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Cine Crush

El cine homoerótico involuntario
en nuestro despertar sexual

Popy Blasco

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Primera edición: mayo de 2022

CINE CRUSH. EL CINE HOMOERÓTICO INVOLUNTARIO EN NUESTRO DESPERTAR SEXUAL © 2022 Popy Blasco

© de esta edición: Dos Bigotes, A.C.
Publicado por Dos Bigotes, A.C.
www.dosbigotes.es

ISBN: 978-84-124665-7-7

Diseño de colección:

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

El papel utilizado para la impresión de Cine Crush es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel reciclable.

Impreso en España — Printed in Spain

Índice

Prólogo

Erotismo involuntario

Diferencia entre cine LGTBIQ+ y cine homoerótico o filogay

Cine LGTBIQ+ encubierto

Despertar sexual boomer

Despertar sexual de la generación X

Despertar sexual millennial

Despertar sexual de la generación Z y más allá

«Mata a mis demonios y mis ángeles morirán también».
Tennessee Williams

Para Jaime: nosotros somos la cabaña.

Y para Oni, que no se separó de mi regazo
mientras escribía este libro.

Prólogo

No descubrí mi sexualidad con un compañero del colegio, tampoco con un amor de verano. Descubrí mi sexualidad con Kurt Russell en Golpe en la pequeña China.

¿Qué niño gay ha vivido un primer amor «real»? Somos como los niños perdidos de Peter Pan, sin poder vivir un amor correspondido. Por eso nunca llegamos a crecer.

Descubrí a Kurt Russell mucho antes de poder elegir películas en plataformas de streaming, mucho tiempo antes de poder ver puntuaciones en apps y redes sociales. Mi madre alquilaba una película cada día, a veces dos, en el videoclub. Debe ser que no se conformaba con lo que echaban en la tele. El videoclub, ese templo y esa vía de escape de la realidad para todo niño gay; las películas como bote salvavidas. Había pocos planes mejores que ir allí con mi madre y escoger una película para mí. Ella cogía cintas como El beso de la mujer araña, Viernes 13, Elígeme, El exorcista o El cartero siempre llama dos veces. Las veíamos todas juntos. En las de miedo, me decía: «Popy, tápate los ojos, que ahora viene una escena de mucho terror». Yo me tapaba los ojos, pero entreabría ligeramente los dedos para poder ver cómo Jason atravesaba con su machete a una pareja cisheteronormativa cual pincho moruno. Para mí siempre solía alquilar las películas de Spielberg y compañía: Quién engañó a Roger Rabbit, Nuestros maravillosos aliados, Regreso al futuro, Cariño, he encogido a los niños, Poltergeist, Los Goonies, Cuenta conmigo, Exploradores, D.A.R.Y.L. También las comedias teen de John Hughes, mucho antes de saber quién era John Hughes y el increíble legado que dejaba para la ficción juvenil: Todo en un día, El club de los cinco, La chica de rosa, Dieciséis velas, La mujer explosiva

Entre todos aquellos inolvidables títulos que reinventaron el cine moderno, un día elegí el clásico de Carpenter Golpe en la pequeña China. La carátula prometía uno de esos filmes entre aventuras a lo Indiana Jones y artes marciales al estilo Bruce Lee. Pero eso es lo de menos. Al llegar a casa, la introduje en el VHS y apareció de pronto, ante mis ojos de niño, un camionero en camiseta de tirantes al que daba vida Kurt Rusell, con unos poderosos brazos, un pecho reconfortante y uno de los rostros más bellos y morbosos que ha dado el cine contemporáneo. El conjunto, unido a la chulería que Russell le daba al personaje, me causó un fuerte impacto. Mi madre estaba ahí delante, en el salón, a sus cosas, quizá leyendo alguna revista, puede que el Diez Minutos, pero fue salir este hombre en pantalla y me ruboricé. Miré a mi madre alarmado para comprobar si ella también se había dado cuenta de que la presencia de ese señor debía estar prohibida. Una presencia escandalosamente erótica para un niño de ocho años. Nunca lo olvidaré.

Ahí me percaté por primera vez de mi sexualidad. También supe, a tan temprana edad y sin conocer apenas nada del mundo, aunque sí lo fundamental, que ese no era el efecto que pretendía conseguir la película. John Carpenter no era consciente de nada de lo que estaba ocurriendo; los responsables del filme tan solo habían hecho una comedia de aventuras. Por supuesto que conocían el atractivo físico de Kurt Russell y querían explotarlo, pero es probable que nadie hubiera caído en la cuenta, durante la producción y el rodaje, de que habían realizado una película erótica para gais, que habían dado forma a los sueños sexuales de un niño, construyendo la fantasía imperecedera de un despertar sexual. ¿Cuántas cintas así habría? ¿Cuántos actores estarían rodando películas sin sospechar la poderosa influencia que provocaban en la sexualidad infantil oculta de medio mundo?

Lo sexual no debería ser un tabú, ni siquiera para un niño, pero ese secreto producía en mí un placer solapado, el encubierto gozo de lo furtivo. Más adelante volví a tener esa estimulante sensación viendo otras películas del videoclub Azata: con el imponente Conan el Bárbaro o con la camisa hawaiana de Mark Harmon en Juerga tropical, pero también con los dibujos de Lobezno en las viñetas de los cómics de Marvel, con Marc Singer de la serie V y con Bruce Willis en Luz de luna.

Mis padres y mis amigos del colegio y de la urbanización creían que esas películas y esas series eran simple entretenimiento, divertidas historias para pasar el rato. Nadie sabía que, para mí, eran puro erotismo. ¿Alguien más vería lo mismo que yo? Antes creíamos estar solos, ahora sabemos que no lo estamos. Somos legión, cientos de miles aquellos que hemos avivado la llama de nuestro deseo con esos títulos, con esos mitos homoeróticos de un cine comercial ¿involuntariamente? filogay. Esta es mi historia, pero cada uno tiene la suya propia. ¿Con qué película, con qué actor, tuviste, querido lector, tu primer crush sexual? Tal vez lo encuentres pasando esta página.

Erotismo involuntario

Como el que no quiere la cosa, la inmensa mayoría de las películas más icónicas en el subconsciente del colectivo LGTBIQ+ lo son de manera involuntaria e, incluso, a su pesar. Muchas veces, pretenden ser todo lo contrario. Películas heterosexuales pensadas para el exclusivo consumo masculino heteronormativo: cine de acción sobre identidades de machos alfa, personajes que exudan testosterona a raudales. Y claro, no puede haber mayor caldo de cultivo para la fantasía erótica gay. Es nuestra venganza: convertir la personalidad y el imaginario de esos chicos que nos hacen bullying en el colegio en simples objetos sexuales para nuestro gozo secreto. ¿No hacéis películas para «nosotrxs»? Pues vamos a transformar las películas que hacéis en nuestras.

Todas esas sudorosas cintas de kickboxing callejero, de soldados en Vietnam, de rudos policías, de persecuciones de coches, de la época de los bárbaros… Mientras mis amigos del colegio, al ver ese cine, encontraban ídolos y referentes de masculinidad tóxica a los que aspirar, yo veía amantes; antebrazos peludos y venosos, bíceps que explotaban mangas, poderosos pechos velludos o depilados, daba igual; cuellos tan anchos como la cabeza de sus portadores, sudor sexual.

Lo mismo ocurre en el imaginario lésbico: películas de amigas, Mujercitas, amistades entre cheerleaders pensadas para el consumo de la chica adolescente cisnormativa, convertidas en cine de culto por mis amigas lesbianas, que vibraban con esas historias de amistad intensa, de encierro en los lavabos fumando un cigarrillo prohibido.

Pero ¿hasta qué punto este erotismo es involuntario? Quizá sea presuponer a los productores de Hollywood una inteligencia y una visión de mercado superior a la real, pero lo cierto es que, teniendo en cuenta que el público adolescente, con las hormonas a punto de explotar, no podía acceder al rincón X de los videoclubs, ni mucho menos alquilar una película porno de temática gay, servirle la mayor cantidad posible de carne y de situaciones eróticas en películas comerciales podría proporcionar a todos estos títulos un tirón extra de éxito.

Quién sabe si estamos ante casualidades o frente a sagaces estrategias comerciales. Cuando el muy exhibicionista de Jean-Claude Van Damme exigía casi por contrato mostrar el trasero en toda su filmografía, ¿en quién pensaba? En las mujeres lo dudo mucho; se supone que ellas no eran de alquilar películas como Lionheart o Doble impacto, ellas eran más de Dirty Dancing, Pretty Woman o Ghost. Quizá eran más de actores en un registro romántico de posible amor de instituto que de macarras en películas como Soldado universal. Van Damme desnudo en la ducha, en la cárcel, en un lago. Si es cosa de los guionistas, posiblemente se trate de películas heterosexuales escritas por gais. Si es idea del productor, tenía una gran visión monetaria.

Pecaríamos de ingenuos si creyésemos que las secuencias en las que Jason Statham se quita la camisa porque sí en Transporter o Crank son fruto de la inocente casualidad. Y es que la admiración heterosexual por el cuerpo de macho alfa ha sido durante tanto tiempo y, por supuesto, sigue siendo aún hoy en día, una excusa para la bisexualidad y la homosexualidad reprimidas. Lo vemos en los vídeos de los vestuarios de equipos de fútbol de primera división, en nuestros gimnasios en los que los heteros se contemplan los cuerpos los unos a los otros, entre la competitividad y el encandilamiento. Toda esa gente, al llegar a casa, tiene su cine y sus ídolos de la pantalla.

¿Por qué al colectivo LGTBIQ+ parece atraernos tanto aquello que en principio no está hecho para nosotros? Sin lugar a dudas, sobre todo entre los boomers y en la generación X, siempre ha existido el morbo ante lo prohibido. El deleite contracultural de estar haciendo algo que, en teoría, no se debería hacer: desde hablar por teléfono con amigas a las doce de la noche o darle una calada a un porro, hasta ir a un botellón mientras tu madre piensa que estás estudiando un examen de química o disfrutar de una sexualidad que en esas décadas estaba socialmente vetada. Una buena manera de lanzarle un cóctel molotov a esa lacra que es la educación judeocristiana. También hay que puntualizar que, en dichas generaciones, más que de una preferencia se trataba de acceder a los pocos contenidos que teníamos a nuestra disposición. Porque era un tiempo en el que apenas existían películas comerciales y no digamos ya series televisivas con personajes homosexuales. Ante semejante panorama, marcado por el tabú y la intolerancia, solo se podía encontrar refugio en ese cine normativo que, de pronto, rezumaba erotismo filogay y ambigüedad.

Sin duda, Dentro del laberinto, obra maestra de Jim Henson, creador de Los Teleñecos o de Fraggle Rock, era una película destinada al público infantil, una película oscura y turbadora, pero infantil. Y si era turbadora, en buena medida era gracias a la ambigüedad sexual que aportaba el gran David Bowie. Una sensación de estar viendo algo clandestino y vedado que tenía que ver con la sexualidad perversa que irradiaba Bowie con ese maquillaje de ojos, el subversivo cardado punk y un paquete inmenso bajo las mallas de color crema. Un imán ante el que, con poco éxito, nos negábamos a sucumbir. Bowie era masculino y femenino, no sabíamos si era malvado o no, si estaba enamorado de Jennifer Connelly o si pretendía hacerle daño. Si era un hada madrina o una bruja. Bowie fue quizás el primer genderfluid no-binario interseccional de la historia, marcando nuestro destino.

Diferencia entre cine LGTBIQ+ y cine homoerótico o filogay

La diferencia entre ser y parecer; y es que nada tiene que ver el cine LGTBIQ+ con el cine homoerótico o filogay.

El cine de temática LGTBIQ+ indaga de manera consciente y planeada en el universo personal, sexual y afectivo de gais, lesbianas, transexuales, bisexuales, intersexuales y gente no binaria. Se trata de un cine que retrata la problemática social de este amplio colectivo desde una perspectiva reivindicativa de tolerancia. Es cine activista concebido desde el entretenimiento y la ficción. Esta temática ha estado suscrita a múltiples géneros, desde el costumbrismo (Mi hermosa lavandería, Los juncos salvajes, Nosotros dos, Los chicos están bien, High Art, Transamerica, Weekend), la comedia (Jeffrey, Las aventuras de Priscilla, reina del desierto, In & Out, The History Boys, Hedwig y The Angry Inch, Krámpack, Shortbus), el cine histórico o basado en hechos reales (Eduardo II, Mi nombre es Harvey Milk, Oraciones para Bobby, Yossi & Jagger, Antes que anochezca), el melodrama (Maurice, Los chicos de la banda, La ley del deseo, Compañeros inseparables, Las amargas lágrimas de Petra Von Kant, Mi vida en rosa, Happy Together, Brokeback Mountain, La vida de Adèle, Moonlight) hasta, por supuesto, el cine social (Descubriendo el amor, Bent, Philadelphia, Fresa y chocolate, Pariah, Beautiful Thing, La virgen de los sicarios, My Brother the Devil) o el documental (Paris is Burning, La muerte y vida de Marsha P. Johnson, Cuando lo supe, Tig).

Títulos que engrosan festivales de cine LGTBIQ+, ciclos y cinefórums. Películas que nos han hecho sentir menos solos y que otra realidad, diseñada a nuestra medida, era posible. En pleno boom histórico del cine de temática LGTBIQ+, hacia mediados de los noventa y principios de los dos mil, cuando nadie usaba nuestras siglas y solo se referían al cine gay y lésbico, no tardaron en surgir voces dentro del propio colectivo que criticaban que la homosexualidad fuera clasificada como un género cinematográfico en sí, como si se tratase del western o del cine bélico. «Cine gay». Aquellas voces consideraban, no sin razón, que las películas, en lugar de tratar acerca de gais, lesbianas y transexuales, deberían incluir personajes gais, lesbianas y transexuales de manera naturalizada, dentro de comedias, cintas de terror y películas de gánsteres, normalizando así la sexualidad de estos personajes sin convertirla en el centro mismo de la trama. Sin lugar a dudas, una vez más, el debate interno de nuestro colectivo iba por delante de la sociedad, aún en pañales, evidenciando que un cine de temática LGTBIQ+ incluso hoy en día, en plenos años veinte, sigue siendo fundamental para comprender la sociedad en la que vivimos. Nuestra sexualidad no debería ser protagonista de nuestra historia vital, pero lo es. Una persona-personaje de ficción heterosexual no está marcada por su sexualidad, pero una persona-personaje LGTBIQ+ sí lo está. Nuestra infancia es muy diferente a una infancia normativa. Mientras nuestros compañeros heterosexuales de clase vivían su primer amor, nosotros solo podíamos soñar con él. A veces a través del cine. Motivo suficiente para que nuestra sexualidad esté presente en nuestras propias historias.

Pero si esto a lo que nos referimos es cine LGTBIQ+, ¿qué es entonces el cine homoerótico o filogay? El cine homoerótico o filogay es aquel que suscita un alto interés en el colectivo de manera involuntaria, inconsciente u oculta. Bien sea por el erotismo que provocan sus protagonistas al seguir los cánones de la sensualidad gay y lésbica, o por la sensación de homosexualidad soterrada que subyace en la relación de los personajes de la historia. Esta segunda vía de cine filogay roza directamente el cine LGTBIQ+ encubierto.

Cine LGTBIQ+ encubierto

Qué bonito es colarla; lo que los heterosexuales llaman «meter un gol por la escuadra». Ser Pixar, hacer creer a los padres de la derecha más conservadora que sus hijos van a ver en Disney+ una película sobre la amistad, la maravillosa Luca (2021), y que estos hijos se topen con una preciosa historia de amor homosexual infantil y con un alegato sobre la tolerancia al que es diferente. En el cine siempre se encuentra lo evidente (aquello que, sin lugar a dudas, ocurre ante nuestros ojos), lo sugerido (un significado escondido lanzado por los creadores del filme) y nuestra lectura como espectadores, los deseos que volcamos sobre la obra que estamos viendo.

Mientras que en el cine homoerótico o filogay convertimos a ídolos de masas heterosexuales en objetos de deseo, en el cine LGTBIQ+ encubierto asistimos a mensajes sexuales creados de forma consciente, aunque estos permanezcan invisibles para parte del público normativo. Algo que nos hace dudar acerca de si lo que vemos es fruto de nuestra interpretación personal y de nuestra imaginación calenturienta o si, en realidad, esta interpretación en clave sexual y amorosa es acertada.

El cine LGTBIQ+ encubierto nos ha brindado joyas de enorme sutileza como la icónica La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, 1935), en la que Ernest Thesiger, como el cínico doctor Pretorius, dio vida a un simpático villano que ponía cara de asco cada vez que estaba delante de una mujer, pero no en presencia de Henry Frankenstein.

En esta cinta de la Universal, secuela de El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931), mucho más libre que su predecesora, también hallamos otra sugerente indirecta en la secuencia del invidente que acoge al monstruo en su casa y que, según él, lleva mucho tiempo rezando por tener un «compañero» que le prive de su soledad. También se ha llegado a señalar que el rechazo del monstruo femenino hacia su impuesto partenaire masculino se debe a que ella es lesbiana. La novia de Frankenstein fue interpretada por la eterna Elsa Lanchester —a la que en 1964 vimos de criada en Mary Poppins—, con un legendario peinado que fue el punk antes del punk y que tanto inspiró a artistas como Nina Hagen o Alaska, huyendo de los convencionalismos del heteropatriarcado.

James Whale, el director de la cinta, era gay y no daba puntada sin hilo. Fue objeto de una película biográfica, la fallida aunque interesante Dioses y monstruos (Gods and Monsters, 1998), con Brendan Fraser como objeto de deseo.

Ben-Hur (1959) es otro clásico que encierra un subtexto homosexual. La película que todas las familias veían siempre en Semana Santa cuando la ponían por televisión cuenta, entre otras cosas, la historia de dos amigos enfrentados que fueron pareja en el pasado. Esta vuelta de tuerca del guion, propuesta en su momento por Gore Vidal, se ocultó a los productores por miedo a que se parase el proyecto y también se le escondió al mismísimo Charlton Heston —quien daba vida a Ben-Hur—, mientras que su compañero Stephen Boyd (Messala) sí era consciente de lo que había tras lo evidente. Heston se enteró mucho después, leyendo una entrevista a Vidal, de que ambos personajes fueron amantes y, al no existir Twitter, se intercambiaron impagables cartas de reproches a través de Los Angeles Times.

Espartaco (Spartacus, 1960) es otro que tal baila. Entre jaleos de gladiadores y esclavas, a Craso (interpretado por Laurence Olivier) lo reciben en su magnífica villa con una ristra de efebos, posibles esclavos para él. De entre ellos, Craso se encapricha de Antonino (Tony Curtis), un morboso twink que, a pesar de ir de inocente, mostraba en su mirada muchas horas de vuelo. Es célebre la secuencia de la bañera, en la que Craso pide a su esclavo que le rasque la espalda. Tras una pequeña charla sobre ética y moral, le lanza una indirecta bien directa: «¿Comes ostras?, ¿comes caracoles?». «Mi gusto incluye tanto los caracoles como las ostras», le responde. La censura, que era corta de miras pero no tanto, puso el grito en el cielo. Se propuso, en un alarde de imaginación, cambiar «ostras» y «caracoles» por «alcachofas» y «trufas». Kirk Douglas no estuvo por la labor y se negó a semejante disparate. La escena se quedó en un cajón, pero en 1991 encontraron el metraje desechado en unos trasteros de la Universal y se decidió que fuese incluida en la remasterización de la cinta. Como la escena carecía de sonido, Anthony Hopkins puso voz a Laurence Olivier, ya fallecido por aquel entonces.

Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, 1955) rebosa también amor homosexual. La carga emocional del sentido retrato de unos jóvenes que luchan por aceptarse a sí mismos en una sociedad en la que no encajan es apabullante. Platón (el entrañable Sal Mineo) y Jim (el eterno James Dean) son rebeldes pero con causa, pues se aman en un entorno hostil. La ira de la incomprensión. No era casual que el personaje de Platón tuviese en su taquilla del instituto una foto de Cary Grant. Muchos fueron los rumores acerca del idilio entre Mineo y Dean detrás de las cámaras, cuya complicidad incendia la pantalla. Que Dean había tenido relaciones previas con otros hombres no era un secreto: primero con su compañero de habitación, el también actor y guionista William Bast, y, años más tarde, con su íntimo amigo, el productor Rogers Brackett. Cuando se le preguntó a Sal Mineo por esta legendaria tensión sexual, respondió: «Si hubiera comprendido entonces que un chico podía enamorarse de otro…, pero no lo comprendí hasta años después, cuando ya era demasiado tarde para Jimmy y para mí». Una historia en el limbo de las historias de amor que pudieron ser y nunca fueron.

La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, 1958), en su adaptación al cine, enterraba la realidad del atormentado Brick, interpretado por el bellísimo Paul Newman. El suplicio de Brick tenía su origen, además de en una carrera deportiva truncada, en la muerte del hombre al que amaba, que era mucho más que un amigo, y en que no amaba a su mujer —a la que dio vida Elizabeth Taylor— por ser homosexual. Este relevante «detalle», que sí quedaba claro en la magnífica obra de teatro de Tennessee Williams, fue ocultado en la versión cinematográfica. Ocultado, claro, para el que no sabía ver.

Alfred Hitchcock, por su parte, no solo era el mago del suspense, también el de la lectura cinematográfica entre líneas. Siempre fue de jugar con su público y de la insinuación por encima de la mera literalidad. De este modo, los dos protagonistas de La soga (Rope, 1948), Brandon (John Dall) y Phillip (Farley Granger), aunque a primera vista parezcan dos asesinos que actúan juntos, mantienen una relación de dependencia, y su intimidad va mucho más allá de la esperada por dos hombres que son amigos y viven juntos.

El director de Vértigo volvió a presentar a un personaje queer armarizado en plenos años cuarenta en la hipnótica Rebeca (Rebecca, 1940): la mítica señora Danvers —interpretada por Judith Anderson y su impresionante lunar—. El ama de llaves de la mansión Manderley mostraba unos sentimientos ante la difunta Rebeca que, desde la primera vez que vi la película, entendí que eran algo fuera de lo común, muy lejos de la relación ama de llaves-señora de la casa. Un sentimiento clave en la trama del filme. No sé cómo será en el reciente remake de Netflix, pues decliné verlo pese a contar con un mito erótico del que hablaremos más adelante: Armie Hammer.

Conocido de sobra entre los fans del género de terror y la serie B es el subtexto de Pesadilla en Elm Street 2: La venganza de Freddy (A Nightmare on Elm Street 2: Freddy’s Revenge, 1985), gracias sobre todo al documental Scream Queen! My Nightmare on Elm Street (2018), de Roman Chimienti y Tyler Jensen, que gira en torno a la figura del actor Mark Patton. La secuela directa del éxito de Wes Craven fue una película absolutamente gay con un protagonista masculino (cuando los protagonistas de los slashers siempre eran mujeres) que hace un lipsync en su habitación, cierra cajones a golpe de culo y disimula cuando sus padres abren la puerta, sabiendo que está haciendo algo no aceptado por la sociedad. El personaje de la chica no es un objetivo romántico, sino más bien su «mariliendre», y cuando tiene pesadillas… ahí se abre la caja de Pandora: sueña que su profesor de gimnasia lo obliga a hacer ejercicio y que se lo encuentra en un bar gay leather, en un verdadero tour de force fetichista que más que pesadilla es un sueño húmedo.

En su día, Tomates verdes fritos (Fried Green Tomatoes, 1991) se vendió como la típica feel good movie para madres, con un cartel con aspecto de pastel melodramático a lo Magnolias de acero. Lo que no esperaban muchas de las señoras que acudieron a las salas y que, en la mayoría de los casos, desconocían por completo el origen literario de la película —pese a ser un best seller en Estados Unidos—, era que el caramelito de envoltorio floreado encerraba el veneno del drama de las relaciones lésbicas en la América profunda. Estábamos a principios de los noventa, y la historia de amor entre las protagonistas —interpretadas por Mary-Louise Parker y Mary Stuart Masterson— volvía, una vez más, a ser disfrazada, casi de manera insultante para la inteligencia del espectador, de fuerte amistad.

Todas mis amigas lesbianas coinciden en una película fetiche: Jóvenes y brujas (The Craft, 1996). Muchas de ellas me aseguran que es obvio que entre Nancy (inolvidable Fairuza Balk) y Sarah (Robin Tunney) hay mucho más que una simple amistad de instituto, si las amistades de instituto entre chicas se pueden calificar como «simples». La puesta en práctica de los conjuros entre las protagonistas conlleva un espacio en el que los hombres no son necesarios, un espacio de intimidad en el que las mujeres se bastan por sí mismas —algo que también se mostró entre los personajes de Willow y Tara en Buffy, cazavampiros—. Pero en Jóvenes y brujas —por cierto, con un fabuloso remake-secuela en 2020—, Fairuza Balk llega a decir «bebo de mis hermanas», por no mencionar la secuencia de «liviana como una pluma, rígida como una tabla», donde Sarah les dice a las otras chicas: «Toma tu dedo índice y tu dedo corazón y ponlos debajo de ella, así». ¿Existe algo más lésbico que un uniforme escolar? Un uniforme escolar con una chaqueta de cuero.

Anne Rice quería al muy turbador Julian Sands —gran icono homoerótico gracias a Una habitación con vistas y Warlock— como Lestat para la versión cinematográfica de su exitosa novela Entrevista con el vampiro. La elección final de Tom Cruise fue polémica, pero muy acertada. Por un lado, el rechazo popular hizo que Cruise se esforzase al máximo para convencer en el papel; por otro, la enigmática sexualidad de la estrella jugó a favor del erotismo en sus ambiguas escenas con Brad Pitt. Dos vampiros homosexuales haciendo honor a la tradición literaria vampírica de deseos carnales (y sanguíneos) por encima de géneros.

Esta relación entre Lestat y Louis en Entrevista con el vampiro (Interview with the Vampire: The Vampire Chronicles, 1994) no dista mucho de la del profesor Xavier (Patrick Stewart) y Magneto (Ian McKellen) en las primeras entregas de X-Men dirigidas por Bryan Singer. La admiración mutua es palpable, pero ¿es solo admiración? Cuando interactúan estos dos grandes actores, Stewart y McKellen, ambos activistas gais en la vida real, da la impresión de que, en el pasado, pudo haber algo más entre ellos. En X-Men 2 (X2, 2003), aprovechan para presentar los superpoderes de los mutantes como una alegoría de la homosexualidad; hijos que ocultan los superpoderes en sus casas y que son rechazados por sus padres cuando confiesan su particularidad. Blanco y en botella.

En cada marcha del Orgullo LGTBIQ+, entre importantes reivindicaciones, fiesta —merecida tras siglos de hacerlas en privado— y carrozas patrocinadas por marcas que se apuntan al pinkwashing, nos encontramos con un personaje algo siniestro de maligna sonrisa y vestido con un sombrero de copa. Es el Babadook, que ha pasado de icono del terror indie a icono queer. Jennifer Kent dirigió Babadook (The babadook) en 2014, película de culto aclamada por la crítica en su día y convertida hoy en un clásico gracias al uso que el colectivo ha hecho del personaje antagonista. Todo comenzó cuando una persona escribió en Twitter: «Cuando alguien me dice que el Babadook no es abiertamente gay es como?? Has visto siquiera la película?? [sic]». La mayoría de la gente no entendía la lectura gay del filme, pero la bola de nieve no paró de crecer. Los usuarios comenzaron a compartir una falsa captura de pantalla del afiche de la película en una sección de Netflix de cine LGTBIQ+ y otro certero comentario en Twitter hizo el resto: «Soy un monstruo aterrador que destruye familias que intentan reprimirme». Que esa lúgubre figura en blanco y negro permanezca entre banderas arcoíris por mucho tiempo.

En la serie de feel good movies de Dando la nota (Pitch Perfect, 2012-2017), claro homenaje al cine adolescente de John Hughes, no pasa desapercibida la notoria ambigüedad sexual de la protagonista, Beca, interpretada por la chispeante Anna Kendrick. Aunque en las diversas entregas siempre hacen que Beca termine con un chico, esto no logra apaciguar la alta energía si no lésbica sí al menos bisexual del personaje. Desde sus eternos coqueteos con Chloe (Brittany Snow) hasta sus comentarios sobre lo buenas que están sus competidoras, todo parece apuntar a una escena lésbica de Beca. Entonces, ¿por qué en toda la saga al final se da un paso atrás? Otra oportunidad que Hollywood no aprovechó.

He perdido la cuenta de las veces que Disney (y su filial de Marvel) ha anunciado que su nueva película incluía el primer personaje abiertamente gay de la historia de la compañía: ¿Capitana Marvel?, ¿el amigo de Gastón en el remake de imagen real de La bella y la bestia?, ¿el amigo de Cruella? Sin embargo, en mi memoria siempre aparece Elsa, la reina del hielo en Frozen. El reino del hielo (Frozen, 2013). Su historia, en la que se esconde de los demás para que no sepan lo que es en realidad, ¿no encierra una potente alegoría acerca de la homosexualidad? El descomunal (e inesperado) éxito de este clásico de Disney, cuyo pegadizo Let It Go («deja que fluya», curioso lema) pilló desprevenidos a los padres de medio mundo, mostraba a una princesa que no sentía el más mínimo interés ni por príncipes azules ni por campesinos.

Mientras algunos ven en este hecho un intento de Disney por romper con el eterno objetivo del amor romántico, otros ven un personaje claramente lésbico. Las lecturas queer de Frozen y Elsa comenzaron a aparecer en las redes sociales poco después del estreno y despegaron unos meses más tarde, en enero de 2014, cuando el profesor de la Universidad Estatal de San Diego, Angel Daniel Matos, que estudia la interseccionalidad de las narrativas queer en la literatura infantil, escribió un artículo en el que argumentaba que analizar a Elsa a través de la lente de la teoría literaria queer tenía mucho sentido. Una fábula en la que los padres obligan a su hija a reprimir y a ocultar los poderes con los que nació; represión que, una vez más, nos habla de ese armario que muchos logramos romper con la primera ayuda del cine.

Despertar sexual boomer

Los pioneros del colectivo, aquellos que abrieron el camino de los derechos que tenemos hoy en día, encontraron en el homoerotismo la vía de escape al insoldable tabú de su sexualidad; lo hicieron en emocionantes sesiones de cine proyectado en pantalla de sábana blanca y sillas apilables o en aquellos grandiosos teatros reconvertidos en cines —y hoy, de nuevo, reconvertidos en teatros para musicales-franquicia o, en el peor de los casos, en centros comerciales de fast fashion cosida en Bangladesh—. Miradas furtivas en cines de verano, en sesiones dobles o en matinales. Hombres que cogían la mano de sus novias impuestas —cuántas mujeres enamoradas que no podían ser correspondidas han sido víctimas de la homofobia de la sociedad— cuando, en realidad, querían sostener la de William Holden en Picnic.

La homosexualidad nacida en tiempos de Franco vivió su despertar sexual cinematográfico con las excitantes películas de romanos.

Este género fue denominado péplum, término acuñado por el crítico francés Jacques Siclier, que lo utilizó por primera vez en la revista Cahiers du Cinéma en 1962, en un artículo titulado «La edad del péplum». En él, empleó el vocablo griego peplo, que hace referencia a una túnica sin mangas que se sujetaba en los hombros y dejaba al descubierto los brazos del griego en cuestión.

El péplum estaba predestinado a ser de culto para el público gay. Hasta nuestra amada Raffaella Carrà empezó su carrera trabajando en este género. Estaba escrito. Sus orígenes se hallan en Los últimos días de Pompeya (Gli ultimi giorni di Pompei), filme de 1908 dirigido por Luigi Maggi y, cinco años después, en la magnífica primera versión cinematográfica de Quo Vadis? (1913), de Enrico Guazzoni y altamente homoerótica para la época.

Pietro Francisci había dedicado su vida a realizar notorios documentales, pero dio el bombazo mundial al llevar el viaje de los argonautas al cine con Hércules (Le fatiche di Ercole, 1958). ¿Quién le iba a decirle a Francisci que ese humilde e ingenuo proyecto iba a dar lugar a un género internacional sobre ídolos musculosos en minifalda?

En este filme, el elegido para interpretar a Hércules fue Steve Reeves, un culturista que había debutado en el mundo del cine en 1954 con Jail Bait, de la mano de Ed Wood —el peor director de todos los tiempos, autor de Glen o Glenda y Plan 9 del espacio exterior, al que Tim Burton dedicó un fabuloso biopic—, y que también había aparecido en Athena, junto a Debbie Reynolds, protagonista de Cantando bajo la lluvia y madre de Carrie Fisher.

La belleza íntegra y severa de Steve Reeves y sus espectaculares pectorales hicieron soñar a toda una generación tanto en Hércules como en su secuela, Hércules y la reina de Lidia (Ercole e la regina di Lidia, 1959), pero también en Los últimos días de Pompeya (Gli ultimi giorni di Pompei, 1959), El ladrón de Bagdad (Il ladro di Bagdad, 1961) o Rómulo y Remo (Romolo e Remo, 1961).

Con Reeves nació, de hecho, el concepto de beefcake. Una belleza digna del Partenón que, tal vez encumbrado cual dios griego, rechazó ser James Bond en Agente 007 contra el Dr. No (Dr. No, 1962). Craso error. La carrera de muchas estrellas se construye a partir de las negativas de otras.

Hoy se sigue conociendo como péplum a cualquier película que esté, al igual que las ya mencionadas, ambientada en la Antigüedad clásica, como Gladiator, Ben-Hur o 300