Matusalén
Matusalén
Giovanna Pollarolo
Matusalén
©2022, Giovanna Pollarolo
©2022, Contratapa Proyectos Culturales S.A.C., para su sello Cocodrilo Ediciones
Jr. Nicolás de Piérola 451, urb. Liguria, Surco, Lima, Perú
cocodriloediciones@contratapa.pe
www.cocodriloediciones.com
Dirección editorial: Contratapa Proyectos Culturales
Diseño de portada: Mario Vargas Castro
Primera edición digital en Cocodrilo Ediciones: abril de 2022
ISBN: 978-612-48543-5-4
Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio físico o digital, sin el permiso previo del editor. Todos los derechos reservados.
Sus biógrafos aún no se ponen de acuerdo si fue un huracán, un tsunami o un terremoto el fenómeno natural que destruyó la casa del viejo Matusalén. Pero todos señalan que no quedó piedra sobre piedra. Ni siquiera una pared donde apoyarse. Solo escombros. Tras la catástrofe, una voz le dijo: «Construye una nueva casa, Matusalén. Una más cómoda, con vista. Una donde te plazca vivir; cálida y fría. Con balcones y terrazas». Pero otra voz, más fuerte y estentórea, se impuso: «A santo de qué vas a construir otra casa. ¿Cuántos años más crees que vivirás? No tienes herederos directos ni indirectos, amigos ni conocidos estimables. Se la apropiará el gobierno; quién sabe qué corruptos de turno serán beneficiados, a cambio de qué favores». Matusalén escuchó, pensó y decidió: buscaré una piedra como cobijo; una roca, un muro. Cuando el viento sople de izquierda a derecha, me resguardaré en el lado izquierdo; cuando sople de derecha a izquierda, en el derecho. Al cabo de un año —algo más, algo menos— de vivir en la intemperie, la primera voz volvió a hablar: «Construye una nueva casa, Matusalén, mira cómo vives sin el más mínimo confort, mudándote de un lado a otro de la roca según el dictado de los vientos y la potencia del sol. Todavía estás a tiempo». Matusalén le dio la razón y empezó a buscar el lugar donde levantaría su nueva morada. Y lo encontró en una colina desde donde se veía el mar azul de un lado; y del otro, el verde campo. Se vio sentado junto al calor del fuego, frente a un enorme ventanal; sus piernas cubiertas por una manta. Pero la segunda voz susurró: «¿Para qué, Matusalén? Tu final está cerca, muy cerca. ¿No lo ves en la flacidez de tu piel, la oscuridad de tus ojos, la inseguridad de tus piernas, el temblor de tus manos, el cansancio que no te abandona? ¿Con qué fuerza vas a levantar una casa, Matusalén?».
Pero pasaban los años, y Matusalén seguía esperando. Las tierras se empezaron a poblar. Cuentan que quienes por ahí transitaban, compadecidos, le ofrecían ayuda.
¿Quién eres, venerable anciano?
Soy Matusalén, el olvidado de la Muerte, respondía.
El Antiguo Testamento de la Biblia cristiana y el Bereshit de la Torá coinciden en que Matusalén murió a los 969 años. Biógrafos del siglo XIX, partiendo de la certeza de que el ser humano no está programado para vivir más de 10 décadas, estudiaron la diferencia entre años solares y años lunares para dilucidar el problema sin desautorizar a los libros sagrados. Y sacando cuentas, sumando y restando, concluyeron que Matusalén vivió 969 años lunares, equivalentes a 80 de los nuestros, solares. También constataron que cuando se derrumbó su casa, había cumplido 30. Apoyados en los nuevos instrumentos de medición, estudiosos del siglo XX aceptaron que Matusalén tenía esa edad, 30, cuando ocurrió el tsunami, pero establecieron que murió a los 102. Los científicos quánticos y posquánticos del siglo XXI rechazan todas las afirmaciones anteriores argumentando que el tiempo es relativo a la posición del espectador, de allí que sea solo una ilusión. No hay pasado ni futuro; solo existe el ahora. Todo depende del movimiento, de la distancia y del nivel de conciencia de quien observa1.
Lo cierto es que Matusalén nunca construyó la casa.
1 New Catholic Encyclopedia (1967). Edición consultada: 2021, vol.15 de: https://www.investigacionyciencia.es/blogs/fisica-y-quimica/85/posts/diccionario-de-fsica-cuantica-causalidad-19590
§
La joven enfermera coloca la silla de ruedas bajo la sombra de un árbol, junto a la banca de madera, frente al velatorio de la Parroquia Nuestra Señora de Fátima. Antes de sentarse, le entrega a la anciana una bolsa de tela de la que extrae un tejido aún sin forma. Podría ser una de esas mantas que se usan para cubrir las piernas de quienes pasan muchas horas sentados. O tal vez un chal, una mañanita, un portabebé. O su propia mortaja. La enfermera se sienta y se dispone a revisar sus notificaciones, whatsapp, mensajes y cuántos likes le han dado a sus últimas publicaciones. La anciana observa el pasar de la gente, las parejas, las amigas, los amigos, los jóvenes, los mayores, los solos. Escucha retazos de sus frases. Piensa, recuerda, murmura, llora, se adormece. El sol se asoma, se siente calor; los pajarillos cantan, la vieja se levanta. Que llueva, que llueva. Pero no llueve. Y la vieja tampoco se levanta. Solo por ratos se acuerda de su tejido y avanza una fila. Piensa, recuerda, murmura, escucha, ve.
§
§
Cuatro jóvenes enfundados en elegantes ternos negros bajan de una camioneta negra que se estaciona frente al parque. Una mujer de 50 años, también de negro y con la cara roja, los ojos hinchados como si hubiera llorado mucho o bebido mucho la noche anterior, o llorado y bebido mucho, los recibe. Les habla como si estuviera dándoles instrucciones. Los jóvenes escuchan atentos, asienten, entienden. Saben. La mujer mira su celular, les hace un gesto señalando su reloj y se aleja mientras le habla al teléfono. Los jóvenes se miran; uno de ellos, el que parece mayor, como de 30, señala un pequeño quiosco frente al malecón y hacia allí enrumban. Los más jóvenes, como de 20, van detrás.
§
Ha hecho que ella se siente sobre sus piernas. La besa, le acaricia las tetas, le mete la lengua casi hasta el fondo de la garganta. El pene erecto, erectísimo entre sus muslos pugnando por entrar. Él jadea. Ella aspira e inspira como acompañándolo, hasta que de un salto se deshace del abrazo. Pero no se aleja huyendo, apenas se separa medio metro para quedar frente a frente. Él disimula el desconcierto. ¿Por qué justo cuando la estábamos pasando tan bien? Porque quiero que contemples mi belleza, parece decir ella, ahí frente a él, mostrándole la esbeltez de su cuerpo y de su juventud mientras recoge y acomoda su largo y lacio y rubio pelo, mientras sus labios dicen: «Te amo» sin sonido; mientras mueve sus caderas discretamente como si bailara un suave son o la danza de los siete velos; mientras sus ojos sonríen maliciosos. Se sabe admirada y deseada; los ojos de él, las manos de él quieren alcanzarla: ven aquí. Nada en este mundo me importa más que tú. Nada. Y ella: la Elegida, la Deseada.
Y de pronto una llamada y las manos y los ojos y el pene erecto vuelven a su lugar. Olvidado él de ella, de su hermosura y de su deseo. ¿En serio? ¿Nos seleccionaron? ¿Y nos van a pagar? ¿Pasaje, viáticos, honorarios? Puta, ¿a mí y al productor? ¿Y cuándo partimos?
Ella, lejos de la mirada de él se va volviendo cada vez más chiquita. Y piensa en el fin del mundo, en la muerte irremediable, en la vejez, en la casa de Matusalén.
Una familia de gallinazos se ha instalado en mi jardín. Son cuatro: mamá, papá y dos jóvenes hijos. Aprovechan la soledad de mi casa para pastar como si fueran vacas, para tomar el agua cada vez más verde de la piscina abandonada y para practicar, los aún polluelos, el arte de volar. Son torpes, feos, pesados, dan mal aspecto. Aves de mal agüero, me dice el jardinero; se irán pronto, cuando acaben de criar. Ojalá, le digo. Ojalá que los hijos aprendan de una vez por todas a volar y se vayan a buscar otros techos, otros jardines. Son aves ecológicas, me dice una amiga medioambientalista. Tienes suerte, limpian lo sucio. Se alimentan de tu basura.
¿Me sugiere otro o le parece bien el color que tengo? Es un poco más oscuro, en realidad, pero ya sabe, con el sol, el agua de mar, el champú y el paso de los días se va poniendo amarillo.
Ya no sé qué más decir porque el elegante y sofisticado italiano no me escucha. Concentrado en mi pelo, lo toca, lo estira, lo huele, mira mi imagen en el espejo. Me miro mirándolo. Me siento como si estuviera en el diván delante de un silencioso psicoanalista. Hasta que por fin habla con voz del que se sabe sabio.
Signora mia, vea, le voy a hacer un regalo que nunca va a terminar de agradecerme. Io perdero soldi perche non dovrai tornare indietro se mi ascolticara signoramia¡¡¡Bravo, mi ha capito!!! ¡¡¡Benvenutti cappelli bianchi!!!
La otra voz, casi inaudible: Busca otro peluquero, ocúltalas, disimula. No sabes cuánto falta. Nadie sabe.