Ignacio Hutin
Ucrania / Donbass
© de la obra: Ignacio Ezequiel Hutin
© de la edición: Apostroph, edicions i propostes culturals, SLU
© de la cubierta: Apostroph
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© de las fotografías del interior: Ignacio Ezequiel Hutin
ISBN: 978-84-124504-3-9
Edición: Apostroph
Corrección: Dièresi
Diseño de cubierta: Apostroph
Diseño de tripa: Mariana Eguaras
Maquetación: Apostroph
Primera edición en papel: abril 2022
Primera edición digital: abril 2022
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Presentación del editor
No puedo adelantarle las acciones de Rusia. Es un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma, pero quizá haya una clave. La clave es el interés nacional de Rusia.
Winston Churchill
Entrevista en BBC Radio, 1 de octubre de 1939
Casi nadie fuera de Rusia esperaba el ataque y la posterior invasión de Ucrania el 24 de febrero de 2022, y dentro del país muy pocos debían saberlo. Al parecer, muchos de los soldados rusos ignoraban el carácter y alcance de lo que no tardó en convertirse en una sangrienta guerra pese al eufemismo utilizado por el Kremlin: operación militar especial.
La realidad no entiende de eufemismos y eso es lo que Ignacio Hutin deja patente en este libro. El autor de las páginas que siguen a esta breve presentación estuvo en Ucrania, en el Donbass, en los oblast de Donetsk y Lugansk, en las zonas ocupadas por los separatistas desde 2014 y 2015, pero también en las controladas por el gobierno de Kiev. Pudo ver por sí mismo los efectos devastadores de lo que para unos era una rebelión, para otros era una guerra civil y para otros más una guerra de independencia para unirse a Rusia. Entrevistó a civiles atrapados en el conflicto, a soldados locales y a voluntarios extranjeros, conoció a ultraderechistas de ambos bandos y a nostálgicos del comunismo soviético del lado separatista. Mantuvo el contacto con muchas de esas personas y fruto de esas relaciones ha podido escribir los últimos capítulos, con la invasión rusa ya iniciada.
Ignacio Hutin nos muestra un abigarrado caleidoscopio de personajes que blanden motivos, razones, antecedentes históricos, desconfianzas y malentendidos, un lienzo que a veces nos parecerá enloquecido y en el que todo el mundo afirma llevar razón. Pero las razones y la razón no son lo mismo, como tampoco podemos confundir la verdad con la realidad. Parecidas, sí, pero no exactamente iguales, menos todavía cuando la verdad pasa, siempre, por el falible filtro humano.
En una guerra de agresión sin provocación previa es imposible ponerse del lado del agresor, y nosotros no lo hacemos. Incluyo al equipo de la editorial, hablo en primera persona del plural, porque nuestro objetivo con la publicación de este libro es arrojar luz sobre una guerra muy compleja. La invasión rusa debe ser condenada, pero también debe ser comprendida por difícil que nos parezca.
Quiero terminar esta presentación con unas palabras de Charles E. Bohlen, embajador de los Estados Unidos en la URSS entre 1953 y 1957, justo en el período posterior a la muerte de Stalin:
Hay dos casos en los que se puede decir definitivamente que alguien es un mentiroso. Si un hombre dice que puede beber champán toda la noche sin emborracharse y si dice que entiende a los rusos.
Puede que no comprendamos a los rusos ni a su invasión de Ucrania, pero sería imperdonable no haberlo intentado.
Bernat Ruiz Domènech
Editor, 11 de abril de 2022
Prólogo
Podría decirse que fue un accidente o quizás una casualidad, quién sabe. Definitivamente no fue algo planeado y mi improvisación resultó demasiado evidente. “He visto muchos improvisados por aquí, pero tú… es como si hubieras caído a jugar. Esto es una guerra”, me dijo el vasco Jon cuando nos conocimos. Yo no sabía siquiera quiénes luchaban ni por qué, apenas llevaba conmigo algunos números de teléfono y las ganas irrefrenables de tener una buena historia para contar. Esa noche cenamos junto a otros soldados extranjeros en un bar cualquiera de Donetsk, ciudad que llevaba entonces más de tres años bajo el control de la autoproclamada República Popular de Donetsk, al este de Ucrania. Hoy son más de siete. Para los sucesivos gobiernos en Kiev se trata de una invasión de Rusia a una región en la que se habla ruso y cuyos habitantes con frecuencia se identifican como étnicamente rusos. Pero la realidad es más compleja.
El Donbass es una región histórica comprendida por las dos provincias más orientales de Ucrania, Donetsk y Lugansk, y caracterizada por su alto nivel de industrialización y urbanización, además de su cercanía, tanto geográfica como cultural y política, con la Federación Rusa. En el otro extremo del país, el occidente es predominantemente agrícola y proclive al nacionalismo. Estos dos mundos supieron convivir en paz durante casi un cuarto de siglo de independencia, pero en 2014 estalló la guerra. Soldados locales, rusos y de otros países forman ahora un ejército regular y asalariado en el que confluyen comunistas y nostálgicos del zarismo, izquierdas y derechas unidas por el enemigo común. Al otro lado de la línea de contacto hay fuerzas ucranianas que responden al gobierno central, pero también agrupaciones paramilitares de extrema derecha en las que resuena el neonazismo. De alguna forma el Donbass se convierte así en una suerte de pequeña Segunda Guerra Mundial en la que hay nazis y comunistas, pero también en una renovada Guerra Fría a escala que enfrenta a un sector apoyado por Moscú y a otro apoyado por occidente, por la OTAN. En el medio, alrededor de trece mil muertos y casi un millón y medio de desplazados internos.
Para Ucrania la guerra marcó un punto de quiebre, no solo por perder el control sobre un territorio que le representaba casi un 25% del PIB. Optó por alejarse de Rusia, hasta entonces su principal socio comercial, y se acercó a la Unión Europea y a Estados Unidos. Paralelamente, Kiev desarrolló un proceso de relectura histórica que tenía por fin deslegitimar todo pasado vinculado a la Unión Soviética y, en cambio, reivindicar a figuras del nacionalismo local, incluso a colaboracionistas del nazismo, incluso a quienes asesinaron a decenas de miles de civiles tan solo por no ser ucranianos, blancos y cristianos. Esa lógica derivó en una simplificación de lo ocurrido en Donbass a partir de 2014: el enemigo era una simple amalgama entre invasores y terroristas, no más que eso.
Ningún conflicto bélico enfrenta a un bando compuesto 100% por víctimas y a otro compuesto en un 100% por victimarios. Las épicas batallas entre buenos y malos pueden estar muy bien para películas de superhéroes, pero el mundo real requiere un mayor análisis. Podría decirse que fue un accidente o una casualidad que yo estuviera allí como periodista, en una región en guerra, con las banderas de dos repúblicas autoproclamadas como telón de fondo. Aunque también es cierto que me empujaba la necesidad de hacer ese análisis y entender la complejidad de la guerra y del día a día en dos pseudo países, autoproclamados y sin reconocimiento. Para eso entrevisté a soldados y a civiles a ambos lados de la línea de contacto, a nazis y a terroristas, a jóvenes y a ancianos, a referentes de ONGs locales e internacionales, conviví con refugiados en búnkers, visité trincheras en el frente de batalla y bases militares. Durante meses recorrí el territorio para conocer historias, especialmente de combatientes extranjeros, incluyendo a algunos latinoamericanos y a españoles. ¿Qué hacían allí? ¿Qué les impulsaba a luchar en una guerra ajena frente a un Estado europeo? Me resultaron tan fascinantes sus historias e ideas como sus contradicciones.
Lo que algunos separatistas pretendían presentar como una lucha contra el fascismo violento era también un gran negocio: el hacerse con la infraestructura productiva y con los recursos naturales del Donbass, tierra rica en carbón. Decenas de comandantes separatistas fueron asesinados o expulsados a partir de disputas de poder y dinero, y algunos perdieron la vida en circunstancias lo suficientemente extrañas como para que jamás se encontrase a los culpables. Alexey Markov fue uno de ellos: el líder de la brigada Prizrak, de Lugansk, murió en octubre de 2020 en un supuesto accidente de tránsito. Él es uno de los protagonistas de este libro.
Al momento de escribir estas líneas, la guerra en Donbass parece haber sido olvidada. La violencia y la destrucción que tan bien cotizan en la prensa internacional han menguado notablemente desde 2015. El conflicto se ha estancado. Pero no hay paz, sino meras burbujas de estabilidad precaria ubicadas bien lejos de los breves aunque frecuentes enfrentamientos. Así se desarrolla hoy una guerra en el medio de Europa, con potencias como Rusia y los miembros de la OTAN cara a cara pero no tanto: de manera lenta, escueta e imperceptible para buena parte del mundo. Una guerra invisible, congelada. Una guerra a destiempo, accidentada, a la que yo también llegué accidentalmente.
I. Para honrar su memoria
Isaac es un muchacho de barba y bigote, con ojos caídos y mirada seria. Lleva un gorro militar y un ramo de claveles rojos en las manos. Es chileno, o al menos lo era hasta fines de 2017, cuando se convirtió en el primer latinoamericano en obtener el pasaporte de la República Popular de Donetsk. Entonces el sitio de Internet News Front grabó una entrevista frente al monumento a los Libertadores de Donbass. En esa ocasión, Isaac llevaba una ushanka, el sombrero típico ruso, con una estrella soviética acompañada por la hoz y el martillo en el frente, estaba frente al monumento, hablaba de Chile como su “ex país” y cerraba con una sola palabra: “venceremos”.
Ahora está parado junto a la entrada del cementerio Mar de Donetsk y mira con seriedad al frente, a la nada, como si esperara el instante preciso para dar el primer paso. Ayer se cumplió el primer aniversario de la muerte del comandante Arsen Pavlov, Motorola, e Isaac ha traído claveles rojos para colocar en su tumba. Lo acompaña Dima, asturiano, que ha vuelto hace algunas semanas del frente de batalla y pronto partirá de regreso a España.
Al fin avanzan los dos, caminan despacio, en silencio. La entrada al cementerio no tiene vigilancia y, más allá del portón, hay tan solo un campo abierto con lápidas. Un camino central asfaltado divide la zona en dos, con tumbas a la izquierda y una pequeña área vacía hacia la derecha limitada por un bosque frondoso. Justamente allí, en esa zona, se encuentra el memorial: tres espacios de unos 25 m2, claramente delimitados por muros bajos, rodeados de canteros con diminutos árboles recién plantados, hay bancos y una mesa redonda del mismo color y material que las lápidas. Junto a estos espacios hay tres mástiles: en el central, la bandera de la República Popular de Donetsk, con bandas horizontales negra, azul y roja; en el derecho, la del batallón Somalí, con los mismos colores de la primera; y a la izquierda, la insignia del batallón Sparta, que exhibe un lobo y una letra M supuestamente inspirada en la simbología de la Orden Espartana, un grupo operativo —task force— en la novela rusa (2005) y videojuego (2010) Metro 2033. La letra y el animal aparecen sobre los colores negro, amarillo y blanco de la vieja bandera imperial rusa.
Junto al primer espacio, el más cercano a la entrada, hay una buena cantidad de arena que evidentemente no ha sido limpiada en medio del apuro por inaugurar el memorial. Hay un coche detenido. Cuando Isaac y Dima se acercan, bajan del vehículo dos mujeres y una niña: la mayor debe tener unos cincuenta años; otra mucho más joven, de treinta, o menos, viste completamente de negro, lleva una falda corta, botas de tacones finísimos hasta las rodillas y gafas oscuras grandes. Camina con tal seguridad que parece dirigirse a una discoteca. La niña, muy abrigada, sigue a las otras dos algunos pasos por detrás sin pronunciar palabra. Isaac observa cómo las tres mujeres avanzan hacia el tercer espacio, allí donde se encuentra lo tumba de Motorola. La joven con atuendo de discoteca rusa se para frente a la lápida. Lleva algunas flores en la mano; tras algunos segundos las apoya en el suelo y se deja caer de rodillas. Se quita las gafas y luego quiebra el silencio del cementerio con un llanto agudo, sorprendente, como de criatura herida. Pero pronto las expresiones de dolor se terminan, de forma tan imprevista como comenzaron.
Las mujeres pasan velozmente al espacio del medio, donde hay tres lápidas negras en lugar de solo una, las tres exactamente iguales: con los rostros de los combatientes grabados sobre la superficie vertical lisa, una cruz blanca, una pequeña y oscura vasija para depositar flores. Decenas de claveles rojos reposan encima de los sepulcros. Allí descansan tres miembros del batallón Somalí: Antón Sidorov, alias Cónsul; Víktor Gulakov, alias Makey; y Andrey Novikov, alias Gnomo.
La mujer más joven encabeza la peregrinación hacia el último de los espacios que resta visitar, donde se encuentra la tumba de Mijail Tolstij, alias Guivi. Hace un breve gesto, agacha la cabeza, se persigna, permanece algunos minutos en silencio sentada en el banco oscuro junto a su madre y a su hija. Allí comen algo mientras la niña deambula distraídamente. Entonces llegan otras tres personas: una pareja mayor acompañada de un joven de unos treinta años. Todos ellos llevan claveles en las manos. Rápidamente, los dejan sobre las cinco tumbas, las observan por escasos segundos y se retiran sin hacer o decir más. Las dos mujeres se levantan del banco oscuro, convocan a la niña que sigue deambulando y se suben al vehículo. Se marchan sin ver a Isaac ni a Dima, que continúan parados observando las tumbas en silencio, mientras entran y salen coches del cementerio. El incesante peregrinaje de vecinos de Donetsk.
El viento frío de la tarde hace flamear las tres banderas y provoca un ruido irregular y metálico cuando golpean contra los mástiles. El chileno y el asturiano ahora sí se dirigen a la tumba de Guivi, la más cercana a la entrada. Es mucho más grande que las de sus tres soldados y sobre la lápida está esculpido el rostro y torso del comandante, uniformado y con la insignia del batallón Somalí. Tiene una mirada firme y una leve y desafiante sonrisa. Por detrás aparece un mapa del territorio controlado por la República Popular de Donetsk y algunos puntos marcados donde se han dado batallas relevantes: el barrio Spartak, los pueblos de Pisky y Marinka, un pequeño dibujo de un avión simbolizando el ya inexistente aeropuerto internacional de Donetsk, el distrito de Shajtarsk, Uspenka, Snezhnoye; por debajo de la figura, hacia el sur del mapa, aparecen Novoazovsk y el pequeño pueblo costero de Shirokine, casi completamente destruido durante los enfrentamientos de febrero a julio de 2015. Por encima de todo esto brilla la estrella dorada que recibió Tolstij como “Héroe de la República Popular de Donetsk”, y abajo, en letras también doradas se lee: “GUIVI. Tolstij Mijaíl Serguéievich. 19.07.1980-08.02.2017”. A continuación, en una tipografía más pequeña: “¡Y algún día tu Donbass florecerá!”. La tumba está cubierta por decenas de rosas y claveles adornadas con los colores de la república autoproclamada.
Una vieja tradición rusa que se ha expandido a otros países de la región obliga a llevar flores en números pares a los muertos: una es para el difunto; la otra, para Dios. Por el contrario, las flores en cantidades impares se reservan únicamente para agasajar a personas vivas y no respetar esta costumbre puede ser considerado una falta de respeto grave. El chileno apoya su bolso sobre el banco frente a una lápida y coloca sobre la mesa los claveles rojos. Lenta y parsimoniosamente separa las flores en cinco grupos pares. Luego las une utilizando una cinta con los colores naranja y negro de San Jorge. Parece llevar adelante un rito sagrado, con el cuidado de un sacerdote ancestral, y narra en voz alta cada movimiento, enumerando los pasos sucesivos que constituyen tan delicado proceso.
Se coloca junto a la tumba de Guivi con un par de claveles en las manos, la misma actitud seria y solemne de antes. “Compañero”, le dice a Dima, “¿puedes?” Y le da su teléfono celular para que grabe un video. Habla despacio mirando a la cámara, con aire compungido, bajando la vista intermitentemente como quien pronuncia palabras muy dolorosas:
Estamos aquí, en el cementerio Mar de Donetsk, donde reposan los comandantes Guivi y Motorola. Hace un año se produjo un acto terrorista que acabó con la vida del comandante Arsen Pavlov, alias Motorola. Hoy en día, de forma muy humilde, venimos a rendirle homenaje, a dejarle estos claveles para honrar su memoria. A nombre de todos ustedes, le dejo estos claveles primero al comandante del batallón Somalí, Mijaíl Serguéievich Tolstij, más conocido como Guivi.
Mira hacia la lápida, aprieta los claveles que lleva en su mano y se dirige nuevamente a la cámara. “Para honrar su memoria”. Se quita la gorra verde militar, lleva el puño derecho al pecho y baja la cabeza en un acto aparatoso, un tanto forzado.
La tumba de Motorola es muy similar a la de Guivi: una lápida negra con el rostro y torso del comandante, también uniformado, pero esta vez con casco; la medalla dorada de Héroe de la República Popular de Donetsk en la parte superior, el mismo mapa con las importantes batallas y el nombre en letras doradas: “MOTOROLA. Pavlov Arsen Serguéievich. 02.02.1983-16.10.2016”. La lápida es rematada con la frase “Por encima de nosotros hay un cielo común. Así que estoy cerca de donde sea que estés”. A diferencia de Guivi, Motorola estaba casado, y todos en Donetsk conocían a su familia, lo más parecido a una farándula local. Sobre la tumba, en medio de decenas y tal vez cientos de flores, un pequeño dibujo infantil de un sol y un corazón incluye la palabra “papi”.
“Cuánto de nosotros se ha ido contigo, cuánto tuyo queda con nosotros”, dicen las últimas palabras doradas sobre el mármol negro y junto a una insignia grabada del batallón Sparta. Entre los muchísimos ramos de rosas y claveles, hay uno con pequeñas florecitas amarillas y blancas. Está envuelto en un papel negro, completando así los colores de la bandera imperial rusa y del batallón.
Isaac se detiene junto al monumento, mira nuevamente a la cámara y vuelve a impostar el mismo tono compungido.
Acá estamos en la tumba de nuestro hermano, de nuestro comandante, Arsen Pavlov, más conocido como Motorola. A un año de su ruin asesinato, nosotros, en forma humilde, con estos claveles, venimos aquí a rendirle un homenaje, a honrar su memoria y por supuesto a continuar con su lucha.
Echa una ojeada a la tumba antes de continuar:
Debo admitir que tanto la perdida de Guivi como la de Motorola me producen un dolor que no había sentido desde que murió el comandante Hugo Chávez. Para mí, estas muertes fueron lo que más me ha impactado en forma personal. Como internacionalista, como hijo latinoamericano, vengo aquí a rendirle honores al comandante Motorola.
Una vez más se quita la gorra y repite el mismo gesto solemne que había hecho frente a la tumba de Guivi. “Muchas gracias, compañero” le dice a Dima cuando el asturiano le devuelve el celular.
Dima se aleja en silencio y permanece un largo rato frente a las tumbas de los comandantes. Sin cámaras, sin discursos, sin claveles. Tan solo con la cabeza baja. Entonces el español, ateo y comunista, se persigna en memoria de Motorola, un ruso monárquico. Y murmura en ruso, casi como si estuviera contando un secreto: “spasiva bolshói”.
“Muchas gracias”.
II. La nueva Guerra Fría
Motorola no inició la guerra en Donbass, la región al oriente de Ucrania. Tampoco lo hizo Guivi y mucho menos Isaac o Dima. La guerra en Donbass ni siquiera empezó en Donbass sino a más de 700 kilómetros de allí: en Kiev.
La capital de Ucrania, como muchas otras antiguas ciudades soviéticas, aún está aprendiendo a lidiar con el pasado, y lo hace como puede, a los tumbos: transforma, oculta, recicla, olvida los restos de lo que fue alguna vez. Mientras el visitante ocasional es recibido por el enorme monumento a la Madre Patria, con su espada y escudo soviético al borde de un barranco, también son parte de Kiev los cientos de vendedores de recuerdos que ofrecen papel higiénico con hoces y martillos o con la cara del presidente ruso Vladimir Putin. Todos en la ciudad hablan ruso pero también todos parecen odiar a Rusia, tanto que no hay ni un solo vuelo directo entre ambos países desde 2015. Se han partido las profundas relaciones sociales y culturales que existieron siempre.
Para la nueva Ucrania, esa que pretende desprenderse y olvidarse del pasado soviético como si fuera una enfermedad, esa que mira a la Unión Europea y a la OTAN, esa que se despreocupa del avance de la ultraderecha, para esa Ucrania tan parecida a la Hungría de Viktor Orbán o a la Polonia de Ley y Justicia, Rusia y los rusos son un grano molesto en medio de la nariz. Tal vez ese grano sea la raíz de la guerra del Donbass. O tal vez lo sea la imposibilidad de proyectar la unidad en un país dividido por una gigantesca grieta, por una disputa social que abarca cuestiones identitarias, conceptuales, políticas, idiomáticas; el cuestionar qué es Ucrania, quiénes son los ucranianos, qué fue el pasado, qué debe ser el futuro. Las diferencias son hoy demasiado marcadas, tal vez irreconciliables. Alcanza con ver los resultados electorales desde finales del siglo XX y hasta el inicio de la guerra en 2014, tanto en comicios parlamentarios como presidenciales: en el este y el sur del país, provincias más industrializadas y con mayor porcentaje de rusoparlantes, solían votar tradicionalmente a partidos cercanos cultural y políticamente a Rusia; mientras que el oeste y el norte, zonas más agrícolas en las que se habla ucraniano, votaban a partidos que tendían a ser liberales en lo económico, conservadores en lo social, nacionalistas o cercanos al occidente europeo. No era necesariamente una división entre izquierdas y derechas como entre oriente y occidente. Una versión modernizada y en miniatura del mundo bipolar de la Guerra Fría. El embrión del conflicto bélico apareció casi una década antes de que sonaran los primeros disparos. Víktor Yanukovich es una de las figuras más relevantes de la política local de las últimas décadas. Nació en la provincia de Donetsk, la segunda más oriental del país, una zona industrializada y casi exclusivamente rusoparlante. Su Partido de las Regiones (PR) fue fundado en 1997 y estaba signado por el acercamiento a Rusia y a la idea de una Ucrania multinacional donde se reconocieran los derechos de ciudadanos étnicamente rusos y étnicamente ucranianos por igual, más allá de las diferencias culturales o lingüísticas. Tanto es así que promovió el ruso como idioma cooficial en las provincias donde fuera lengua nativa de al menos el 10% de la población.
En las elecciones presidenciales de 2004 Yanukovich era Primer Ministro y se enfrentó a Víktor Yúschenko, que encabezó el Banco Nacional de Ucrania durante casi toda la década de los noventa, Primer Ministro entre 1999 y 2001 y originario de la región de Sumy, al noreste de Kiev, parte de la zona más cercana política y culturalmente a occidente. Yúschenko lideraba por entonces la alianza Nuestra Ucrania, liberal-conservadora y proeuropea, que dos años antes había derrotado por algo más del 3% al Partido Comunista Ucraniano (KPU) en elecciones parlamentarias. Entonces el oriente había votado al comunismo y el occidente a Yúschenko.
Los ucranianos votaron tres veces en 2004: en la primera ronda, Yúschenko derrotó a Yanukovich por algo más de medio punto y ambos quedaron apenas por debajo del 40%. En los comicios del 21 de noviembre, Yanukovich ganó por casi tres puntos: 49% contra cerca del 46%. Y ese fue el quiebre, el punto en el que se plantó la semilla de la guerra. Porque esa noche comenzó la llamada Revolución Naranja. El color partidario de Nuestra Ucrania le dio nombre a esta serie de protestas y huelgas en Kiev y otras ciudades que se extendieron hasta comienzos de 2005.
El principal reclamo era que Yanukovich se había impuesto en forma fraudulenta, pero también se sumaban la pobre situación económica y un hecho conocido como Kuchmagate: en 2000, Leonid Kuchma, presidente entre 1994 y 2005, aparentemente había ordenado el secuestro y asesinato del periodista Georgiy Gongadze. Kuchma fue absuelto recién once años más tarde, pero para 2004 un importante sector de la sociedad lo consideraba un homicida. Y Kuchma apoyaba a su Primer Ministro, Yanukovich.
Las protestas también tenían una importante carga generacional. Los que participaban en forma más activa tenían menos de treinta años y habían vivido más en la Ucrania independiente que en la Unión Soviética. Una nueva generación que empezaba a mirar a Europa, que veía en occidente una alternativa a todas sus dificultades. El desempleo, la corrupción, los salarios bajos o la falta de infraestructura eran problemas que simplemente no existían (ni podían existir) en el Espacio Schengen.
Tanto Estados Unidos como la Unión Europea ignoraron rápidamente los resultados y fueron convocados muchos embajadores ucranianos para elevar protestas formales. Eventualmente, occidente apoyó al Movimiento Naranja y no faltaría quien asegurase que, más que apoyarlo, lo promovieron. Por su parte, el presidente ruso Vladimir Putin y el bielorruso Aleksandr Lukashenko felicitaron a Yanukovich por el triunfo y cuestionaron las protestas y sus reclamos. Si antes de las elecciones Ucrania era una Guerra Fría en miniatura, ahora parecía el reinicio de la Guerra Fría a nivel internacional. Y Ucrania comenzaba a ser el campo de batalla de esa disputa.
En noviembre, el Palacio de Hielo de Severodonetsk, en la provincia de Lugansk, fue sede del Primer Congreso de Diputa-dos Populares y Consejos Locales, encuentro de partidarios de Yanukovich convocado en respuesta a la Revolución Naranja. Allí no solo se reafirmó la legitimidad del triunfo electoral sino que incluso se llegó a plantear la posibilidad de establecer algo llamado República Autónoma del Sudeste de Ucrania en caso de que Yúschenko llegara al poder. No era un proyecto independentista sino de mayor autonomía en el marco de una república federativa. Claramente no fue bien recibido en Kiev. Hasta el presidente Kuchma, que apoyaba a Yanukovich, anunció que el proyecto era inconstitucional. Finalmente, quedó en la nada.
Al mes siguiente, la Corte Suprema Ucraniana declaró que había existido fraude, anuló los resultados del recuento y convocó a una nueva segunda ronda para el 26 de diciembre. Esta vez Yúschenko obtuvo casi el 52% contra algo más del 44% de Yanukovich, pero este último había obtenido triunfos abrumadores en todas las provincias orientales y sudorientales, especialmente en su Donetsk natal.
Las elecciones parlamentarias de 2006 y 2007 confirmaron la tendencia de un país dividido en dos, la diferencia era que para entonces los partidos que miraban a Europa y a la OTAN se habían fragmentado: por un lado Nuestra Ucrania y por el otro Patria, de Yulia Timoshenko. Durante los años noventa, ella había sido la cabeza de una compañía que importaba gas de Rusia y se convirtió en una de las personas más ricas del país. Al final de la década fundó el partido centroderechista Patria y se estableció como una de las caras más visibles de la Revolución Naranja. Por entonces empezó a mostrarse en público con una trenza que atravesaba la parte superior de su cabeza, un peinado típico de las campesinas ucranianas al oeste del país. Era su forma de asociarse con el nacionalismo en oposición a la etnia rusa de oriente.
Cuando la plaza se vació y volvió la calma a Kiev, Timoshenko se alejó de ese gran frente opositor que derrotó a Yanukovich, aunque fue nombrada Primera Ministra en 2005 y una vez más de 2007 a 2010, durante la presidencia de Yúschenko. Su distanciamiento significó que los votos occidentales se dividieron y el Partido de las Regiones, con fuerte apoyo oriental, ganó ampliamente los comicios legislativos de 2006 y también de 2007. Para estas últimas elecciones, la popularidad de Timoshenko había crecido y ya se consolidaba como la principal referente del sentimiento antirruso y pro europeo, pro OTAN, por eso en 2010 se postuló por primera vez a la presidencia. Pero su nacionalismo y retórica anticorrupción no bastaron para vencer a Yanukovich en las presidenciales ni al Partido de las Regiones en las parlamentarias de 2012. Mientras tanto, la popularidad de Nuestra Ucrania, aquel partido naranja que dio nombre a la revolución del 2004, se diluyó y el frente dejó de existir oficialmente en ese mismo 2012. Con Yanukovich ahora sí en el poder y la oposición dividida y derrotada, la llamada Revolución Naranja parecía muerta. Pero no.
La división del país iba más allá de quién gobernara o cómo. La plaza central de Kiev, Plaza de la Independencia, Maidán Nezalezhnosti o simplemente Maidán, fue el centro neurálgico de las protestas de 2004. Fue el sitio en donde nació y se consolidó la idea de una Ucrania alejada de Rusia y del pasado soviético. La plaza solía llamarse Revolución de Octubre y presentaba un monumento de casi nueve metros a Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, hasta que la caída de la Unión Soviética en 1991 significó el cambio de nombre y derribo de la estatua que recién sería reemplazada una década más tarde por la Columna de la Independencia. Ese fue uno de los primeros monumentos al líder bolchevique en ser desmantelados en Ucrania, pero no fue el último. Alejarse del pasado soviético significó desterrar cualquier tipo de símbolo de él, como si no hubiera más alternativa que destruir, como si de nada sirviera lo construido hasta entonces.
Los últimos dos años de gestión de Yúschenko, entre 2010 y 2012, estuvieron marcados por una importante crisis económica y un rescate del Fondo Monetario Internacional (FMI). En medio de estas dificultades, el presidente promovió más que nunca distintos debates sobre el pasado ucraniano y sobre la Unión Soviética. La historia no era una fuente de lecciones sino una mera excusa para no debatir el presente. Una forma de distraer mientras el desempleo y la pobreza ganaban las calles.