EL ENCUENTRO DE CUATRO IMPERIOS
EL MANAGEMENT DE ESPAÑOLES,
AZTECAS, INCAS Y MAYAS
Categoría: Directivos y líderes
Colección: Biblioteca Javier Fernández Aguado
Título original: El encuentro de cuatro imperios.
El management de españoles, aztecas, incas y mayas
Primera edición: Abril 2022
© 2022 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Javier Fernández Aguado
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Maquetación de cubierta: Beatriz Fernández Pecci
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
ISBN: 978-84-18811-67-8
Producción del ePub: booqlab
No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.
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Este libro se ha publicado con el apoyo de las siguientes instituciones y empresas:
A Marta, Sofía y Enrique, aventureros incansables.
A quienes desde el presente se proponen atrapar un trozo de eternidad.
«La nación más fuerte del mundo es sin duda España. Siempre ha pretendido autodestruirse y nunca lo ha conseguido. El día que dejen de intentarlo, volverán a ser la vanguardia del mundo».
Atribuido a OTTO VON BISMARK
PRÓLOGO
PRESENTACIÓN
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE. CONTEXTO Y CONQUISTA
EL ARCHIVO GENERAL DE INDIAS
BREVE ANÁLISIS COMPARATIVO
FALACIAS Y VERDADES SOBRE EL IMPERIO ESPAÑOL EN EL SIGLO XXI
EL FRAILE QUE INVENTÓ CALIFORNIA
EL ANTIEJEMPLO ANGLOSAJÓN
UN MONJE ENFURECIDO
UN TITÁN DEL MARKETING
UNIVERSIDADES Y MESTIZAJE
LAS MUJERES EN LA CONQUISTA
LOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA
LA LEYENDA BLANCA
UN BALANCE DEL IMPERIO
ALGUNAS ENSEÑANZAS DEL IMPERIO ESPAÑOL
SEGUNDA PARTE. AZTECAS
INTRODUCCIÓN
TEOTIHUACÁN (S. I D. C. - S.VII D. C.)
LOS TOLTECAS
LA LLEGADA DE LOS MEXICAS
LA TRIPLE ALIANZA
LA ORGANIZACIÓN SOCIAL
LOS «TECUHTLI»
EL «CALPULLEC»
LOS FUNCIONARIOS
SACERDOTES Y SABIOS
LOS ARTESANOS
LOS «MACEHUALTIN»
LOS «TLATLACOTIN»
LOS REYES AZTECAS
LA IMPORTANCIA DE LA COMUNICACIÓN EN LA DICTADURA MEXICA
LA FORMACIÓN
LEGALIDAD Y LICITUD
IMPUESTOS
LOS SACRIFICIOS HUMANOS
PRÁCTICAS SEXUALES
MATRIMONIO Y DIVORCIO
EL RESPETO A LOS ANCIANOS
CLAVES ECONÓMICAS
EL EJERCICIO DE LA GUERRA
INNOVACIÓN
LAS CLASES SOCIALES POTENCIADAS POR MOCTEZUMA I
EL CASO MOCTEZUMA II
MANAGEMENT Y CLAVES PARA LA DESAPARICIÓN DE UN IMPERIO
PROLEGÓMENOS A LA LLEGADA DE CORTÉS
LA MOTIVACIÓN DE CORTÉS
EL FIN DE CORTÉS
CONCLUSIÓN
CRONOLOGÍA DEL FIN DEL IMPERIO
ENSEÑANZAS PARA EL MANAGEMENT
TERCERA PARTE. EL IMPERIO INCA
INTRODUCCIÓN
DIVISIÓN TERRITORIAL Y ESTRUCTURA
ORGANIZACIÓN SOCIAL
LA IMAGEN DE MARCA
REYES INCAS
INCAS LEGENDARIOS
INCAS PROTOHISTÓRICOS
INCAS HISTÓRICOS
TRANSICIÓN FALLIDA: RIVALIDAD HUÁSCAR-ATAHUALPA
GUERRA CIVIL
LA INEPTITUD MILITAR DE HUÁSCAR (1525-1532)
LLEGADA DE PIZARRO A CAJAMARCA
ATAHUALPA, DERROTADO POR SU PETULANCIA
MESTIZAJE Y CRISTIANIZACIÓN
TARDÍA PROPUESTA DE RECONCILIACIÓN
LA COMUNICACIÓN EN LA DICTADURA INCA
«CHASQUIS», TRADUCTORES Y ESCRITURA
«QUIPUS»
«TOCAPOS»
LÉXICO MÉDICO: DE PUERICULTURA A GERONTOLOGÍA
TRANSPARENCIA SELECTIVA
CLAVES ECONÓMICAS
TRABAJO REGULADO PARA MUJERES Y HOMBRES
«AYNI»
«MINCA»
«MITA» Y «CHUNCA»
PRIMER SECTOR: VARIADO Y ABUNDANTE
EL EJERCICIO DE LA GUERRA
LOS PROCESOS PENALES
SISTEMA EDUCATIVO
TRES MUNDOS EN LA COSMOLOGÍA INCA
EL OCIO
MANAGEMENT Y CLAVES PARA LA DESAPARICIÓN DE UN IMPERIO
PROLEGÓMENOS A LA LLEGADA DE PIZARRO
EL FIN DE PIZARRO
TÚPAC AMARU
ENSEÑANZAS PARA EL MANAGEMENT
ANEXO: CULTURAS PREINCAICAS
CUARTA PARTE. MAYAS
INTRODUCCIÓN
ORGANIZACIÓN SOCIAL
SIETE CLASES SOCIALES
MATRIMONIO
CALENDARIOS
EL REY DIOS
BRÚJULA MAYA
MUNDO INFERIOR (XIBALBÁ) Y SUS SEÑORES
HUNAHPÚ Y XBALANQUÉ, DIOSES GEMELOS
ANTROPOFAGIA Y SACRIFICIOS HUMANOS
REYES Y REINAS MAYAS
MUJERES EN EL PODER
DINASTÍA (APROXIMADA) DE TIKAL
DINASTÍA (APROXIMADA) DE COPÁN
DINASTÍA (APROXIMADA) DE PALENQUE
COMUNICACIÓN EN LA DICTADURA MAYA
CUATRO CÓDICES
800 SIGNOS JEROGLÍFICOS
MARKETING Y PROPAGANDA
CONTINENTE BABEL: CINCO GRUPOS DE DIALECTOS
CLAVES ECONÓMICAS
EL EJERCICIO DE LA GUERRA
EL MÁS ALLÁ
MANAGEMENT Y CLAVES PARA LA DESAPARICIÓN DE UN IMPERIO
CONFUNDIR PRECIO Y DIGNIDAD
DEJAR DE CRECER EN LO FÍSICO Y EN LO INTELECTUAL
TRAICIÓN POR DESMOTIVACIÓN
LA LLEGADA DE HERNÁN CORTÉS
ALVARADO, PIONERO EN GUATEMALA
MONTEJO: VEINTE AÑOS PARA CONQUISTAR YUCATÁN
RESISTENCIA MAYA DESDE EL NÚCLEO FAMILIAR
CANEK, ÚLTIMO SOBERANO MAYA
ENSEÑANZAS PARA EL MANAGEMENT
CONCLUSIONES
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
GLOSARIOS DE TÉRMINOS
TÉRMINOS AZTECAS
TÉRMINOS INCAS
TÉRMINOS MAYAS
MAPAS DE LOS IMPERIOS AZTECA, INCA Y MAYA
IMPERIO AZTECA
IMPERIO MAYA
IMPERIO INCA
ANEXO
ORDENANZAS REALES PARA EL BUEN REGIMIENTO Y TRATAMIENTO DE LOS INDIOS
BIBLIOGRAFÍA
¡Lo ha vuelto a hacer! Esa es mi conclusión tras la lectura de la nueva investigación de Javier Fernández Aguado que sigue a estas líneas. Al igual que con 2000 años liderando equipos (Kolima, 2020), el autor ha elegido un tema conocido solo por especialistas de la historia y la antropología y ha aplicado un microscopio innovador, el del management.
El profesor Fernández Aguado nos presenta, en forma y fondo novedosos, un océano de conocimiento que resulta de gran interés y aplicabilidad. Muchos han visitado ruinas de civilizaciones prehispánicas –aztecas, incas o mayas–, pero pocos conocen que en aquellas culturas se tomaron decisiones de formación, selección, creación de equipos, se diseñaron estructuras de gestión, etc. de relevancia para el presente. Lo descubierto por el autor resulta en muchos aspectos fascinante, porque nos permite visualizar personas reales que, en sus circunstancias, orquestaron los sistemas de gobierno que consideraron más adecuados. Bastantes de alto interés. Otros nefandos, en cuanto que incluían una conculcación de la ley natural, comenzando por el asesinato institucionalizado y el canibalismo. Esos hechos, sin embargo, no deben ocultar otras realidades como la preocupación por el trabajo bien hecho, el respeto a la propiedad ajena, el desarrollo de un escudo social para que nadie quedase atrás, la formación de los hijos o la neta diferenciación entre el amor y el sexo.
Por si esto no fuera suficiente, el profesor Fernández Aguado ha llevado a cabo una puntillosa discriminación de la conocida como «Leyenda Negra», analizando el escrutinio moral llevado a cabo por los españoles, que diferencia radicalmente su llegada a América del desembarco de otros europeos –alemanes, holandeses, franceses, y sobre todo británicos– en sus colonias. Algunos tantearon camuflar sus nefastas actuaciones embarrando el obrar de los españoles. En este texto muchos descubrirán hechos tan sorprendentes como que, en décadas, protestantes alemanes masacraron, solo en mujeres acusadas de brujería, al triple de condenados a muerte por la Inquisición española en tres siglos. No es que eso excuse determinadas actuaciones de nuestros ancestros, pero sí induce y consiente juzgar con objetividad sucesos que en numerosas ocasiones nublan comportamientos sublimes de muchos que entregaron su vida por la mejora de los indígenas de las tierras descubiertas.
Este es un libro, en fin, repleto de descubrimientos bien fundamentados. Entre otros, el sistema de retribución pergeñado con particular inteligencia y visión estratégica por Hernán Cortés en su llegada a México, con elementos fijos y variables. Este punto, como es evidente, me resulta de particularísimo interés como CEO de CEINSA, firma especializada en esas cuestiones.
Proclamar que los españoles llegaron a América con afanes genocidas es no solo una falsedad, sino una estupidez. Entre otros motivos porque el anhelo era convertir a aquellas almas a lo que muchos recién llegados consideraban la única fe verdadera, y otros precisaban de mano de obra para sus afanes. Ninguna causa había para eliminar pues a los indígenas.
Solicitar, en fin, que España y la Iglesia católica pidan perdón por la llegada de Colón a aquellas tierras manifiesta escasas luces. Entre otros motivos, porque quienes se comportaron de forma inicua –que los hubo– fueron los ancestros de quienes claman ahora incongruentes fanfarrias. Mis predecesores, sin ir más lejos, quedaron en España. ¿Por qué habría de solicitar disculpas por algo que nunca hicieron en un lugar al que nunca acudieron?
Un libro, en fin, para aprender, para disfrutar y para obtener enseñanzas innumerables sobre cómo hemos de comportarnos para diseñar un mundo mejor.
Josep Capell
CEO de CEINSA
En 2020, Marcelo Eduardo Servat, fundador y primer CEO de EUCIM Business School, prologó el libro 2000 años liderando equipos (Kolima), la anterior obra del pensador Javier Fernández Aguado. Marcelo había conocido al intelectual español algunos años antes, quizá en 2015, en su incesante búsqueda de los mejores profesionales del mundo para arracimarlos en torno a EUCIM Business School, cuajando entre ellos desde el inicio, una amistad y una admiración mutuas profundas.
En EUCIM, nuestra escuela de negocios, estamos comprometidos con la urgencia de promover una formación de excelencia, tanto en forma como en fondo, sostenida por las mejores herramientas tecnológicas y los mejores autores de cada área de conocimiento.
El inopinado y muy llorado fallecimiento de Marcelo, en 2021, a causa del Covid-19 no ha quebrado el trato entre el profesor Fernández Aguado y EUCIM. Más aún, si cabe, ha sucedido lo contrario. De una parte, y para honrar la memoria del fundador, EUCIM creó el Premio Marcelo Eduardo Servat a la Innovación y Excelencia Académica, que fue en votación unánime concedido al autor de 2000 años liderando equipos, muy especialmente por esa investigación. De otra, el profesor Fernández Aguado seguirá desempeñándose como director de Investigación y Management en EUCIM Business School.
Es para mí un motivo de orgullo prologar el libro que tiene ahora entre las manos. El encuentro de cuatro imperios es una nueva y apasionante obra en la que aborda a los países que formaron parte de España entre los siglos XV y XIX, porque nunca estas tierras fueron tratadas como colonias, sino más bien como virreinatos, es decir, partes sustanciales e intrínsecas del propio imperio.
En las siguientes páginas, fruto de un exhaustivo manejo de fuentes a ambos lados del Atlántico, el lector descubrirá decisiones y comportamientos probablemente inéditos tanto de mayas, aztecas y españoles, como de los incas. Todo con rigor y afecto, pues Fernández Aguado es un enamorado de las culturas surgidas y desarrolladas en lo que hoy es conocida como Hispanoamérica.
Frente a simplistas y epidérmicas aproximaciones, a veces lamentablemente espurias, a nuestra historia, el concienzudo autor desmenuza y desmonta andamios de la Leyenda Negra que ocultan y desmerecen de la larga experiencia de colaboración entre los pueblos que habitaron Mesoamérica, Sudamérica y España. Todos, seamos más o menos conscientes, somos fruto de esa maravillosa mezcla de sangres que lleva a que cientos de millones de personas nos sintamos tan a gusto en Lima como en Ciudad de México, en Bogotá como en Madrid, en Barcelona o en Salamanca.
Como bien han proclamado autores desde Julián de Juderías a Martín Ríos Saloma y el propio Fernández Aguado, la Leyenda Negra ha sido una gran operación del marketing anglosajón, galo, holandés, etc. para opacar con perversos fuegos de artificio sus propias malandanzas tras el parapeto de la denuncia de presuntas actuaciones de los españoles –¡católicos!– siglos atrás. No han faltado, por cierto, españoles e hispanoamericanos que por ignorancia o mala fe se han sumado como corifeos de ridiculeces.
En este libro, con su severo rigor habitual, tras cientos de horas de investigación, Fernández Aguado desbroza realidad de ficción, hechos de mendacidades, datos de falacias. Y todo acudiendo a las fuentes más fiables de ambos lados del Atlántico, llegando a realizar para el lector una introducción holística de los imperios de Sudamérica y Mesoamérica. En el caso concreto de los incas, este esquema nos permitirá entender su auge, cómo llegaron a implementar procesos de integración y unificación con las culturas anexadas al Imperio inca y cómo contribuyó a expandir su sistema administrativo y de infraestructura a lo largo, de casi la totalidad del territorio andino (Perú, Bolivia, Chile, Ecuador, Argentina, Venezuela y Colombia).
Esta expansión que experimentaban dichas culturas predominantes no hacía más que presagiar que llegaría un momento de un inevitable choque de culturas.
La llegada de los españoles a América no fue un paseo para un picnic. Como no lo fueron la romanización de Europa y grandes extensiones de África y Asia por parte de los romanos, ni antes la culturización de las dispersas tribus griegas por parte de Atenas y Macedonia, ni la formación del doble Imperio egipcio a partir del 3.000 a. C.
Los choques de civilizaciones marcan siempre un hito, ya sea de consolidación o de caída de un imperio. En el caso histórico de la cultura inca podremos apreciar que la estructura rígida que implantó en los albores de su auge marcó también el derrotero de su decadencia, pues permitió la generación de divisiones internas (luchas de poder), la ausencia de cohesión con gran parte de los pueblos conquistados y el éxito mal asimilado que alimentó la falaz idea de invencibilidad generando así la soberbia en sus líderes. Estas debilidades fueron capitalizadas de manera estratégica por la hueste española que, consciente de su inferioridad numérica, supo analizar el entorno y desarrollar estrategias acordes, generando alianzas; primero con Atahualpa y luego con los partidarios huascaristas. Entendieron que sin estas alianzas hubiese sido imposible la conquista del Imperio incaico, dando inicio así a una nueva gesta.
Mirar atrás para excusar en otros las propias carencias raya con lo esperpéntico. Es mucho más útil contemplar el futuro con ilusión tratando de extraer del pasado esa parte de ángel que incuba todo ser humano, soslayando el diablo que también portamos en nuestro interior. Con quien hemos de competir es con nuestras propias limitaciones –pereza, vaguería, malas tendencias…–, en vez de buscar álibis para no llevar adelante con el debido esfuerzo nuestro trabajo.
Confío en que el lector disfrute tanto como yo de este libro, que además de esos cientos de horas de investigación se fundamenta en el conocimiento directo de innumerables enclaves arqueológicos y museos, desde EE.UU. a México, Guatemala, Colombia, Chile, Perú, etc. Yo misma acompañé al autor en una de sus diversas visitas al museo Larco de Lima.
Como señala explícitamente Fernández Aguado en la introducción, esta obra es un homenaje más a la figura de Marcelo Eduardo Servat. También es para mí un orgullo presentarla.
Cecilia Chiy Ciudad
CEO de EUCIM Business School
Aterricé en América por primera vez en 1991. Viajaba a Quito como consejero de una fundación puesta en marcha por empresarios españoles y suizos. Su proyecto cardinal era un centro de formación para muchachos con limitaciones físicas o psíquicas. En un periodo de dos años se los habilitaba para un oficio que los ayudara a ganarse la vida: tejer, elaborar pan, fabricar tejas…
Desde entonces he regresado a ese continente en medio centenar de ocasiones, recorriendo por motivos profesionales –conferencias, sesiones para comités de dirección o consejos de administración, asesoramiento, auditoría de mercantiles y de entidades no lucrativas, impartición de cursos de doctorado, formación de profesores universitarios, etc.– desde Canadá a Chile la práctica totalidad de los países.
En cada desplazamiento he procurado aprovechar para conocer algo nuevo. A lo largo de tres décadas he visitado una o más veces desde la ciudad maya de Tikal y San Miguel, en las orillas del lago de Atitlán (Guatemala), a la zona arqueológica inca de Pachacámac (Perú), pasando por Campeche o la también maya de Comalcalco (México), cercana a la ciudad de Villahermosa, por no hablar de Teotihuacán (junto a ciudad de México), el museo de las abrumadoras cabezas olmecas (Veracruz), el del oro en Bogotá (en sus sucesivas ubicaciones), el Antropológico (Santiago de Chile) y en reiteradas ocasiones Tenochtitlán (junto al zócalo, en la capital mexicana), en sus progresivas fases de desarrollo hasta la extraordinaria actual.
En variadas oportunidades me he engolfado en las estancias del Arqueológico de México, del Etnográfico de Roma y en las del de Guatemala (minutos antes, por cierto, de sufrir un asalto a mano armada camino del hotel) o en el Larco (Lima). Sin olvidar el Museo Arqueológico de Madrid-MAN y el de América, también en la capital de España, y enclaves como San Juan de Uluá (Veracruz), e innumerables lugares más referenciados en este libro, incluidas algunas minas de oro o los palacios que hizo construir el redomado barbián Hernán Cortés para la pizpireta Malinche en Veracruz y Cuernavaca. Allí se amartelaban entre campaña y campaña, primero con la Malinche y luego con otras féminas, fundamentalmente Juana Ramírez de Arellano y Zúñiga, la segunda esposa oficial.
Ni la Malinche, ni los tlaxcaltecas, ni los otomíes, ni los totonacas, ni el resto de tribus de Mesoamérica acopiaban, por cierto, una conciencia indígena que los inclinara a considerar que los españoles eran enemigos. Para todos, como se detallará, el pueblo hostil, el verdadero enemigo, eran los aztecas. Algunos obraron como tamemes a la fuerza; la mayoría, con la mejor de las voluntades. Entre muchas otras descripciones, Bernal Díaz del Castillo, cuya lectura debería ser pieza clave en los planes educativos, recuerda los agravios de los mexicas que digerían los indios de Guacachula: «Decían que les robaban las mantas y maíz e gallinas y joyas de oro, y sobre todo las hijas y mujeres, si eran hermosas, y que las forzaban delante de sus maridos y padres y parientes». Nada desemejante de lo que habían practicado acadios, asirios, egipcios, macedonios, espartanos, cartagineses o romanos.
De la época colonial he visitado numerosos edificios en Asunción (Paraguay), Bogotá (Colombia), Quito y Otavalo (Ecuador), Santiago (Chile), Lima (Perú), Cartagena de Indias (Colombia), San Juan de Puerto Rico (¡qué espectaculares, entre otros, el fortín de San Juan de la Cruz y los castillos de San Felipe del Morro y San Cristóbal!), Santa Cruz de la Sierra (Bolivia), etc. Desde la última ciudad mencionada acudí a diversas misiones franciscanas, en las que los frailes, además de dar a conocer a Dios, enseñaban a fabricar y tocar el violín. Hoy en día prosigue esa tradición. Del maravilloso rastro dejado por aquellos esforzados religiosos que corrían tras su mística ilusión habla, entre otros lugares, la impresionante Catedral de la Sal de Zipaquirá (Cundinamarca, Colombia), construida en las postrimerías del siglo XX. Visualizar esa obra de arte, cuyo diseño realizó el arquitecto bogotano Roswell Garavito Pearl, muestra la profunda fe enraizada en Hispanoamérica gracias a España.
En una ocasión, con mi esposa, visitamos guiados por Richar Ruiz varias reducciones jesuíticas en el viaje que hicimos desde Asunción a Ciudad del Este, con destino a las cataratas de Iguazú, descubiertas por cierto por Alvar Núñez Cabeza de Vaca, del que se hablará, siquiera someramente, si bien no puedo dejar de recomendar la lectura de sus apasionantes Naufragios. En Antigua (Guatemala), al igual que en Quito y otros lugares, visité con ella las principales iglesias y otros lugares emblemáticos. En el actual EE. UU., tanto en San Francisco (California) como en San Antonio (Texas), he acudido a templos y misiones, algunas aún en activo, de franciscanos, dominicos, jesuitas, etc. En Los Cabos (México), a orillas del Mar de Cortés, impartí una conferencia-debate con David Norton (cocreador del Balanced Scorecard) y arañé tiempo para visitar tierras por las que transitaron algunos de los principales conquistadores españoles.
Todos los destinos prehispánicos y coloniales que he conocido me han impresionado. Enormemente el de las cabezas ciclópeas en La Venta (Tabasco). El pueblo olmeca se estableció en la zona sur del estado de Veracruz y al oeste del de Tabasco sobre el Golfo de México, donde ocupó un área de dieciocho mil kilómetros cuadrados en la que se han hallado más de treinta sitios arqueológicos. Esa pasmosa región, circunscrita por los ríos Coatzacoalcos y Papaloapan, se sitúa en una altitud inferior a los cien metros, a excepción de las montañas Tuxtla, que superan los quinientos. Entre el 900 y el 500 a. C. surgieron más en las cercanías, pero ninguno con la magnitud de La Venta. Allí se levantó la primera gran pirámide de Mesoamérica: un descomunal cono ondulante de tierra y sonada flanqueado por plazas y plataformas. Entre el 500 y el 400 a. C. fue abandonada, pero permanecieron habitados lugares como Tres Zapotes y el Cerro de las Mesas.
El conocimiento en profundidad de esas civilizaciones me ha imantado, suscitando en mí una inagotable fascinación desde hace años. Tanto quienes las ensalzan fanáticamente como quienes las denigran bravíamente exhiben vesania o fanatismo. En las siguientes páginas ofreceré una versión basada en hechos de los estilos de gobierno de las tres culturas prehispánicas más trilladas –incas, mayas y aztecas–, y de la propia España en aquel continente. El objetivo, como en toda mi obra, no es la erudición, sino aprender para mejorar los estilos de gobierno de personas y organizaciones contemporáneas. En este caso, además, no sigo un estricto orden cronológico. Me centro, como siempre, en enseñanzas aplicables al presente extraídas de sucesos que son rigurosamente desmenuzados. Soy, en este sentido, mucho más una «raciovitalista» que un escolástico.
Las visitas a ciudades coloniales, algunas mencionadas, desde Santiago a San Pedro de Atacama, pasando por Caracas, Quito, Guayaquil, Bogotá, Medellín, Cali, Manila, Asunción, Ciudad del Este, Querétaro, Guanajuato, Veracruz, y muchas más, me han ayudado a entender la suprema labor que en pro de aquellos países realizaron incontables españoles, tanto religiosos como académicos y legisladores.
Incas, aztecas y mayas, al igual que España, fueron grandes por la unidad. Su declive vino enmarcado por dos errores garrafales, aparentemente contrapuestos en la forma, pero de idéntica raíz, la protervia. El yerro, uno solo visto desde dos perspectivas, fue la descomposición interna, reacción frente a una inclemente uniformidad.
Comenzaré por una enseñanza aparentemente colateral, pero instructiva para nuestros días, tanto para los más, que son grises, como para los en apariencia excelsos. William Hickley Prescott (1796, Salem, Massachussets), en cuya obra me apalancaré en algunos pasajes, vino a este mundo en una familia acomodada. Ya en Boston sufrió un traumatismo que marcó su vida. En el comedor del colegio, un condiscípulo, en medio de un berenjenal tumultuario, le hirió un ojo con un trozo de pan duro. Al poco se extendió la infección a ambos fanales. Las contrariedades con la vista lo acompañaron de por vida. A los diecinueve años emprendió el primero de los dos viajes que realizaría a Europa para consultar oftalmólogos. Con ocasión de esos traslados y en compañía de John Quincy Adams recorrió museos, bibliotecas y librerías. Transitó con afán tanto por Francia como por Italia. Contrajo matrimonio en 1820. Una década más tarde principió su historia de los Reyes Católicos. Por esa época comenzó a padecer artritis reumatoide; parejamente experimentó una mejoría en la visión. Culminó su Historia del reinado de Fernando e Isabel y poco después su Historia de la conquista de México. Sorprende –¡todo el mundo exhibe contradicciones!– que profundizando en temas hispánicos no visitara España. Lo relevante, sin embargo, es que el esfuerzo permite superar limitaciones, tanto personales como colectivas.
Como se ha expresado con disparejas formulaciones, la fagocitación de América por parte de España la realizaron en buena medida los indios. La independencia la culminaron los españoles. A su llegada, los europeos intervinieron en guerras civiles ya activas o menearon rescoldos apenas disimulados en múltiples regiones, consecuencia de las imposiciones de unos pueblos sobre otros. Plantear por tanto, 500 años después de la llegada de Colón, una colisión frontal entre valores occidentales y una presunta inocente pureza originaria indígena revela una impresentable estafa ideológica ornada por espurias y sectarias camarillas políticas con sus comparsas intelectualoides. Manifiesta, es de justicia reiterarlo, indigencia reflexiva.
En el caso del anchuroso Imperio andino, menos de cien mil ciudadanos, los incas, aplicaban inmisericordemente sus criterios sobre una población de más de diez millones. Los idiomas locales en aquellos lares ascendían hasta unos setecientos. La práctica totalidad de los emperadores incaicos hubieran pronunciado con pleno convencimiento la afirmación de Luis XV: «El Estado soy yo». Expresado con más luminosidad, les hubiera gustado señalar, como a tantos políticos contemporáneos presuntamente demócratas, lo que el comunistoide (sic) Hitler aseveraba: «No importa que los demás tengan o sean algo, porque al ser todos míos yo soy su último propietario». En el caso del Imperio incaico, aproximadamente dos millones de individuos, de buen grado o sojuzgados, abonaban en concepto de impuestos dos o tres meses de trabajo al año, de ningún modo una sinecura. Cuando llegaron los españoles, el imperio se derrumbó como un castillo de naipes porque su alma era frágil.
¿Cómo olvidar –por poner un solo ejemplo– la crueldad de un encanallado Atahualpa que, entre innumerables lindezas que detallaremos, ordenó ejecutar a un entero batallón de soldados en Cajamarca simplemente porque habían mostrado prevención ante los inéditos alazanes de los chapetones? Todo sin soslayar que las civilizaciones previas a las incas realizaron construcciones de buena tecnología dirigidas a mejorar la agricultura y destacaron también en arquitectura ceremonial en una época semejante a la de los egipcios con sus mastabas, todo en torno al año 3000 a. C.
La civilización maya, por su parte, no generó una centralización política capaz de propiciar una alineación parecida a la del área andina con los incas o mesoamericana con los aztecas. Sus ciudades -estado fueron diseñadas como una red de centros urbanos ligados por relaciones jerarquizadas tanto de alianza como de sometimiento. A semejanza de la Grecia clásica, la unidad cultural no conllevaba unidad política, sino más bien rivalidad entre centros regionalmente hegemónicos como Tikal, Palenque (comparada por algunos con Pompeya) o Copán. Cada uno imponía acato a sus satélites. ¡Ay de aquel que no comprendiese! Muchos dirigentes mayas hubieran asumido con gusto expresiones de Stalin que recojo en ¡Camaradas!, de Lenin a hoy (LID). El sanguinario y longevo déspota proclamaba con claridad meridiana sus intenciones. Al ser informado de que la gente del campo no prestaba suficiente atención a los principios emanados del Kremlin, el matarife georgiano cantó las cuarenta: «Si no entienden, que se les explique; si no saben, que se les enseñe; si no los asumen, que se les fusile». Los andinos hubieran sustituido, eso sí, el fusilamiento por la inmolación a los dioses.
La organización social maya planteaba una sociedad rígidamente estamental, con una élite nobiliaria que imponía redes dinásticas que, mediante matrimonio y descendencia, se ligaban entre sí estableciendo confederaciones y ratificando la subordinación de los centros menores a los hegemónicos. A trasmano de idealizaciones obsoletas y extemporáneas, la sociedad maya vivió militarizada y su arte, y también su musivaria, su escritura y su religión hablan de un incondicional servicio a la legitimación del poder político. Al igual que con el realismo soviético o nazi, el arte maya fue un medio para ordenar el universo de forma ideologizada.
Las causas del colofón de los mayas fueron alguna o varias de las siguientes: la consunción del suelo, la mutación climática con huracanes y seísmos, epidemias y plagas, la sobrepoblación, modificaciones en el modelo de intercambio comercial, clausura de rutas por causas políticas, las revueltas internas, los enfrentamientos entre ciudades-estado e invasiones... Las influencias exógenas remataron lo que estaba sentenciado. Hemos podido conocer mucho de lo ocurrido entonces por el desciframiento de la escritura maya, un relevante suceso historiográfico de la segunda mitad del siglo XX. Gracias a los pioneros Berlin (1958) y Proskouriakoff (1960, 1961), seguidos de muchos otros, se ha tornado posible profundizar en el conocimiento de esa civilización.
En el transcurso de los siglos VII, VIII y principios del IX, el afán constructor maya se intensificó, incrementando el esfuerzo reclamado a las clases medias y bajas. A principios del X, la edificación se interrumpió abruptamente. Los centros ceremoniales fueron abandonados. Las ciudades donde se encontraban las pirámides, los templos y palacios revestidos de piedra labrada clausuraron actividades. Cobraron relevancia curanderos y brujos. Algunos estudios han señalado la astenia, la resistencia, la oposición, la rebelión de los campesinos contra la caterva rectora que compelía a realizar tareas agobiantes. Sea como fuere, las mastodónticas ciudades fueron dejadas. Acabaron dispersos en aldeas.
El territorio que ocuparon se desagregaba en tres regiones naturales: el sur, integrado por las cadenas montañosas y mesetas intermedias que forman un semicírculo hacia el suroeste, sur y sureste; el centro, integrada por la zona del departamento de Petén, junto con los valles exteriores, que incluye la mitad sur de la península de Yucatán; y la de la tercera, constituida por la llanura en la mitad norte de la península. La distinción es relevante para la comprensión de la historia del pueblo maya, porque el desarrollo de la agricultura ocurrió en las tierras altas de Guatemala (sur), aunque es probable que su cultura se originara en la cuenca interior (centro), y que tanto el renacimiento como su decadencia se encuadrasen en el norte.
La civilización maya duró aproximadamente tres milenios, seccionados en tres períodos. El Preclásico desde el año 2000 a. C., hasta el 250 d. C. En él nacieron y se consolidaron. Existieron cuatro focos culturales de importancia, los dos primeros en Guatemala: uno en la región de Los Altos (Kaminaljuyú) y otro en la de Petén (Uaxactún); el tercero en la península de Yucatán (Maní, Xtampak-Dzibilnocac, Dzibilchaltún) y el cuarto en Chiapas (Chiapa de Corzo).
En el Preclásico inferior se encuentran en Kaminaljuyú las fases Charcas y Arévalo, correspondientes a El Arbolillo I, Tlatilco y Zacatenco inferiores. El estrato Majadas y parte del de Providencia se incluyen dentro del Período medio, y Miraflores, Arenal y Santa Clara se encuadran dentro del Preclásico superior, época en la que abundan los montículos piramidales, de los cuales uno ha sido fechado aproximadamente en 550 a. C. La fase Mamom corresponde al Preclásico medio y la Chicanel al superior. Durante esta última se advierte en Petén influencia de La Venta, que se percibe en el estilo de los mascarones de las pirámides. En Yucatán, las tres fases llamadas formativo temprano, medio y tardío, corresponden a los períodos del Preclásico, y tienen su foco característico: Maní, Xtampak-Dzibilnocac y Dzibilchaltún respectivamente. Chiapa de Corzo destaca como intermediario entre el área maya y Monte Albán.
Como también dibujaremos con suficientes pinceladas, la conquista de México por parte de un restringido número de españoles únicamente fue viable por las guerras civiles explícitas o larvadas que se extendían a lo largo y ancho del Imperio mexica. Solo con la ayuda de incalculables rebeldes ante las brutales imposiciones aztecas fue posible aquella epopeya que, como todas, abunda en luces y sombras.
Juan de Palafox, virrey de nueva España a mediados del siglo XVII, escribirá al rey que «no hay que minorar el valor de los conquistadores de nueva España, pues tan pocos con tan grande peligro y constancia sujetaron estas naciones a la Corona de vuestra majestad, ni el de los conquistados y naturales indios de aquellas provincias, que admirados de ver gente tan nueva y nunca imaginada como aquella, obraban espantados y asombrados, divididos entre sí y discordes y como secretamente conducidos y guiados interiormente a entrar en la Iglesia por la fe y en la Corona de vuestra Majestad para su bien».
Entre las múltiples manifestaciones de que el objetivo principal de los españoles era la evangelización destaca el que cuando se introdujo la imprenta en América, los primeros tratados fueron de carácter espiritual. La inicial labor misional fue encomendada especialmente al clero regular: mercedarios (1493), jerónimos (1498), franciscanos (1524), dominicos (1526), carmelitas (1527), agustinos (1533)... Posteriormente se incorporaron los jesuitas (1549), los carmelitas descalzos (1585) o los agustinos recoletos (1604). Para hacerse una idea de la expansión: los franciscanos disponían en 1559 de ochenta casas en América con casi cuatrocientos efectivos. Antes de acabar el siglo XVI, los conventos eran 166. Durante tres siglos, según datos de Antonio Gil Albarracín, entre quince mil y veinte mil religiosos llegaron a América procedentes fundamentalmente de España. También, aunque en exiguas proporciones, de Portugal, Italia o Francia.
Los mercedarios, egregios en diversos frentes, explicaron en 1618, con ocasión de la celebración del cuarto centenario de su creación, que su eficacia venía avalada por el origen milagroso de su fundación, debida a su entender a la intervención directa de la Madre de Cristo y también al carácter heroico de su cuarto voto, que los impelía a entregarse como rehenes a los sarracenos para rescatar cautivos en riesgo de apostasía. Fueron guerreros cristianos convertidos en orden religiosa a partir del siglo XIV a raíz de un cisma entre caballeros y sacerdotes. Estuvieron a punto de ser comisariados al igual que los templarios bajo Clemente V, pero su función redentora los salvó de la disolución. Detallo más en 2000 años liderando equipos (Kolima).
En 1535 se publicó el que es con toda probabilidad el primer libro impreso en tierras americanas: Escala espiritual para llegar al Cielo, de san Juan Clímaco. De la misma tipografía surgieron la Doctrina, de fray Toribio y el Catecismo mexicano, de Fray Juan Rivas, ambos de 1537. En el otro extremo del mundo, en las islas Filipinas, la primera rotativa se estableció en Binondo, cerca de Manila, en 1593. Ese año vio la luz el texto Doctrina cristiana en lengua española y tagala. El primer tipógrafo de las islas fue el chino cristiano Juan de Vera, que estampó volúmenes catequísticos en las lenguas de los habitantes del país.
Vamos a engolfarnos, en fin, en el encuentro de cuatro culturas, tres americanas y una europea en el que se produjeron interacciones con embeleso mutuo.
Ante las crecidas complejidades que vamos a indagar, cabe preguntarse, ¿cuáles hubieran sido las alternativas si los españoles no hubieran llegado o hubiesen sido otros los desembarcados? Un primer apunte: cuando en 1898 los norteamericanos substrajeron de forma abyecta las Filipinas a España, masacraron a millón y medio de indígenas. La fuente es un norteamericano, James B. Goodno, en su The Philippines: Land of Broken Promises.
Una última floritura: algunos consideran que exponer con objetividad la labor realizada por los españoles en América es de derechas y de izquierdas proclamar la bondad ínsita de los aborígenes machacados por los cristianos. Esta argumentación es de tal simpleza que solo la defienden tarugos y exaltados nescientes, que, como afirman de las meigas en Galicia, «haberlos haylos».
En una conferencia para altos directivos de empresas centroamericanas en torno al año 2010, uno de los asistentes echó su cuarto a espadas para lamentarse por la situación de sus países. Culpaba de todo a los españoles. Le repliqué que en España, salvo algún locoide, nadie clamaba contra Francia por su despiadada invasión de España en los últimos años del siglo XVIII y en los albores del XIX. Colgar sambenitos retrospectivos es ridículo álibi de quienes afectados de chaladura no se atreven a afrontar su presente y encauzar su futuro.
Pocas vicisitudes históricas se encuentran tan documentadas como las que vamos a examinar. Los reyes españoles, tan clara era su conciencia de estar realizando un buen trabajo, desplegaron gran interés en que se escribieran y archivaran leyes, careos, juicios o controversias. Primero, entre otros lugares, en Simancas (Valladolid) y luego en Sevilla.
El 14 de octubre de 1785, a las 16:45 h, llegaban a la lonja del comercio de Sevilla veinticuatro carretas arrastradas por mulos desde Simancas, tras haber transitado por Despeñaperros, La Carolina, Córdoba y Écija. El peso transportado fueron mil novecientas nueve arrobas de papeles históricos cuidadosamente almacenados en doscientos cincuenta y siete cajones protegidos por hule. Carlos III, el ministro malagueño José de Gálvez y Juan Bautista Muñoz, cosmógrafo, fueron los responsables de una memorable decisión: la fundación del Archivo General de Indias. En los casi diez kilómetros de estanterías de ese gran registro universal se halla la documentación coherente, objetiva y organizada de los hombres del Descubrimiento y sus avatares. Toda una fronda estructurada primordialmente de manuscritos que plasman eventualidades de los territorios e instituciones americanistas. La práctica totalidad de los legajos y pliegos figuran con su lugar y fecha.
El 29 de agosto del mismo 1785 fueron nombrados los funcionarios que cuidarían del repertorio: el superintendente, el archivero y los oficiales. Como máximo responsable fue elegido un clérigo trabajador, honesto y eficaz, Antonio de Lara y Zúñiga. Era chantre de San Ildefonso e inquisidor del Santo Oficio. El nombramiento de archivero recayó sobre Gregorio Fuentes, buen conocedor de las colecciones documentales de la Casa de la Contratación. Manuel Suazo fue el oficial mayor, previamente comisionado del Consulado de Comercio de Sevilla. El segundo de a bordo fue Ventura Collar y Castro, del Consejo de Indias, que acopiaba profundo conocimiento de las instituciones y oficinas generadoras de los papeles indianos. Francisco de Ortiz de Solórzano e Hipólito Ruiz de la Vega fueron los oficiales tercero y cuarto. Ellos habían preparado el traslado desde Simancas.
Entre los innumerables datos que avalan la preocupación de las autoridades por gestionar con honradez y empuje todo lo referido a las Indias puede espigarse un dato: los costes precisos para sostener las armadas que protegían a las flotas de Indias procedían de un impuesto sobre las importaciones y exportaciones denominado derecho de avería. Su administración correspondió durante largo tiempo a los tres oficiales de la Casa de Contratación (fundada en 1503), a quienes ayudaba un receptor de avería. En 1573 fue creado el cargo de diputado contador, encargado de la recaudación de esa tasa y de la auditoría de las expensas. En 1580 fue nombrado un contador de avería, gestor de la llevanza y organización de los libros. Dieciséis años más tarde, eran cuatro los garantes. Con ellos se formó el Tribunal de la Contaduría de Averías. Por decisión del Consejo de 1597, se les encargaron los balances correspondientes a los diversos ramos y operaciones, excepto la Real Hacienda y Bienes de Difuntos, que permanecieron a cargo de un probo contador específico hasta 1616. En octubre de 1557, Felipe II, con el objetivo de incrementar la dignidad y autonomía, creó el cargo de presidente.
Encontramos también allí las ordenanzas promulgadas por Felipe II el 24 de septiembre de 1571. Al igual que las Leyes Nuevas, recomiendan como objetivo cardinal de la colonización la conversión y buen trato de los indios, e inciden en la perentoria necesidad de que el Consejo, para la buena tutela del Nuevo Mundo, disponga de descripciones actualizadas de su geografía e historia. A Juan de Ovando se deben dos orientaciones que contribuyeron a que el Consejo dispusiese de un profundo conocimiento y proveyese para la mejor organización de Las Indias: la Instrucción para la descripción geográfica, que las autoridades americanas debían complementar, y las del Orden que se ha de tener en los nuevos descubrimientos, poblaciones y pacificaciones. Ambas forman parte del Libro Segundo de la Gobernación Temporal de la recopilación de Ovando y fueron promulgadas en 1573.
En la documentación queda una y otra vez verificado el papel de la Iglesia en América. Su relevancia se debió no solo a la expansión de la fe, sino también porque vehiculizó la inculturación. Aparecieron catecismos, apólogos y sermonarios en lenguas vernáculas. Los misioneros se esforzaron con denuedo por dominar idiomas autóctonos y calar en las culturas indígenas. La Iglesia erigió innumerables colegios tanto para nativos como para colonos. Fray Pedro de Gante, concluida la conquista de México, fundó una escuela para los naturales en el convento de San Francisco. En 1536 arrancó para hijos de los caciques el Colegio Imperial de Santa Cruz de Tlatelolco, promovido por el obispo mexicano fray Juan de Zumárraga bajo el patrocinio del virrey Antonio de Mendoza, que también fue el motor de un centro de formación para mestizos, nominado San Juan de Letrán (1547). Mendoza siempre confío más en la preparación intelectual que en la imposición.
Aquel primer virrey llegó investido por poderes casi absolutos. Así rezaba la Real Cédula de 17 de abril de 1535 en la que Carlos V le hacía ostentar su representación y los cargos de gobernador y presidente de la Real Audiencia: «Por cuanto la forma que se ha tenido hasta aquí y al presente se tiene en la Gobernación de la Nueva España y tratamiento de los naturales de ella, y gratificación de los pobladores y conquistadores, ha habido y hay diferentes pareceres y por ser esto tan importante al servicio de Dios y nuestro, y descargo de nuestra real conciencia, y a la conservación de dicha tierra en nuestra sucesión y Corona Real de Castilla, deseamos acertar en lo más sano y seguro a todo ello y por estar tan lejos y ser las cosas de dicha provincia tan diferentes de estos reinos. Confiando de vuestra fidelidad y conciencia y celo que tenéis a vuestro servicio, he acordado de encomendarlo acometer a vos. Por ende, yo os mando y encargo que informado muy bien y certificado de la disposición y estado de dicha tierra y naturales, conquistadores y pobladores de ella, en nuestro servicio y sucesión, proveáis todo lo que de presente o adelante se ofreciere o acaeciere, aquello que viereis que más conviene para dichos fines y efectos, sin embargo, de cualquier provisiones o instrucciones que por nosotros estén dadas. Y pues veis la cosa de cuán gran importancia (es) y por la confianza que tengo de vuestra persona, la encomiendo a vos solo y no a otro alguno, os mando y encargo mucho que sin respeto de particularidad alguna, uséis de esta comisión en caso necesario y no en otra manera alguna, guardando en vos el secreto que la calidad del negocio veis que requiere, porque de publicarse tenemos que nacerían mayores inconvenientes».
De su bonhomía es testimonio el encarecimiento del perulero Juan de Matienzo: «Quiero advertir a los gobernadores que tomen ejemplo de aquel famoso virrey don Antonio de Mendoza, luz y espejo de todos los que fueren, que era tan amigo de hombres virtuosos que no veía recogimiento ni otro oficio, sino los que él sabía que lo eran y tenían la fama, lo cual fue causa de que todos los que pretendían oficios de justicia u otros cargos procurasen de vivir virtuosamente, para le contentar y para ser proveídos, y nunca a hombre por el proveído en la Nueva España, donde él gobernó, dejó de mejorarla en el cargo, habiéndolo hecho bien en el primero, y con esto convidaba a los hombres a vivir bien no tenía respeto –como otros lo han tenido– que fuesen sus criados u amigos, sino a que fuesen idóneos cuáles para semejantes cargos y oficios requerían, y concluyendo, digo que un hombre virtuoso y buen cristiano nunca yerra».
Teniendo en cuenta la cantidad ingente de hojarasca que, por culpa de la cretina ignorancia o la mala fe de no pocos anti españoles y anti católicos, será preciso desbrozar para hallar la verdad, resulta ineludible atender a la importancia de las palabras y la comunicación, que responden siempre a intenciones de fondo, como iremos rastreando. Sirva a modo de ejemplo una chanza:
Al ser preguntado por un amigo, un ingeniero responde sobre su actividad:
–Estoy haciendo un trabajo sobre el tratamiento acuatérmico de la porcelana, vidrio y metales en un ambiente de tensión controlada.
Impresionado por la respuesta, le fue solicitada una explicación más detallada:
–Estoy lavando platos, vasos y cubiertos bajo la supervisión de mi mujer.
Merece la pena, en fin, formalizar en los umbrales de este texto una concisa cata comparativa con otros colonialismos.
Los ingleses nunca trataron de convertir a los aborígenes al cristianismo. Su objetivo era controlar y explotar territorios, y poco importaba si para ello tenían que aniquilar a poblaciones enteras. Un buen ejemplo es la Compañía Británica de las Indias, una desalmada sociedad privada que, sin control alguno, esquilmó buena parte de lo que hoy son la India y Pakistán, e incluso llegó a disponer de un ejército más numeroso que el británico. A comienzos del cercano siglo XIX, Thomas Jefferson, segundo presidente de EE. UU., recomendada exterminar a los indios o deportarlos. Algo parecido a la propuesta hitleriana de enclaustrar a los judíos europeos en Madagascar. Un siglo más tarde, Theodore Roosevelt se hacía eco de las palabras de Jefferson al enunciar: «No voy a decir que un buen indio es un indio muerto, pero, en fin, esto es lo que ha sucedido con nueve de cada diez de ellos y no voy a perder mi tiempo con el décimo». Bien puede hablarse de holocausto norteamericano en lo referente a la matanza de locales, según han explicitado diversos autores contemporáneos como David Stannard. Solo los obtusos o los iletrados pueden afirmar algo semejante sobre lo realizado por los españoles. De calificarse como genocidio, también habría que aplicarse ese término a la peste negra que arrasó media Europa de 1346 a 1353.
En el norte del continente fueron poco frecuentes las grescas formales. Lo habitual fue que los militares aplicasen una estrategia genocida, con la destrucción sistemática de corceles, viviendas y bastimento. Y con asqueante asiduidad se produjeron matanzas de civiles como en Sand Creek (1864) o en Wounded Knee (1890).
¿Qué podría decirse del exterminio del pueblo armenio, con más de 1.200.000 asesinados, entre 1915 y 1922, a manos del Imperio otomano, en pleno siglo XX? ¿Y del Ejército británico, que provocó en un solo día, el 2 de octubre de 1898, en la guerra en Sudán 11.000 muertos, 16.000 heridos y 4.000 prisioneros, sin mencionar la masacre de mujeres, niños y ancianos que acudían a socorrer a los descalabrados?
La identidad nacional de los australianos se construyó sobre la eversión de los pueblos indígenas. Los originarios fueron expulsados de sus tierras, desposeídos de sus medios de producción alimentaria y forzados a adaptarse para sobrevivir renunciando a su cultura. Los anglosajones llegados a Australia se escudaron en que nadie tenía derecho a vivir de los frutos de la naturaleza, sino que era necesario cultivar. Este peculiar axioma llevó a presuntos honrados funcionarios del Estado británico y a los ya incardinados a apoyar una solución final para los aborígenes. La destrucción de la sociedad autóctona trató inútilmente de ocultar el racismo aberrante y rampante.