BALVANERA
FRANCISCO NARLA
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Primera edición impresa: mayo de 2022
Primera edición en e-book: mayo de 2022
© Francisco Narla, 2022
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ISBN: 978-84-350-4627-5
Producido en España
Cuadernillo de notas
Hace un par de años, asistiendo a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en mi querido México, tuve el enorme honor de conocer al nieto del ilustre Miguel León Portillo. Aquel joven inquisitivo se presentó en la mesa donde yo firmaba ejemplares de Fierro a los lectores que se acercaban a conocerme.
Fue una charla agradable que no pudo ir más allá de unos minutos, pues había otros lectores esperando. Pero para mí se convirtió en un regalo.
Así descubrí Visión de los vencidos, una lectura más que recomendable que debería ser tan conocida a este lado del Atlántico como lo es en tierras americanas. Mi buen amigo Juan Meneses, del Grupo Madre Editorial (quienes distribuyen mis novelas en tierras mexicanas), se hizo con una copia de la obra de Portillo en la misma feria y me la regaló apenas el nieto del autor se alejaba con su ejemplar firmado.
Aquella noche, en el hotel, tras una cena en la que no faltaron gusanos de maguey y buen tequila, abrí la primera página...
En cuanto regresé a Galicia, me hice con una copia de Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo.
Y pronto quedé inmerso en un viaje iniciático en el que los rumores, los ecos de los estudios de mi infancia y los muchos pellizcos de Historia que uno va atrapando a lo largo de su vida se iban entremezclando para espantar mi ignorancia. Pronto me percaté de que había un cuento ahí escondido.
Sin embargo, contar con un decorado atractivo o una premisa no construye un argumento; lo único que hace es dar un motivo para pensar.
Y, pese a que mi admirado Stephen King suele decir que no merece la pena estropear una buena novela por culpa del argumento, yo soy un escritor metódico. Necesito ideas claras antes de mecanografiar. Y seguí leyendo, investigando, hasta que encontré la chispa que tanta falta me hacía; vino al escuchar a mi admirado Lorenzo Caprile (tan admirado que sus intervenciones televisas han terminado conmigo cosiendo vestidos para las muñecas de mis hijas) hablando de cómo aquella España de los Austrias se vistió de negro para presumir de lo que se había encontrado en las Indias.
Los comentarios del brillante modisto me enseñaron el camino, y leer los completísimos trabajos de la doctora Manuela Cristina García Bernal sobre el comercio del Yucatán y la importancia del misterioso palo de tinte me permitieron seguirlo sin perder el rastro.
A partir de ahí, la Camacha cervantina me sirvió en bandeja todo lo demás que podía necesitar.
Así nació esta novela...
Y, como todas las novelas con un trasfondo histórico, ha sido necesario buscar un equilibrio entre el rigor histórico y las obligaciones narrativas. En ese aspecto, como en todos mis trabajos anteriores, he procurado hacerlo lo mejor posible, pero seguro que habré cometido errores por los que, de antemano, pido disculpas, y alego, sin pudor, que mi prioridad ha sido la acción narrativa. En cualquier caso, a continuación doy algunas pinceladas sobre algunos de esos asuntos, con el fin de satisfacer curiosidades y alimentar el deseo de los curiosos.
Por último, antes de brindar esas pinceladas, una consideración que afecta a toda la novela. No creo que aquellos que abogan, consciente o inconscientemente, por las llamadas «leyenda negra» o «leyenda rosa» tengan razón. En primer lugar, me parece prácticamente imposible juzgar hechos de hace siglos desde el presente, y, en segundo, la inevitable comparativa resultará siempre torticera. En mi opinión, dejando a un lado las innegables barrabasadas de ciertos individuos, el conjunto general de las acciones de la llamada «conquista» son razonables para su tiempo y momento; es más, adelantadas en algunos casos, que no debe olvidarse la creación de hospitales y universidades, así como la pronta incorporación de los locales y mestizos a las élites. Hoy en día se puede pasear por cualquier ciudad del centro y sur de América y seguir encontrando rastros de historia precolombina y conocer a sus gentes, en tanto que no es habitual cruzarse con un apache en Nueva York o Texas. Creo sinceramente que se tiende a penalizar en demasía lo que allí sucedió y cómo sucedió, y que se pierde la perspectiva histórica.
El púrpura de Tiro lo fue para la antigua Roma; el estatus de los miembros más destacados de su sociedad se refrendaba con apenas una cenefa de color en el borde de sus túnicas. El mismo púrpura señalaba a los poderosos en el imperio bizantino, y de aquellas trazas quedó como herencia para las altas jerarquías de la Iglesia; aún hoy en día el diccionario recoge «purpurado» como cardenal de la Iglesia romana. Y, no hace tanto tiempo, las virtudes innegables del añil natural para conseguir un profundo azul seguían en boca de las gentes de a pie. Los tintes, su valor y su exclusividad han marcado profundamente la historia y las civilizaciones. Eso mismo sucedió con el palo de tinte cuando, por primera vez en la historia, podía lograrse un negro profundo y único que garantizaba exclusividad a quien pudiera pagarlo. Así, desde poco después de su descubrimiento (los nativos amerindios lo habían empleado desde tiempos inmemoriales), los europeos empezaron a comerciar con el palo de tinte, y las cortes y casas más pudientes de todo el viejo continente presumían de dineros vistiendo de riguroso luto. Por primera vez era posible conseguir un negro profundo, lustroso y estable que permanecía en la tela inalterado pese al uso y los lavados. Desgraciadamente, sobre el comercio de palo de tinte de finales del siglo XVI no existen tantos estudios como a mí me hubiera gustado. Yucatán, como la menos importante de las provincias en términos económicos y de explotación de materias primas, no fue el centro de atención en aquellos tiempos, ni lo es ahora para quienes bucean en los registros. Aun así, se pueden ofrecer algunos datos. En realidad, pese a que en la novela se usan cantidades diferentes para simplificar el argumento, hubo años de ese período en que el total de los envíos anuales pudo superar los tres mil quintales. Y curioso resulta que la Corona española se las ingeniase para acabar arruinando un mercado tan provechoso. Media Europa quería comprar palo de tinte, la otra media estaba dispuesta a robarlo si era necesario, y el único país que tenía derechos legítimos sobre el producto terminó por ahogar el comercio a base de limitaciones, impuestos y burocracia. Una triste historia para una materia prima que llegó a alcanzar, ocasionalmente, precios más altos que el oro o la plata.
A la sazón, cabe mencionar que el palo supuso una auténtica revolución que cambió la moda del viejo mundo, de las tendencias italianas de los años anteriores, vivas en el color y barrocas en el gusto. Ese novísimo y profundo negro que puso de moda la corte de los Austrias causó tal furor que, como algunos han afirmado, todo el continente se vistió «a la española». De hecho, podría decirse que fue uno de los elementos de lo que algunos han calificado primera globalización, ya que el poderío marítimo español, que unió Occidente con Oriente, se conjugó con la novedosa normativa fiscal china que exigía el pago de impuestos en plata, una plata que en buena parte salía, precisamente, de las posesiones españolas en las Indias y que acabó instaurando el real de a ocho como primera moneda del comercio mundial, tanto como para resultar, siglos después, base para el dólar estadounidense.
Con los nombres, topónimos y antropónimos, como siempre sucede al enmarcarse de forma aislada un período histórico, surgen dudas e imprecisiones. De modo que tomé la decisión consciente de inclinarme por las versiones que ya aparecen en las crónicas de antiguo, como la de Díaz del Castillo, la de las Casas o la de Gómara. Me pareció lo más razonable, pues los dos personajes principales son castellanos de aquel tiempo que hubieran pronunciado y pensado esas palabras de ese modo. Así, sin darle importancia a si el origen del término estaba en el náhuatl, el inglés o el francés, se cortaron todos por el mismo patrón (salvo algunas excepciones mayas) y se disfruta de curiosidades como la de escribir Guatarral por Walter Raleigh.
Del antiguo urbanismo de Campeche hay pocos datos firmes. Entre otros motivos porque, tal y como se refleja en la novela, las obras de fortificación se eternizaron durante prácticamente dos siglos. Además, casi todos los monumentos históricos presentes hoy en la preciosa villa de Campeche son posteriores o bien han sufrido transformaciones. Pese a todo, he intentado reconstruir la ciudad lo mejor posible gracias a esas pinceladas deslavazadas. Aunque debo admitir que, allá donde los datos escaseaban, dejé volar la imaginación sin pudor alguno.
El transporte y el sellado de las corachas tal y como se muestra en estas páginas es un tema controvertido. No he encontrado evidencias fehacientes de que se hiciera del modo en que se describe. Es cierto que las marcas en las pipas de vino y en otros envíos sí aparecen a menudo referenciadas en las crónicas, y también que los sellos en variadas formas eran de uso extendido; sin embargo, consideré que era un planteamiento verosímil. De hecho, aún hoy en día, los sacos de harina castellana siguen viniendo con cuño de plomo (como las bulas papales), o al menos así era en aquellos años de mi juventud en los que trabajé en una panadería.
Nota curiosa al hilo de las marcas y cuños de las mercancías resulta el hecho de que en multitud de crónicas se encuentren referencias a variaciones en las marcas hechas en las pipas de vino o aceite. Tanto que, incluso en los juicios en los que distintos comerciantes litigan por problemas con la carga o diferencias en los pagos, se menciona a menudo este particular en los testimonios. Y parece razonable afirmar que, en aquellos días y aquellos puertos, por lo general, el que no corría, volaba.
Mucho antes de que Farinelli cantase para curar las depresiones de Felipe V, en la España de hace varios siglos se apreció ese particular canto de los castrati, esos varones sopranos que el vulgo llamaba a menudo «capones». Y no siempre era bien visto, tal y como se refleja en la novela, pues parece ser que muchos sufrían dicha castración y el asunto se envolvía en un supuesto accidente. En el entorno de este tema no puedo dejar de recomendar la novela de mi buen amigo José de Cora La navaja inglesa.
Aunque no es éste el foro para entrar en detalles, hay que aclarar que la cultura maya, en parte porque la materia prima no estaba especialmente disponible en la zona, no se caracterizó por la orfebrería de metales preciosos. Hoy en día ha alcanzado fama internacional, pero, no es una herencia de los tiempos precolombinos.
En toda la península del Yucatán hay una abundancia abrumadora de antiguas construcciones mayas de diversas tipologías y épocas. En la que yo me inspiré para el periplo de los protagonistas es en la de Edzna, que, si bien no correspondería exactamente desde el punto de vista geográfico, servía para ilustrar la magnífica cultura local.
En las crónicas hay abundantes referencias a esclavos cimarrones y a indios rebeldes refugiados en la selva intentando escapar del yugo de los nuevos pobladores. Me pareció necesario mostrarlo y, además, debo reconocer que en el poblado que aparece en estas páginas hay una clara inspiración en la actitud de los indios en la magnífica obra de Ermilo Abreu González, La doctrina. Parafraseo las palabras de su protagonista Canek, de cuyo nombre también me apoderé.
En sentido similar, la obra de Abreu fue una de las muchas de las que bebí preparando este cuento, y no la única de la que me he aprovechado con descaro. Una de las más evidentes fue, sin duda, El guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, a la que algunos califican de auténtica primera novela moderna, por delante de las aventuras del famoso hidalgo. De sus brillantes páginas y de las crónicas que hablan de la brutal epidemia de peste que asoló aquella Castilla del siglo XVI surgió la frase: «unos escapando de la peste que bajaba de Castilla, otros del hambre que subía desde Andalucía».
La realidad del tequila como bebida pudo ser bien distinta a la que se muestra en estas páginas, pero resultó agradable dar pábulo a la historia, no confirmada, de que fueron los franciscanos de Santiago de Tequila los que supieron enseñar a los locales cómo sacar un partido adicional a las golosinas que cortaban de las hojas de agave.
El papa Urbano VII prohibió efectivamente el tabaco en suelo sagrado, y no mucho después lo haría también Felipe III. Y al hilo de este asunto merece la pena comentar que, en 1565, el médico sevillano Nicolás Monardes publicó Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales, en la que describe la planta del tabaco, el uso que hacían de la misma los indígenas americanos y sus empleos terapéuticos. Además, siguiendo con estas menciones científicas, entre 1571 y 1577, el médico y botánico español Francisco Hernández de Boncalo fue elegido por la Corona española para dirigir una expedición a América focalizada en el territorio de Nueva España. Y, gracias a ella, nació Historia natural de la Nueva España, donde se da una de las primeras descripciones sobre el tabaco y sus propiedades: «Es el yetl una hierba de raíz corta, delgada y fibrosa de donde nacen tallos de cinco o más palmos de largo, vellosos, desordenados, estriados y lisos; hojas anchas, oblongas y hasta cierto punto parecidas a las del lampazo; flores semejantes a las del beleño que dejan, cuando caen, cápsulas llenas de...». Como colofón a este respecto, puede mencionarse que el nombre de «tabaco» parece ser heredero de los haitianos y, de hecho, es en la isla de La Española (actualmente dividida entre República Dominicana y Haití) donde ya en 1530 empieza a cultivarse con intereses comerciales.
En cuanto al Santo Oficio, gracias a la tesis del profesor Carlos Roberto Gutiérrez Peraza, pude encontrar referencias al auténtico Hernando de Sopuerta (que no Socuéllamos), franciscano inquisidor de Yucatán para Mérida, Izamal y Maní. En la novela se presenta como dominico para no tener una duplicidad con el personaje de Gundemaro y para, a su vez, hablar de las tensiones entre las dos órdenes, representativas entonces y hoy de la idiosincrasia de cada una. Gracias al trabajo de Gutiérrez Peraza y otros similares, conocí las jerarquías y los procedimientos que se plantean en la novela, y, aunque estas páginas no eran lugar para extenderse en explicaciones, a cualquier interesado le recomiendo encarecidamente la lectura de este tipo de trabajos. Asimismo, por terrible que fuera esa institución que ha pasado a la historia como la Inquisición, lo cierto es que en estas páginas la uso más por su sombra (de la que me aprovecho con descaro) que por su figura. Sin desmerecer las muchas barbaridades que se cometieron a fin de salvaguardar la fe, lo cierto es que basta un vistazo a cualquier estudio competente para caer en la cuenta de que, tanto en el territorio peninsular como en el de ultramar, el Santo Oficio español fue mucho más benévolo que sus coetáneos de cualquier otro rincón de Europa. También cabe aclarar que, según parece, buena parte de los procesos en los territorios americanos tuvieron que ver con la bigamia o los judaizantes y no con artes brujeriles.
Lo más probable es que la Garduña, como sociedad de crimen organizado a la que incluso pueda considerarse como germen de la camorra napolitana, sea, en realidad, una falacia. Las menciones literarias y los rumores, e incluso que el diccionario recoja la palabra «garduño» como sinónimo de ratero, no son más que pruebas circunstanciales. Sin duda, como nos muestran el maravilloso Buscón de Quevedo y otras obras de aquellos años, no hay lugar a dudas de que hubo sociedades de crimen organizado que pudieron parecerse a las cofradías religiosas, pero es dudoso que llegasen a la catadura de la supuesta Garduña. En cualquier caso, y con fines únicamente literarios, servía para expresar un concepto fácil y rápido al que se sumaba un entorno atractivo desde el punto de vista de la narración.
Alonso Contreras, el Rubio, es el nombre de un capitán de aquella España de los Tercios que dejó una entretenida biografía que merece la pena leer. En ella queda retratado como un auténtico lobo de mar que pirateó el Mediterráneo contra el turco, y muestra mucho de la vida, uso y costumbres de su momento. Además, supuestamente, es una de las obras que sirvió de inspiración para el famosísimo Alatriste, personaje icónico de mi admirado Pérez-Reverte.
La bandera pirata es un tema controvertido y complejo. Es probable que a finales del siglo XVI no se usasen los estandartes del mismo modo, pero sí he encontrado algunas referencias a que Drake utilizaba banderas o pendones negros, sin más. Y he de reconocer que era un elemento visual que aportaba peso al ataque pirata al refrendarse en los tópicos instalados en el imginario colectivo. Así que puede ser cierto que a finales del siglo XVI algunos piratas usasen estandartes negros que quizá supusieran el germen de las banderas más elaboradas que surgieron después y que tienen por elemento más representativo la conocida como Jolly Rogers; aunque quepa señalar que, por ejemplo, los germanos tendían más a banderas con fondo rojo.
Que Campeche fue un lugar que asistió una y otra vez al ataque de los piratas queda fuera de toda duda, y merece la pena visitar la fortaleza que rodeaba la antigua ciudad y que tan bien se ha adaptado como espacio museístico. Ahora bien, no hay ninguna referencia a, como se muestra en la novela, un ataque que resultase una artimaña sin más que terminase en agua de borrajas. Sin embargo, la inspiración para este episodio surgió al leer cómo la enciclopedia Yucatán en el Tiempo narra los acontecimientos protagonizados por el pirata inglés Parker en 1597 cuando atacó la población con la clara intención de saquearla:
William Parker (Guillermo Parque, como lo llamaban los cronistas españoles), asaltó la villa de San Francisco de Campeche. Un día apareció en el puerto una flota compuesta por tres navíos que se mantuvieron a una cierta distancia de la costa, sin visos de atacar. Los confiados vecinos se retiraron a sus domicilios sin pensar que la presencia de los piratas pasase de cierta amenaza. Bien entrada la noche, con la complicidad de un vecino llamado Juan Venturate, desembarcaron en la playa de San Román y atacaron la villa. Sorprendidos los campechanos abandonaron sus viviendas; pero ya repuestos se reunieron en el templo de San Francisco y desde ahí, bajo las órdenes de sus alcaldes, Pedro de Interián y Francisco Sánchez, organizaron el contraataque, entrado el día siguiente. Tras horas de lucha, Parker ordenó la retirada, pero en su precipitada fuga abandonaron parte del botín, a algunos prisioneros y a Venturate, a quien, al conocerse su complicidad, se le condenó a muerte en juicio sumario y fue ejecutado...
... En el contraataque participó otro barco amigo que venía de Yucatán con el propósito de auxiliar a la población y que uniéndose a otras embarcaciones campechanas prosiguieron la persecución de Parker, a quien dieron alcance, logrando capturar a uno de sus barcos piratas con todo y la tripulación. Durante diecisiete días Parker volteó en torno al puerto con la esperanza de recuperar el navío perdido, sin lograrlo. Finalmente desistió de su propósito y enfiló hacia otros rumbos...
El sistema de las encomiendas y los posteriores repartimientos merece quizá más estudios y documentación, y no es éste tampoco el foro apropiado, pero resulta interesante destacar que las llamadas encomiendas no sólo fueron concedidas a los conquistadores, también a aliados nativos, como el caso de la famosa doña Isabel, hija de Monctezuma; asunto espinoso por otras vertientes, pues Cortés se amancebó con ella para luego casarla con prisa con uno de sus oficiales. En cualquier caso, el trato a los amerindios desde las instituciones españolas ha sido malinterpretado en muchas ocasiones, y basta con bucear en las crónicas para darse cuenta del papel fundamental del llamado «imperio español» en los debates morales que llevarán al desarrollo de lo que hoy entendemos como derechos humanos. La actitud de la no siempre entendida Isabel la Católica, o el sonoro debate de Valladolid en 1550, son más que prueba de ello y contrapunto de peso indiscutible cuando se tiene en cuenta, por ejemplo, que los aborígenes australianos, en términos legales, fueron considerados animales hasta que la Ley Electoral de la Commonwealth del Gobierno de Menzies de 1962 confirmó el voto para todos ellos, otorgándoles la categoría de humanos como tal. Lo que a su vez hunde sus raíces en un jardín fangoso que lleva hasta la diferente concepción de la esclavitud por Aristóteles y Platón y la herencia que las ideas de ambos filósofos dejaron.
He de reconocer que tuve que reprimirme para no incluir en estas páginas más detalles sobre esa eterna confrontación entre dominicos y franciscanos; he dejado pinceladas a través de los diálogos, pero no pudo irse más allá a fin de salvaguardar la acción narrativa. Sin embargo, es un estudio apasionante el de las diferencias filosóficas con las que las dos órdenes se enfrentaban a su labor evangelizadora. Entre ellas, la validez de esos bautismos masivos que favorecían los franciscanos, y esa conversión meditada, aupada en la razón, por la que abogaban los dominicos.
Por todo lo demás, estoy seguro de que algo se me habrá quedado en el tintero y que habré cometido más de un error, pero quedo a su disposición a través de las redes sociales o del correo electrónico (francisconarla@francisconarla.com).
Gracias, muchas gracias por haberle dado una oportunidad a mi cuento.
BALVANERA
La puta beata, el fraile descreído,
el indio cojo y el hideputa honrado
Lector, librero, periodista, editor... Nunca me cansaré de repetirlo, gracias. Gracias una vez más por darles una oportunidad a mis cuentos, espero no defraudaros.
Para Enriqueta, la niña a la que le gusta caminar en el agua, hablar con los bonsáis y hacerse la manicura con una banqueta. Bienvenida.
Y para Poe, que ronroneaba corrigiendo borradores. Gracias, querido amigo, ojalá caces muchos pajarillos en los bosques del norte.
Mi madre era puta.
Mi padre, inglés.
A punto estuve de quedarme sin padrino.
No había cristiano que se ofreciese. Con el agua bendecida, se brindó un trujillano que bebía los vientos por mi madre; un segundón al que se comieron los tiburones en el canal de la Mona cuando naufragó su tartana. Lo único que no se tragaron los bichos fue su nombre; ése me lo dejó a mí: Isidoro Bernal María de la Santísima Merced de la Visitación y Brochero.
Mi madre quiso darme con la seguidilla lo que no tenía por linaje, pero sirvió de poco. De nada, más bien.
De crío fui «el chico de la Camacha» y, con los años, por más que porfié en contra, Camacho.
La verdad es testaruda.
Mi padre navegaba con ese par de bellacos de Juan Achines y Francisco Draque. Fue uno de los que atacaron San Juan de Ulúa. Y también uno de los que huyó como una rata cuando los cañones del capitán Luján escupieron fuego.
Y mi madre... Mi madre no tenía otra herencia que la escondida bajo la falda.
Había abandonado tierra de Plasencia al descubrirle un amorío con un novicio del monasterio de Guadalupe. La vergüenza espoleó sus ansias de cruzar la mar océana. Nunca hablaba de su vida antes de embarcar.
A la pobre la desbarató la golpiza de un cabrón con pintas, un boquifino con agarraderas en la Audiencia de los Confines. Lo que pasó en Yucatán, en Yucatán se olvidó. Ni siquiera multa pagó.
Me quedé solo, con mi nacimiento por condena. Ni hijodalgo ni gentilhombre. Ni tierras ni cargo del que mamar. Ni sangre de cristiano viejo ni título ni ditado. Ni siquiera podía presumir de no tener raza de judío. Menos aún de moro.
Me sobraban nombres y me faltaba pan. Mi único patrimonio era el hambre.
Podía haber pedido limosna, pero el orgullo me cerraba la mano. Y, por puta que fuera, siempre he creído que mi madre deseaba algo de más enjundia para mí.
No quería ser el hijo de la Camacha. Quería ser el señor Bernal.
Intenté labrarme una reputación limpia como confesión de fraile. Me ofrecí de recadero, de mozo o de mulero. Acarreé piedras, cargué con los estibadores, cepillé tablones en las atarazanas. Por un real. O por la comida.
Al cabo, la fortuna, que es la más puta de las putas, me sonrió con un requiebro: le salvé el pellejo a un piloto gallego al que las deudas de naipes habían metido en aprietos.
Yo buscaba algo que echar al gaznate entre los desperdicios de El lagarto cuando apareció un matasietes de chambergo roñoso para meterle el palmo de una vizcaína por la riñonada. Grité, y el fulano se evitó visitar los infiernos. Y me tomó como grumete.
Los que tienen posibles buscan recado de escribir y dejan últimas voluntades. Yo me sorbí los mocos, aprendí a rezar el paternóster y me encomendé a los tres dedos de grueso de la tablazón de Nuestra Señora del Rosario.
Ni derecho a cofre que dejar en cubierta tenía. Y cada noche me ataba el calzón con siete nudos, para que no me encularan los desviados.
Me acostumbré a ablandar en vino el bizcocho infestado de gorgojos, a roer el pan de cazabe, al hedor de las sentinas, a la picazón del vinagre cuando se baldeaba. No me acostumbré jamás a la sed. Aún hoy, a veces me asalta un regüeldo con el sabor de aquella agua corrompida en el fondo de los toneles que, apenas zarpados, no podía beberse sin enredar el triperío.
Aprendí a cumplir y a obedecer. Aprendí las cuatro reglas, a escribir de ocho renglones, a contar para las guardias, a hacer los nudos de los aparejos. Y también aprendí de las mercaderías en bodega. Los vicios y virtudes de la grana cochinilla, la cera, el nopal, los cueros, la miel y cuanto se llevaba a La Habana para la partida de la flota.
Para cuando me afeitaba, entré de aprendiz en el almacén de un mercader que hacía fortuna con el palo de tinte.
Y me descorné por hacer las cosas como era debido. Iba a misa los días de Nuestro Señor, guardaba la cuaresma. Hasta inclinaba la cabeza cuando pasaba algún jerónimo murmurando jaculatorias. Y jamás robé. Ni una blanca. Nunca.
Poco importó. Todo se fue al carajo.
Desde el día que me parieron tenía andado el camino, y poco podía hacer por apartarme. Al final, cuajó lo que tenía que cuajar. Una vida entera lustrando reputación quedó ahogada en agua de borrajas.
La primera piedra cayó al volver a los almacenes con el último cargamento. De ahí en adelante rodé cuesta abajo.
Ahora echo reojos por encima del hombro, igual que Guillermo, el de Orange. Ese hereje no dobla esquina sin mirar si le espera la boca de una pistola. Hasta dicen que duerme con sus perros.
Y yo voy con el corazón en un puño, temiendo que en cualquier callejón aparezca una toledana que me eche el bofe al aire.
Ahora, la única familia que he tenido podría estar muerta. Ahora, no sé qué ha sido de ella.
Eso sí, mi nombre, entero, de la primera a la última letra, se conoce de la especiería a las Indias. Hasta en la corte.
Y mi madre no estaría orgullosa.
El mismísimo rey Felipe ha puesto precio a mi cabeza.
Durante aquellos días grises, al comienzo de la temporada de lluvias, el que más y el que menos corría de un lado a otro. Todos en Campeche se afanaban por rematar los preparativos para la Balvanera o por sacar tajada del asunto. Y durante aquellos días grises, por primera vez en mucho tiempo, Catalina había disfrutado del lujo de no tener obligaciones. Tan sólo fingir calores, toses y malestar.
Pese a los esfuerzos del pobre hermano Malaquías, que había probado con ella todos los remedios que guardaba en su memoria, la enfermedad no remitía.
Y el sufrido fraile no dejaba de asombrarse de que, desde que tenía conocimiento, la enfermedad hubiera atacado a un cristiano. Para el franciscano, el mal del sudor inglés era un castigo divino hacia los condenados herejes, y no debería haber prendido en una cristiana bautizada píamente. En más de una ocasión había dicho a Catalina que se mantuviera alejada del camastro donde convalecía el hijo de la Camacha, no fuera que las influencias del bastardo empeorasen su enfermedad.
Ella llegó a sentirse enjaulada.
Hubo días en los que temió que, de tanto rezar, se le desmontase el rosario que Malaquías le había regalado al darse cuenta de que era devota.
Pero las avemarías no le regalaron solaz.
Y, lo que era peor, también se sentía sin ánimos para librarse de su encierro.
Por puro aburrimiento, quizá por mantenerse ocupada o quizá por echar una mano al boticario, ya que se sentía culpable por traerlo por la calle de la amargura, había ayudado a cambiar los vendajes de Camacho y a limpiar con agua de rosas sus magulladuras.
Echaba alguna tos carrasposa, se movía lánguidamente, para continuar con la farsa, pero lo hacía y, en tanto, aprovechaba para refunfuñar.
No se arrepentía de lo hecho. Pero sabía que, a partir de ese momento, tendría que hacer algo muy distinto con su vida.
No supo el qué hasta que algo sucedió en su tercer día en el hospital.
Entrando por el portalón que había a un costado del convento, por donde se daba el servicio de enfermería, aparecieron tres estibadores del puerto. Dos, sanos, y otro, con la cara descompuesta y la mano hecha un cisco. La traía sujeta contra el pecho, como un bebé de teta, y el rostro lívido enfatizaba su mirada asustada.
El hermano Malaquías reaccionó de inmediato y se acercó a ellos frotándose las manos en el delantal con el que protegía el hábito. La sangre empapaba la camisola y ya empezaba a gotear sobre el suelo.
Malaquías era un borgoñés bajito y enclenque enfundado en un hábito que le quedaba grande. Había aprendido a cuidar del alma en las aulas de la Sorbona y a templar los males del cuerpo en la escuela de Salerno. Presumía a menudo de haber leído de cabo a rabo la obra de Galeno, las cartas de Plinio el Joven y todo el Canon de Avicena.
Con aires de ratoncillo inquieto, bastaba con tenerlo a tres varas de distancia para oler lo que escondían sus sobacos, y tan exagerado resultaba el tufo que daba la sensación de que las ropas le quedaban holgadas para tener donde acumular la mugre y dar vivienda amplia a la multitud de piojos que campaban por sus ropas.
Pero él y todos los linajes de bichos que acarreaba habían corrido a auxiliar el herido, y la aburrida Catalina, no lejos, se había acercado también. Por espantar los fantasmas que acosaban su ocio.
–Le quedó atrapada en el guindaste cuando cargábamos las corachas del italiano –aclaró uno de los compañeros del herido con un acento que lo delataba como sevillano.
El aludido, con la cara contraída por el dolor y la tez cenicienta, se atrevió a separar la mano del pecho y a dejar ver el magro vendaje que algún alma caritativa le había hecho con un pañuelo sucio.
Traía los dos dedos menores tan espachurrados que eran casi irreconocibles, y los otros, con la rozadura de una soga que prácticamente llegaba al hueso. Sólo el pulgar se había librado de la escabechina.
El desdichado, que se presentó con voz temblorosa como Diego de Toro, habló temiendo la respuesta:
–¿Creéis que podrá recomponerlos, padre? Para cobrar tengo que seguir trabajando. Si no cargo, no hay paga.
Al oírlo, a Catalina le costó contenerse para no maldecir a los comerciantes, al rey y a todo hijo de vecino.
–Si te has herido trabajando para Bacheli, entonces Bacheli debería hacerse cargo.
Todos la miraron como si hubiera hablado en otro idioma, y Catalina, incómoda por el escrutinio, carraspeó y se pasó la mano por la frente.
Fue el boticario del convento el que rompió el estrambótico silencio.
–Veamos –dijo Malaquías, rompiendo el incómodo silencio e inclinándose hacia el herido.
Arrugó la nariz, lo que enfatizó sus aires de ratón, al tiempo que movía la mano herida entre las suyas, sin molestarse por la sangre. El fraile inspeccionó el desaguisado asintiendo para sí. Cuando se la devolvió a su dueño, antes de emitir un juicio, se rascó tras la oreja hasta encontrar una liendre que aplastó entre las uñas con un chasquido. Contestó al fin con proverbial elección de palabras.
–El Señor dirá, hijo, el Señor dirá –musitó–. Ahora ven a la luz para que podamos verlo bien.
Con la ayuda de sus compañeros, el herido logró acercarse a donde el fraile tenía una mesa repleta de trastos y cachivaches.
Allí volvió a examinar los maltrechos dedos y luego se decidió a emitir su diagnóstico. Y Catalina se admiró de que el franciscano mantuviese la cabeza fría cuando anunció al estibador que tendría que amputar el meñique y rogar con fervor para que el anular no tuviera que seguir el mismo camino.
–Tendrás que aprender a hurgarte las narices con el pulgar –dijo el sevillano con sorna a su compañero.
El tercer estibador, con aires taciturnos, no había abierto la boca. Parecía que no le agradaba ver en mano ajena lo que podía sucederle a él mismo.
En tanto, Malaquías correteaba de un lado a otro intentando preparar lo necesario para la intervención, y Catalina decidió ofrecer su ayuda, que bien aceptó el fraile.
–Lo primero que tenemos que hacer es ayudarlo con el dolor.
Y, después de echar un trago generoso, ofreció al herido una jarra desportillada que sacó de una puerta en el costado de la mesa. El fuerte alcohol despedía un pestazo capaz de envalentonar a un piquero de Flandes.
–Haced que se la beba entera –ordenó severo mientras buscaba trapos y utensilios.
–No será problema –bromeó el sevillano–. Y si nos permite vuestra merced, echaremos nosotros también un trago a su salud. Para asentar el espíritu.
Camacho, desde su camastro, se había incorporado y observaba con curiosidad. El boticario ya despejaba la mesa.
Poco después, sin más desayuno que una cebolla antes de ir a los muelles y habiendo trasegado buena parte del contenido de la jarra, el tal Diego de Toro tenía los ojos vueltos. Le costaba hilar dos palabras sin que se le trabase la lengua. Sentado a la mesa, cabeceaba, intentando mantenerse despierto, así que el fraile se dirigió a sus compañeros:
–Sujetadlo con fuerza, que no se mueva, y, por lo que más queráis, aguantad firme la mano –ordenó.
Con rostros preocupados, los otros dos se repartieron lo que quedaba como buenos cristianos y se dispusieron a ayudar.
El fraile chafó otra liendre entre las uñas y, con evidente práctica, se puso a la faena con pocas dudas. Empezó por el meñique. Cortó limpiamente junto al nudillo y dejó un buen colgajo con el que coser un muñón pulcro.
En un abrir y cerrar de ojos, cambió el afilado cuchillo por una pequeña sierra, y el sonido de los diminutos dientes de hierro royendo el hueso se le metió a Catalina en las muelas.
El paciente quedó inconsciente a mitad del proceso, y sus compañeros ya no tuvieron que esforzarse.
Del anular seccionó la primera falange y, en breve, con la única interrupción que supuso otro escarceo con las chinches, Malaquías estaba vertiendo las últimas gotas de la jarra sobre los dos muñones.
Terminada la labor, y siguiendo las órdenes del fraile, sus dos compañeros tumbaron al herido en uno de los camastros. Murmuraba incoherencias y sacudía la cabeza de lado a lado.
Malaquías se limpió. Frotó y refregó las manos en un trapo arruinado de sangre. Aun así, los cercos de sus uñas siguieron tintos. Luego empleó el mismo trapajo para recuperar los despojos que habían quedado en su mesa y envolverlos cuidadosamente. Hizo sobre ellos una señal de la cruz y se los acercó al sevillano.
–Cuando despierte –habló señalando hacia el inconsciente–, que se ocupe de enterrarlos en sagrado. Es su deber de buen cristiano a fin de que, el día del Juicio Final, pueda aparecer entero ante el Señor –ordenó severo.
Al tiempo, Catalina, bien dispuesta, enjugaba con agua fría el rostro del herido, y vio en los ojos del sevillano el disgusto al aceptar el macabro paquete. Pero el hombre lo recogió, procurando tocarlo lo menos posible.
–¿Cómo van los preparativos? ¿Se zarpará a tiempo?
Acostumbrada a hacer hablar a los hombres, Catalina trató de distraerlos mientras su compañero volvía en sí. Si bien el otro siguió tan mudo como el indio renco, que no se había movido de su sitio junto al camastro de Camacho, el sevillano se mostró lenguaraz.
–Va justa la cosa –aseguró–. El piloto se pasa el día lanzando maldiciones y blasfemias. Ya corre el rumor de que un gaviero mallorquín está alentando a los marinos a que se nieguen a embarcar, no sea que los pillen vientos de través. ¡Motín en tierra! A quien se lo cuente...
Su compañero asintió para refrendarlo, y Catalina les dio coba sin pensar en ello.
–En lo que yo recuerdo, pocas veces se ha zarpado tan tarde –reconoció, pasando un paño húmedo por la frente sudorosa de Diego de Toro.
El sevillano revolcó los ojos.
–¡Nunca! –aseguró–. Ya todos hablan de que cualquier día aparece el primer huracán y se volverá a ir todo al traste, como cuando lo de la flota de Ovando en Santo Domingo de Guzmán.
Mestizo, indio, burgalés o jerezano, cualquiera con oídos en las Indias lo había oído contar más de una vez. Catalina conocía la historia y no le costó seguir el hilo.
–Se perdieron muchas vidas en aquel desastre.
–Y dicen, lo sé de buena tinta –aseguró el estibador–, que el almirante Colón avisó a ese mentecato de Ovando de que se avecinaba huracán, pero el muy imbécil, por orgullo, se negó a escucharlo.
–Sí, yo también lo he oído contar así –confirmó la joven.
El sevillano resopló.
–Pero, con tantos dineros de por medio, gobernadores, oidores, cancilleres y todo leguleyo con un sello se cree que sabe más que los marinos y aprieta para ganar sus cuartos. Para ellos es fácil, no se juegan el pescuezo si las cosas se tuercen. Es siempre la misma historia. Unos se hacen ricos, y otros perdemos los dedos...
Consciente de que Malaquías la observaba, Catalina tosió y se llevó una mano al pecho, fingiendo malestar.
–Así suele pasar –reconoció tras la pantomima.
–Así es. Y lo digo yo –continuó el sevillano–. Aunque vengan tres huracanes, uno detrás de otro, la Balvanera zarpará. Es el envío más grande que se ha hecho jamás desde Campeche –bajó entonces la voz, como si lo que iba a decir fuese un secreto–: Tengo un amigo que conoce al secretario del cabildo, y me ha dicho que, en total, las bodegas de la Balvanera cargan más de diez millones de maravedíes.
La cifra hizo temblar la mano de Catalina.
–¿Diez millones?
–Diez millones –repuso el sevillano, ufano.
–Diez millones –repitió ella con incredulidad.
–A poco que ganen los que han metido mano, hay más de uno que, de ésta, se vuelve rico –aseguró el hombre con un suspiro final cargado de envidia.
–Siempre son los mismos los que sacan beneficio –se lamentó Catalina.
El sevillano asintió dándole la razón.
–Sí, a mí me van a pagar por lo que sea capaz de cargar, no más. A tanto la coracha. Ni más, ni menos.
Sus palabras, más bien la enorme cifra, se habían clavado tras el flequillo de la joven. Durante aquella tarde, incluso después de que los estibadores marchasen tras dejar tres duros de limosna y una retahíla de gracias, Catalina no había podido alejar de sí lo escuchado. Ni aquella tarde ni en los días que se siguieron.
Por eso, ahora, al oír el ofrecimiento de Camacho, negó con la cabeza.
–A tu casa –dijo con el rostro contraído–, a tu casa. ¿Para qué?
Gundemaro alzó el rostro.
–Prefiero su casa que la selva –reconoció, paseando una mano por su enorme tripa, imaginando las consecuencias del hambre. –Al instante recapacitó, y comprendió que había más riesgos–. Me excomulgarán –dejó en el aire, sin saber si preguntaba o afirmaba.
Y, al oírlo, Catalina fue cruel.
–Para ir a casa de la Brava, hincharse a duelos y quebrantos o leer libracos no hace falta hábito, así que no jodáis más.
Gundemaro recibió el envite con pasmo, pero no protestó, y la joven continuó con lo que en verdad le interesaba.
–¿Y qué será de nosotros? Por la Virgen y san José. ¡Míranos! –Y empezó a señalar–. Un fraile que no quiere predicar y que prefiere las camas de un lupanar a los altares. Un indio cojo y contrahecho, que, además, habla menos que una alpargata. Y un iluso que está arruinado y, para colmo, no tiene más apellido que el de hijo de puta...
Hizo una pausa. El flequillo trigueño bailó sobre las cejas. Negó, suspiró y volvió a negar.
–Y, para colmo, una puta que quiso ser beata... ¿Quién nos va a ayudar?, ¿cómo vamos a vivir?, ¿de qué vamos a comer? Entre todos no tenemos un cuartillo...
Camacho se frotó el costado y acalló el dolor con un mohín.
–Bacheli me dará trabajo. Vendrán tiempos mejores.
Ella se revolvió como una gata.
–¿Y piensas mantenernos a todos para siempre? ¡Qué disparate es ése! Estás más loco que san Simón.
–San Simeón. –Gundemaro no pudo evitarlo–. San Simeón de Edesa, en realidad. Ése es a quien llamaban «el loco». San Simón, el zelote o el cananeo, fue uno de los doce apóstoles.
La mirada seria y rotunda que le dirigió, más temible que el negro agujero del cañón de un falconete, lo obligó a callar con brusquedad.
–Padre, con todo el respeto, ¡a freír espárragos! Que no tengo el coño para farolillos.
El franciscano pareció encogerse. Y Camacho intentó intervenir, pero ella no le dejó.
–Lo que necesitamos es dinero con el que empezar de nuevo, en algún sitio lejos de este condenado lugar, donde nadie tenga idea de que somos un fraile, una puta, un indio y un hideputa. –Se peinó usando los dedos y tomó aire–. Necesitamos fondos.
–Mañana conseguiré trabajo –metió baza Camacho de nuevo.
–¡En cantidad! –repuso Catalina airada–. No el salario mugriento de un asistente. Necesitamos dinero a espuertas. Y yo sé dónde conseguirlo.
Todos la miraron con curiosidad.
–En unos días zarpará la Balvanera, y lleva en sus bodegas más de diez millones de maravedíes. ¡Diez! El mayor cargamento que jamás ha salido de este condenado puerto. Diez millones de maravedíes.
Los hombres se miraron entre ellos, incapaces de adivinar a dónde pretendía llegar la mujer.
–Añil, nopal, palo de tinte, cera, miel, espejos de obsidiana y qué se yo. Todo lo imaginable. Y está delante de nuestras narices, ahora mismo. Están cargando las bodegas. No sé cómo no había pensado antes en ello, Dios bendito. He sido tonta. Sólo hay una cosa que tenemos que hacer, sólo una.
Los tres la miraron fijamente, expectantes.
Ella se pasó la lengua por los labios secos.
–¡Robarlo!
Despertó con un sobresalto.
Se ahogaba. No podía respirar.
Tosió.
Y un trallazo de dolor le robó el aire que le faltaba.
Intentó enseñarle el camino a una bocanada, y el mar lo traicionó.
Su cabeza se había escurrido hasta el fondo de la barca. El agua se había colado por las juntas mal calafateadas, había subido de nivel con el paso de las largas horas a la deriva.
Tosió de nuevo.
Había estado a punto de ahogarse.
Volvió a toser.
Estiró el espinazo, alzo el rostro. Consiguió respirar. Al fin. Con tanta ansia que se atragantó.
Y los tormentos de su cuerpo maltrecho se hicieron patentes. Le palpitaba la sien, hinchada, amoratada, cubierta por una costra de sangre reseca que rodeaba una brecha abierta hasta la ceja. En el costado desfilaba un paso de penitentes. Y, pese al cielo encapotado, el sol caribeño le había quemado la nuca allá donde la camisa no le cubría la piel.
Incluso abrir y cerrar los ojos supuso una ordalía. Sin embargo, la tormenta que relampagueaba por su cuerpo quedó empequeñecida al darse cuenta de la sed atroz.
Tenía los labios resecos, cubiertos de una costra salitrosa que amenazaba con despellejarlos. Sentía la lengua hinchada. Por su frente paseaba un doloroso hormigueo. Apenas era capaz de tragar.
Y, sin embargo, toda aquella recua de martirios era una insignificancia. El peor golpe de todos se lo dio la realidad.
Apenas se incorporó, vio la sangre.
El poncho de henequén, sobado, estaba cubierto de manchurrones. Se había arruinado para siempre. Y sobre el vientre se derramaba un ramo de claveles carmesí. Claveles marchitos.
Intentó gritar su nombre, pero fue incapaz.
Trastabilló, la barca se balanceó, perdió el equilibrio, a punto estuvo de caer por la borda. Sólo con un enorme esfuerzo logró acercarse, de rodillas, chapoteando en el agua caliente.
Ni siquiera tuvo el seso de pensar que más le valía achicar aquel desastre.
El flequillo negro brillaba sobre la frente derrumbada. Los hombros vencidos habían dejado caer las manos a los costados.
Camacho sabía poco de la violencia de sus semejantes, pero sí lo suficiente. Había oído historias de Flandes, de Lepanto, de los berberiscos, de los piratas. Sí sabía que una herida en el vientre suponía una agonía lenta y dolorosa. Un suplicio inútil que jamás servía para escapar de la puta de la guadaña.
Camacho sabía poco de la violencia de los hombres, pero sí lo suficiente como para entender que su amigo había dado hasta el último aliento para salvarle la vida una vez más.
En una de las manos, el indio Pedro aún conservaba uno de los remos que los había alejado de la Balvanera. El otro puño seguía cerrado, pero el remo se lo había llevado el océano.
Canek había bogado, pese al terrible dolor, sin descanso. Hasta que la muerte le impidió seguir.
Haciendo acopio de cuanta voluntad le quedaba, se sentó en la bancada frente a su amigo.
La pena se desbordó. La culpa lo dejó en ridículo.
Encontró los redaños de levantarse su camisa, ensangrentada, y el silencio le dio las respuestas que necesitaba.
Bajo el costillar brillaba la fea herida por donde la bala había entrado. Hizo cabalgar la barbilla sobre el hombro, y en la espalda encontró el lugar por donde había salido después de dejar un rastro de misericordia que le había perdonado el hígado. El plomo había encontrado la manera de abrirse camino. Avaricioso, rebosante de la codicia que el armero le había dado al nacer, no se había dado por satisfecho. Había partido del cañón de la pistola de un muerto, y sólo se había detenido después de arruinar para siempre el poncho de henequén de un hombre al que los suyos habían amado y perdido.
Había cumplido con su sino.
Camacho miró a su amigo, los ojos se le anegaron en lágrimas.
–¿Cómo te has atrevido?
No pudo enfadarse. Era lo que deseaba, pero no pudo.
–Necesito una de tus apestosas cataplasmas...
Hasta ese día, Camacho había pensado que de la soledad había logrado hacer una compañera con la que entenderse. Sin embargo, al mirar a su alrededor, escapando de aquel ramo de claveles, la soledad lo abofeteó sin compasión.
De sus amigos, los que no estaban muertos estarían presos. Había perdido a la mujer a la que amaba.
Y no lo sabía, pero un caballo se reventaba camino a Mérida pidiendo dinero a cambio de su cabeza.
No veía tierra por parte alguna. No tenía idea de dónde estaba. En el fondo de la barca se acumulaban dedos de agua. Sólo tenía un remo. Y la barca derivaba mar adentro.
Inconsciente, no había advertido que las olas llevaban horas medrando, que los vientos habían cogido carrerilla y que lejos, justo sobre el horizonte, las nubes se arrebujaban sobre el mar como la manta de un chiquillo friolero.
No flaqueaba, pero no era valor lo que le faltaba; le faltaban cinco buenos palmos de hierro en la mano.
Y, como la tenía vacía, se la pasó por el rostro para enjugárselo.
–He llegado a un acuerdo con Bacheli –rugió sobre la lluvia.