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Título: Ylandra. Tiempo de guerra
Autor: Roberto Navarro Montes

A mi familia,
por toda su ilusión
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Contenido

EYRA

VIKTOR

ALEYN

JULES

GÜIDO

ANNELYN

SIARA

ANNELYN

ROMMEL

VIKTOR

MARA

JULES

GÜIDO

EYRA

SIARA

ALEYN

ANNELYN

SIARA

VIKTOR

ROMMEL

EYRA

GÜIDO

JULES

ALEYN

MARA

ANNELYN

SIARA

ALEYN

VIKTOR

JULES

EYRA

MARA

ANNELYN

GAEL

ALEYN

JULES

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ROMMEL

ALEYN

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GÜIDO

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ANNELYN

GAEL

ANNELYN

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GÜIDO

JULES

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EYRA

GÜIDO

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JULES

GAEL

MARA

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EYRA

ANNELYN

GAEL

JULES

ALEYN

ANNELYN

VIKTOR

ROMMEL

SIARA

GÜIDO

Agradecimientos

Andreas terminó de estampar la última firma y sacudió los dedos, agarrotados por horas de incansable escritura. Había redactado doce documentos destinados a una mezcolanza de individuos, con instrucciones precisas sobre lo que se avecinaba y lo que se esperaba de ellos. Algunos terminarían en Arcania, otros en Porterris y la mayoría en lo que quedaba en pie de Ciudad Gloria. Eran cartas con un mensaje que vaticinaba el cambio; cartas que, de ser leídas por los ojos inadecuados, producirían muertes, la suya incluida.

Selló todas ellas y las guardó en un recoveco secreto de su escritorio. Miró el reloj de pared y se sirvió una copa de brandi afrutado, a la espera de que Afael Lumient, mayordomo del Gobierno de la República, hiciera su aparición en el sótano de la taberna Las Tres Espigas.

—Llegas tarde, primo —dijo a modo de saludo al verlo entrar.

—Lo sé. Lo siento. Estos días el Gobierno anda ajetreado. Cada vez me resulta más difícil encontrar tiempo para hacer casi cualquier cosa que no sea servirlo.

Andreas se levantó, se aproximó a Afael, con quien guardaba un lejano parentesco, y le abrazó. Un gesto tenso y obligado.

—¿Querrías tomar alguna cosa?

—¿Eso que huelo es brandi?

—Sureño. Nos lo envían nuestros aliados de Ciudad Gloria como muestra de lealtad y respeto. Imagino que también lo hacen como forma de recordarnos los favores que les debemos. ¿Gustas?

—Jamás se me ocurriría rechazar un brandi sureño, primo.

Bajo la sonrisa de Lumient, un hombre de aspecto lánguido y juvenil, se ocultaba un miedo voraz a su primo Andreas y, por extensión, a todo hombre y mujer cuyo apellido fuera Lumiere. Andreas era consciente de ello y, como buen embaucador, lo utilizaba.

Tomaron asiento lado a lado, brindaron como era tradición y bebieron en silencio.

—¿Y qué ajetrea tanto al Gobierno?

Era la tónica habitual de esos encuentros. Afael hacía su aparición en aquel húmedo lugar, bebía un licor inasequible para la gran mayoría de las personas y pagaba el precio de su apellido en información confidencial y privilegiada sobre los más diversos ámbitos de la política nacional.

—Están preocupados por las elecciones en el oeste —dijo—. Ninguno de ellos desea que Deian Wellington se convierta en gobernador, algo que, por otro lado, y según todos los indicios, terminará sucediendo.

—Las urnas se abren mañana y, como bien has dicho, todo indica que el señor Wellington conseguirá hacerse con una cómoda victoria. ¿Qué les preocupa?

Afael se acarició la barba, reflexivo.

—Conocen a ese hombre, eso es todo. El competente de Asuntos Militares le describe como un asesino. Dice que, de no haber sido por la injerencia de Aleyn en el asalto a Cienaguas, la ciudad habría pagado un alto coste. Además, está todo el asunto de los Lascanter.

—¿Están cabreados porque condenó a su hijo Brendam por crímenes contra el decoro sexual? En su defensa diré que el delito existía.

—No solo eso. Creen que estuvo detrás del asesinato del mayor de sus hijos: Ian Lascanter. Al parecer le asaltaron en el Corredor de Monyúa cuando transportaba una gran cantidad de piezas de oro.

—Piezas de oro con las que pensaba comprar unas elecciones.

Afael enarcó las cejas, sorprendido de que Andreas estuviera al tanto de los pormenores de lo sucedido. Pero, al ver la seriedad dibujada en su semblante, decidió obviar aquel detalle.

—De eso no se habla. Solo del asesinato. Ya sabes que los Lascanter son unos de los mayores benefactores del presidente Sans. El Gobierno no puede perder su apoyo, así que harán todo lo posible para satisfacer sus demandas.

—Lo que se traduce en…

—Investigarán lo ocurrido. Buscarán pruebas que relacionen el asesinato con el señor Wellington y, cuando las encuentren, le atacarán hasta dejarle sin nada.

Andreas sonrió ante las intenciones del presidente. El hecho de abrir una investigación por asesinato contra quien se convertiría, casi con toda seguridad, en el próximo gobernador de uno de los estados más poderosos de Ylandra, con el único propósito de complacer a los Lascanter, daba buena cuenta del escaso poder político que él y su Gobierno ostentaban. Por otro lado, todo ello dejaría de importar en cuestión de días.

—¿Es cierto lo que dicen? ¿Wellington está implicado en el asesinato de Ian Lascanter? —preguntó Afael.

—No hagas preguntas absurdas.

Afael suspiró, aliviado.

—Me alegra saber que no. Qué sería de la democracia si…

—Yo no he dicho que no sea así, primo —le corrigió Andreas—. Lo que te he dicho es que no hagas preguntas absurdas. Porque, créeme, preguntar si un aspirante a gobernador está implicado en el asesinato de un rico empresario es una completa estupidez. Así que no lo hagas. Nuestra familia ha sobrevivido siglos evitando hacer ese tipo de preguntas. —Afael, avergonzado, agachó la cabeza—. Dejando de lado a Deian Wellington, ¿qué más preocupa a nuestro Gobierno?

—El norte y La Escuela, por supuesto —respondió tras un denso suspiro—. No pueden hacer gran cosa, dado que son asuntos territoriales, pero están tratando de mediar para evitar que el conflicto del valle de Caldaso derive en una guerra.

—Les deseo buena suerte. ¿Algo más?

Afael apuró su copa, apoyó el mentón sobre los nudillos y negó.

—Asuntos rutinarios. Nada especial.

—Bien. —Andreas se puso en pie y, cuando su primo quiso imitarlo, le indicó que se detuviera—. Aún no hemos terminado.

Caminó escuchando el crujir de los tablones de madera enmohecida hasta la estantería del fondo y agarró el asa de un maletín de piel que reposaba sobre uno de los anaqueles. Con sumo cuidado, lo apoyó en el escritorio y lo abrió ante la atenta mirada de Afael. Dentro, protegido por almohadones de plumas, había un portentoso reloj de arena, con una estructura de oro y piedras preciosas engastadas en las aristas. El material granulado que habría de decantarse de una a otra cápsula era rojizo y sangriento. Si uno lo miraba el tiempo suficiente podía verlo convertido en líquido, aunque no actuara como tal.

—¿Qué es esto?

—Un obsequio.

—¿Eso que tiene incrustado son rubíes, zafiros y…?

—Esmeraldas y diamantes, sí.

—Debe de costar una fortuna. ¿Por qué me lo regalas, primo? —preguntó, sospechando que aquel presente ocultaba ciertas condiciones.

Andreas cerró el maletín con el mismo cuidado con que lo había abierto, lo levantó y lo posó en las rodillas de Afael. Se sirvió una nueva copa antes de volver a sentarse. Fingía tranquilidad y sosiego, pero en realidad estaba nervioso. Miró a su pariente, casi auscultando sus emociones. Este, al sentirse evaluado, tragó saliva.

—No es para ti, Afael —dijo—. Es para el Gobierno. Quiero que lo dejes en la sala del Consejo de Competentes. Quiero que, la próxima vez que se reúnan los siete, le des la vuelta y te asegures de que nadie sale ni entra de la sala hasta que toda la arena haya caído.

Afael acarició la piel del maletín y, como impulsado por un espasmo, apartó la mano. Apretó las mandíbulas antes de enfrentarse a la mirada de Andreas.

—¿Qué ocurrirá cuando toda la arena haya caído?

—El tiempo de cuantos estén en la sala habrá llegado a su fin.

—Quieres decir que…

—¿Acaso es necesario expresarlo? —preguntó Andreas.

Se percibía un deje de enojo en su voz. Afael empezó a temblar y, aún peor, a dudar. Andreas podía comprenderlo. Los Lumiere y los Lumient eran dos caras de una misma familia. Ambos habían rendido pleitesía a la dinastía Bragdamel desde el comienzo de sus reinados, pero la forma en la que se materializara la lealtad de unos y otros apenas se parecía. Los Lumiere, una vez desaparecida la monarquía, habían sido designados como los protectores y asesores de los príncipes herederos y entrenados, generación tras generación, para cumplir con su deber, por cruel, pesado o letal que este fuera. Los Lumient, sin embargo, se habían afanado por recuperar el lugar de sirvientes que, desde que Jeremy Bragdamel fuera coronado, aun antes de la fundación de La Escuela, habían ostentado. Desde que la república se estableciera como el principal gobierno legítimo de Ylandra, los Lumient habían recuperado su posición, aunque, en lugar de servir a un rey, servían a un presidente, al tiempo que, en la sombra, continuaban sirviendo a ese mismo rey.

Pudiera ser que el hombre más cercano a un presidente fuera su mayordomo. Pudiera ser que la relación entre ambos fuera tan buena que la amistad anidara en sus corazones. Pudiera ser que un Lumient olvidara el pacto sempiterno realizado por sus antepasados. La labor de Andreas era conseguir que ninguna de esas posibilidades arruinara sus planes.

—¿Por qué quieres hacerles eso? —preguntó Afael.

Andreas miró de arriba abajo a su primo, despreciándole con un gesto indolente.

—Porque hice un juramento, igual que tú.

—¿Sabes lo que sucederá con esta tierra si todo el Gobierno desaparece de la noche a la mañana? —La ira asomaba en cada palabra de Afael—. Los buitres se lanzarán a por las sobras como si de carroña se tratase. Habrá guerras, habrá…

—Se generará la situación perfecta para que todo el mundo entienda que la república, tal y como la conocemos, es un absoluto fracaso —interrumpió Andreas—. Y no es cosa tuya pensar en eso.

—Por supuesto que lo es. Seré el responsable de…

—No, no lo serás. Solo serás un instrumento. Tal y como lo has sido hasta ahora.

Afael agachó la cabeza y escondió sus miedos y vergüenzas entre las manos. Andreas se compadeció de él y, como gesto de cercanía, le apoyó una mano en el hombro.

—Sé que no será fácil. Pero también sé que lo harás. Este es el momento para el que nuestras familias nos entrenaron. Ahora toca cumplir. —Andreas sintió que sus palabras hundían aún más el ánimo de Afael y casi con regocijo, añadió—: Y otra cosa más, deberás estar presente en la sala cuando el último gránulo se precipite.

Afael se irguió, antes de clavarle una mirada de terror. Fue a decir algo, pero las palabras fueron mutiladas por la evocación de unas terribles consecuencias. Suspiró al bajar la cabeza y dejó que una lágrima se precipitara hacia el suelo.

—Tengo mujer y dos hijos pequeños, Andreas.

—Serán recompensados por tu sacrificio, primo.

Afael temblaba, negaba y respiraba con dificultad.

—Lo haré, ¿de acuerdo? —suplicó—. Me aseguraré de que el presidente y los seis competentes mueren, pero no me obligues a morir con ellos. Cogeré a mi familia y nos iremos lejos. Nadie sabrá que…

—¡Suficiente! —le espetó Andreas, dando una palmada—. Ya está bien. Me estás enfureciendo. Eres un Lumient, ¡maldita sea! Tus antepasados estaban dispuestos a morir por servir a su rey. En cualquier momento, ante cualquier enemigo o amenaza. ¿Y tú te echas a llorar ante la perspectiva de tu muerte? —Andreas se llevó la mano al rostro y se frotó los ojos. Cuando volvió a mirar a su pariente, había logrado calmarse—. Harás lo que te he dicho y morirás al hacerlo. Morirás porque, después de asesinar a todo el Gobierno, se abrirán decenas de investigaciones para descubrir el porqué de semejante atentado. La Escuela lo investigará y, si sigues vivo, te encontrarán. Entonces un maestro mentalista descubrirá cuanta información hayas sido capaz de recabar en ese minúsculo cerebro tuyo. Comprenderás que no podemos permitir que nada de eso ocurra. Dime, ¿lo comprendes?

Afael asintió, sin siquiera mirar a Andreas.

—¡Por los tres infiernos, primo, quiero oírtelo decir! ¿Lo entiendes?

—Sí —susurró.

—¿Lo harás?

—Sí.

—Bien —dijo—. Y una cosa más. Nada de despedidas con tu mujer ni con nadie. Actúa como lo habrías hecho hasta cumplir con tu misión.

—Como ordenes —musitó.

—De acuerdo, primo —dijo Andreas y se levantó—. Puedes marcharte.

Sería la última vez que se vieran, pero no se despidieron. Ni Andreas tenía ánimos para hacerlo ni Afael hubiera aceptado el gesto, aunque solo hubiese estado motivado por la deferencia propia de su clase.

En cuanto la puerta se cerró, otra, una secreta que movía varias estanterías, se abrió. Un hombre fornido, de cabellos pardos y ojos verdes, vestido con una elegante capa anaranjada, se acercó a Andreas, se sentó frente a él y se sirvió una copa de brandi.

—¿Estás bien? —Andreas asintió—. ¿Estás seguro de que lo hará?

—Lo estoy.

El hombre dio un sorbo con un mohín de desagrado y dejó la copa sobre el escritorio.

—Necesito que hagas algo más.

—Lo que precises.

—Necesito que viajes a Viendavales.

—¿Te preocupa que algo no salga como esperamos?

—No. Estoy seguro de que Deian Wellington ganará las elecciones. La señorita Vyvas ya se ha encargado de ello.

—¿Entonces por qué me necesitas allí? Con lo que está a punto de suceder aquí, quizá sería más conveniente que…

—No, amigo. Necesito que vayas a Viendavales, te reúnas con la señorita Vyvas y te disculpes.

—Disculparme… ¿por qué?

—Tus decisiones pusieron en peligro a su familia. Así que, sí. Necesito que te disculpes.

—Tomé esas decisiones para protegerte a ti, Jeremy.

—En cualquier caso, fueron un error y la familia de la señorita Vyvas estuvo en peligro. —Al ver que sus palabras no calaban en Andreas, le miró con ternura y esbozó un gesto amable—. ¿Tanto te costaría ir a Viendavales y disculparte?

Andreas bufó y enseñó los colmillos.

—No me fio de ella.

—Lo sé. Es un problema —dijo Jeremy—. Porque, según parece, ahora mismo esa mujer es nuestro activo más valioso. Y necesitamos poder confiar en ella. Necesitamos que pueda confiar en nosotros. Lo que te pido es que des el primer paso. Y para ello necesito que te disculpes, Andreas.

—Nos percibirá como débiles.

—Nos percibirá como aliados —corrigió Jeremy. Andreas fue a protestar, pero él se lo impidió—. Oye, sabes muy bien qué clase de rey quiero ser. Sabes que quiero ser la clase de rey que, cuando comete un error, se disculpa. Así que será mejor que empecemos desde ya, ¿no te parece?

Andreas apretó los dientes y apartó la mirada de los ojos de Jeremy.

—Como gustéis, majestad. Si así lo deseáis, me disculparé con esa mujer.

Jeremy asintió y sonrió.

—Te lo agradezco. Y, otra cosa más. Se acabaron los secretos. Al menos para ella. Dile quién soy. Dile qué queremos conseguir. Y pídele que nos ayude. Algo me dice que lo vamos a necesitar.

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Bajó de la berlina, saludó al guardia apostado en la entrada del palacete Ryalton y se adentró en el jardín, impaciente por dejar atrás el falso candor, las sonrisas impostadas y la fingida amabilidad de los que había hecho gala durante el rutinario desayuno semanal, en el que las mujeres de las más altas esferas de la sociedad de Porterris se reunían a cuchichear sobre asuntos que escapaban a su comprensión. Eyra, como esposa de Celso Ryalton —importante político y amigo personal del gobernador del sur—, se veía no solo empujada a acudir a esos insoportables eventos, sino, además, a mostrar una actitud que prestigiara la reputación de la familia a la que se había unido. En esa ocasión se había visto abocada a sonreír, aceptar y agradecer las interminables felicitaciones por el mero hecho de ser hija del nuevo gobernador del oeste.

El palacete de los Ryalton era una de las joyas arquitectónicas más codiciadas de la capital del sur. Construido sobre una elevación natural del terreno en la bahía de los Poetas Sacrificados, contaba con una longitud de un cuarto de legua que dejaba en su margen derecha los acantilados bañados por el mar Maderero. En el interior del recinto, amurallado en todos sus puntos, los patios abiertos y los preciosos parterres competían por ocupar el lugar, todo ello sembrado de palmeras y naranjos. Las dimensiones del palacete eran tan vastas que se podría haber librado una guerra en un extremo sin que en el opuesto se percataran de nada. Perfecto para las actividades clandestinas. Perfecto para los miembros de la orden.

En el patio frontal, pegado a la entrada principal del palacete, dos docenas de hombres y mujeres, nuevos y viejos reclutas, obedecían las órdenes de un instructor, lanzando estocadas al aire en una danza que, realizada por el guerrero adecuado, podía ser elegante a la par que hipnótica. Sin embargo, ninguno de aquellos reclutas lograba alcanzar tal grado de belleza. Las estocadas se perdían entre la mediocridad técnica, la escasa preparación muscular y la debilidad mental. Cuando Eyra llegó a su altura, el grupo descansaba. Pasó de largo ignorándolo y, entonces, un comentario jocoso y las posteriores risas detuvieron sus andares. Ni siquiera había oído el mensaje al completo, pero lo que había entendido había sido suficiente para saber que alguno de aquellos novatos la había insultado, cosificándola por su sexo, su aspecto y su atractivo.

Eyra bajó la cabeza y suspiró. En otros tiempos habría dejado pasar un gesto que a todas luces la devaluaba, pero la amenaza latente que se cernía sobre Ylandra casi la obligaba a mostrar una autoridad despiadada, por inicua que pareciese.

Se llevó la mano a la cabeza y, en lo que dura un parpadeo, liberó su castaña melena del peinado que con tanto esmero le habían hecho esa mañana. Miró la horquilla, adornada con bisutería, la lanzó al suelo y se giró en busca del incauto que la había humillado. No le costó apenas nada dar con él. Aún la observaba con lascivia en los ojos. A su lado, otro joven, más bajo y menos corpulento, sonreía por la broma.

Antes de plantarse frente a ellos, se dirigió al tablón donde reposaban las espadas de madera con las que estaban instruyéndose y cogió una. Con un silencioso gesto, le indicó al instructor que no se entrometiera y, entonces sí, se plantó frente al autor del comentario. Era dos palmos más alto que ella, de pecho abultado y espalda ancha. Frente a él, Eyra parecía una escuálida chiquilla. Sin embargo, su postura reflejaba la insolente confianza inherente a toda persona acostumbrada a ser obedecida.

—¿Sabes quién soy? —le preguntó, con los ojos fijos en su pecho.

—No, señora —respondió con desdén.

Ese muchacho de músculos abarrotados jamás habría imaginado que una mujer como Eyra pudiera empezar a apalearlo.

—¿Tú y tu amigo os conocíais antes de venir aquí?

—Sí, señora.

—¿Habéis pronunciado ya el juramento?

—Sí, señora —respondió irguiéndose, orgulloso de pertenecer a algo que intuía importante.

—Bien. Coge esto.

Eyra le tendió la espada y el hombre la empuñó, sin dejar de sonreír en una mueca de desafío y superioridad que repugnaba tanto a Eyra que la piel le abrasaba.

—Ahora golpea con ella a tu amigo hasta que te ordene que pares.

De un instante al siguiente, el ambiente se cargó de una tensión palpable y todas las miradas se centraron en ella.

—¿Disculpe, señora? —preguntó el hombretón, incrédulo, con una vanidad que rallaba en la locura.

Addai Eyra… —intervino el instructor adelantándose un par de pasos.

—Silencio —le ordenó y, centrándose en su objetivo, continuó—: ¿Y bien?

Al ver que la expresión de Eyra no variaba ni un ápice, el recluta negó con la cabeza.

—No pienso hacer eso.

Eyra torció la comisura de los labios y asintió. Era la respuesta que había esperado. No había sorpresa, pero sí regocijo. La insubordinación de aquel recluta justificaría sus decisiones. Por primera vez levantó la mirada y posó el verde de sus ojos sobre el marrón de los del recluta. Se dirigió con una voz potente al resto del grupo.

—Si cuando llegue a cinco este hombre no ha acatado mi orden, matadlos a los dos —dijo, firme, tajante.

El individuo, con expresión contrariada, miró a su amigo, que observaba la escena con pavor, y después volvió a centrar la atención en Eyra. Podían olerse su desconcierto y su congoja, como si todo el orgullo de hacía unos segundos hubiera mutado de pronto en un carácter apocado e infantil. Eyra comenzó a contar. Cuando llegó a dos, el resto del grupo empezó a ponerse nervioso. Al oír el tres, algunos se prepararon para obedecer. Y, cuando pronunció el cuatro, el recluta, ya seguro de que la situación no era ningún tipo de advertencia, miró a su amigo, se disculpó por lo que estaba a punto de hacer, levantó la espada de madera y golpeó con ella.

Los golpes impactaron primero contra los brazos, después contra los hombros, el estómago y las caderas y, por último, cayeron sobre la cabeza. La víctima de aquella orden quiso defenderse, pero, desarmado y confuso, apenas logró hacerlo.

La intención de Eyra era detener aquello cuando un golpe enviara al muchacho al suelo, aunque, cuando por fin ocurrió, el hombretón, incauto, se detuvo, respiró un par de veces y miró a Eyra en busca de la orden que pusiera fin a la situación. Ella apretó los párpados y negó con la cabeza, tan decepcionada como decidida a hacer lo que debía: instruir a aquellos jóvenes e inexpertos soldados en los caminos de la lealtad y la obediencia.

—¿Acaso te he ordenado parar, soldado? —preguntó, con la voz triste y apagada.

El hombre tragó saliva y, con un gesto de súplica, movió la cabeza de lado a lado. Eyra insistió con un cabeceo en dirección a su amigo, tendido aún en el suelo. El recluta bajó los hombros, abatido, convertido ya en un juguete de la mujer de la que hacía apenas unos minutos se había burlado, se giró en dirección a su víctima alzando la espada y con una ira obligada siguió golpeando, al tiempo que gritaba. Eyra observó hasta que el cráneo de aquel joven se quebró y sus sesos se esparcieron por la arena, amedrentando a cuantos espectadores había reunidos. Miró en derredor, atravesando los gestos huidizos del resto hasta que los hubo retado a todos, y se marchó.

En su camino por los pasillos del palacete no se justificó al haber condenado a muerte a un chico por el único crimen de haberse mofado de ella. Años atrás lo habría hecho. Años atrás se habría dicho que aquellos jóvenes necesitaban entender, de la forma que fuera, que se habían incorporado a una organización destinada a enfrentarse a la mayor amenaza que Ylandra había conocido. No cabía lugar para la diversión, las burlas, la incompetencia o la insubordinación. En el momento de pronunciar el juramento aquellos reclutas se convertían en addais, y formar parte de la orden tenía unas obligaciones y un precio para quien las incumpliera. El hombretón que había matado a su amigo jamás lo olvidaría. Eyra podía haberse justificado rumiando esos argumentos, pero no los necesitaba. Esos argumentos formaban parte de ella, eran quien ella era, desde el momento en el que tuvo edad suficiente para entenderlo hasta ese día y durante lo que durara su vida.

Antes de llegar a su alcoba, su marido la abordó y en cuanto vio la expresión que tenía en el rostro supo que algo lo estaba incomodando.

—¿Qué pierna se te ha roto ahora? —preguntó Eyra.

—La misma de casi todas las semanas.

—¿Otra vez?

—Es muy insistente.

—Hay personas que no entienden un no por respuesta.

—¿Te importaría explicárselo, Eyra? Esta, a pesar de todo, sigue siendo mi casa y yo ni soy tu mensajero ni tu mayordomo. Y no me gusta tener que lidiar con ese soldado semana sí, semana también.

Eyra sonrió. Desde luego no estaba enamorada de Celso y, por supuesto, no era posible que Celso estuviera enamorado de ella, pero ambos se respetaban e incluso se apreciaban.

—Será la quinta vez que se lo explico.

—Pues hazlo como debe hacerse y asegúrate de que no hay una sexta, ¿quieres?

Eyra puso los ojos en blanco y asintió.

—¿Dónde está?

—Sala de reuniones —respondió—. Y, antes de que te enfrasques en una discusión con ese hombre y te pongas de un humor de perros, te aviso de que esta noche salgo para Alecio. ¿Alguna petición?

—Que seas cauto e inteligente. Recuerda que te necesitamos.

—Necesitas mis recursos.

—¿Acaso he dicho otra cosa?

Se dirigió a la sala de reuniones, maldijo en voz baja antes de entrar y abrió la puerta. Fue ver al soldado que aguardaba su presencia y empezar a enfurecerse.

Kevyn se levantó cuando la puerta se abrió, saludó dando un cabeceo y, al ver que no se producía respuesta alguna, ensombreció la mirada.

—¿Ni siquiera muestra un mínimo de educación, señora Ryalton?

Eyra se acercó al sillón frente a Kevyn y se sentó. Cruzó las piernas, colocó la seda del vestido de forma que tapara en todo lo posible su pierna desnuda y sonrió con malicia.

—¿Acaso no muestro mucha educación recibiendo en mi casa a un traidor?

—Así que quiere volver a discutir.

—Lo que quiero es no volver a verle en mi vida, addai Kevyn. Dígame qué puedo hacer para conseguirlo.

Kevyn se puso en pie, molesto y frustrado, y caminó hacia los ventanales. Desde ellos podía verse el patio frontal donde un recluta había matado a golpes a otro.

—Conozco sus métodos, Eyra —dijo—. El Consejo de Ancianos nos previno de unirnos a vosotras cuando su madre se convirtió en una disidente de la orden, provocando un cisma cuyo único logro fue debilitarnos aún más.

—El Consejo de Ancianos está extinguido, addai Kevyn. Todos sus integrantes murieron. Su pasividad y su debilidad les hicieron pedir ayuda a nuestros enemigos, lo que, según tengo entendido, evitó que la persona destinada a albergar el alma de Daxal fuera ejecutada. Esa decisión tal vez termine de condenar a Ylandra. Y mi madre fue la única addai con el valor suficiente para seguir siendo fiel a nuestros principios. Gracias a ella, aquí se siguen formando reclutas. Puede que sean los últimos soldados con los que podremos contar para enfrentarnos a los Tres. Así que no hable de mis métodos como si fueran algo cuestionable, cuando cualquier persona mínimamente cuerda e inteligente vería que son los métodos que, hoy por hoy, necesitamos.

—¿Necesita que sus reclutas se maten entre ellos?

El color desapareció del rostro de Eyra.

—Según en qué circunstancias, sí.

—Es una asesina.

La acusación la llenó de coraje. Se puso en pie y se acercó a Kevyn.

—¡Ya está bien! Dejemos de hablar del pasado, addai Kevyn. La primera vez que vino aquí, y a pesar de mis desacuerdos con la orden, le ayudé. Le di dinero y le animé a contratar unos mercenarios dispuestos a localizar y matar a ese chico. Es obvio que el traidor impidió que aquello ocurriera. La segunda vez que vino le dije que no quería volver a verle. Le dije que no me gusta formar parte de planes fútiles condenados al fracaso. La tercera vez que vino le dije más o menos lo mismo. La cuarta vez… déjeme recordar. Sí, ni siquiera le recibí. Esta es la quinta. No deseo que haya una sexta, así que dígame, addai Kevyn, ¿cómo consigo librarme de usted de una vez por todas?

Kevyn sonreía durante el discurso. A pesar de todo, eran compañeros. De las pocas personas en Ylandra que compartían el propósito explícito de derrotar a los Tres, aunque no compartieran la visión para alcanzarlo. Por mucho que se detestaran, la situación casi les obligaba a permanecer unidos.

—No podrá librarse de mí, Eyra. Volveré cada vez que necesite algo de usted. Al fin y al cabo, somos addais. Hicimos un juramento. Debemos cumplir.

—Yo ya estoy cumpliendo.

—Ahora seré yo quien diga verdades —dijo Kevyn—. ¿De veras cree que entrenar a unos cuantos muchachos servirá para vencer a los Tres?

Eyra sabía lo inútiles que serían esos reclutas cuando la guerra llegara, pero ni en un millón de años lo hubiera reconocido frente a aquel soldado.

—¿Se le ocurre algo más que podamos hacer?

—Por supuesto que sí. Lo mismo que intentó hacer el consejo.

Eyra estalló en una carcajada.

—¿Está diciéndome que desea pedir a los maestros que nos ayuden? Está loco, es estúpido, cobarde o un infatigable traidor.

Kevyn negó con la cabeza.

—El consejo no quería pedir ayuda a los maestros. Buscamos a Aleyn porque hacía años que había dejado de ser parte de La Escuela. Lo que el consejo sí comprendía era que, solos, jamás ganaríamos esta guerra. Lo que entendían era que necesitábamos aliados. Quizá nuestra elección no fuera la más acertada…

—Su «quizá» hace que me den ganas de apedrearle.

—… pero necesitamos aliados —repitió Kevyn, ignorando las palabras de Eyra.

—Dado que nuestra orden es una organización clandestina e ilegal, le deseo buena suerte en su búsqueda. Imagino que, cuando le confiese a uno de esos potenciales aliados quién es usted, le colgarán y yo podré dejar de preocuparme por recibir sus desagradables visitas. Si es todo…

Kevyn se acercó a Eyra y, por su expresión, esta intuyó que estaba a punto de descubrir el verdadero motivo de la visita. Pero también vio algo más. A Kevyn le avergonzaba hacer su petición. Y si no era vergüenza, era miedo.

—Su padre ha ganado las elecciones. Será el nuevo gobernador del oeste.

—¿Quiere darme la enhorabuena?

—¿No le parece que pueda ser un buen aliado?

Eyra cerró los ojos, antes de romper a reír. ¿Deian Wellington aliado de la Orden de Addai? La sola idea de que algo así pudiera suceder ya le desencajaba la mandíbula.

—¿Conoce a mi padre, addai Kevyn?

—No.

—Por supuesto que no. Si le conociera sabría usted cuán estúpida es su idea. El único aliado factible de mi padre es mi padre. Eso es así desde que tengo uso de razón. Además, vaya y dígale a él que es miembro de la Orden de Addai y no dudará en ejecutarlo. No es que tenga nada en contra de la orden. Para nada. Lo que ocurre es que le gustan demasiado las ejecuciones.

—Pensaba en un método más sutil —dijo Kevyn—. Al fin y al cabo, Deian Wellington es su padre. Si usted estuviera cerca de él, tal vez podría influir en algunas decisiones que inclinaran la balanza a nuestro favor.

Era una petición razonable. Incluso Eyra se la había planteado cuando supo que su padre se presentaría al cargo de gobernador. En otros tiempos, tiempos en los que la amenaza de los Tres aún no era tangible, habría aceptado. Pero dados los acontecimientos recientes, dado que al menos Rótalo caminaba entre los ylandreses, no parecía que influir sobre la política estatal pudiera tener ningún tipo de relevancia.

—Mi padre se convertirá en el gobernador de un estado, addai Kevyn. Dudo mucho que cualquier cosa que él haga impida lo que está por venir. Un gobernador no tiene suficiente poder para…

En ese momento se abrió la puerta de la sala de reuniones y entró un apresurado Celso, con una carta en la mano. Miró a Kevyn y a Eyra y se disculpó por la interrupción.

—¿Qué sucede? —preguntó Eyra.

—Noticias de la capital —dijo—. El presidente Sans… —Se quedó callado, como si le costara procesar la información que estaba a punto de desvelar. Suspiró, negó con la cabeza y continuó—: El presidente Sans y los seis competentes han muerto.

Como si hubieran recibido un fuerte impacto, tanto Eyra como Kevyn se sobresaltaron, antes de cruzar miradas incrédulas.

—¿Qué has dicho? —preguntó Eyra.

—Acaba de llegar la noticia. El Gobierno en su totalidad ha muerto.

—¿Cómo? —preguntó Kevyn.

—Encontraron sus cuerpos en el Despacho de Competencias. Aún no saben nada. Creen que han podido ser asesinados, pero no saben cómo.

Los tres se quedaron callados, perdidos en un mar de sombrías tribulaciones. Fue Eyra quien antes procesó la noticia y fue su mente la que antes comenzó a trabajar.

—Esto no es bueno —dijo—. Provocará inestabilidad en todos los estamentos de la política. Debilitará aún más este país.

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Kevyn—. Quiero decir, si el Gobierno ha muerto, ¿quién ocupará su puesto?

Celso miró a su esposa.

—En caso de muerte prematura del presidente, la Constitución dicta que sea uno de los competentes quien ocupe su puesto hasta que se puedan convocar nuevas elecciones, lo cual exige un plazo mínimo de un año y medio.

—Pero dices que todos los competentes están muertos.

—En ese caso, según la Constitución, el nuevo presidente será elegido por el Senado entre los gobernadores electos de los seis estados.

Eyra expulsó el aire y su mente echó a rodar.

—¿Eso quiere decir que mi padre…?

—Si el Senado le elige, sí, podría convertirse en el nuevo presidente de la república.

Eyra miró a Kevyn, maldijo entre dientes al acercarse a su marido y le apoyó una mano en el hombro.

—Tendrás que aplazar tus asuntos en las islas, Celso. Tengo que ir a Astra y necesito que me acompañes.

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Su vida se había convertido en una interminable procesión de nadas, una inagotable sucesión de días carentes de toda emoción, obligado a arrastrarse por insípidos minutos en los que solo dos cosas permanecían constantes: el insomnio y las pesadillas. Hacía tanto que no conseguía dormir que empezaba a confundir la realidad con el mundo onírico, al tiempo que su mente permanecía aletargada, embarrada en las redes de la más cruel de todas las torturas.

En un momento dado, cayó en la cuenta de que había emprendido un viaje con destino a la capital. Advirtió su situación al sentir el traqueteo del carro, mirar por la ventana y reconocer el terreno. Acompañándole en la caja estaba su padre. No parecía notar su presencia. Enfrascado en unos papeles, leía, suspiraba con desagrado, se frotaba los ojos y continuaba volcado sobre lo que tenía delante. Al mirarle, Viktor no pudo ocultar una mueca de desprecio. No entendía la razón, ni tampoco la conexión que había, pero lo cierto era que, cuanto más poder e influencia ganaba su padre, más tenebrosas, frecuentes e intensas eran sus pesadillas. Y cuanto peores eran las pesadillas, más odiaba a la persona que, de algún modo, las acrecentaba.

—¿Qué? —preguntó su padre sin levantar la vista de sus papeles.

—No he dicho nada.

Deian Wellington levantó las cejas y continuó enfrascado en la lectura. En algún lugar de la mente confusa de Viktor, surgieron algunos recientes recuerdos capaces de explicar el mal carácter de su padre, si es que eso era algo a lo que había que buscar explicación. Mac, su empleado de confianza, había sido hallado con el cráneo destrozado en la granja de los Dreider la misma noche que uno de los esclavos más cercanos a su padre desaparecía, justo antes de que un contingente de soldados apareciera para arrestarle por ser un supuesto espía del Inferus. Por si esos dos sucesos no fueran ya demasiado graves, se rumoreaba que Jules se había metido en líos en una ruinosa taberna, había apuñalado a un borracho y se había dado a la fuga acompañado de otro hombre, cuya destreza en el uso del hacha había evitado que ensartaran a su hermano como si de un pollo lastimoso se tratara. Lo que más había enfurecido a su padre, no obstante, no era que tales cosas ocurrieran, sino que sucedieran la misma noche en la que se confirmaba su victoria en la carrera a gobernador, lo que le obligaba a viajar a la capital para jurar el cargo frente a un juez de la Corte Constitucional, dejando desatendidos esos apremiantes asuntos.

—Tú vendrás conmigo —le había dicho a Viktor esa misma mañana—. No quiero ni pensar en las insensateces que podrías llegar a hacer sin nadie que te controle, y con lo que ha ocurrido esta noche ya he tenido suficiente.

Así que ahí estaba, en un incómodo viaje, junto a la persona que más exacerbaba sus síntomas e incapaz de dormir, pensar, sentir y, por ende, vivir.

A medio camino de su destino, el cielo se vio inundado por unas nubes negras que, al poco de instalarse, comenzaron a descargar una gruesa y persistente lluvia. Cuando la luz del día terminó de desaparecer, la lluvia había formado enormes charcos en el camino y embarrado sus márgenes, lo que provocó el retraso de la llegada del séquito de Deian a la posada Los Tres Conejos, un establecimiento que, a base de encarecer precios y maltratar plebeyos, había conseguido la reputación necesaria para que personajes ilustres se desviaran del camino y pararan a reposar en ella.

—Señor gobernador, le estábamos esperando —saludó el propietario del negocio inclinándose frente a Deian—. Espero que haya tenido un buen viaje.

—¿Están nuestras habitaciones preparadas?

—Por supuesto, señor.

—Mis hombres se encargarán de nuestro equipaje. Después pueden servirles la cena. Yo subiré a mi habitación y cenaré allí. Buenas noches.

Deian miró a su comitiva para dar un par de órdenes rápidas a quien se había convertido en su segundo y desapareció escaleras arriba, tras los pasos de una joven. Viktor, al verlo marchar, se relajó. Se dirigió a una mesa de madera barnizada y se sentó en una silla acolchada a la espera de que un joven perfumado, de cabellos brillantes y modales exquisitos, fuera a atenderle.

—Tomaré algo ligero. Quizá una ensalada de queso y tomate.

Desde que había vuelto del sanatorio apenas probaba bocado. No era decisión suya no hacerlo, sino de su maltrecho cuerpo. Había perdido el apetito y nada, ni el más sabroso de los platos, podía hacer que lo encontrara de nuevo.

—¿Quiere acompañar la ensalada con un vino, señor? —preguntó el joven.

A Viktor se le encharcó la boca. Tragó saliva y, en un esfuerzo sobrehumano, logró reprimir el impulso de dejarse vencer por sus tentaciones.

—Agua —dijo.

—¿Está seguro? Tenemos una selección de vinos que…

—¡Agua, maldita sea!

—Como mande.

Cenó en solitario mientras el resto de la escolta, unos seis hombres sin contar anirios, se sentaba en una mesa alejada de él. Habían aprendido a ignorar la presencia del hijo de su patrón, de aceptarlo como una molesta carga que, no obstante, podían obviar, como si no existiera. Era un insulto. Suponía una falta de respeto, un deliberado acto de humillación, y Viktor imaginaba que era justo eso de lo que se trataba. Todos esos hombres cumplían los mandatos de su padre. Hacían lo que hacían porque habían recibido órdenes en ese sentido. Su padre lo quería humillado y él, incapaz de reunir las fuerzas o el valor necesarios para enfrentarse a tales actos, aceptaba la humillación. A decir verdad, teniendo en cuenta su estado actual, ser humillado era el menor de sus problemas. Si hubiera podido dormir, tal vez le habría importado.

Subió a su estancia, se desnudó y no tardó en acostarse sobre la cama. Apagó las lámparas para tratar de conciliar el sueño. Despertó al cabo de un rato, empapado en sudor, el corazón latiendo desbocado, hiperventilando, con los músculos agarrotados y la mente fundida por el calor de una pesadilla recurrente cuyo contenido, sin embargo, olvidaba nada más despertar. Lo único que quedaba de ella era el olor metálico de la sangre. Nada más. Aquello era lo más desconcertante de todo. Soñar lo mismo cada noche y ser incapaz de saber de qué se trataba.

Se secó el sudor helado con las sábanas y se dirigió hacia la ventana. Afuera había escampado y ni siquiera el viento elevaba un mínimo sonido. Descorrió el cerrojo y abrió, buscando algo de aire fresco. El frío de la noche le despejó las ideas y, cuando estaba a punto de cerrar la ventana de nuevo, escuchó el eco de la voz de su padre resonar en el patio. Miró el reloj de cuerda de la pared y le sorprendió ver la intempestiva hora que marcaba. ¿Con quién hablaba?

—¿Cómo ha podido pasar? —oyó que decía. Parecía sobresaltado.

—No lo han dicho. Imagino que no lo saben —respondía una voz femenina.

Viktor la conocía. Era la voz de Annelyn Vyvas.

No los había acompañado en su travesía. El hecho de que una mujer como ella hubiera emprendido un viaje en busca de su padre, unos días después de conocerse los resultados electorales, llegado a la posada y atrevido a despertar a quien era su jefe, indicaba que algo grave estaba sucediendo. Viktor sacó cuanto pudo el cuerpo por la ventana y prestó atención.

—¡Han sido asesinados! —objetó Deian.

—Sin duda. Ocho personas no mueren al mismo tiempo en la misma habitación por causas naturales.

—¿Ocho?

—El señor Lumient fue la octava víctima.

—¿Cuáles son las hipótesis que se están manejando? ¿Quién está al cargo de la investigación?

Viktor oyó cómo el silencio se prolongaba.

—La verdad, no lo sé. Y creo que tampoco es competencia nuestra saberlo —dijo Annelyn. Parecía agotada—. No me malinterprete, Deian. Entiendo que la situación entraña una gravedad sin precedentes, pero ni usted ni yo somos las personas más adecuadas para solucionarla. Nuestra posición, sin embargo, no está exenta de demandas. Opino que estas deberían ser nuestra principal preocupación.

—¿A qué se refiere?

—Todo el Gobierno ha desaparecido. Estamos en una situación de excepción, crisis e inestabilidad política nunca vista en la república. Y usted es el gobernador del oeste, o lo será en el momento en el que jure el cargo. ¿Sabe qué relevancia tiene eso?

Viktor sí lo sabía. En la universidad de Viendavales no había destacado en Filosofía Legal, ni en Retórica, ni en Derecho Penal, pero sí en Derecho Constitucional. Ahí siempre fue el mejor. La relevancia de que su padre fuera el gobernador del oeste, en un momento como aquel, estribaba en que, si el Senado así lo requería, él, Deian Wellington, podría convertirse en el próximo presidente de la República de Ylandra. Solo de pensarlo empezaron a dolerle las sienes, como si alguien se las estuviera martilleando.

—Si jugamos bien nuestras cartas, si sabemos movernos como es debido, si conseguimos reunir los suficientes apoyos, Deian, podría usted ser…

—¡Déjelo!

—¿Disculpe? —intervino Annelyn—. ¿Comprende lo que le estoy diciendo?

—Lo comprendo, señorita Vyvas —dijo y se oyó cómo reía—. Aún no he jurado el cargo de gobernador y ya quiere convertirme en presidente.

—Así es, y creí que se mostraría más abierto a…

—No es así —la interrumpió—. No me presenté a estas elecciones para hacer carrera en la política. Lo hice para cambiar el rumbo del oeste. Pronuncié discursos, hice promesas y cumpliré cada una de las cosas que dije que haría.

—Pero…

—Y hay mucho que hacer. En primer lugar, debemos acabar con ese Inferus y con todos los anirios que colaboran con él. Debemos sanear nuestra economía, derogar las leyes liberales aprobadas por mi antecesor, renegociar todos los contratos comerciales con el resto de los estados… ¿Qué está haciendo?

La pregunta cogió desprevenido a Viktor. El grado de desprecio y desconcierto con el que fue emitida hizo que se le erizaran los pelos del brazo.

—¿Comprende que convirtiéndose en el presidente de la república todas esas cosas continuarían a su alcance? Únicamente tendría más poder para conseguirlas.

—Ya tengo el poder que necesito.

Silencio. Un silencio frío y cortante. Incluso desde otra habitación, Viktor lo percibía.

—Así que se trata de eso —dijo Annelyn. Su tono había perdido toda feminidad y dulzura y, aun sin estar presente, Viktor se estremeció—. Es un cobarde.

—¿¡Cómo dice!?

—Le ofrezco la opción de convertirse en el hombre más poderoso de este mundo y usted la rechaza con argumentos timoratos.

—Guarde cuidado, señorita Vyvas —amenazó—. No olvide con quién está hablando.

—Sé con quién estoy hablando, señor Wellington. Estoy hablando con un hombre en deuda.

—¿Cómo se atreve?

—Un hombre con un hijo homosexual y otro alcohólico, un hombre con un espía del mayor enemigo del oeste entre sus esclavos, un hombre incapaz de controlar sus emociones. Un hombre que, de no haber contado con mi asesoría y mis habilidades, hace unos días habría sufrido una humillante derrota. Está en deuda conmigo, Deian, así que, si quiero llamarle cobarde, lo haré. Si quiero decirle que todo cuanto tiene me lo debe a mí, también lo haré. Si quiero…

—¡Cállese!

—¡No! Esto debe oírlo, señor —rugió Annelyn—. Ha sido una constante decepción desde que decidí ofrecerle la candidatura a gobernador. No solo por sus hijos o sus esclavos, sino por usted mismo. Es como un niño furioso que quiere jugar con los mayores, pero se muestra incapaz de entender el juego. Un patético hombre de leyes que cree que la política y los juzgados son la misma cosa. Cuando a un auténtico político le ofrecen la posibilidad de ser presidente, no la rechaza, señor. Salvo que sea un cobarde.

Viktor estaba temblando. Jamás había visto a nadie hablar así a su padre y jamás hubiera imaginado que lo presenciaría, mucho menos después de que este se hubiera convertido en una de las personas más importantes de Ylandra. La señorita Vyvas había perdido el juicio y Viktor temía ser también testigo de las consecuencias. Su mente inventó, en una fracción de segundo, cientos de desenlaces para aquella discusión y en ninguno de ellos la señorita Vyvas salía bien parada. La única pregunta era saber hasta qué punto podía desbocarse la ira de su padre. Viktor sacudió la cabeza y prestó atención.

Durante demasiados segundos no oyó nada. Como si el tiempo se hubiera detenido o sus oídos se hubieran atrofiado. Entonces Annelyn añadió algo:

—Podría ser el próximo presidente de la república, Deian.

El tono había sido suave, dulce y cercano, la melodía de una cruel sirena que atrae a los marineros hasta sus redes, y su padre, en actitud conciliadora, dijo:

—Podría serlo.

Aquello desconcertó tanto a Viktor que a la mañana siguiente juraría haberlo soñado. Nunca había visto a su padre pasar del enfado a la sumisión de una forma tan drástica. Mucho menos después de ser tratado con tan evidente falta de decoro y respeto. ¿Qué demonios estaba ocurriendo en ese cuarto?

—Desde esa posición podrá encargarse de los asuntos del oeste. Colocaremos a alguien de nuestra confianza en el asiento del gobernador, a alguien a quien podamos controlar y, con todos los recursos de Ylandra a su disposición, podrá hacer lo que quiera.

—Habrá que conseguir el apoyo de la mayoría del Senado.

—Saldré antes de que amanezca hacia Astra y empezaré a trabajar en esa dirección. Confíe en mí, Deian. Conseguiré sentarle allí donde merece estar.

Cuando, a la mañana siguiente, durante el desayuno, Viktor preguntó a su padre por cómo había pasado la noche, este no mencionó ningún encuentro nocturno y Viktor se convenció de que lo había soñado. Nadie que hablara a su padre como parecía haberlo hecho la señorita Vyvas seguiría indemne. Era imposible. Pero cuando su padre le contó que el presidente Sans y los seis competentes habían muerto, no supo qué pensar. Lo único que tenía claro era que algo en la mirada de su padre había cambiado. Algo sutil, solo perceptible para unos ojos que lo conocieran como solo un hijo podía hacerlo, pero no por ello menos importante.

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El silencio había vuelto a instalarse entre ellos. Era la consecuencia del desacuerdo, del rechazo, del desprecio y de la decepción. Aleyn y Samael seguían juntos; desayunaban, comían y cenaban uno al lado del otro y se ponían de acuerdo sobre qué camino seguir, pero el resto del tiempo guardaban silencio, como si fueran dos desconocidos que, sin haberse dado una oportunidad, ya se odiaran.