YULIÁN SEMIÓNOV
DIAMANTES PARA LA
DICTADURA DEL PROLETARIADO
TRADUCCIÓN DE MARTA SÁNCHEZ-NIEVES
SENSIBLES A LAS LETRAS, 72
Título original:
Primera edición en Hoja de Lata: septiembre del 2018
© Julian Semenov, 1971. All rights reserved
© de la traducción: Marta Sánchez-Nieves, 2018
© de la ilustración de la cubierta: Karel Vašátko, Klimbin, 2016
© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2018
Hoja de Lata Editorial S. L.
Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212, Xixón, Asturies [España]
info@hojadelata.net / www.hojadelata.net
Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.
Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu
Corrección de pruebas: Textosfera S. L.
ISBN: 978-84-18918-32-2
Producción del ePub: booqlab
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Decreto del Sóviet de los Comisarios del Pueblo
Moscú, 21 de abril
El principio de los principios
Intermezzo en Revel
La distribución de fuerzas
Esa noche en Revel
Diferencia en los intereses comunes
Por la mañana en Moscú
Para la historia de la cuestión
Caminos…
El hombre y la Ley
El padre…
… y el hijo
Ay, estos rusos…
Se preparan unos…
… y otros
La operación
Fuego de reconocimiento
Una solución en París
La lógica de una conversación carcelaria…
… y la lógica del carcelero
En Siberia
En Revel
En Moscú
«Una vez preparado… actúa»
Sin pruebas no hay evidencias
El centro donde se cruzan los caminos 379
La operación todavía no ha terminado
La causa a la que sirven
Breve ÍNDICE ONOMÁSTICO para la dictadura del proletariado
Sobre la institución del Depósito Estatal de Alhajas de la República, el Consejo de Comisarios del Pueblo
HA DISPUESTO:
De cara a concentrar, conservar y controlar todas las alhajas pertenecientes a la RSFSR consistentes en oro, platino y plata en lingotes, así como los artículos hechos de estos, de diamantes, de piedras preciosas multicolor y de perlas, anejo a la Dirección Central Presupuestaria se ha constituido en Moscú el Depósito Estatal de Alhajas de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia (DEA de la RSFSR)…
V. I. Lenin
Presidente del Sóviet de Comisarios del Pueblo
V. D. Bonch-Bruiévich
Administrador del Sóviet de Comisarios del Pueblo
S. Brichkin
Secretario
—¿Y quién es ese de ahí, el del rincón? — preg untó el francés.
Misha Yeroshin, que llevaba días enteros con Blenner, un periodista de París, respondió con el ceño fruncido:
—Un pintor… No me acuerdo de su apellido. Se ha vendido a los bolcheviques.
—¿Tiene talento?
—Es una nulidad.
—¿Y el que está a su lado?
—Otro pintor. Trabaja con Lunacharksi, un lameculos de los comisarios.
—¿Aquí solo se reúnen artistas del pincel?
—Para nada. Ahí tiene a Kliúiev. Y a Marienhof al lado. Unos gusanos. Unos cobardes que callan mientras los comisarios los mantienen.
El francés esbozó una ligera sonrisa:
—Empiezo a tener la impresión de que esto de meterse unos con otros es una costumbre moscovita. ¿Ha sido siempre así o empezó después de la revolución?
A Misha no le dio tiempo a responder: Staritski, el crítico teatral, se había acercado a su mesa.
—¿Está libre? —preguntó.
—Por favor —respondió Blenner—, no esperamos a nadie más.
En un pequeño semisótano de la calle Kropótkinskaia se había abierto poco tiempo atrás un comedor en el que se servía té y café —previa muestra del carnet emitido por el Comité Central de Mejora de la Vida de los Científicos— a la inteligencia científica y creadora de la capital. Por eso aquí se amontonaba gente que se conocía, si no personalmente, al menos sí de oídas.
—¿Quién es? —preguntó sin ceremonia alguna Staritski, mirando fijamente al francés—. ¿A quién te has traído, Misha?
Yeroshin, que era de los que sentían el tradicional respeto por los extranjeros, empezó a agitarse en la silla, pero el francés esbozó una sonrisa bondadosa y le tendió a Staritski su tarjeta de visita.
El crítico se metió la tarjeta en el bolsillo y preguntó: —¿Del Komintern?
—Más bien de la Entente.
—Entonces tenga cuidado con Misha, es agente secreto de la Checa.
—Pero mira que eres animal. —Misha hizo un intento por sonreír—. Tú y tus tonterías de siempre…
—¿Dónde está aquí la tontería? Yo evito a todo burgués, incluso al propio, al de casa, así que de acercarme al ajeno… ¡Dios me libre, me proteja y me ampare! Nada, nada, cuando todo este galimatías acabe, te ajusticiaremos, Misha. Por razones sanitarias e higiénicas.
—¿Usted es de los que creen que el «galimatías» se va a acabar? —preguntó Blenner.
—El mundo vive según las leyes de la lógica y no puede soportar la locura por mucho tiempo. Y aquí no se trata de individuos, sino de cierto sistema supramundial que nos gobierna según sus propias leyes, unas desconocidas.
—Cualquier alteración de este mundo viene determinada por los individuos —señaló el francés—. Cifrar las esperanzas en un esquema supramundial establecido es, a su manera, una deserción civil.
—¿Entonces, qué?, ¿me está diciendo que empuñe un Nagant?
—Para nada… Solo intento hacerme una imagen clara de lo que ocurre…
—Imágenes claras en Rusia no ha habido ni habrá: aquí cada uno es un Clemenceau a su manera. Además, solamente los corredores, los exploradores, quieren tener imágenes claras. ¿Es usted corredor?
—Todo periodista es, en cierta medida, corredor.
—Así que le interesa la claridad… —resopló Staritski y declamó—: «No hay muerte más honrosa que la muerte en beneficio de la patria, y esta no puede asustar al auténtico ciudadano, al honrado». Alexander Uliánov. El hermano de Lenin. Justo esto es lo que tendremos muy pronto en la infeliz y atormentada Rusia, donde se han alzado… hermano contra hermano.
—Prefiere usted citar a Uliánov… El espíritu de sacrificio de los enviados a la muerte no le resulta muy atrayente… ¿solo a nivel personal?
—¿Y con qué derecho me habla usted así?
—¿Cómo? —El francés no comprendió—. Es una pregunta. No comprendo que pueda ofenderle una pregunta cuando tiene la posibilidad de responder.
A Blenner lo empezaban a crispar sus interlocutores. Montaban unos planes fantásticos, hacían alusiones misteriosas a saber de qué y presagiaban unos cambios inminentes; al mismo tiempo, ni uno de ellos decía una sola palabra buena sobre aquel a quien un minuto antes había saludado amigablemente, en ocasiones hasta con un beso. Al principio a Blenner lo trastornaban estas conversaciones y ya se había construido una concepción clara de sus futuros artículos: «Rusia al borde del estallido». Pero tras su encuentro con Litvínov,1 quien, siendo todavía embajador en Estonia, había sido confirmado como subcomisario del Pueblo para Asuntos Exteriores, el francés se vio obligado a des hacerse de esa concepción.
—¿Pregunta usted por la denominada oposición creadora? —le había inquirido Litvínov—. Claro que hay oposición, sería ridículo que no la hubiera. Chéjov sostenía: «Aquel que habla más que escribe se desgasta sin haber escrito nada de provecho». Con nosotros están Gorki, Blok, Serafimóvich, Briúsov; unos vástagos magníficos: Maiakovski, Pasternak, Aséiev; detrás de nosotros marchan Timiriázev, Shokalski, Óbruchev, Graftio, Gubkin; con nosotros están Koniónkov, Konchalovski, Petrov-Vodkin, Nésterov, Kandinski, Kustódiev… A veces las cosas se les ponen un poco difíciles, como en todas partes, también nosotros tenemos nuestros idiotas particulares y nadies envidiosos en los organismos que se dedican a la ilustración cultural. Pero en ningún otro país el arte consigue un auditorio enorme e interesado como el que ha aparecido en Rusia después de la revolución…
Rebuscó en su mesa y le lanzó un periódico al francés:
—Es de los suyos. Paul Nadau, ¿lo conoce? De París, también periodista. —Litvínov sonrió de nuevo—. Ahí tiene, lea lo que escribe de nuestra oposición, que no parlotea alrededor de una taza de té, sino que es seria, habla de los eseristas y de los cadetes. Estuvo con ellos en la cárcel de Butyrka.
Blenner cogió el periódico y enseguida vio unos párrafos subrayados: «Toda la celda debatía con gran solemnidad problemas de orden interno, como, por ejemplo, la designación del cuartelero. La manía infantil por el parlamentarismo que había caído sobre toda Rusia se ponía de manifiesto en los interminables discursos vacíos de nuestra celda. Bajo la dirección del presidente las enmiendas se sustituían por contraenmiendas; estas, a su vez, por propuestas, y a estas las sustituían las contrapropuestas. Los participantes de este siniestro torneo carcelario empleaban unos métodos que no estarían de más en el palacio de Westminster. Los presos escuchaban pacientes esos debates oratorios que no llegaban a nada… Tres días después de fuera llegaron unas cestas con productos para los miembros del Partido Socialista Revolucionario. Sin cortarse, estos se pusieron a llenarse los carrillos. Los demás presos se daban la vuelta en silencio para no sufrir mucho. Pero el delegado no lo resistió, se puso en pie y dijo: “Propongo debatir en asamblea la cuestión de la socialización de todos los víveres”. Se hizo el silencio. Solo se oían los chasquidos de las mandíbulas de los camaradas eseristas, que empezaron a masticar más deprisa. Finalmente, uno de ellos pronunció con voz dulzona: “Esta idea nos resulta atractiva, colegas, por supuesto, puesto que deriva directamente de los principios de nuestro partido. Pero ¡reflexionemos! ¿Estamos dispuestos a atentar contra la libertad de conciencia? Aquí hay muchos que no comparten nuestras ideas —añadió el orador señalando a un coronel mayor y hambriento, a un terrateniente con el estómago vacío y a un famoso abogado moscovita encolerizado por el hambre—. ¿Obligaremos a estos señores a convertirse en socialistas a pesar de su voluntad? ¡Claro que no, camaradas! Afirmo que la consiguiente deliberación de esta cuestión debe ser aplazada”. Y el orador se apresuró a recuperar enérgicamente el tiempo perdido en la destrucción intensiva de alimentos».
—¿Qué le parece? —preguntó Litvínov—. Si lo hubiera escrito un bolchevique…, pero es que resulta que su colega, que es burgués…, no nos soporta. Aun así, también dijo cuando lo liberaron: «Se está mejor con ustedes, al menos ustedes son concretos, pero esos… Como medusas antes de una tormenta: inmensos e inestables».
… Y ahora, al encontrarse con varios rusos en aquel pequeño semisótano, Blenner no logró obligarse a hablar con ellos sin ideas preconcebidas: ante sus ojos estaba el artículo de Nadau. Lo conocía, era un hombre formal al que era más fácil matar que obligarlo a decir una mentira.
Cuando Staritski se apartó de ellos, Blenner preguntó:
—¿Tiene algo publicado?
—¡Es incapaz de escribir dos líneas! Un charlatán. Y si hay alguien aquí que sea agente de la Checa, ese es él, se lo aseguro.
El escritor Nikándrov —alto, venoso, destacable— entró en el pequeño semisótano cuando ya había oscurecido.
—¿Quién es? —preguntó el francés al momento.
—Leonid Nikándrov, literato.
—¿También sin talento?
—A ver cómo se lo explico… Ensayos, novelas cortas sobre historia antigua, investigaciones sobre Pedro el Grande… No es combativo, no es para nada combativo.
El francés se presentó él solito a Nikándrov, le pidió que le dejara hacerle una breve entrevista.
—Tome asiento.
Malhumorado, Nikándrov accedió.
—Pero que su compañero se vaya a esperar a otra mesa.
—Conoce la ciudad, es lo único por lo que utilizo sus servicios —respondió Blenner y, girándose apenas, dijo en voz alta—: Misha, hoy no lo retengo más, gracias.
Misha, obsequioso, se despidió del francés y fue a sentarse a otra mesa: una donde armaban ruido los poetas.
—Tengo varias preguntas que hacerle, ciudadano Nikándrov. Me gustaría saber quién tiene, en la Rusia actual y en su opinión, más talento en la literatura, en la pintura, en el teatro.
—En la literatura, yo —sonrió Nikándrov. Y esa sonrisa hizo de su cara venosa y tensa algo completamente diferente: sincera, de una bondad torpe—, si quiere la verdad. Aunque en principio debería responder que Bunin, Gorki y Blok.
—Bunin está en París y a mí me interesa Rusia.
—Ya puede estar Bunin en África, que solo pertenece a Rusia.
—¿Cree usted que Bunin quiere pertenecer a esta Rusia?
—¿Y está usted convencido de que esta Rusia seguirá siendo siempre así?
—No estoy preparado para dar una respuesta, aunque solo sea porque no he leído las obras de Bunin y lo conozco solo de oídas.
—Verá, a usted le interesan los literatos rusos como figuras dentro de un sistema político, ¿no? Entonces nuestra conversación no va a funcionar.
—Mentiría si le dijera que no me interesa el sistema político. Pero tengo vivo interés en las bellas letras.
—Pues a mí no me interesan las bellas letras. Yo pertenezco a la literatura.
—¿Dónde puedo comprar sus libros?
—No me publican mucho por aquí…
—Estoy dispuesto a ayudarlo para que lo publiquen en París.
Nikándrov miró atentamente al francés y respondió:
—Pues se lo agradezco, si es que está hablando en serio.
—Estoy hablando en serio… Antes de que pasemos a sus creaciones, me gustaría preguntarle por aquellos a los que usted valora en el mundo de la pintura.
—Tenemos mucha gente con talento. Lentúlov, Martirós Sarián, Konchalovski, Maliavin… Es imposible nombrarlos a todos… Konstantín Korovin, ¡Nésterov!
—Gracias a Dios. —El francés esbozó una amplia sonrisa—. Es usted el primer ruso que me dice que hay talento en Moscú.
—¿A quién ha conocido usted? No tiene sentido hablar con esa panda. —Nikándrov señaló con la cabeza a los visitantes del comedor—. Auténticas alimañas. Peores que los comisarios, al menos estos saben lo que hacen, mientras que esos de ahí se limitan a gruñir desde la puerta. Levántales la voz, que se esconderán con el rabo entre las piernas. Eso sí, bien que dicen: «Aquí no hay nadie de talento»…
—¿Es difícil la vida para los que lo tienen?
—¿Y dónde es fácil? Es complicado tener talento, claro, dado que este siempre busca su propia verdad, y la verdad… está siempre en su interior, en su visión del mundo.
—¿Usted no está de acuerdo con Marx cuando dice: «El hombre no es libre de la sociedad»?
—No. El hombre nace libre: nadie lo ha despojado de su derecho a disponer de su vida según su propio parecer.
—Se han establecido ciertas limitaciones al respecto: a los infelices suicidas no se los entierra en los cementerios, sino fuera.
—Después de mí, el diluvio.
—Yo pensaba que un literato pensaba ante todo en sus conciudadanos.
—Dejemos que el literato piense en sí mismo. Pero que sea honrado hasta el fin. Esto sí que es una buena enseñanza para sus conciudadanos, ya verá.
—Con ese talante, ¿le cuesta vivir aquí?
—Me cuesta vivir aquí. Pero no por talante.
—¿Tiene intención de abandonar Rusia?
—Sí, estoy haciendo gestiones para conseguir el pasaporte.
—Si me da sus manuscritos, puede que para cuando usted llegue ya esté listo el libro…
Nikándrov se puso de pie:
—Vámonos de este burdel…
En la calle soplaba un viento gélido.
—En ninguna capital del mundo existe un cadalso tan cómodo y bonito como el de Moscú. ¿Sabe qué es el Lugar Frontal? Es donde cortaban cabezas. Fíjese, se han escrito tomos y tomos sobre la crueldad en la historia del Gobierno ruso, pero en tiempos de Iván el Terrible y de Pedro el Grande se ejecutó a menos gente que hugonotes despacharon ustedes en París en una sola noche —continuó Nikándrov—. Asustamos con nuestra crueldad, pero, en re alidad, somos buenos. Ustedes, los europeos ilustrados, no abren la boca sobre la crueldad, pero sí que han sido crueles: así es como llegaron a la democracia. Mientras que solo en Rusia es posible que Zasúlich disparara a un general de la policía y que se la justificara en un juicio soberano… Somos… ¡euroasiáticos! Primero los tártaros se cobraron tributos y violaron a nuestras madres, de ahí que tengamos tantos apellidos tártaros: Baskákov, Yamschikov, Yasákov; y de ahí también nuestro repiqueteo blasfemo que tanto gusta a Occidente, pues, cuando están furiosos, no van más allá de mencionar el trasero. Después, a este gran pueblo que anduvo de los varegos a los griegos lo empezaron a gobernar zarinas alemanas. Ni un solo pueblo del mundo ha sido tan dulce ni ha estado tan entretenido apreciando su historia como el mío; mire, Borodín escribe la ópera El príncipe Ígor, donde al invasor Konchak se le representa como un hombre lleno de nobleza, bondad y fuerza. Y esto no disminuye la belleza espiritual de Ígor, ¡sino todo lo contrario! O tome a Pushkin… Escribió unos epigramas contra el soberano, estuvo bajo el incesante control de los gendarmes, confraternizó con los decembristas, pero fue el primero en glorificar la represión del levantamiento revolucionario polaco… ¿Por qué? Porque cada uno de nosotros es una esfinge y adivinar cómo va a continuar cada caso es completamente imposible y peligroso.
—¿Por qué peligroso?
—Porque cada adivinación supone crear una concepción opuesta. Pero ¿y si no coincide? ¿La concepción ya se ha formulado? ¿Rusia ha hecho la finta de turno? Entonces, ¿qué? Al momento ustedes agarrarían sus zepelines, esos Bertas tan grandes que tienen y los gases serán tres veces peores…
—Comprendo su odio por su pueblo, suele pasar, pero ¿qué pintamos aquí nosotros? ¿Por qué nos maldice también a nosotros?
—Bueno, ya ve cuánto nos cuesta hablar… Yo quiero a mi pueblo y estoy dispuesto a entregar la vida por él. Y a ustedes no los maldigo; nuestra lengua es así: fraseológica, emocional, como quiera usted llamarla, pero no es más que lengua. El intelectual ruso valora París más que un francés, y conoce a Rabelais y a Balzac mucho mejor que sus intelectuales, se lo digo sin ánimo de ofender.
—Es difícil comprenderlos, en efecto. Aunque, por otra parte, a Dostoievski sí lo comprendemos. No se enfade: ¿es posible que el nivel de comprensión de un literato crezca de acuerdo a su talento?
—Entonces ¿cómo es que no entiende ni jota de Pushkin? ¿De Lérmontov o de Leskov? Me parece que Europa es egoístamente selectiva en cuanto a su aprecio del talento ruso: lo que encaja en sus medidas normales y corrientes os maravilla: «¡Ved qué cosas hacen los rusos!». De cuando en cuando me da hasta miedo pensar: «Si Gógol no hubiera nacido en Rusia, el mundo ni lo conocería». Pero resulta que Pushkin no encaja en sus medidas. No has hecho más que enmarcarlo como revolucionario y va y se comporta como un cortesano; apenas has dominado su amor sublime por Natalia y, por favor, qué tenemos aquí: una línea guasona en su diario sobre cómo se encargó de Anna Kern…
—¿Y no le parece a usted que los bolcheviques se han alzado no tanto contra el régimen social, como contra el nacional?
—¿Quiere llegar a que entre los comisarios hay mucha judería?
—Creo que los comisarios están encabezados por un ruso, por Lenin…
—Pardon, usted mismo es…
—Francés, soy francés… Mi nariz es aguileña no a causa de la diseminación de la sangre judía, soy gascón… Allí sentimos inclinación por los viajes y la política. Nos gustan las mujeres, claro, pero aún más la política.
—Si es usted político, dígame entonces: ¿cuándo van a ayudar sus líderes a Rusia?
—¿Se refiere usted a los emigrantes blancos y a la oposición interna? No van a ayudarlos, solo van a prestar ayuda a una fuerza efectiva.
—Eso quiere decir que no hay esperanzas, ¿no?
—¿Por qué…? Las medidas categóricas son ajenas a la política; no estamos hablando del amor, donde sí es posible una explosión total.
—En tal caso, la política se me presenta como el matrimonio de dos enemigos jurados.
—Está cerca de la verdad… Y no se trata de nuestra capitulación ante los bolcheviques, simplemente el mundo es pequeño y Rusia es tan grande que sin ella no es posible la actividad vital normal del planeta.
—¿Simpatiza con el bolchevismo?
—Los bolcheviques privaron a mi familia de sus medios de existencia al anular la deuda de la administración zarista. Mi hermano, padre de tres hijos, se pegó un tiro, había depositado todos sus ahorros en préstamos rusos… Pero yo no odio a los bolcheviques, odio a los ciegos en política.
—Espere, querido francés, nosotros le devolveremos su deuda. El pueblo se despertará y todo volverá a su sitio.
—¿Y qué hacer con un pueblo que está en completo silencio?
—El pueblo está en completo silencio hasta que destaque un guía, un jefe que tenga bandera.
—¿Y bajo qué bandera puede alzarse el pueblo? ¿Bajo la bandera de aquel que proclama: «Devolveremos a la burguesía francesa sus millones»?
Nikándrov se paró de repente y articuló en voz baja:
—¡Que el demonio me lleve, ya está bien!… Siempre he sabido qué es lo que no quiero y qué deseo. Escapar cuanto antes de aquí… Aunque sea al medio de la nada, ¡donde sea! Pero que sea ya… Bueno, aquí es donde vivo. Venga, le haré un té y le enseñaré mis manuscritos…
Mientras subían por la escalera, Blenner dijo:
—Es el primer discutidor abstracto que he conocido en Moscú. Todos los demás no hacen más que meterse unos con otros. Y usted no se detiene en las particularidades…
—Es que usted es extranjero. Le interesan sobre todo las particularidades, en cuanto a la generalidad… usted tiene una propia. ¡Voy a descubrirle una particularidad! Gobierne quien gobierne, yo quiero a mi tierra y no voy a ponerme a airear los trapos sucios solo para darle esa satisfacción. Yo soy yo, si le intereso así, bienvenido; si no, nos daremos la espalda y adiós muy buenas…
Chicherin se encogió de frío y se echó sobre los hombros una chaqueta corta y sin mangas de piel de conejo. La sien izquierda le molestaba con un dolor largo y fastidioso: llevaba mucho rato trabajando con documentos, acababa de llegarle por correo diplomático un último envío de Berlín y de Londres.
En su detallado informe Ioffe escribía desde Berlín:
El canciller ha declarado que considera la colaboración ruso-germana una barrera en el camino del expansionismo político de Francia y de la presión económica de Inglaterra. Considera que el principal obstáculo para cumplir con el plan de intercambio económico y cultural serán no tanto las fuerzas externas como la oposición interna por parte del potente capital del Ruhr. Rathenau ha recalcado que la irresponsable dureza de las contribuciones impuestas a Alemania en el Tratado de Versalles permite ahora aislar el excesivo extremismo del capital germano, pues los productores —los obreros y los campesinos—, así como los intelectuales con disposición patriótica, van a apoyar, sin duda alguna, al gabinete en sus intentos de organizar unas relaciones equitativas con una gran potencia, incluso aunque esta potencia resulte ser la Rusia comunista…
Krasin informaba desde Londres sobre el curso de las últimas conversaciones con los representantes de las tres principales firmas de acero y con el secretario Lloyd George. Escribía:
Los ingleses están tan seguros de ser una potencia que no ven necesario disimular los puntos de empalme que consideran de interés estratégico. En particular mister Enright me preguntó directamente: «¿En qué medida van a limitar ustedes el capital francés no solo en Rusia, sino también en los países limítrofes, y cómo piensan ayudar a los empresarios británicos a crear barreras contra el posible resurgimiento del poderío industrial germano?». A diferencia de conversaciones pasadas, se nota la ajustada concreción en el planteamiento de las preguntas, lo que atestigua las serias intenciones de la parte contraria.
Chicherin se llegó a la estufa de azulejos, pegó bien la espalda, sintió el lento calor y cerró los ojos. Esbozó una sonrisa.
«Han empezado a revolverse —pensó Chicherin—. Por fin se han dado cuenta de que el gobierno de Lenin “no se vendrá abajo definitivamente y para siempre” al cabo de tres días».
Chicherin regresó a la mesa, descolgó el teléfono y llamó a Karaján.
—¿Cómo van las cosas con los cursos breves de francés y de inglés? —preguntó—. Por favor, tome este asunto bajo su más estricto control. Siempre nos fallan minucias enojosas: reconocernos, aceptarnos…, ya lo están haciendo, pero diplomáticos que puedan encaminar este reconocimiento en provecho de la causa… se cuentan con los dedos de una mano.
765. 651. 216. 854. 922. 519… 648. 726. 569. 433… 113. 578. 723. 944… 137. 649. 523. 966. 483… 465. 282. 697. 193.2… 663 …
Querido Auguste:
¡Qué contento estoy de poder enviarte noticias con ayuda de unos amigos! Te has olvidado por completo de nosotros. ¿Cómo está la tía Roza? Imagino que allí con vosotros está como una rosa, pero aquí se hubiera congelado del todo: nuestro clima no es para ella. Igoriok estudia de la mañana a la noche, es bastante difícil que entre en la universidad, por cuanto ahora en la república no es imprescindible la experiencia laboral; sin embargo, el chico tiene tanto talento que seguimos confiando en que se convierta en un auténtico ingeniero ferroviario de verdad. Se le está pasando su antigua pasión por la geología: excepto el tío Iván, nadie puede darle consejos sobre los minerales útiles de Siberia, pero el tío Iván está tan ocupado con sus cosas que no tiene tiempo ni para dormir bien. Además, le ha subido la presión sanguínea de 150 a 190. Y los médicos de aquí de momento no pueden hacer nada al respecto, lo tratamos con una dieta de setas, dicen que ahora es la novedad. En verano secamos dos atados de cincuenta y trescientas unidades. Será suficiente para todo el invierno, pero si le servirá a Iván… no me atrevo ni a pensarlo. Si puedes, invita a Liólochka a París, dos o tres meses. Seguro que le dan el pasaporte si te muestras insistente y demuestras la necesidad de su estancia contigo, no solo como pariente, sino como persona que conoce a la perfección tu manera de escribir solfeo de oído, sin notas. Si puedes, envíame con quien tengas ocasión varias latas de cacao. Espero tus cartas.4
Tu afectuoso tío.5
25. 67. 41.5982. 6.3519.4.69.416. 5. 8893. 14. 9. 6421.6
Yo, R. R. Volobúiev, agente de la Policía Judicial de la provincia de Mozhaisk, Gobierno de Moscú, he levantado la siguiente acta de detención del ciudadano Grigori Serguéievich Belov. Circunstancias de la detención: el ciudadano G. S. Belov llegó en tren a Moscú y empezó a buscar un cochero de punto para ir a la aldea de Vozdvizhenka. Todos los cocheros ya estaban repartidos entre los trabajadores; sin embargo, Belov, que estaba en estado de cierta embriaguez, sacó de su maletín un reloj de oro de bolsillo abombado con el sistema «Hnos. Buhre» y ofreció al cochero Kuzorguin Afrikán Abrámovich la tapa de oro puro si este echaba a sus viajeros y lo llevaba a él, al ciudadano Belov, a la aldea. Basándome en esto, detuve al ciudadano Belov y lo conduje a la comisaría de la milicia en la estación.
—Firme —indicó Volobúiev—, mire ahí, a la esquinita.
—No es «a la esquinita», sino «en la esquinita» —lo corrigió Belov—, un representante del poder debe expresarse con corrección. En cuanto a la firma, no voy a hacerlo.
—¿Cómo que no?
—Pues como que no.
—Si no está de acuerdo con algo, cámbielo, volveremos a escribirlo, pero tiene que firmar, aquí todos firman cuando los pillamos.
—¿En base a qué me han apresado?
—¿Por qué estropear un reloj? Los bandidos suelen ofrecer las cosas así, los que no tienen dinero legal, sino solo trastos del pueblo robados ¡a los proletarios!
—Yo soy un trabajador con responsabilidades, ¿queda claro? Sería mejor que me soltara ahora, sin hacer ruido y por las buenas, de lo contrario… haré que tenga muchos disgustos en todo Moscú.
—¡Tengo los nervios curtidos de sustos! No me da miedo…
La puerta de la milicia se abrió y en el pequeño cuarto, lleno de humo de cabo a rabo, un militsioner metió a dos mendigas con unos niños de pecho. Un crío y una cría de unos cinco años se agarraban a la falda de las mujeres. Y un rapaz de unos diez años forcejeaba por escaparse de la mano seca y campesina del miliciano al mismo tiempo que se des hacía en blasfemias realmente originales.
—¿Y esto? —preguntó Volobúiev—. ¿Qué ha pasado, Lapshín?
—Son del Volga, y el chiquillo hurga en los bolsillos…
—Mételos en la celda, allí lo arreglaremos…
—Ay, gusano, gusano —dijo con amargura una de las mujeres, con el pelo negro y despeinado al descubierto—, seguro que tragas bien de pan, pero mis tetas no tienen leche, y ya ves, mi crío se apaga… Y gracias a Dios te dan ropa…, pero si no hay ni para pan, ¿cómo van a dar ahora dinero por ropa? Mi Nikolashka hurga entre los billetitos, salva a sus hermanos, a sus hermanas.
—Suelta al chiquillo, Lapshín.
—Es que muerde, camarada Volobúiev…
—Eso es que va a vivir —se sonrió sombrío Volobúiev— , al menos los dientes no se le mueven.
Abrió un cajón de la mesa, sacó unas rebanadas de pan, partió la mitad y se la tendió al chico:
—Toma.
Este agarró el pan y, dividiéndolo a su vez en dos, se lo tendió a las mujeres.
Volobúiev resopló y le dio al muchacho el trozo que había decidido quedarse.
—Podéis iros —dijo—. Suéltalos, Lapshín…
Cuando las mujeres se hubieron marchado, Belov dijo:
—Suelta a un ladronzuelo, pero a un hombre honrado…
Un aldeano es un aldeano, por mucho que vaya de uniforme…
Volobúiev lanzó una mirada dura al rostro colorado, juvenil y todavía lampiño de ese joven guapo y vestido a la usanza del viejo régimen, mientras empezaba a rascar la funda de su arma; sacó su Nagant y levantó el percutor. Habría disparado a ese Belov bien alimentado y rosáceo, pero este empezó a lanzar unos gritos tan espantosos y estridentes que Volobúiev se recompuso en un santiamén, aunque la mandíbula se le quedó entumecida y los brazos se le movían como bailando.
—¡Se lo contaré todo! —gritaba Belov—. ¡No dispare! ¡Aquí está todo! ¡En el maletín! ¡Mire! ¡No dispare, buen hombre!
Volobúiev cerró los ojos y se mantuvo así durante unos segundos, después guardó el Nagant en su funda, se acercó a Belov, le quitó de las manos el maletín y, tras abrir los cierres, esparció el contenido en la mesa. Brotó una montaña de oro: tres pitilleras, doce relojes, quince anillos con diamantes, cuatro monedas zaristas de diez rublos.
Volobúiev se quedó un buen rato sentado junto a esta montaña de oro y lentamente tocó todos y cada uno de los objetos… Después —sin que ni siquiera él se lo esperara— dejó caer la cabeza sobre el oro frío y mate y lanzó un aullido, de una sola nota, espantoso, como de mujer…
—Si quieres, quédate todo, pero por Dios te lo pido, déjame ir —oyó a su espalda la voz de Belov—. Quédatelo, nadie lo sabrá, yo seré una tumba, seré mudo, no se me escapará ni una palabra, buen hombre…
Volobúiev se secó las lágrimas, se sonó en un trapo y dijo:
—Discúlpeme la debilidad; la propuesta de soborno la recogeremos en un acta aparte, por supuesto, y ponga del revés los bolsillos: eche encima de la mesa todo lo que lleve.
En los bolsillos de Belov había ciento cincuenta mil rublos, un carnet de trabajador del DEA de la RSFSR y una carta sin dirección con el siguiente contenido:
Grisha, me veo obligado a escribirte esta carta porque una y otra vez esquivas los encuentros personales, algo que me duele, como ser humano y como amigo (perdóname, pero te sigo considerando un amigo, igual que antes, y no un compañero de habitación accidental).
Cuando nos encontramos —¿lo recuerdas?—, eras una de las mejores personas que yo conocía, eras capaz de regalar tu última camisa a un amigo.
Pero ¿qué es lo que te ha pasado, Grigori? ¿De veras el poder del oro y de las perlas es más importante para ti que el poder de la amistad entre los hombres? Si es así, sírvete entregarme una tercera parte de lo que te sacas en el DEA. En caso de que te niegues a cumplir mi petición, denunciaré a las autoridades tu actividad en el trabajo, no la abierta por la que recibes dinero del Gobierno de nuestra república trabajadora, sino la secreta que perjudica a los proletarios infelices y hambrientos. Por consiguiente, si para el día de mañana por la mañana no vienes a nuestro piso y repartes conmigo joyas por valor de 1 (un) millón de rublos, al momento pondré una denuncia en la Checa.
Tu antiguo amigo y ahora conocido
Kuzmá Tumánov
—¿Dónde reside Tumánov? —preguntó Volobúiev.
—En Palija.
—Palija, ¿y eso qué es?
—Hay una calle así, en Moscú.
—Entonces tiene que decir: calle tal, número tal.
—Número doce, piso seis «a».
—¿Cómo es eso, seis «a»? El cinco es cinco, el seis será seis, y si hay siete, pues hay que decirlo.
—¡Maldito burro! —empezó a gritar Belov—. ¿Por qué has tenido que meterte en mi vida? ¡Oscuridad con patas! ¡No voy a hablar contigo! No lo haré, ¿lo has comprendido? ¡No lo haré! —Y entonces Belov se lanzó sobre el agente judicial, pero lo hizo con poco arte, era un muchacho delicado, por eso a Volobúiev no le costó nada darle un puñetazo en el hombro; Belov se cayó y empezó a dar cabezazos al suelo sucio, lleno de escupitajos.
—Lo que tenemos aquí no es un interrogatorio — com entó Volobúiev mientras se alejaba hacia la puerta—, sino sendas crisis nerviosas. Solo que cuando yo aúllo, lo hago por los hambrientos, mientras que tú te comportas como un bruto por los relojes y las monedas, perro sarnoso.
Abrió bien la puerta y gritó:
—¡Lapshín! A ver, alguno, buscadme a Lapshín, que invite a unos testigos y que tire para acá, tengo un burgués baboseando el suelo y sacudiéndose el trasero con los talones.
Ese mismo día la Checa moscovita se llevó a Belov. Se encontraba en estado de postración: entendía mal las preguntas. El médico al que llamaron hizo constar que sufría un fuerte choque y dio al detenido un tranquilizante, no sin ordenar antes que no se le sometiera a interrogatorio en los cinco días siguientes.
El presidente de la Checa moscovita, Messing,7 escribió su resolución: «Al jefe de la cárcel: pido que se cumplan las instrucciones del médico».
Ninguna de las búsquedas de Kuzmá Tumánov dio resultado: había desaparecido, como si se lo hubiera tragado la tierra.
Un grupo operativo de la Checa de Moscú salió en dirección a la aldea Avérkino, donde vivía el padre de Belov, Serguéi Mokéievich. Antes tenía tres tractores, pero el nuevo poder se los había confiscado en el diecinueve. El registro de la casa del viejo Belov no aportó nada nuevo.
Una semana después el médico vio en el detenido una brusca transformación. Este lo miraba ansioso a los ojos y preguntó en un susurro:
—Doctor, si soy sincero, ¿no me fusilarán?
—Yo solo soy el médico, querido, y de verdad que no conozco los pormenores… A ver, un pie sobre el otro…
—Dios mío, ¿qué pinta aquí el pie? La noche después de que usted se fuera, me desperté empapado de sudor. Me daba miedo abrir los ojos, pensaba que había sido un sueño, ha sido un sueño… Me quedé echado, sin levantarme, después abrí un ojo… el techo gris y la bombilla con rejillas. Y lo que pude llorar, doctor, toda la noche llorando. Aunque llorar era como dulce: ¿cuánto más tengo que llorar en esta vida? Y sentía dolor en una mano, como si la atravesara una corriente, estar tumbado en el catre resultaba incluso agradable… Y mear en el bacín, también es como dulce, tierno…
—Y antes ¿en qué pensaba? —preguntó el médico—. ¿Cuándo empezó con todo eso?
—¿Usted en qué piensa cuando está borracho?
—Huy, mi querido amigo, ya no recuerdo cuando he estado yo borracho…
—Pues yo, borracho, soy tonto. A saber las cosas que puedo llegar a hacer por una moza. Cuando estoy bebido, el coraje se me desata. Y a la mañana siguiente me da vergüenza mirarme al espejo: me escupiría a la jeta, pero achispado me gusto tanto… Entonces soy fuerte, lleno de desprecio, y a las mozas les resulto enigmático.
—¿Cómo es usted con respecto al sexo?
—¿El sexo es el acto sexual?
—Casi. —El doctor no pudo evitar una sonrisa.
—Solo puedo si estoy borracho. Sobrio, me quedo pasmado delante de las mozas, no puedo decir ni una palabra, y de sexo ni hablamos.
—¿En su familia nadie ha tenido la enfermedad de las caídas?
—No estoy loco, doctor, no lo estoy… Comprendo con precisión todo lo que ocurre a mi alrededor, dónde estoy y qué me puede pasar…
El doctor recetó una nueva sesión de tranquilizantes, aunque en su conversación con el jefe de la cárcel expresó su suposición de que el arrestado era completamente responsable de sus actos.
Esa misma noche Belov escribió una carta a Dzerzhinski en la que le pedía que lo llamara para interrogarlo. Cuando le denegaron el interrogatorio, se declaró en huelga de hambre. No se esperaban eso del joven. Messing, el presidente de la Checa moscovita, se acercó a la cárcel.
—¿Cuáles son sus peticiones? —preguntó a Belov—. ¿Por qué una huelga de hambre?
—Porque no me interrogan.
—No está en condiciones de ser interrogado.
—Cada día que paso sin saber… es como morir… ¡Pondré fin a mi vida!
—Con relación al fin de su vida, intentaremos no permitírselo. —Messing medio se giró hacia el jefe de la cárcel y le pidió—: Si notan algún truco de esa clase, métanlo en una celda de castigo.
—Claro, camarada Messing.
—¿Quiere declarar algo más, Belov?
—Y usted, ¿usted no tiene nada que declararme?
—¡No se haga el gracioso!
—No lo hago. Cada persona tiene su propia forma de comunicarse… Quiero saber qué es lo que me aguarda si hago una confesión.
—La confesión espontánea se ofrece cuando el hombre no puede pasar sin ella, si quiere sentirse limpio… Pero si este negocia («deme pan a cambio de mi confesión»), entonces no hay nada de qué hablar…
—Yo no pido pan, sino vivir…
—Mientras ponga condiciones, no habrá conversación que valga. Y esa huelga de hambre… acabe ya, no es serio. Aguantará dos días, después empezará a quejarse…
—¿Por qué me habla con tanta dureza?
—Dé gracias de que hable con usted, Belov. Tengo muchas ganas de fusilarlo, justo aquí, sin moverme del sitio… Está bien, está bien… Moscú no cree en las lágrimas, ya sabe. ¡Con las joyas que le hemos quitado podría alimentarse una fábrica!
—¡Pero es que tengo veinte años! ¡Solo veinte! —Belov empezó a gritar y a hacer crujir los nudillos—. ¡Quiero vivir! Es necesario que viva, lo que pasa es que soy joven y tonto.
—A los veinte años ya hay que tener algo de cabeza… Yo tengo veintiséis, por cierto. Si quiere, escriba todos los detalles y póngalo a mi nombre: cómo mató a Kuzmá Tumánov, dónde tiene instalado su escondite —Messing hablaba sin prisa, fijándose en que las pupilas de Belov se dilataban y en que este retrocedía despacito—, y cuantos más detalles escriba, será mejor…
—¿Para mí?
—Para nosotros más, por supuesto —se sonrió Messing— , pero el tribunal puede que tenga en cuenta su tonta edad, ¿por qué no? Demuestre, ¿por qué no?, que no los robó usted, sino otros, y que usted solo es un eslabón de transmisión…
«No digas nada, nada de nada —recordó Belov con precisión y claridad pasmosa la cara de Iván Ivánovich durante su último encuentro—. Por mucho miedo que tengas, por mal que te vaya, no digas nada. No es por asustarte, te estoy contando un secreto. Fíjate: hay amnistías todos los años, para el Primero de Mayo y para el aniversario de Octubre. Punto uno. Después, no van a durar mucho, el hambre los derrotará. Punto dos. No permitimos que se ofenda a los nuestros, nuestros brazos también son alargados, hemos salido de situaciones tales que tú… este es el tercer punto. Y recuerda que el tiempo siempre trabaja en beneficio de quien es valiente y duro. Al que se desanima al momento se le considera un gasto prescindible».
—No voy a escribir nada —dijo Belov al fin—. Puede no interrogarme incluso: agua que corre nunca mal coge. No han querido por las buenas, pues no hace falta.
—Pero qué canalla… —De la sorpresa, a Messing se le alargaron las palabras—. Vaya canalla estás hecho, ¿eh? Muy bien, vuelve a tu celda. Y recuerda que no volveré a hablar contigo, por mucho que lo pidas. Es mi última palabra, gusano.
Messing puso en conocimiento de Alski,8 el vicecomisario de Economía, el arresto de Belov y le pidió que no informara a nadie más del asunto.
—Incluso le recomendaría que informara al DEA de que Belov ha partido en viaje de trabajo a Tobolsk.
—No me gustan mucho estos trucos —respondió Alski— , pero si a usted le parece completamente oportuno, le haré el favor, como excepción.
—Camarada Alski, las excepciones aquí no tienen nada que ver, simplemente Belov ha robado joyas por valor de un millón.
—¿Cómo? —exclamó Alski—. ¡Eso es imposible!
—Sabe, bastante me estalla ya la cabeza con la verdad, así que no tengo fuerzas para inventarme nada, aparte de que mi profesión no me lo permite.
—¿Quién lo ha tasado?
—Hemos llevado a Petrogrado las alhajas para no meter en este asunto a su gente del DEA.
—¿Pone en duda a todo un colectivo por culpa de un solo rufián?
—¿Dónde ha visto usted un colectivo?
—¿Y Shelejés? ¿Y Pozhamchi? ¿Alexándrov? Y, por último, Levitski, el viejo maestro y especialista que trabaja tan bien.
—Aparte de los camaradas citados, allí trabaja mucha más gente. Y tengo una petición que hacerle: sería conveniente que tres de los nuestros se introdujeran allí, como si fueran trabajadores. ¿Cómo lo ve?
—Negativo —respondió Alski—. ¿En serio cree que no somos capaces de poner orden nosotros solos? Solicitaré una inspección, mandaré especialistas de verdad, ¿por qué considerar al DEA una cueva de ladrones?
—Mire… No tengo derecho a inmiscuirme en sus privilegios, pero pienso informar a Félix Edmúndovich.
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1 Murió la víspera de su detención en 1951. (Si no se indica otra cosa, las notas son del autor).
2 «Para Dzerzhinski: Fuentes cercanas al Ministerio de Economía aseguran que en Rusia existe una organización clandestina dedicada al pillaje de diamantes y de oro. Estos artículos se traspasan —o deben ser traspasados— a Revel y a Amberes». (Félix Dzerzhinski (1877-1926), fundador de la Policía secreta bol- chevique, la Checa, dedicada a combatir la contrarrevolución. [N. de la T.])
3 66: código de Román, el agente soviético en Revel, camarada Fiódor Sa- vélievich Shelejés.
4 «Al director de la firma Marchand, París: El precio autorizado por el Narkom de Economía para los brillantes de quilate y de quilate y medio es de 1500 rublos. Las perlas enhebradas no redondas, de 50 a 300 rublos en oro. Las perlas pareadas, redondas y, además, enhebradas, de 50 a 200 rublos el quilate. El platino se cotiza a 80 rublos el zolotnik. El oro, a 32 rublos el zolotnik de pureza 96. Niéguese a comprar joyas a los bolcheviques y a sus precios, no conocen la situación de nuestro negocio. Aquí somos solo dos: Pozhamchi y yo. Haga fracasar sus operaciones comerciales: es lo único que puede apartar- nos del contacto directo con usted. En caso de que los bolcheviques, habiendo comprendido la imposibilidad de comercializar con los diamantes, nos per- mitan salir a Riga o a Revel, nos llevaremos cantidad suficiente de mercancía. En el momento act. no veo otro camino». (El Narodny Komissar o Narkom, comisario del pueblo, es el equivalente al Ministerio en el organigrama sovié- tico. El zolotnik es una antigua medida rusa equivalente a 4,26 g. [N. de la T.])
5 «Afectuoso tío», seudónimo del principal tasador de brillantes del DEA de la RSFSR, Yákov Savélievich Shelejés.
6 «Para Chicherin y Krestinski: Las conversaciones con los representantes de las firmas comerciales Chomet, Marchand y Tarlind han sido un fracaso. Ofrecen unas sumas miserables por diamantes, zafiros y esmeraldas. Ga- netski». (Ganetski era el embajador de la RSFSR en Riga. Fusilado en el año 1937. [N. de la T.])
7 Fusilado en 1937.
8 Fusilado en 1937.
Cuando por la mañana temprano sonó el teléfono en la recepción de la Checa y alguien de voz un poco ronca, con acento extranjero, pidió que lo pasaran directamente con el jefe de contraespionaje, y cuando se aclaró que quien llamaba a los chequistas era el polaco Stef-Stepansky, cuyo expediente era bastante abultado (Stepansky era empleado de la Segunda Sección del Estado Mayor polaco), el miembro del consejo de la Checa Kédrov,9 siguiendo el consejo de Dzerzhinski, envió a hablar con él al ayujefsecex, a Vsévolod Vladímirov.
—Vsévolod y su brillo son insustituibles en una conversación con los bailarines de polca —dijo Félix Edmúndovich Dzerzhinski—. La juventud de Vsévolod, su elegancia y dulzura nos permitirán comprender con precisión a Stepansky: es perro viejo, tratará de jugar con nuestro muchacho. Y, más pronto o más tarde, todo juego acaba descubriendo al agente, sus intenciones reales. Y negarse a contactar con Stepansky sería poco razonable: tiene acceso a Londres, París y Berlín.
Vsévolod se encontró con Stepansky en un despacho de tabaco en la calle 3.ª Meschánskaia. Tras observar de pies a cabeza y con tenacidad a su interlocutor, el polaco dijo:
—Me agrada que hayamos quedado y comprendo dónde nos encontramos usted y yo. Sin embargo, le pediría que la parte de ajuste de nuestra conversación la mantengamos en la calle, donde nadie vaya a escucharnos. Si nos comprendemos bien «en libertad» —sonrió—, creo que es así como hablan ustedes de «no estar en la cárcel», entonces continuaremos la conversación aquí, donde, como presumo, cada una de mis palabras será audible para al menos dos de sus colegas.
Vsévolod miró alegre a Stepansky, lo tomó del brazo y dijo:
—No voy a ocultarle que no estoy más cansado porque no puedo, así que un paseo no me vendrá mal, sobre todo con un interlocutor tan interesante.
Mientras iba al encuentro del polaco, ya sabía por el servicio de vigilancia exterior que Stepansky vendría solo. Cierto que, por si acaso, se había puesto unas gafas ahumadas con cero dioptrías; pertenecía a esa clase de gente a la que unas gafas le hacían cambiar muchísimo.
Iban por una acera empedrada a través de la que ya había empezado a brotar hierba fresca, como podada a la manera inglesa, pasaban junto a unas casas pequeñitas, y desde fuera parecían dos camaradas dando un paseo.
—Entonces, ¿qué es lo que le ha traído hasta mí? — preg untó Vsévolod.
—Hasta usted no me ha traído nada. Yo he venido a ver a la Checa.
—Loable. A mí como individuo, y a nosotros como colectivo, nos gusta que venga a vernos gente interesante…
—¿Necesita que me presente?
—¿Cómo?
—¿Rango, operación, enlaces?
—A grandes rasgos, ya lo sabemos.
—¿Saben que soy teniente general del espionaje polaco?
—Me parece que recordaremos mejor los detalles si los formula por escrito, ¿no?
—¿Cree usted que voy a ponerme a escribir?
—Lo hará. Si ha tramado algo en contra nuestra, tendrá que seguir el juego. Y si lo que lo ha traído hasta nosotros es una intención auténtica de colaboración, querrá convencernos de su sinceridad y empezará a hacerlo con cosillas sin importancia, a saber: los apellidos de sus amigos, de sus íntimos y familiares. ¿O no es así?
—¡Bravo!
Sus miradas se encontraron. Vsévolod sonrió y en sus ojos no había ni la severidad ni el sentimiento de superioridad que tanto había temido Stepansky.
Vsévolod, a su vez, reparó en que el polaco estaba sin afeitar, que tenía la camisa arrugada, las botas sin limpiar y el abrigo sucio; en el hombro izquierdo había algo de pelusilla, y los dedos estaban cubiertos de esa capa grisácea de suciedad especialmente visible en unas manos tan bien cuidadas y gruesas.
—¡Bravo! —repitió Stepansky—. Razona usted con claridad, joven…
—No merece la pena hacerlo de otra manera.
—No pretendía ofenderlo con la mención a su juventud…
—Eso es algo que no ofende. Al contrario…
—No sé si habrá tenido usted ocasión —dijo Stepansky, que empezaba a cabrearse— de tratar con agentes serios y formales de los servicios de información extranjeros, pero quiero hacerle una observación: el Estado Mayor polaco se encuentra ahora en el centro de interés de todos los países europeos. Yo, en particular, tengo contacto con franceses e ingleses.
—¿Recuerda el nombre de su gente en París y en Londres?