el perdón de Dios, y a mirar con Sus ojos. Mientras lo hagamos con los nuestros vamos a ver fallas en los otros, pero con los ojos de Dios vamos a ver que en cada falla muchas veces hay una herida abierta. Es nuestra decisión.
Tuve que elegir entre mi pasado lleno de dolor o aceptar el asombroso amor de Dios. Yo no era mi pasado. Decidí por la verdad, por el amor y dejé que restaure todas las áreas de mi vida, no solo mis manos. Mi hijo, ya en la adolescencia, solía visitar a mi madre por largas horas, quizás como un presentimiento de que se acortaba su estadía en esta tierra.
Como todo lo que hace el Señor tiene su tiempo y su manera, una linda tarde de otoño recibió a Jesús en su corazón, confesándolo como su único Salvador. Mi madre era un roble, de pocas palabras, de salud inquebrantable. Fue una excelente maestra de escolaridad básica. Y cuando se jubiló, se negó a estar frente a una pantalla de televisor y decidió pasar sus horas sirviendo al prójimo, ayudando en su parroquia.
Un día, con ochenta y dos años presentó una neumonía y fue internada. Dios permitió que no sufriera, porque a las dos semanas falleció. Fui la última hija que cerró sus ojos. Estoy segura de que volveré a verla, y nuestro caminar será pleno. Tres meses antes de su fallecimiento, segura de que Dios me guiaba, le pedí perdón. Respondió que no tenía nada que perdonar. Varios años después me enteré de que estaba orgullosa de la clase de madre que yo era. Lloré, y di gracias a Dios.
Manos transformadas
¿Y mis manos? Fueron transformadas desde esa conversación con Jesús. Quitó los rótulos y etiquetas que tenía grabados en mi mente y en mi corazón. Cambió todos los sentimientos de desvalorización por amor y aceptación. Entonces aprendieron a dibujar, a pintar, a tejer, a cocinar, a formar rosas en porcelana fría, a hacer bolsos de macramé, a bordar, y escribir cuentos y poemas.
Mis manos levantaron vuelo y volaron lejos, porque las palabras negativas fueron retiradas. Volví al diseño original, tal como me creó Dios. Mis bordados fueron pequeñas creaciones hechas con amor, porque mis manos se deleitaban en su nuevo caminar. Mis trabajos viajaron primero por mi país y luego cruzaron fronteras: Estados Unidos, Australia, Brasil; y seguirán viajando, porque no hay límites para aquello que Dios restaura.
Hay que creer la verdad, la cual está en las palabras de Jesús en Lucas 4:18: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos”. Esta verdad está vigente: Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre.
Él anhela nuestra restauración. Al sanarme, también me dio un propósito. Y desde hace veintinueve años he sido instrumento en Sus manos para sanidad interior de muchas personas. He visto cómo Su amor asombroso ha sanado y transformado, y le dije: “Sí, heme aquí”. Así será hasta que tenga que tomar “el último tren a casa”, como dijo el pastor Dante Gebel.
Magalí Núñez Camacho nació en Camiri y actualmente reside en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Es licenciada en Psicología y exdocente universitaria. Es autora de textos escolares de tutoría “Santa Cruz con valores”. Fue parte del equipo profesional que en 1990 fundó el Hogar de Niños Santa Cruz. Es directora del Proyecto Misericordia, asistiendo con víveres y medicamentos a personas sin trabajo. Magalí brinda apoyo en Sanidad Interior.
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No quiero ser fuerte, ¡quiero ser feliz!
¿Alguna vez escuchaste hablar de resiliencia? ¿Sabías que superar las dificultades y estar dispuesto a aprender de ellas te capacita con mayores recursos para afrontar el futuro?
Por Videlma Vogel
Mientras preparaba una charla para mujeres de todas las edades, me inspiré en un libro escrito por Bárbara Johnson, titulado “Ponte una flor en el pelo y sé feliz”, donde dice “El dolor es inevitable, pero sentirse miserable es opcional”. ¡Cuánta verdad hay en esta frase!
La historia de Bárbara es sumamente impactante y a la vez motivadora. Después de perder a dos de sus tres hijos y atravesar un sinfín de adversidades tanto de salud como familiares, habla de esperanza y anima a otros a no perder la fe en Dios. Asegura que Él puede tomar tu tribulación y convertirla en un tesoro, y que en medio de la oscuridad aprenderás lecciones que tal vez nunca habrías aprendido a la luz del día.
Resiliencia
Dejaré en manos de los profesionales la definición y procedencia del término, y su adaptación de la física a la psicología. Seguramente estará explicado más de una vez en esta antología. En cuanto a ejemplos de personas resilientes podríamos comenzar nombrando una larga lista de personajes de la Biblia tales como Sara y Abraham; José, el hijo de Jacob; Moisés; Job; Ester; David; Pablo; luego los discípulos, y así podríamos seguir. Cada uno de ellos con sus características y matices.
Un gran ejemplo de resiliencia fue Rahab, la prostituta de Jericó. Escondió a los espías salvándoles la vida y, en consecuencia, salvó la suya y la de su familia. Rahab demostró tener una gran capacidad de adaptación, dejando atrás su pasado para abrazar la fe en un Dios vivo y amoldarse a una cultura desconocida, con otras costumbres y tradiciones nuevas para ella. ¿Cómo es que una ramera termina siendo mencionada en la genealogía de Cristo?
A lo largo de la historia de la humanidad hubo infinidad de ejemplos de personas resilientes cuyas historias impactan e inspiran a enfrentar gigantes, pelear batallas, luchar contra viento y marea, y a no darse por vencidos. Las personas resilientes:
Asumen la dificultad como una oportunidad para aprender; como Liz Murray, psicóloga, escritora y conferencista, hija de padres adictos a las drogas, criada en las calles y con todas las fichas apostadas a que sería una indigente más. Decidió cambiar el rumbo de su vida, retomando sus estudios a la edad de 15 años. (Película: “Una indigente en Harvard”).
Se dice que la resiliencia puede ser innata o adquirida. Hay personas que parecen tener desde su nacimiento cierta capacidad para tolerar las frustraciones y dificultades de forma positiva. Pero también existe la posibilidad de desarrollar e incorporar este tipo de recursos personales si tenemos a Dios en nuestras vidas. Él nos da las herramientas necesarias para afrontar cualquier desafío.
Son innumerables las historias de personas que supieron levantar los brazos en señal de victoria después de haber atravesado situaciones extremas como tragedias, enfermedades o experiencias traumáticas y dolorosas. Pero también hay que decir que el lapso entre el primer momento del dolor y la superación de este… es un camino árido, donde abundan las lágrimas y, en muchos casos, se vuelve insoportable.
Entre el duelo y la resiliencia
El duelo es, por definición, “tristeza por la pérdida o ausencia de un ser querido”. Los duelos “duelen”, y no se puede evitar. Es un tiempo durante el cual se transitan etapas que para los profesionales tienen nombres o fases, pero para aquel que se encuentra en ellas es una montaña rusa de emociones incontrolables.
La sensación de vacío generada por una pérdida demanda un período de adaptación a las nuevas circunstancias. Encontrar un nuevo sentido a la vida después de perder a un ser querido muy cercano dependerá de la capacidad de cada ser humano en forma individual. Pero cuando creemos y confiamos en que de alguna forma se puede seguir adelante, nuestras posibilidades de avanzar se multiplican.
No quiero ser fuerte
Cuando mi esposo falleció, algunas personas con buenas intenciones nos decían que debíamos ser fuertes. A mis hijos les decían que tenían que serlo para ayudar a su madre, y a mí, por ellos. Mi reacción, aunque no en palabras audibles, pero sí en mis pensamientos, fue “No quiero ser fuerte”.
Se suponía que debía reponerme rápidamente para poder hacerme cargo de la familia. En ese momento, mis hijos estaban cursando sus estudios en la facultad y ese año me tocó enfrentar sola el nido vacío. A ellos les tocó seguir con sus estudios sin el apoyo y presencia de su padre. El primer tiempo del duelo llegué a pensar que jamás volvería a experimentar momentos de alegría en mi vida. El dolor era demasiado fuerte.
La familia: el antes y el después
“Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová.” (Isaías 55:8). Perder a mi esposo a los 46 años y de manera repentina no era algo que se me hubiera cruzado por la cabeza en esa etapa de nuestras vidas. Teníamos proyectos como matrimonio y también como familia. Hasta entonces funcionábamos bastante bien, con los altibajos que tienen casi todas las familias.
Estábamos en una etapa muy linda en la cual habíamos fortalecido las relaciones entre nuestros hijos y nosotros, disfrutando de las pequeñas cosas como jugar a las cartas o simplemente charlar sobre sus estudios, sus intereses o sus preocupaciones. Nos gustaba mucho viajar los cinco, compartir un rico asado los fines de semana y tomar mate alrededor de la cocina a leña en invierno.
Beto y yo fuimos padres jóvenes e inexpertos. Nuestros tres hijos nacieron al poco tiempo de casados y nuestro mayor desafío fue el de formar una familia cristiana. Deseábamos transmitir a nuestros hijos la fe y la confianza en un Dios vivo, y que aceptaran a Cristo como su amigo y su Salvador.
Debo decir que la iglesia, como familia de Dios, fue parte de este proceso ya que de una u otra manera siempre estuvimos involucrados en algún ministerio. Esto permitió que ellos crezcan en un ambiente sano, con enseñanzas basadas en la palabra de Dios y actividades adaptadas a las etapas de crecimiento de niños y adolescentes.
Pudimos presenciar con mucha emoción el día que cada uno se bautizó y agradecíamos a Dios por habernos guiado y acompañado en la tarea de ser padres. No fue un camino fácil y no fueron sólo rosas. También hubo espinas. Juntos atravesamos montes y valles. Hubo salud y enfermedad, risas y llantos. Pero Dios siempre estuvo a nuestro lado día a día, en las buenas y en las malas, nunca nos abandonó.
¿Por qué comparto esta parte de nuestras vidas? Justamente porque aquél 29 de marzo de 2010, cuando la tragedia golpeó a nuestra familia, no pude entender qué había pasado. Hasta ese día estaba acostumbrada a una relación con Dios marcada por la bendición de ser su hija. Contaba con su protección y cuidado. No dudaba de su presencia en nuestras vidas.
Entonces, ¿dónde estaba Dios en ese momento? Algo estaba mal, muy mal. En mi cabeza había pensamientos que nunca antes había tenido: seguramente Él se había equivocado, había un error. De inmediato comencé a experimentar emociones desconocidas para mí. Negación de la realidad. Sentía un dolor punzante en el pecho. Confusión en mi relación con Él. Sentí un vacío inexplicable en mi interior, acompañado de un fuerte deseo de morir. De un momento a otro mi mundo se volvió cenizas.
Aquella hermosa familia que Dios nos había regalado, la que juntos estábamos construyendo, fue partida como por un rayo y la vida dejó de tener sentido. Sentí mucha impotencia. Ver a mis hijos llorar al lado del ataúd de su padre me rompió el corazón, y ver a mi suegra despidiendo a su hijo me dejó sin palabras.
Un tiempo diferente: el camino del duelo
“Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.” (Mateo 5:4). Tengo que reconocer que la palabra duelo sólo la empleaba para hablar de otras personas que perdían a sus seres queridos. Eso era todo. Ni siquiera sabía qué decir en momentos así. Y ahora éramos nosotros los que recibíamos abrazos con lágrimas y palabras de consuelo. Ahora nos encontrábamos del otro lado. Cada uno comenzando a transitar un camino llamado duelo, que no habíamos elegido y del cual no teníamos referencias, al menos no lo suficiente como para avanzar.
Duelo y muerte son palabras que, por lo general, tratamos de evadir. Es como si pudiésemos evitar morir al no pronunciar la palabra. A nadie le gusta hablar de dolor y muerte. Sin embargo, después de haber atravesado ese camino, descubrí lo importante y necesario que es hablar del tema hasta agotar las palabras.
Está bien que no estés bien
Iniciar ese camino fue una de las cosas más difíciles que nos había tocado hacer como familia. No teníamos la menor idea de cómo transitar un duelo o cuánto tiempo duraría. No había una ruta marcada. Al comienzo dependíamos de otras personas que nos fueron ayudando a dar los primeros pasos.
Una persona sabiamente me describió esos pasos como los de un niño que aprende a caminar: un paso a la vez, con caídas, golpes y volver a levantarse para seguir avanzando. No correr, porque no hay una salida rápida, pero siempre avanzando para no quedar estancado en alguna parte de ese camino. Y cada uno buscó su propio camino de duelo, como en un laberinto con varias salidas.
Ayudar a otros
A mis manos comenzaron a llegar libros de autoayuda. La lectura fue una de las maneras de iniciar ese camino. Pronto pude entender que si las experiencias que otros vivieron y contaron me ayudaron, también mi historia podría ser un eslabón en esa cadena. Entendí que, si Dios me había consolado de esa manera, también yo debía consolar a otros (2 Corintios 1:3,4).
Entonces, para ayudar a otros, me embarqué en la tarea de escribir historias de familias que habían transitado el camino del duelo, incluyendo la mía propia. Gracias a la editorial de Marcelo Laffitte se pudo publicar el libro titulado “Caminos de Cenizas y Esperanza” en el año 2015. El día que hicimos la presentación dije que escribir ese libro no era para mí un sueño cumplido, sino una tarea terminada. Y, si haberlo escrito servía para ayudar al menos a una persona, entonces habría valido la pena hacerlo. Hoy sigo pensando igual.
Quiero ser feliz
Esta es la segunda vez que resumo el tiempo de duelo de nuestra familia. Y aunque la historia es la misma, me doy cuenta de que hoy puedo mirar hacia atrás con otros ojos. La mirada no es la misma, porque ya no soy quien fui hace once años atrás. He recorrido un largo camino y en ese trayecto Dios ha estado trabajando en mi vida, emociones y pensamientos. Sé que he cambiado y mis hijos también.
Del duelo queda solamente una cicatriz que me recuerda las cosas que quedaron atrás en mi vida. Entre ellas, un esposo y el tiempo de la familia con los hijos adolescentes. Hace seis años me mudé a otra ciudad en la que tengo una hija, una hermana y amistades. Así que también dejé atrás mi casa vacía, mi trabajo y la congregación en la que junto a mi esposo e hijos compartimos tantos momentos de nuestras vidas. No fue fácil, pero me ayudó a dar vuelta la página y comenzar a vivir una etapa diferente.
En este tiempo aprendí que es más importante coleccionar experiencias y no cosas. Por eso disfruto de cada momento que Dios me regala para compartir con los que están. Ahora soy abuela de cinco nietos y aunque algunos están lejos, disfruto el tiempo jugando con los que están cerca y haciendo uso de la tecnología con los que están lejos. Ser abuela es un regalo que no tiene precio ni comparación.
Tengo nuevos sueños y proyectos. Con la ayuda de Dios quisiera realizar muchas cosas. Entre ellas, sueño con armar un grupo de autoayuda para personas que pierden seres queridos. Estamos en el año de la pandemia del Covid y por lo tanto muchos planes se están postergando, pero confío en que pronto saldremos de esta situación.
Como familia seguimos afrontando adversidades de distintas índoles, pero personalmente puedo decir que “el Dios de toda gracia” ha restaurado mi vida y me ha devuelto el gozo que tanto le pedí desde un comienzo, cuando creí que nunca más volvería a ser feliz.
Entre la resiliencia y la gracia divina
“Y después de que hayan sufrido un poco de tiempo, el Dios de toda gracia, que los llamó a Su gloria eterna en Cristo, Él mismo los perfeccionará, afirmará, fortalecerá y establecerá”. (1 Pedro 5:10,11, NBLA).
¿Lloro? Sí, pero también río.
¿Lucho? Sí, pero también me rindo.
¿Tengo dudas y temores? Sí, pero también confío.
¿Siento impotencia? Sí, ¡pero en Cristo soy más que vencedora!
Parece contradictorio, pero es así. Llorar, dar peleas y sentir temores e impotencia es parte de nuestro peregrinaje por esta tierra. Confiar y rendirse ante la gracia divina es el lugar en el que Dios nos quiere tener. Creo que estar entre la resiliencia y la gracia es ese estado que nos permite ser pulidos como la piedra que se convierte en diamante. Es ahí donde seremos creativos y tenaces en la oración, y afrontaremos los desafíos haciendo uso de las capacidades que Dios puso en nosotros. No hay méritos por nuestra parte si no es por Su gracia.
Videlma Vogel vive en Leandro N. Alem, Misiones, Argentina, y se congrega en la Iglesia de Dios de la misma ciudad. Es docente jubilada, y ha enseñado el idioma inglés principalmente en escuelas secundarias por 30 años en la ciudad de Montecarlo, Misiones. Es viuda y madre de 3 hijos adultos, con sus familias ya conformadas. Es autora del libro "Caminos de Cenizas y Esperanza"; el mismo fue traducido al inglés y está disponible en Amazon (“Paths of Ashes and Hope”). Sueña con ser parte de un grupo de autoayuda para personas que pierden a sus seres queridos.
Whatsapp: +54(3751)31-2444
Email: videlmak@hotmail.com