La humanidad que alumbras te alimenta: Matriz cultura.
Las bases biológicas del lenguaje, la cultura, la moral y el estatus
© Del Autor:
Pablo Rodríguez Palenzuela
© Next Door Publishers
Primera edición: mayo 2022
ISBN: 978-84-124894-6-0
ISBN eBook: 978-84-124894-7-7
DEPÓSITO LEGAL: DL NA 585-2022
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Impreso por Estella Print
Impreso en España
Diseño de colección: Ex. Estudi
Autora del sciku: Laura Morrón Ruiz de Gordejuela
Editora: Laura Morrón Ruiz de Gordejuela
Corrección y composición: NEMO Edición y Comunicación, SL
Introducción
1. ¿Genético o aprendido?
2. Las moléculas que nos gobiernan
3. La brecha: lo que nos separa de las otras especies
4. El largo viaje: cómo nos hicimos humanos
5. Lenguaje y cultura: el secreto de nuestro éxito
6. La paradoja humana: violencia y cooperación
7. El animal moral
8. Estatus
Epílogo
Agradecimientos
Bibliografía
En agosto de 1831, un jovencísimo Charles Darwin, por aquel entonces estudiante de la Universidad de Cambridge, se encontraba viajando por la espectacular campiña galesa en compañía de su profesor Adam Sedgwick, uno de los fundadores de la geología moderna. El propósito del viaje era, en teoría, estudiar las formaciones rocosas y los fósiles de algunos valles galeses, aunque el propio Darwin sospechaba que la verdadera intención de Sedgwick era enseñarle algo de geología de campo. El profesor y su pupilo dedicaron largas jornadas a recoger especímenes de rocas y a tratar de establecer la estratificación en un mapa. Curiosamente, ninguno interpretaba el paisaje de manera correcta. Darwin lo contaría años más tarde en su autobiografía: «En aquel viaje tomé conciencia de lo fácil que resulta pasar algunos fenómenos por alto, por conspicuos que sean, si no habían sido observados antes por alguien. Pasamos varios días en Cwun Idwal examinando las rocas con extremo cuidado, ya que Sedgwick estaba ansioso por encontrar fósiles, pero ninguno se apercibió del maravilloso fenómeno glaciar que nos rodeaba; no nos percatamos de las rocas talladas, de los grandes cantos encaramados y de las morrenas laterales y terminal… Una casa chamuscada por el fuego no nos contaría una historia de manera más clara que aquel valle».
¿Cómo es posible que uno de los mejores geólogos del momento y una de las mentes más brillantes de todos los tiempos fueran incapaces de ver lo que más tarde parecería obvio? Es sencillo, a los dos caballeros victorianos les faltaba entonces la necesaria armazón intelectual. Aunque suele pensarse que la teoría deriva de las observaciones, lo cierto es que para organizarlas de un modo eficaz hace falta una hipótesis: el marco intelectual es un requisito previo. En el caso de los fenómenos glaciares, llegaría poco después de la mencionada excursión geológica. Charles Lyell publicó en 1830 su libro Principios de geología, el cual supuso un cambio de paradigma para esta disciplina e influyó con gran intensidad en las teorías de Darwin. Este lo leyó unos meses más tarde durante su famoso viaje en el Beagle. En la visión popular de la ciencia, se supone que primero vienen las observaciones y que las teorías surgen a partir de estas, pero en la realidad las cosas son un poco más complicadas. El conjunto de las observaciones es infinito, o al menos inabordable, y los investigadores necesitan una hipótesis de partida para saber hacia dónde dirigir la mirada. Según el propio Einstein, es la teoría la que dirige las observaciones. Por supuesto, el viaje es de ida y vuelta y se repite muchas veces: pensar, observar, volver a pensar sobre las observaciones, volver a observar bajo un nuevo prisma. Como decía Maese Pedro en el Quijote: «Para sacar una verdad en limpio es menester dar muchas vueltas y revueltas».
La teoría de la evolución mediante variación y selección natural constituye el arquetipo de idea que nos cambia la manera de ver el mundo y, por tanto, las observaciones que hagamos en el futuro. Según el filósofo Daniel Dennett, esta teoría es una especie de «disolvente universal» capaz de «corroer cualquier contenedor sea del material que sea», lo que hace inevitable que se expanda a otros campos del conocimiento donde no siempre es bienvenida. No cabe duda de que Darwin provocó un gran revuelo con la publicación de El origen de las especies en 1859. La polémica arreció casi de inmediato y más de ciento cincuenta años después sigue muy viva. En este tiempo, la teoría de la evolución ha sido atacada con énfasis, utilizada de un modo grosero para defender movimientos políticos indefendibles y, muy a menudo, malinterpretada. Cuentan que una dama de la alta sociedad victoriana le comentó a una amiga poco después de la publicación del libro: «Querida, esperemos que el señor Darwin esté equivocado, pero, si no lo está, confiemos en que no se entere nadie».
¿Por qué tanta polémica? En primer lugar, porque nos obliga a abandonar una idea muy querida y arraigada en el pensamiento occidental, la de que los humanos estamos en una galaxia aparte del resto de los seres vivos. La concepción cuadra bien con el pensamiento cristiano dominante en Europa en los últimos dos mil años. Nosotros tenemos alma inmortal y ellos no. Sin embargo, lo cierto es que somos animales y que para entendernos es indispensable aceptar que nuestro lado animal es una parte integral de nuestra humanidad y no una colección de bajos instintos. En segundo lugar, la idea de la evolución es contraintuitiva. Nos dice que la exquisita adaptación que muestran las criaturas a su ambiente no es producto de un diseño inteligente, sino el resultado de un proceso ciego. Nos cuesta aceptar esto porque solemos enfrentarnos a los problemas mediante la razón; sin embargo, existen bastantes casos en los que otras especies han llegado a soluciones en apariencia inteligentes sin un proceso racional de por medio. Por poner un ejemplo, las abejas maximizan el espacio de las colmenas empleando el hexágono para las celdillas. No es nada probable que esta solución —inteligente desde nuestro punto de vista— provenga de un pensamiento profundo por parte de un comité de sabios himenópteros, sino el resultado de la selección natural que opera sobre un conjunto de comportamientos que daban lugar a colmenas de diferentes formas.
De manera breve, la teoría de la evolución, en la depurada versión actual, nos dice que la vida surgió en la Tierra hace unos tres mil quinientos millones de años1 a partir de un ser vivo seguro que muy simple, tal vez una entidad con capacidad para autorreplicarse. A partir de este primer antecesor, al que se le ha denominado LUCA, los seres vivos se han multiplicado y han ido surgiendo especies cada vez más diversas. El mecanismo más importante —aunque no el único— de este cambio evolutivo es la selección natural. La variación genética en sí está unida al proceso de reproducción de los seres vivos. Aunque los mecanismos de replicación del ADN funcionan con un grado extraordinario de fiabilidad, a veces se producen fallos que dan lugar a mutaciones. En algunos casos, estas mutaciones tienen efectos sobre la descendencia. En la mayoría, las mutaciones son neutrales, es decir, no afectan a la capacidad de los individuos para sobrevivir y reproducirse. Cuando las mutaciones sí producen algún efecto, este suele ser negativo. La posibilidad de que una mutación sea favorable es a priori baja, incluso muy baja en determinados casos, aunque, si le damos el margen suficiente, incluso las probabilidades infinitesimales acaban ocurriendo. El proceso evolutivo transcurre en una escala de tiempo que nos resulta muy difícil imaginar. Las bacterias estuvieron miles de millones de años campando por sus respetos antes de que surgiera el primer animal multicelular. Los mamíferos surgieron hace unos doscientos cincuenta millones de años y los primeros representantes del género Homo, a los que se les podrían considerar un poco humanos, alrededor de dos millones de años. Que la evolución sea, en general, un proceso gradual no significa que todas las especies cambien al mismo ritmo. Hay casos bien estudiados donde la modificación se ha producido de forma muy rápida en términos geológicos. Y, por supuesto, los ejemplos de evolución artificial sugieren que los cambios pueden ser muy rápidos si se dan las circunstancias adecuadas.
Sin duda, la aportación fundamental de Darwin fue la idea de selección natural; este proceso no es más que el nombre que le damos al hecho de que algunas variantes de ciertos genes, lo que técnicamente se conoce como «alelos», confieren a los individuos que los poseen cierta ventaja a la hora de sobrevivir y reproducirse, de manera que la frecuencia de dichos alelos cambia de manera paulatina con cada generación, lo que da lugar a un cambio genético adaptativo en el conjunto de la población. Todos los biólogos evolutivos coinciden en que la selección natural existe y es la única fuente de cambio adaptativo, aunque hay otros mecanismos no-adaptativos, tales como la deriva genética.
Las pruebas a favor de la teoría de la evolución resultan tan abrumadoras que casi da un poco de vergüenza exponerlas. Esta teoría proporciona un relato preciso de la aparición de los diferentes grupos de seres vivos a lo largo de la historia de la Tierra y todo concuerda. Una vez le preguntaron al famoso biólogo evolutivo J. B. S. Haldane qué tipo de pruebas harían falta para menoscabar su confianza en ella: «Un fósil de conejo en un estrato del Precámbrico» fue la airada respuesta del científico. Desde entonces, la metáfora del conejo precámbrico ha sido empleada con frecuencia. Por supuesto, el grupo al que pertenecen los conejos, los lagomorfos, evolucionó hace unos cuarenta millones de años, mientras que el período Precámbrico abarca desde el inicio de la Tierra hasta hace unos quinientos cuarenta millones de años, así que la sentencia de Haldane era una especie de exabrupto. Pero más allá de la exageración, millones de fósiles han sido estudiados en estratos cuya edad puede establecerse de manera firme —dentro de los límites de error de los métodos de datación basados en la desintegración radiactiva— y nunca ha aparecido nada que ponga en duda el esquema básico que proporciona la teoría de la evolución.
La historia del tiktaalik es muy ilustrativa. Hace trescientos noventa millones de años, todos los vertebrados que había en la Tierra eran acuáticos, pero unos treinta millones de años después aparecen fósiles de animales con cuatro patas. Puede razonarse que entre los trescientos noventa y los trescientos sesenta millones de años debió de existir una forma de transición entre ambos grupos ¿Dónde podría encontrarse un fósil con estas características? Como es natural, en rocas que tuvieran esa edad. Este fue el razonamiento que llevó a Neil Shubin y sus colegas a embarcarse en una agotadora búsqueda en la isla de Ellesmere, en Canadá, verano tras verano, hasta que por fin encontraron un fósil en muy buen estado que presentaba elementos claros de transición entre los peces y los primeros anfibios: tenía agallas y escamas, lo que delata su hábitat acuático, pero también presentaba cuello y una cabeza aplanada, como la de una salamandra, con los ojos situados en la parte superior y no a los lados; los huesos de las extremidades estaban más desarrollados que los de los peces, aunque eran menos robustos que los de los anfibios. La importancia de este hallazgo es que parte de una predicción de la teoría evolutiva: debió de existir una forma de transición entre peces y anfibios hace unos trescientos setenta y cinco millones de años; y, en efecto, el fósil se encontró en una roca cuya edad se encontraba en el intervalo predicho. No es una comprobación experimental, pero sí es algo muy parecido [1].
En definitiva, la teoría que formuló Darwin hace unos ciento cincuenta años ha evolucionado hasta convertirse en un campo de investigación maduro y atractivo: la biología evolutiva. Las ideas seminales de Darwin, el origen común de los seres vivos, la selección natural y el cambio gradual, han sido probadas más allá de cualquier duda razonable. Sin embargo, esta disciplina ha tenido que rellenar innumerables huecos; por ejemplo, Darwin no podía saber cómo funciona la herencia genética y asumió que, de alguna manera, los caracteres se heredaban. Criticar el darwinismo hoy día tiene poco sentido. Las ideas de Darwin han resultado muy fructíferas, pero es evidente que quedaba mucho trabajo por hacer; los críticos deberían centrarse en el estado de nuestros conocimientos actuales. Sin embargo, es importante señalar que la biología evolutiva no es solo una disciplina dentro de la biología; es el pegamento que la une. Según la famosa frase de Theodosius Dobzhansky, tantas veces repetida: «Nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución».
Por supuesto, la teoría de la evolución nos afecta y responde, en parte, a la pregunta de los antiguos filósofos griegos: ¿de dónde venimos? La forma en que procesamos la información, es decir, la razón, es un producto de la evolución. Si nos enamoramos, cooperamos, competimos, tenemos identidad de grupo, nos preocupamos por nuestros hijos, nos gusta salir con amigos, nos gusta ser respetados y apreciados por nuestros semejantes y un largo etcétera, es en parte por nuestro pasado como especie. Muchas de nuestras capacidades y preferencias en la actualidad son consecuencia de las presiones selectivas a las que fueron sometidos nuestros antepasados durante millones de años. La conducta se hereda y evoluciona, pero las relaciones entre genes y conductas son indirectas —el tema se abordará más adelante y con la debida calma—.
El rechazo a la teoría de la evolución empezó nada más publicarse El origen de las especies y perdura hasta la actualidad; viene de diversas fuentes y la primera es la religión. El relato evolucionista reemplaza el mito de la creación de Adán y Eva y, aún peor, pulveriza el argumento teleológico de Tomás de Aquino, quien considera que el enorme grado de adaptación a su ambiente que muestran los seres vivos solo puede explicarse por la acción de un creador. El primer gran debate tuvo lugar en Oxford, poco después de publicarse el libro, entre Thomas Huxley —que más tarde sería conocido como el bulldog de Darwin— y el obispo Samuel Willberforce, famoso por su elocuencia. En el momento álgido, el obispo preguntó a Huxley si su antecesor primate era por parte de padre o de madre; «Dios lo ha puesto en mis manos», masculló Huxley, y subió al estrado y contestó que no había oído ni un solo argumento científico sólido en contra de la teoría de Darwin y que, en cualquier caso, prefería descender de un humilde simio que de un hombre eminente que utiliza sus facultades para introducir el ridículo en un debate que debía ser científico.
Las diferentes religiones organizadas han reaccionado de forma variable; algunas Iglesias protestantes, sobre todo en Estados Unidos, optaron por la negación, es decir, por el creacionismo camuflado de manera reciente bajo la etiqueta de «diseño inteligente». Estos grupos llegaron a imponer en las escuelas de algunos estados la obligación de enseñar esta teoría pseudocientífica en igualdad a la teoría de la evolución. Tuvieron que ser los tribunales de justicia los que dirimieran la cuestión fallando a favor de los evolucionistas y obligando a que el diseño inteligente se enseñara en las clases de religión —voluntarias—, pero no en las de biología. En cambio, la Iglesia católica ha tenido una postura más moderada, pues admite la evolución como un hecho científico, aunque insiste en que la singularidad de la especie humana solo puede explicarse mediante algún tipo de intervención divina durante el proceso, lo que no deja de ser una versión descafeinada del diseño inteligente. Puede que el debate parezca superado, pero no lo está. Las encuestas realizadas en diferentes países indican que un porcentaje notable de la población mundial responde de manera negativa a la pregunta: «¿Cree usted que los humanos actuales descienden de especies anteriores?». De hecho, solo el 40 % responde de manera afirmativa en Estados Unidos y en Turquía, el 25 % [2].
La segunda fuente de oposición puede considerarse como una reacción al darwinismo social, una ideología un tanto difusa que pretendía extraer una política social de la teoría de Darwin, y que preconiza que los individuos «genéticamente menos aptos» sean eliminados o, al menos, que se les prohíba reproducirse; también legitima las diferencias sociales amparándose en la coartada de que «las cosas funcionan así en la naturaleza». Esta ideología está basada en una simplificación relacionada con la frase de «la supervivencia del más fuerte» y también en una falacia. En la naturaleza no sobreviven los individuos más fuertes, o no necesariamente; pueden ser los más resistentes a las enfermedades, los que utilizan la energía de forma más eficiente o los que cooperan más con otros individuos, lo que les da una ventaja adicional. Las cualidades que favorecen la supervivencia son muy variadas y dependen de la especie. En cualquier caso, la cuestión no es solo sobrevivir, sino también reproducirse. La «falacia naturalista», señalada por el filósofo George E. Moore, es la creencia de que todo lo «natural» es mejor en sentido moral por el mero hecho de serlo. A modo de ejemplo, lo «natural» es que muchos bebés mueran por enfermedades infecciosas antes de convertirse en adultos, pero la mayoría de los padres prefiere utilizar antibióticos —antinaturales— a dejar que la naturaleza siga su curso.
El darwinismo social se puso de moda a finales del siglo XIX debido a la influencia de autores como Herbert Spencer y Francis Galton, aunque el propio Darwin se mantuvo al margen. Durante la primera mitad del siglo XX, estas ideas determinaron algunas políticas sociales aborrecibles en Estados Unidos y algunos países europeos, como la esterilización forzosa de personas consideradas «genéticamente deficientes». Es posible que el propio Hitler fuera influido por estas ideas «eugenésicas», como se denominaron, aunque es muy dudoso que la cuestión de la supremacía de la raza aria pueda achacarse a las de Darwin. El racismo ha sido, por desgracia, frecuente desde hace mucho tiempo. No cabe duda de que el darwinismo social constituye un desastre intelectual y moral que debe ser rechazado. Sin embargo, este justificado rechazo no puede llevarnos a pensar que la biología no tiene nada que decir sobre el comportamiento humano o que la mera mención del concepto de naturaleza humana esconde una ideología de ultraderecha.
La tercera línea de ataque a la teoría proviene de la filosofía y de las ciencias sociales y no consiste en negar la evolución como hecho biológico, sino en negar que sea necesaria para explicar el comportamiento humano. Podríamos decir que se trata de un creacionismo implícito. En su origen está la concepción del filósofo inglés John Locke de la tabula rasa. De acuerdo con ella, la mente humana, al nacer, sería como una página en blanco, carente de cualquier elemento innato, y producto de la educación y del condicionamiento social. Me apresuro a señalar, en primer lugar, que todo el mundo —biólogos incluidos— está de acuerdo con que la mente del recién nacido está en buena parte en blanco, y que la interacción social es indispensable para llenarla. Un bebé que se criase aislado de sus semejantes no se convierte en nada parecido a un ser humano, como demuestran algunos casos terribles de «niños lobo», que han sido «criados» por otras especies. Esto no contradice en nada a la biología: la mente humana ha sido moldeada por la selección natural para aprender; sin embargo, de ahí no se concluye que la tabla sea completamente rasa, pues existen sesgos y preferencias innatas que tienen una influencia fundamental en la forma en que acabamos comportándonos; en consecuencia, hay cosas que nos resulta muy fácil aprender y otras que son contraintuitivas. La inmensa mayoría de los bebés humanos aprende a hablar a los dos o tres años sin otra condición que hallarse inmersos en un ambiente social. No cabe duda de que la capacidad de hablar está en nuestros genes y tiene su asiento en estructuras especializadas de nuestro cerebro. Nuestros primos los chimpancés son incapaces de hacerlo; incluso si son sometidos a un entrenamiento intensivo desde el nacimiento, su capacidad para asimilar el lenguaje simbólico es muy limitada. Sin embargo, seríamos injustos con Locke si le intentamos «cargar el muerto» de la biofobia a su idea de la tabula rasa, la cual surgió en un contexto diferente. Locke estaba tratando de luchar con el inmenso poder de la Iglesia en su tiempo y fue unos de los promotores de la separación Iglesia-Estado. Este pensador se oponía a que determinadas concepciones, como la de Dios, fueran innatas y, por tanto, imposibles de contradecir. Como ocurre con frecuencia, el problema solo surge cuando las cosas se llevan al extremo. Probablemente, Locke estaría de acuerdo con los evolucionistas actuales, quienes tampoco creen que la idea de Dios sea innata.
La siguiente parada en esta pequeña historia de la biofobia es Franz Boas, una gran figura intelectual a caballo entre los siglos XIX y XX y considerado uno de los fundadores de la antropología. Como en el caso de Locke, no pretendo demonizar a Boas, cuya contribución a la ciencia ha sido muy importante y, en su mayor parte, correcta. Boas inició su carrera estudiando la cultura inuit en el noroeste de Canadá, donde se sintió fascinado por la inteligencia y la creatividad que mostraban los nativos. Boas se oponía a que las capacidades humanas estén determinadas por la raza; por el contrario, razonaba que lo que diferencia a los europeos de los inuit era su cultura. A finales del siglo XIX, las ideas racistas estaban asentadas; algunos antropólogos llegaron a hacer una tipología de los seres humanos basada en la morfología craneal. La creencia de que la cultura europea era superior a cualquier otra también se daba por cierta. Sin embargo, Boas no estaba de acuerdo con este eurocentrismo y opinaba que la cultura inuit estaba bien adaptada para la supervivencia en el Ártico; por tanto, no tenía sentido hablar de culturas mejores o peores.
Sin duda, Boas tenía razón en casi todo. Hoy sabemos que los humanos somos una especie muy homogénea desde el punto de vista genético y que la clasificación tradicional en cinco razas carece de sentido. También que la tipología craneal es un embuste y que, en efecto, los individuos de otras culturas consideradas primitivas pueden ser tan inteligentes y creativos como los de la nuestra. El problema es que las concepciones originales de Locke y Boas se radicalizaron con las sucesivas generaciones de científicos sociales hasta llegar a lo que Steven Pinker denomina el «modelo social estándar» de las ciencias sociales [3]. Este modelo es radical en el sentido de no admitir ningún elemento innato, ninguna influencia de la biología, para explicar tanto las diferencias entre individuos como entre culturas; todas las diferencias se achacan al condicionamiento social. Pinker no niega que este exista y sea importante, pero sostiene que la clave está en estudiar cómo las evoluciones biológica y cultural se complementan de manera mutua: no existen seres humanos sin genes ni tampoco seres humanos sin cultura, ya que no podríamos considerarlos humanos.
Según este autor, la renuencia a incorporar la perspectiva evolutiva en las ciencias sociales se debe a cuatro argumentos fundamentales basados en una idea errónea de lo que significa la biología. Son los cuatro miedos de Pinker: 1. El miedo a la desigualdad: si existen diferencias innatas, la discriminación podría justificarse; 2. El miedo a ser imperfectos: sin los humanos somos malos por naturaleza, los intentos por mejorar la condición humana estarían condenados al fracaso; 3. El miedo al determinismo: si somos productos de la biología, no se nos puede considerar responsables de nuestras acciones, y 4. El miedo al nihilismo: si somos meras máquinas, nuestras vidas carecen de sentido y de propósito. Pinker contesta a estos cuatro «miedos»:
1.Que existan personas más altas, más inteligentes o con algún talento particular es una cuestión empírica que solo puede determinarse estudiando las interacciones entre genes y ambiente. Lo importante es que la existencia o no de dichas diferencias no puede justificar que se produzca discriminación alguna contra personas o grupos, ya que es una cuestión de valores y estos no son susceptibles de verificación empírica. Por ejemplo, cuando nos declaramos contrarios a la violencia, no queremos decir que esta sea imposible, sino que hiere en especial nuestra sensibilidad y estamos dispuestos a acciones contundentes para impedirla.
2.Que una tendencia sea innata no quiere decir que sea inevitable. Esta creencia revela un desconocimiento profundo sobre cómo funcionan en realidad los genes. Se ha visto en muchos casos que la herencia genética tiene una gran dependencia del ambiente. Por ejemplo, hay variantes particulares de algunos genes que favorecen la conducta violenta en los individuos que los poseen, pero solo si se han producido carencias graves en la infancia. En todo caso, el reconocer que determinadas tendencias son innatas debería constituir un aviso para evitarlas o paliarlas mediante un esfuerzo extra en la educación y el condicionamiento social.
3.Nuestros actos están condicionados de manera inevitable por nuestra educación y personalidad, la cual tiene influencia genética, pero eso no quiere decir que no podamos elegir entre diferentes acciones. En cualquier caso, el determinismo social no es menos problemático que el genético; si alguien puede emplear sus genes como atenuante para un crimen, de la misma forma podría emplear su infancia difícil.
4.Este miedo sí está justificado. En efecto, la teoría evolutiva derriba el último gran argumento tomista; la vida solo tiene el sentido que seamos capaces de darle. Lo que no está claro es que esto suponga un problema —con el permiso de Jean-Paul Sartre—.
En los años setenta del siglo pasado, el eminente biólogo de Harvard Edward O. Wilson publicó su libro Sociobiología [4] y abrió la caja de los truenos. La concepción central de Wilson era, de nuevo, que el enfoque evolucionista es imprescindible para entender a los seres humanos y que, por lo tanto, las ciencias sociales deberían considerarse como un caso particular de la biología, que se ocupa específicamente de una sola especie: el Homo sapiens. Como era previsible, Wilson fue tildado de nazi y de neodarwinista social, e incluso llegaron a tirarle un jarro de agua helada durante una de sus conferencias. Unos pocos biólogos muy mediáticos, como el paleontólogo Stephen J. Gould, el genetista Richard Lewontin y el neurobiólogo Steven Rose, se posicionaron en contra de Wilson. Como resultado, un espeso manto de silencio cayó sobre el debate durante más de veinte años, excepto en algunos departamentos universitarios de biología, donde algunas personas se atrevían a decir en privado abominaciones tales como que los genes tienen alguna influencia sobre las capacidades de los individuos. Sin embargo, a finales de los años noventa las perspectivas comenzaron a cambiar con la aparición de un grupo de científicos que se atrevieron a cuestionar el dogma de la tabula rasa: Stephen Pinker, Jerry Fodor, Daniel Dennett, Barbara Smuts, David Buss, Sarah Blaffer Hrdy y muchos más. Poco a poco, su discurso ha calado2 y hoy pocos se escandalizan si alguien nombra los genes en una discusión sobre la inteligencia. El problema es que no basta con aceptar de un modo pasivo la teoría de la evolución. Se requiere un replanteamiento global de las distintas disciplinas para incorporar la perspectiva evolucionista. Esto no convertirá las ciencias sociales en subordinadas a la biología: las hará más interesantes y mejor integradas en el cuerpo general de conocimientos. Sin duda, las sociedades humanas poseen propiedades emergentes que no pueden ser predichas ni descritas desde una perspectiva biológica y que, por tanto, requieren sus propios especialistas; sin embargo, estos necesitarían incorporar la biología a su currículum. No hace mucho tiempo, los biólogos tuvieron que hacer lo propio e incorporar la física y la química debido a la revolución que supuso la biología molecular. El problema es la lógica resistencia de las instituciones académicas para incorporar ideas nuevas. La situación es, sin duda, mucho mejor en el mundo académico anglosajón, cuyo sistema de enseñanza favorece los estudios interdisciplinares. Por ejemplo, en España, una persona que quiera dedicarse de manera profesional a la filosofía se verá apartada de todo contacto con las asignaturas de ciencias a una edad muy temprana. Esperemos que las cosas cambien algún día y sea posible ampliar la famosa frase de Theodosius Dobzhansky: «Nada en las ciencias sociales tiene sentido si no es a la luz de la evolución».
En algún momento de nuestro pasado evolutivo, la cultura cambió las reglas del juego de la evolución. La cultura es a los humanos lo que las telas a las arañas: un invento fantásticamente útil para el éxito biológico de la especie que condiciona su evolución posterior. Eso no quiere decir que la evolución biológica haya sido sustituida por la cultural. No es naturaleza vs. crianza. Es naturaleza y crianza. Los avances culturales crearon sin duda nuevas presiones selectivas que dieron lugar a cambios genéticos, los cuales provocaron a su vez nuevos cambios culturales, como veremos. La creencia de que los avances culturales han provocado cambios genéticos en un pasado reciente —los últimos diez mil años— está apoyada por los datos.
Los humanos nos separamos hace al menos siete millones de años de los actuales chimpancés, con los que todavía compartimos más del 90 % de nuestros genes. Hace unos dos millones de años ya caminábamos erguidos, cazábamos tanto como recolectábamos y nuestras capacidades cognitivas habían aumentado de un modo espectacular: fabricábamos herramientas y es muy posible que tuviéramos un lenguaje, aunque tal vez más rudimentario que los actuales. Uno de los factores críticos que hicieron posible nuestro éxito biológico fue una capacidad de cooperación entre los miembros del grupo que no tiene comparación con otras especies. La hipótesis más probable es que la moral humana es un producto de la evolución que permitió aumentar la conducta cooperativa y de ese modo el éxito reproductivo. La moral fue el instrumento que permitió superar los egoísmos individuales en beneficio del grupo: una comunidad muy unida y con un alto grado de parentesco, con un máximo aproximado de ciento cincuenta individuos. La cooperación ha sido uno de los pilares de nuestro éxito biológico, aunque, por desgracia, tiene límites y tiende a producirse entre los individuos que pertenecen al grupo, por lo que es mucho más rara fuera de este. Las mismas fuerzas que nos convirtieron en un animal moral crearon también el tribalismo, que constituye uno de los aspectos más oscuros de la naturaleza humana. Por otro lado, emociones universales como la vergüenza y el remordimiento tienen la función de facilitar la conducta altruista dentro de los miembros del grupo.
Los humanos llevamos milenios hablando del bien y del mal, de la forma correcta de comportarse con los demás. Estas concepciones constituyen el eje de la mayoría de las religiones y han sido exploradas una y otra vez por los filósofos y los autores literarios. Cabría pensar que después de millones de palabras escritas sobre el tema sea imposible darle un enfoque radicalmente nuevo. Y, sin embargo, esto es lo que ha ocurrido en los últimos años tras aparecer una corriente de pensamiento científica y filosófica que reclama analizar todos los asuntos humanos bajo el prisma de la teoría de la evolución, la cual argumenta que nuestra especie no ha aparecido de repente en la faz de la Tierra, sino que compartimos un largo pasado evolutivo con otras especies y unos siete millones de años de evolución en solitario. Desde hace décadas, la biología está pidiendo voz en cuestiones que hasta hace poco se consideraban patrimonio de las ciencias sociales o la filosofía.
Son las distintas religiones las que han presentado el enfoque más antiguo y persistente de la moral. En la mayoría de los casos existe la pretensión de que la moral proviene de Dios y de que, por tanto, es inamovible y universal. Según esto, no tendría sentido pensar sobre los códigos morales, ya que estos han sido revelados y son los que son; puede afirmarse que las religiones basan sus códigos morales en una tradición particular que veneran como sagrada. Los filósofos han considerado que la cuestión moral tiene enorme importancia y le han dedicado toda una rama de la filosofía: la ética. El abordaje es muy diferente al de la religión: los códigos morales deben ser analizados mediante la razón, entendida como la capacidad de los humanos bien socializados para procesar información de cualquier tipo. Según este punto de vista, los códigos humanos no son inmutables y puede razonarse que algunos son mejores que otros atendiendo a su coherencia interna y a su capacidad para mejorar la vida de las personas.
«En algún momento de nuestro pasado evolutivo, la cultura cambió las reglas del juego de la evolución».
Hay algunos cabos que se quedan sueltos en el abordaje tradicional que hace la filosofía de la cuestión. En primer lugar, está claro que el valor moral es una etiqueta que aplicamos a la forma en que tratamos a otros seres. La ética solo tiene sentido en un contexto social. En una especie solitaria, la moral carece de sentido. En segundo lugar, se trata de una etiqueta muy emocional. Todas las sociedades tienen códigos morales y, aunque existe variabilidad al respecto, también hay coincidencias; de un modo significativo, el asesinato está prohibido en todas las culturas excepto en circunstancias especiales —guerra, ejecución—. Las emociones sobre las que están construidos estos códigos son universales y muchas de las expresiones faciales que conllevan son iguales en todas las culturas e incluso en ciegos de nacimiento, lo que sugiere que son innatas. ¿De dónde vienen estas emociones?, ¿cómo han llegado a desarrollarse en nuestra especie? Sin duda, se ven influidas por el condicionamiento social, pero para que pueda llegar a producirse un proceso educativo es necesario un cerebro humano construido con las instrucciones que albergan los genes. Para que se desarrollen códigos morales tiene que haber un cerebro susceptible de tener emociones y de pensar en términos morales, pero este cerebro es el resultado de un proceso evolutivo. En otras especies, como veremos, existen rudimentos de lo que nosotros llamamos «moral» y que nos ayudan a explicar cómo surgió en la nuestra. Pero ¿se trata de un mero artefacto cultural o es una parte integral de la naturaleza humana? No es fácil contestar a esta pregunta.
El proceso de evolución humana llevó aparejada una disminución drástica de la violencia dentro del grupo. Los humanos somos mansos si nos comparamos, por ejemplo, con los chimpancés. El paralelismo con el proceso de domesticación de las otras especies asociadas al hombre es evidente, aunque, en este caso, los humanos nos domesticamos a nosotros mismos; dicho de otra forma, durante nuestra evolución debió de producirse una selección en contra de los individuos más violentos. Esta es sin duda una de las paradojas fundamentales en nuestra especie. Somos bastante buenas personas, sobre todo dentro de nuestro grupo, aunque podemos ser muy malos y taimados, en especial con los que consideramos extraños. Como es natural, estas dos tendencias tienen un asiento en nuestro cerebro y nuestros genes.
Otro de los factores esenciales para explicar la conducta de los humanos es la tendencia a formar jerarquías. Dicha predisposición tiene una larga historia en nuestro linaje, ya que un alto porcentaje de las especies de primates son jerárquicas en mayor o menor grado. Dado que los individuos dominantes tienden a tener un mayor éxito reproductivo en todas las especies, es obvio que la selección natural tenderá a favorecer, en general, aquellas características que facilitan el ascenso en la escala social. En nuestra especie, la expresión de la jerarquía social es bastante más complicada que en otras próximas y se materializa en formas muy variadas: nivel económico, prestigio social, poder político. En sociedades humanas tradicionales también se ha comprobado la relación entre alto estatus y éxito reproductivo, aunque dicha relación no esté demasiado clara en la sociedad actual. En cualquier caso, surgen numerosas preguntas: ¿qué es lo que nos hace desear un estatus elevado?, ¿cuáles son los procesos cerebrales subyacentes?, ¿existen individuos genéticamente proclives a desear esa posición? La evolución de esta característica parece oponerse a la antes mencionada tendencia a la cooperación y es posible que constituya otra de las grandes paradojas de la naturaleza humana.
«No es naturaleza vs. crianza. Es naturaleza y crianza».
La moral y el deseo de estatus son dos temas fundamentales en cualquier sociedad humana. El objetivo principal de este libro es aproximarse a estas cuestiones desde una perspectiva biológica. Empezaremos por examinar la famosa polémica genético/aprendido y, a continuación, por estudiar qué características nos diferencian de otras especies de animales y en qué contexto pudo evolucionar nuestra especie, sin entrar demasiado en la maraña cambiante de fechas y datos; tendremos que dar un paseo por las moléculas que gobiernan nuestra conducta, para concentrarnos más adelante en cuestiones tales como el origen del lenguaje, la cultura y la moral, así como lo que podría denominarse «neurobiología de la ética», esto es, lo que los científicos han descubierto sobre el cerebro cuando se enfrenta a dilemas éticos. A continuación, entraremos en la cuestión del estatus en las sociedades humanas y en cómo se manifiesta su búsqueda en nuestra forma de consumir y en los objetos de los que nos rodeamos.
Cuando era un estudiante universitario, me sentí fascinado por los libros de Dawkins, Gould, Morris, Lorentz, Wilson y otros grandes divulgadores de la biología, de modo que no es extraño que me decidiera a hacer una tesis doctoral en biología molecular. En 1984, la revolución molecular estaba en pleno apogeo y las nuevas técnicas de ingeniería genética estaban permitiendo que los científicos dirigiesen su mirada a los genes, por primera vez de forma directa. Hasta esa fecha, los genes habían sido unas entidades teóricas y misteriosas a las que solo se podía acceder de manera indirecta mediante la observación de los efectos que se producían en los cruzamientos. La revolución molecular constituyó lo que Kuhn llamaría un «cambio en el paradigma científico», que, por supuesto, ocasionó cierta tensión entre los biólogos tradicionales que provenían de la historia natural y los arrogantes moleculares, muchos de los cuales venían de otras disciplinas, como la física y la química. Al ser biólogo de profesión, pero ingeniero agrónomo de formación, debo confesar que me incorporé con gusto a esta última tribu. Tras leer la tesis, pasé tres maravillosos años en la Universidad de Cornell, a la que he vuelto como profesor visitante y sigo considerando mi casa. Allí tuve la oportunidad de asistir como oyente a unos cuantos cursos de biología evolutiva. Trabajé duro para obtener resultados en el laboratorio y también para expandir mis horizontes intelectuales.
Desde 1992 he trabajado en la Universidad Politécnica de Madrid dando clase y dirigiendo un grupo de investigación. Hacia el año 2000, la biología sufrió una nueva revolución con la llegada de nuevas tecnologías que permitían estudiar de forma simultánea todos o casi todos los genes de un organismo. Era la revolución de las -ómicas por la forma en que se denominaron estas técnicas: la genómica permite secuenciar todos los genes, la proteómica, todas las proteínas, la transcriptómica permite estudiar la expresión de los genes y un largo etcétera. Tras ellas vino una revolución aún más profunda y que está todavía en curso: la de la biología computacional. Con la nueva marea de datos resultó indispensable desarrollar métodos informáticos y matemáticos para poder manejarlos y darles sentido. De modo que en 2005 decidí volver a las aulas como estudiante para adquirir las destrezas necesarias con un máster de biología computacional, que completé con dos estancias de seis meses en universidades de Estados Unidos. En paralelo a mi trabajo de profesor e investigador, he desarrollado un interés por aspectos más generales, podríamos decir filosóficos, de la biología y, en particular, de su relación con las ciencias sociales. Nunca he entendido la estricta separación del sistema educativo español en ciencias y letras y me declaro en rebeldía contra él.
En 2006 publiqué La lógica del titiritero: una interpretación evolucionista de la conducta humana [5] y este libro puede considerarse una actualización de aquel. Está dirigido en especial a las personas que comparten el interés por la conducta humana y las ciencias sociales, pero que no han recibido una formación en biología. El mensaje urgente es que esta disciplina es imprescindible para entendernos y que no deben temerla. Esta no va a anular a las humanidades: las va a hacer más interesantes e integradoras.
1. Si hablamos de manera estricta, el origen de la vida constituye una disciplina diferente de la biología evolutiva, pero la continuidad entre ambas es evidente.
2. La psicología evolucionista no ha estado desprovista de controversia. Véase, por ejemplo, [242].
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¿Por qué hay personas que son buenas en matemáticas y otras que destacan en los deportes? ¿Por qué hay personas que se mantienen delgadas sin esfuerzo y otras cuya vida es una lucha constante contra la báscula? ¿Por qué algunos florecen en el medio social y para otros es una auténtica tortura? ¿Por qué algunas personas son incapaces de controlar su carácter? ¿Por qué algunos se ahogan en un vaso de agua y otros pasan por situaciones terribles sin apenas inmutarse? Nuestras capacidades y tendencias… ¿dependen de nuestra herencia genética o de nuestra educación?; y si es así, ¿en qué medida?, ¿y cómo saberlo?
«Lo que Natura no da, Salamanca no lo presta», «Esto está en nuestro ADN» o «Es innato» son frases que usamos con frecuencia. El debate sigue en la calle y los periódicos y no lleva rodando siglos, sino milenios. A estas alturas, la cuestión naturaleza vs. crianza puede resultar cansina. Este modo de abordar el problema como una clara dicotomía, como si los genes y el ambiente pudieran actuar de forma independiente, es erróneo. Lo sabemos y, sin embargo, es muy difícil sustraerse a su poder simplificador: en cuanto te descuidas, caes en el malhadado dilema: ¿nace o se hace? La confusión tiene consecuencias: nos impide entendernos; los seres vivos somos complicados y los humanos en particular, pero la mejor forma de empezar es comprender cómo funcionan nuestros genes.
Cuando decimos que un carácter es genético o innato, lo que solemos querer expresar es que es inevitable. Que este aparecerá por sí solo en algún momento de nuestro desarrollo como seres humanos, que llegará para quedarse y que las posibilidades de cambiarlo son mínimas. Es el llamado «determinismo genético»: la creencia de que nuestro destino está sellado por nuestra constitución biológica. Como es natural, es una tremenda simplificación en la mayoría de los casos y en otros, un tremendo error, aunque tampoco es verdad que los genes no tengan ninguna influencia. Podría decirse que somos consecuencia de la interacción entre los genes y el ambiente, pero esto —aunque cierto— suena como un conveniente término medio y no nos ayuda mucho. Se trata de una cuestión compleja que requiere matices y no puede resolverse con una frase lapidaria; en un sumatorio, ¿quién gana?, ¿genes o ambiente?, es imprescindible distinguir varios tonos de gris. Podemos empezar con esas entidades extrañas a las que llamamos «genes»: qué son y cómo funcionan.
Los filósofos de la biología todavía están discutiendo sobre los distintos significados de la palabra gen; podemos quedarnos con la versión aceptada, según la cual un gen es un fragmento de ADN que contiene la información necesaria para fabricar una proteína —o una molécula de ARN—. Las proteínas son las moléculas más importantes dentro de una célula: son catalizadores enzimáticos que permiten la ejecución de las numerosas reacciones químicas que forman el metabolismo, son los constituyentes básicos de las células animales y forman músculos, tendones, ligamentos, etc., son las máquinas que regulan la entrada y salida de materia en las células. En definitiva, las proteínas constituyen la mayor parte de las células y son las máquinas microscópicas que llevan a cabo todas las acciones que mantienen la vida. Las proteínas realizan acciones y los genes contienen la información necesaria para construirlas a través de un complejo proceso cuyos detalles no necesitamos considerar aquí. Los genes no son entidades inertes. Las células necesitan reponer sus proteínas con frecuencia y por ello es necesario recurrir a las instrucciones contenidas en el ADN. Además, en situaciones especiales se requieren proteínas especiales, de manera que el proceso tiene que trabajar de forma más o menos continua. Es importante añadir que un gen no solo contiene la información para fabricar una proteína, también contiene la información de cuándo tiene que fabricarla, en qué células o tejidos del organismo y en qué cantidad. Sin genes o proteínas, los seres vivos no existiríamos.