I


Hace ya rato que la anciana lo viene observando. ¿Y por qué ese niño juega tan cerca de la calle?, se pregunta, mientras acaba su taza de té. Los restos de la bolsa, resecándose a un costado, sobre el platillo de cerámica blanca. ¿Es que ese niño no tiene padres? ¿Es que no hay nadie allí que le eche un ojo?

El niño juega con un auto a fricción. Es un auto rojo y amarillo, con calcomanías verdes a los costados. Es grande como un zapato y lleva al niño de acá para allá, hacia el interior del restaurante, pero sobre todo fuera, a la calle, a los bordes de la vereda de esa calle. La anciana se ha imaginado los peligros que el niño corre allí, a pesar de que a esa hora de la tarde el tránsito es apenas una bruma. ¿Y qué edad puede tener ese crío?, se pregunta.

El niño tiene cuatro años. Los acaba de cumplir hace un par de semanas. Para su cumpleaños, el padre —que ahora está sentado tras él, a unos metros, bebiendo vino— le regala un oso de peluche café oscuro, con patas suaves y pezuñas esponjosas como la espuma de una cerveza; una sonrisa dibujada con hilos plateados. El niño abre el paquete y, cuando lo ve, lo abraza como si ambos se conocieran de alguna parte; un reencuentro entre dos viejos amigos. El oso es grande, demasiado grande, le parece al padre. Es casi del porte de su hijo. Tan grande que probablemente le estorbará en su cama, cuando en medio de la noche, asustado, temblando, su hijo llegue hasta su dormitorio y quiera meterse con el peluche. ¿Qué hará con él cuando eso suceda? ¿Lo lanzará de una patada?

Ajenos al niño, los padres se encuentran discutiendo. No tiene sentido eso sobre lo que discuten. O, al menos, no lo tendría si no fuera por la segunda botella de vino que hace parecer esa discusión algo fundamental en la construcción de un universo; en la estructura de ese universo que ambos pretenden habitar alguna vez. Un lugar posible para esta pareja que tiene cinco años de matrimonio y una hoja limpia de vida. Y un hijo, uno que juega demasiado cerca de la calle. Si hay que resumir, una forma podría ser esa.

Astillando la prolijidad del resumen, sin embargo, está el día, un día que les regala una de las pocas tardes de sol en esa primavera. Las nubes moviéndose contra el celeste grisáceo del cielo, brillando perfectas. Y sí. Se trata de un día para beber vino. Un día para emborracharse y, quizás también, un día de esos en los que uno habla y habla y no se detiene hasta que esas palabras hieren. Heridas que, más avanzado el día, la resaca se encargará de infectar, de teñir de remordimientos.

Entonces, cuando ya hayan regresado, en silencio, la madre tomará a ese niño y lo llevará al baño. Abrirá el grifo de la tina y, mientras lo desvista —el pequeño cuerpo de su hijo, delgado, la piel pálida, las costillas sobresaliendo bajo esa piel—, mientras la tina se llene de agua y jabón, ella pensará en esa tarde bajo un sol que más parece de otoño y los ruidos de la ciudad y la comida que comieron y las palabras de su marido, abarrotándose.

Nada de eso sucede. Pero cuánto quisiera ella y él que eso hubiese sucedido. O al menos una parte. La pelea. Los gritos. Al menos esa parte. La ira, las ganas de irse de allí a otro lugar, los deseos de abandonar ese proyecto que, muy de vez en cuando, les parecía tan ajeno. Marcianos pisando por primera vez la tierra fértil, llena de trigo y de viñedos de hojas verdes apuntando hacia el sol.

Pero ella se siente feliz. El hombre que está a su lado en la mesa —ese hombre alto, fornido, ligeramente borracho—, sigue siendo el hombre del que se enamoró; su mirada brillante, las venas de sus manos hinchándose mientras toma la copa de vino. Sus ideas sobre el futuro, las cosas que está dispuesto a aceptar y también a sacrificar por ella y por ese niño que ha llegado de improviso, como la llovizna.

Ella repite la palabra, “sacrificio”, como si se tratara de un arma cargada. Sacrificio. El futuro para ella puede tener todos esos sacrificios. Y muchos más. Los que sean necesarios, piensa, mientras termina la copa y, con disimulo, lo mira para que se la vuelva a llenar. Él, como siempre, obedece.

Los planes de ambos. Ese niño llegando de improviso, metiéndose en esos planes; ese pequeño personaje frágil como un duende. ¿Cómo es que el hombre del que se ha enamorado fue capaz de engendrar un ser humano tan distinto? ¿Cómo es que en ese niño no se ven ya los rasgos del hombre que ama? Probablemente, debido a que no encuentra una respuesta, es que lo ha golpeado. Una vez. En la cabeza.

Ahí está ella, un par de meses antes, tomándolo del brazo, llevándolo a su dormitorio, tironeándolo hasta la cama y, finalmente, dándole un coscorrón algo más arriba de su oreja derecha.

—No quiero que vuelvas al comedor —le grita.

Le hubiera gustado decirle otra cosa. Pero no ha podido. Solo eso. “No vuelvas al comedor”, le repite, esta vez como un susurro. Y se da la vuelta y desaparece por el pasillo, quedándose con la imagen borrosa que ha alcanzado a ver mientras dejaba el dormitorio: su hijo asintiendo, los ojos bien abiertos.

Cuando llega junto a su marido, las manos aun le tiemblan. Él la consuela. Le dice que está bien, que no pueden permitirle que haga esas cosas, que no es bueno, ni para él ni para ellos. Y que por favor se siente y termine su comida. Que ya es tarde.

Él es arquitecto. Acaba de conseguir un trabajo. Es la primera de las señales de una vida de logros, piensa ella. Llega un día con la noticia.

—Les interesa lo que hago —dice—. Me quieren con ellos a tiempo completo.

Celebran esa noche. Mandan a su hijo con la abuela. Nunca lo han hecho. No han dormido una noche sin que ese niño no les llore o no se les meta en su cama.

Al día siguiente, el niño regresa. Es mediodía. Salta sobre su madre, se abraza a ella con fuerza.

—La abuela ronca —le susurra al oído, mientras ella siente los pequeños huesos del pecho contra su cuerpo, advirtiéndole de la fragilidad de su hijo. Por eso quizás no lo aprieta; por eso quizás solo le da un beso en la mejilla y le dice que se vaya a jugar a su pieza, que el almuerzo pronto estará listo.

Esa fragilidad pudo haber sido la advertencia que necesitaban, una señal definitiva, a un costado de ese camino que apenas comenzaban a transitar. Un niño de cuatro años que se enferma hasta con el más escuálido de los virus. Esa advertencia podría haber sido suficiente. Pero no lo fue. En su historia siempre necesitarán señales más rotundas.

Y esa tarde de primavera, mientras la pareja bebe vino y discute sobre las posibilidades que les ofrece el futuro; mientras su hijo juega muy cerca de la calle con un auto a fricción del porte de un zapato, una mujer abandona su casa. Pero primero es el alboroto que altera a los vecinos. Uno de ellos, de la casa contigua, se asoma en el porche de entrada. Lleva aun la servilleta del almuerzo en la mano. Entonces aparece la mujer dando un portazo. Una niña ve por el ventanal cómo camina dificultosamente por los adoquines que la llevan hacia el auto; los tacones puntiagudos entorpeciendo su paso, incrustándose entre las grietas. Finalmente se aleja, dejando todo en un silencio rasposo como el asfalto.

A los pocos minutos, la mujer ya se encuentra en el centro de la ciudad. La calma permite incluso escuchar el mecanismo del semáforo haciendo cambiar las luces, pasando de amarillo a rojo. La ciudad en medio de la siesta, el calor tímido de la primavera. Y el auto que acelera justo antes de llegar a la esquina y que, por razones que nadie podría haber previsto, se desvía subiéndose sobre la acera justo frente a ese restaurante.

Y es así como el futuro se mueve sobre su eje, apenas dos o tres centésimas de grado, hacia una dirección completamente desconocida para ambos, para ese hombre y para esa mujer, que apenas han logrado desviar la vista para ver lo que ocurre.

I


La mujer no ha hablado durante todo el almuerzo, tampoco ha tocado su plato. Los cubiertos a ambos lados, la servilleta en sus faldas.

Sin embargo, ha gastado más de dos horas en preparar la comida. Ha picado finamente las cebollas, luego el ajo y las zanahorias. Ha hecho un caldo con tres huesos de chuletas al que ha añadido hojas de laurel y una pizca de tomillo. Se ha quedado allí al menos cinco minutos meditando si añadir o no algo de curry a ese caldo en donde luego pretende cocinar la ternera. Antes de que su marido lleve a su hija al cumpleaños de una amiga, le ha dicho que necesita algo de música, que por qué no escoge algún disco de los que a él le gustan. La melodía comienza justo cuando ella siente el sonido de la puerta. No les gusta el curry. Nunca les ha gustado, piensa, mientras deja el frasco del condimento a un lado.

Necesita esperar al menos media hora hasta que el caldo de las chuletas se haya reducido lo suficiente como para que se mezcle bien con el vino. ¿Pero qué vino?, piensa. Limpiándose las manos en su delantal, va a la despensa en busca de alguna botella. Un blanco, dice en voz alta, mientras abre la puerta. Hay una estantería repleta de botellas. Toma la que está más a mano.

Le gusta la música. Esta que ahora suena por los parlantes, por ejemplo, la forma cruda con la que el chelo construye la estructura rítmica, mientras detrás el piano transita un camino más frágil, mucho más calmo, piensa, cerrando levemente los ojos, disfrutando de ese contraste. Y ese violín, dice en voz alta, con la botella de vino en su mano. El suave quejido de ese violín que se siente tan lejos.

Mucho antes de ese día, años antes, estaba segura de que su futuro estaría conectado con la música. Había algo allí, en el sonido de esas teclas, algo que ni siquiera hoy puede describir con precisión. Se imaginaba ante una gran audiencia, sentada sobre el taburete, estirando los dedos, tratando de calmar el cosquilleo en sus piernas, mientras toda la audiencia esperaba en silencio. Y luego tocando las teclas ese sonido retumbando en todo el teatro, emocionando a ese público que ha pagado una entrada para escuchar lo que sus dedos sobre el piano tienen que decir.

Dejó la facultad de música cuando comenzó a sentir los primeros síntomas. O, al menos, esa es la explicación que ella se da. Veinte años recién cumplidos y la fantasía de ese escenario repleto, la audiencia expectante. Y entonces algo sucede. Los abucheos, las risas, la gente abandonando el teatro, la cortina cerrándose frente a ella, una pesada cortina de satín rojo oscuro, y un hombre, ese hombre vestido de chaqueta café y pantalones azules, de postura encorvada, de canas rigurosamente teñidas, que le dice que ya basta, que mejor lo deje hasta allí, que no quiere más burlas en su teatro.

Hay días buenos. Este parecía ser uno de esos. Se ha despertado al alba, ha corrido las cortinas y, con satisfacción, ha visto cómo el sol comenzaba a despuntar sobre las montañas, dejando en evidencia el cielo apenas manchado por algunas nubes. Un día bueno. Su marido ha abierto apenas los ojos.

—¿Qué haces, mi vida? —le pregunta. Ella se toma el pelo en un moño y camina suavemente hasta él. Le dice que quiere cocinar.

—Me gustaría preparar un estofado de ternera. ¿Te gustaría?

Hay días malos. En uno de esos días siente la necesidad de comprar un piano. Se ha despertado, ha tomado la tarjeta de crédito del que ahora es su marido, el padre de una niña dulce y alegre, y se ha ido a la tienda de pianos de una ciudad vecina, a una tienda donde no la conocen. En esos días, esos días llenos de luz, de alegría desbordante, siente que todo es posible, que no hay límites y que, a pesar de ese marido y esa niña, ella puede volver a creer en la música, en sus fanáticos que pagarán por verla. Ha entrado en pijamas, alardeando de la tarjeta de crédito, gritando que necesita el mejor piano que esa tienda de pueblo le pueda ofrecer. Escoge el más costoso, ese magnífico piano de cola, el color caoba de la madera de arce, la curvatura perfecta de su contorno. Es lo que merece, lo que su talento necesita.

Su marido llega esa noche. Ella ya está dormida. Su hija aun despierta. ¿Cuándo sucedió eso? ¿El año pasado? ¿Hace solo un mes? Su marido la arropa, le da un beso en la mejilla y va a la habitación de la niña y trata de hacerla dormir. Pero entonces su hija le cuenta que ha cantado y bailado todo el día, que ha simulado tocar el piano sobre la mesa de la cocina, que le ha cocinado hamburguesas con queso derretido encima, y que también ha freído papas y las ha quemado y que tuvieron que abrir todas las ventanas de la casa porque el humo las estaba ahogando, que incluso salió fuego del sartén, de los dos sartenes en donde ella estaba friendo las papas.

—Ha estado feliz todo el día —dice la niña, y se tapa la cara para que su padre no la vea llorar.

Al día siguiente suena el teléfono. Su mujer aun duerme. Es el dueño de la tienda. Le pide disculpas por molestarlo. Le dice que quizás todo se trate de un error, que por favor si se tratara de eso, de antemano le pide las disculpas del caso, que por favor lo detenga si esto es un error, pero que su mujer ha ido a su tienda a comprar un piano

—Y ese no es un piano que vendamos con frecuencia. De hecho, es un piano que nunca hemos vendido —le dice el hombre y luego le explica que, como la tarjeta ha resultado tener los suficientes fondos, le gustaría corroborar que efectivamente él está de acuerdo con la compra.

—Pero no me malinterprete, por favor. No quiero decir que su mujer no esté a la altura de ese piano, sino que simplemente yo no estaba allí en ese momento, y el dependiente me ha dicho que quizás sería bueno verificar si todo estaba en orden, si es que no existía algún detalle que se nos hubiera pasado —continúa el hombre, al otro lado de la línea.

Él escucha. De vez en cuando dice alguna cosa, algo como “sí, entiendo”, “no, por favor, no se trata de eso”, “entiendo su preocupación”. Finalmente le explica que su mujer es una pianista, que desde los siete años toca y que quizás alguna vez se habló, en el círculo familiar, de comprar precisamente ese piano. Pero que se trató solo de eso, de una conversación familiar, nada más que eso. Una idea, un proyecto. “Una fantasía, si lo prefiere”, y lo del pijama es algo propio de la excentricidad de su mujer, algo que hay que ver con humor.

Apenas cuelga llama a su agente en el banco. No hay problemas. La transacción ha sido cancelada.

—No te preocupes —le dice—. Entiendo la situación, pero si quisieras en el futuro hacer algo al respecto, no tienes más que darme las instrucciones.

Él dice que no, que eso no es necesario, que es mejor olvidarse del asunto y que lo disculpe, que la compra fue algo de lo que alguna vez hablaron con su mujer, pero que en realidad nunca se habló del precio de ese piano.

—Porque de saber el precio, obviamente ella se habría dado cuenta de que se trataba de una locura, de un sinsentido —dice, antes de despedirse y agradecerle su comprensión.

Cuando ya siente que el caldo se ha reducido lo necesario, agrega algo de vino. Primero solo un par de chorros sobre el líquido burbujeante, luego más. Y más, hasta que casi ha vertido toda la botella. Entonces espera. Se sirve una copa, lo que queda del vino blanco. Y espera.

Debe tomar un par de medicamentos al día. Aunque el terapeuta le ha dicho lo bien que le hacen, lo mucho que se ha controlado su situación bajo los efectos de esas gotas, ella lo único que siente son náuseas y ganas de vomitar. Y también cansancio. Un letargo que la obliga a recostarse por lo menos una hora. A veces duerme, pero generalmente solo se queda allí, aturdida.

Por las mañanas, junta fuerzas para preparar el desayuno. A veces lo hace con energía, con alegría. Muchas veces tiene ganas de cantar mientras agrega el tocino a los huevos; ganas de agregarles puñados de pimienta a esos huevos (“la pimienta es el mejor aliño del universo”), ganas de abrazar a su hija, de gritarle que la ama, que no puede vivir sin ella. No lo hace. Sabe que eso la asusta.

Ese día, antes de cocinar, lo ha sentido. Esa felicidad maravillosa de creer que puede hacer todo. Le ha costado muchos años de trabajo con el terapeuta darse cuenta de que nada de eso es real, de que esa felicidad no tiene asideros, que solo se trata de una reacción de su cerebro que le hace sentir cosas que no son. Por ejemplo, las ganas de cubrir completamente con pimienta negra recién molida los huevos con tocino o la posibilidad de ser una gran pianista.

Ya cree que es hora de agregar las chuletas de ternera. El vino se ha reducido lo suficiente y, lo que antes era un caldo, ahora es un líquido espeso, lanzando vapores que huelen a laurel y a tomillo.

Antes de agregar por fin las chuletas, decide freírlas por ambos lados para que conserven su sabor. Se demora otro tanto en eso, hasta que ya el pálido color de la carne se vuelve levemente marrón. Sumerge las chuletas en el líquido, tapa la olla y vuelve a esperar. Calcula que su marido y su hija tardarán aun una hora en volver, lo suficiente para que la carne esté tierna y jugosa. No puede esperar a verlos entrar, su hija con la ropa manchada de barro, preguntando si la comida está lista, hambrienta y sudorosa de tanto jugar con sus amigas.

Pensar en eso la alegra. El terapeuta le ha dicho que sentir esa alegría no tiene nada de malo. Que una cosa no necesariamente tiene que llevar a la otra, que está bien expresar el cariño de esa forma, cocinándole a su familia.

Pero a medida que la ternera se va cocinando, su estado de ánimo cambia. Las sombras se comienzan a ver a lo lejos. También tiene un medicamento para esos momentos, pero sus efectos son aun más duros. Los años conviviendo con su enfermedad le han enseñado cosas, le han enseñado a predecir. Las señales que antes no podía interpretar, desde hace ya un tiempo logra captarlas, adormecerlas antes de que lleguen a la orilla y comiencen a desembarcar sus tropas sobre la playa. La habilidad de los enfermos, ese sexto sentido que les advierte sobre las batallas que se avecinan. Pequeñas señales, la silueta lejana de los barcos, aproximándose con sus motores a toda marcha, manchando el horizonte con los espesos humos de sus calderas.

Entonces va al baño y se decide por los calmantes. Ya sabe el efecto que tienen. Se trata de una ilusión. Por al menos algunas horas, todo se nubla, dejándola en un estado que no se podría definir como fervor ni menos como angustia, solo algo nebuloso en un punto intermedio. Nunca le ha contado a su terapeuta sobre los calmantes, aunque él le ha advertido sobre las consecuencias.

Ella ha sabido de esas consecuencias. Su hija, entonces de diez meses, atrapada entre los barrotes de su cuna, asfixiándose, y ella observándola a un lado, preguntándose porqué esa cría no tiene la inteligencia suficiente como para mover el cuello y liberarse. La hospitalización de su hija. Las secuelas que trajo consigo esa asfixia.

Cuando su hija y su marido atraviesan la puerta, la mesa ya está puesta. La ternera ya cocida, sobre una fuente humeante, en medio de la mesa. El efecto de los calmantes le ha impedido preparar algo más, algo que acompañe a ese estofado, alguna ensalada, arroz con el que atrapar el jugo del caldo. Solo está allí la bandeja repleta de chuletas de ternera y ella sentada ya, recibiendo el beso de su hija, húmedo y cálido.

Claro que no se merece eso. No se merece estar allí, observando como esa niña mira con una mueca de asco la comida, mientras su marido la observa, sin hacer nada, sin decirle nada. Una artista como ella, anestesiada en esa vida gris de los suburbios. Anestesiada tal como ese hombre a su lado que solo atina a darle pequeños sorbos a su vaso de agua que él mismo se ha traído de la cocina. ¿Es que ella merece eso?

Primero es el chirrido punzante de la silla raspando el piso de cerámica, mientras se pone de pie. La silla cae al suelo y ella grita, no sabe qué, no sabe cómo. Su marido trata de calmarla, pero no lo consigue. La niña allí, sin moverse. Una espectadora sorprendida por el giro de la trama.

No hay forcejeos. Nunca los hubo en episodios similares a los que viven en ese momento. Solo ese hombre, tratando de simular una sonrisa, una sonrisa que logre provocar algún efecto en su hija. “Todo está bien, la mamá solo está cansada”.

Ella toma su cartera. Parece más calmada. Le da un beso a su hija y, tras un fuerte portazo, desaparece. Camina dificultosamente por los adoquines que la llevan hacia el auto; los tacones puntiagudos entorpeciendo su paso, incrustándose entremedio de las grietas.

II


Tiene ambas manos al volante. El auto aún está encendido, pero ya no avanza. La tapa del capó se ha levantado, dejando ver parte del motor. Sale un humo gris y espeso. El olor a aceite quemado impregna el interior, pero ella no lo siente. Las manos temblando sobre el volante, contrastan con la calma de su rostro. Incluso parece sonreír. La sonrisa de alguien que ha bebido unas copas de más y que, tras un momento de lucidez, se da cuenta de que ya es hora de irse a la cama. Escucha voces que se sienten cada vez más cerca.

De la frente le cae un hilo de sangre. Puede sentir el sabor dulce llegando a sus labios y también una puntada aguda que le recorre la frente. Los latidos de su corazón se han transformado, de improviso, en un zumbido en sus oídos. Se pasa la mano por la frente e intenta despabilarse, entender lo que sucede, pero no lo logra. Solo confusión, voces que no puede reconocer y esa soledad que la atacó de improviso en el almuerzo y que ahora se ha transformado en un líquido lleno de grumos, una sensación similar a la que experimentó por primera vez en sus años de facultad, cuando estudiaba música.

Fueron años que no recuerda con cariño. Estaba la música, pero también estaba su timidez. Años difíciles, como su madre de algún modo le advirtió.

—Mucha gente piensa que la belleza es una ventaja, pero tú nunca te dejes engañar —le dijo.

Alta y distinguida, siempre vestía a la moda, con sus modales finos y su tono de voz suave, pero a la vez enérgico. Ella veía el efecto que su madre provocaba en la gente cuando caminaba por la calle, las miradas de admiración, pero a la vez el respeto que su figura provocaba. “¿No es una actriz de cine?”, escuchó una vez que comentaron un par de mujeres, tras haberse cruzado con ellas a la salida de una tienda. Su madre las miró de reojo, altiva, como si estuviera hecha de un material distinto, de mejor calidad. Ella la observó, tratando de aprender la lección, mientras su madre le guiñaba un ojo.

Pero para ella, eso que su madre llamaba belleza era un peso que nunca logró llevar con la dignidad y el orgullo que lo hacía ella. Nunca tuvo un novio en la escuela, aunque nunca dejó de atender los comentarios que, a sus espaldas, los hombres de los cursos superiores hacían de ella, los que sus compañeras comentaban en los recreos, seguidos de risitas cómplices cuyo único efecto era hacerla sentir más nerviosa. Pero fue en la facultad, cuando su cuerpo y sus facciones ya se habían equilibrado, que comenzó a sentir el peso de lo que su madre le dijo. Y luego vino el incidente con el profesor de composición.

El profesor era macizo, de hombros anchos, con las canas disimuladas tras un severo régimen de tintura. Sus mejillas, marcadas por pequeñas venas, hablaban de sus excesos con el alcohol. Con los años, y un rebelde dolor de espalda, poco a poco su postura se había ido curvando. No usaba bastón, pero al verlo caminar, un espectador cualquiera habría pensado que definitivamente eso le habría hecho la vida mucho más fácil. Su aspecto actual contrastaba con la foto que exhibía en su escritorio, sentado alegremente en medio de un grupo de amigos, a la barra de algún bar. La corbata a medio anudar, la enérgica posición de su cuerpo, sus ojos brillantes y los músculos tensos de sus brazos.

Entre los profesores de la facultad, él era el más querido por los alumnos. Era frecuente que vinieran egresados a pasar un rato con él. Se los veía pasear por los parques, tomados del brazo, hablando cosas que, desde lejos, parecían ser muy importantes. Era también habitual que sus cursos estuvieran repletos, aunque algunos alumnos más incisivos, se quejaran de que sus métodos y sus materias podrían perfectamente haber sido enseñadas en el siglo pasado. Aun así, inspiraba cariño e incluso quienes hablaban de su incapacidad a sus espaldas, lo trataban con respeto. Ella también sentía cariño por él. Sentada en la primera fila, a un costado, lo observaba con admiración, preguntándose si ella alguna vez inspiraría ese tipo de respeto.

Nunca tuvo mucho contacto con él, y por eso fue que le sorprendió esa primera carta, un poema de seis estrofas en el que hablaba de la vejez, de las oportunidades perdidas, de los fracasos y de los amores en el ocaso, del dulce sabor de esos amores imposibles. Nada había allí que se refiriera a ella directamente, solo al final, una pregunta. “¿Aceptaría usted tomar un té conmigo?”.